EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS
Luis M. Fuentes
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20/02/99
Encocados y entripados.
El perfil del drogodependiente, dicen las autoridades de estas cosas, está cambiando. Del quinquillero quemao de barrio, tirao, navajero e insurrecto, marginado por la sociedad y por el jabón, se está pasando al joven estudiante o trabajador, semipijo y buen proyecto de contribuyente, manso con el sistema y sus defectos, un sujeto de drogadicción dominguera y vacacional. Ya no molan las jeringas temblando en la vena, sucias de sangre y miseria de callejón; eso ya es de mal gusto, o simplemente pasó de moda, como el pelo a lo afro o los pantalones de campana, eso les suena ya a nuestros jovenzuelos a muermo carrozón. Sus colocones ahora son profilácticos y con cita previa, como una visita al dentista.
Los jóvenes (y los no tan jóvenes) vivimos a tope los fines de semana, que son como atolones de placer emergentes del agobio de los días laborables, productivos y decentes: el reposo del currito, el consuelo del asalariado y del estudiante, un carpe diem proletario, reivindicante, suicida. Nuestra juventud de contrato temporal y universidad sin futuro revienta los fines de semana, hartos, pasotas, kamikazes de la botellona y la pastilla, para olvidar un lunes que les devolverá al jefe barrigón y negrero, al profesor carca, déspota e inquisidor o a la cola del Inem. Hay que machacar al cuerpo, hay que beber hasta caerse, ponerse morados de drogas para sentir lo que no se ha sentido la semana anterior y para olvidar lo que se sentirá la semana siguiente.
Hay una perversión sutil, alienante, en este divertirse periódico, en este sentir a saltos. Nuestra sociedad vive dos días a la semana, el resto, simplemente resiste al suicido. Eso parecen decir las estadísticas, que se desmadran de alcohol y tripis con cada sábado. El sábado sabadete se busca el polvo rápido y el ciego rápido, la obnubilación, el éxtasis como venganza de una vida que parece agotada. Luego vendrá el domingo, que se consagra a una resaca santificada, y el lunes ya no existe, es otro el que lo vive, un lunes que, en su abolición pragmática, es igual para mensacas y yupis, para secretarias y ejecutivos, para funcionarios y peones de la construcción. El primer café de ese lunes nos transforma a todos, como aquel filtro que hizo a Sigfrido olvidar a Brunhilda.
Se habla tanto de las drogas: alcohol, coca, hachís, tripi... el diablo mismo. Pero hay diferencias, rangos. Algunas se admiten, como el alcohol, porque es blanco y occidental; otras están proscritas sin razón, como el hachís o la marihuana, por ser orientales y africanas, inmigrantes y pobres; otras, las de laboratorio, son una reacción de la técnica y el progreso, vienen con la tele digital y las consolas, con un hedonismo moderno, automático y a la carta, y nuestra juventud la consume como la pepsi o los vaqueros, porque están ahí, por que son jóvenes como ellos. Pero lo malo de las drogas es cuando no se vive más allá de ellas. Las drogas no son malas en sí (nada es malo en sí), son malas cuando nos quitan de ser humanos, cuando nos destrozan la creatividad, la imaginación y la libertad.
Quien haya entrado en una discoteca de las cañeras un sábado de madrugada sabrá lo que es ese ritual de confusión, de paroxismo generacional. En estas catedrales del fin de semana, todo acompaña a este estado exaltado e hiperactivo: la música machacante, obsesiva, inhumana, hiriente de decibelios; las luces aturdidoras, como si intentaran paralizar el pensamiento; el ambiente promiscuo, reconcentrado de humo y urgencia. El sábado pasado, cuando se me ocurrió este artículo, entré en una de las de aquí, en una de las que más frecuentan los jóvenes. Desde la barra contemplaba esa danza maquinal, ciega, excitada. Entonces me di cuenta de que ese placer era falso, que había extirpado toda la humanidad de esas criaturas, que las había convertido en monigotes, más que cuando se pliegan a la necesidad el resto de la semana y tragan con el trabajo o las clases. Un sitio sin comunicación, autista, consanguíneo, monstruoso, repleto de encocados y entripados descuajados de su conciencia. Su paraíso. Qué pena.