El Cínico

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7/11/99

Garzón

La niñez termina cuando se nos mueren los primeros héroes, cuando les vemos los engranajes por debajo de los leotardos y nos empieza a dar vergüenza comprar los cómics de Spiderman o del Capitán Trueno. El resto de la vida nos la pasamos ya, inevitablemente, huérfanos de ellos, y por eso nos gusta, por eso se nos enciende la infancia cuando alguien despunta superpoderes. Eso le pasa a Garzón. Garzón, por ejemplo, sube las escaleras de la Audiencia Nacional y se nos pone el vello de punta, como cuando Mazinger-Z salía de su hangar subterráneo todo eléctrico, machote y acojonante. A Garzón se le ve también en los ojos la chispa fotoatómica de la fuerza y la marcialidad vengadora, y en el caminar esa determinación de émbolo y justicia que tenía el personaje creado por Go Nagai cuando salía a luchar contra los monstruos mecánicos del Doctor Infierno.

A Garzón, de niño, lo mismo le decían mucho empollón y gafotas, y a lo mejor es eso, ese resentimiento enquistado que les queda a los canijos y a los humillados, lo que le empuja a buscar gloria saliendo por las noches a cazar supervillanos por los tejados azarosos del mundo. Todos los héroes tienen siempre una sombra doliente de pasado o de venganza, le pasaba a Peter Parker y a Bruce Wayne. Es lo que le da tensión y plasticidad a la vida severa del sacerdocio de la justicia. La heroicidad es siempre un intentar olvidar algo.

Garzón es un personaje entre envanecido y triste, entre chulo y utópico, tiene esa contradicción de las almas atormentadas y densas, como el Rick de Casablanca. Garzón te cautiva un día por aventurero, por okupa, por quijote, y otro te desengaña por soberbio y niñato. Pienso, por un lado, en la tirria ensañada, infantil, de antojo de quiosco, contra Gómez de Liaño, y, por otra, en esa frialdad tenaz con la que persigue a los dictadores, esa dignidad plateada, roma, adusta con la que se baja de los coches dispuesto a descoyuntar las diplomacias, los acuerdos, la falsa docilidad de los negocios y los mercados.

Garzón se empeñó en hacer detener a Pinochet y juzgarlo, mientras todos se reían del desatino con esa risa que dan el saber y la malicia de la mundología. Decían que iba de falso ingenuo, de esnob, de dar la nota para aumentarse el cachet. Pero ahora Pinochet se fermenta en sus babas de viejo y en sus recuerdos de muertos por la Patria, saco fondón y tumefacto por el que se escapan hilillos de podredumbre; ahí está, detenido y pendiente de la humillación de un juicio o de la humillación de un perdón por pura lástima -la lástima no es sino un tipo de asco.

Ahora, después de Pinochet, Garzón arremete contra los milicos de las Juntas Militares argentinas y sus esbirros, contra los peritos de la picana y el rectoscopio que diseñaron un estremecedor maderamen de torturas y asesinatos para quitarse de en medio a miles de disidentes, esos a los que llamaban, con la pulcritud eufemística de los asesinos, "subversivos". Vuelven a temblar las embajadas, la Fiscalía General del Estado y Villalonga, al que se le fastidian sus planes claros o turbios para ese hotelito que quiere montarse con toda Iberoamérica. Vuelven las discusiones sobre competencias y extraterritorialidades, sesudas conversaciones de hombres de leyes que no entienden de Justicia, como casi todos; ideas grises de hombres grises y borrosos.

Admiro a Garzón por lo valiente, por lo loco, por lo jipi. Sea por vanidad, sea porque de verdad cree en una justicia global en la que no valen las costuras de las fronteras ni los hatillos de porquería de las leyes de punto final, sea incluso, como he escuchado a alguien, una maquinación de la CIA para reventar los intereses económicos de España (si la CIA fue capaz de inventarse los chistes de Morán, tampoco la cosa es tan descabellada), sea por lo que fuere, en fin, aplaudo y me alegro. Garzón universaliza los canallas, les quita la sordidez y la benignidad de lo doméstico, de lo local, para hacerlos mundialmente miserables y cercanos, que es como se les ningunea, como se les arrancan las medallas y las glorias de sus batallitas de arcángeles libertadores y anticristos rojos. Puede que incluso Garzón termine consiguiendo que se levante ese olímpico Tribunal Penal Internacional, aunque sea por no verle más hacer de las suyas, por no verle fardar escupiendo en el güisqui del malo y colocándose las cartucheras de sheriff justiciero planetario.

O quizá no. A lo mejor a la Justicia la pintan con una venda en los ojos sólo porque es una puta masoca a la que le gustan los numeritos con grilletes y que se la folle todo el barrio por dos duros. O por los dividendos de Telefónica, vamos.

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