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EL CINICO


El perdón

El Papa hace sus misiones en tierras africanas o asiáticas, lejanas y con fieras, pregonando un catolicismo de Roma o de Burgos, donde no hay leones ni guacamayos, sino periquitos de vieja en todo caso. El Papa hace sus giras, cuida de no coincidir con los Rolling, que le quitan público, y habla a las gentes entre temblores y dentaduras postizas, con una santidad decrépita de viejo faraón embalsamado de blanco. La gente escucha al Papa en su portavocía divina, su voz de viejo picador de Siberia que tiene todavía, débil, una reverberación de trompetas de Jericó. El Papa habla siempre con verbos en mayúscula, con palabras en mayúscula, con verdades en mayúscula. Con el miedo que me dan a mí las cosas en mayúscula...

El Papa habló hace poco, después de tanto tiempo, y le salió un perdón entre las toses, entre el ruido del pecho y el chasquido de refundiciones de crucifijos en el Vaticano. El Papa pide perdón por los errores de la Iglesia, por la brutal historia de asesinatos, torturas, crueldades y amputaciones físicas y mentales, por esa madriguera de terror, oscurantismo y superstición que fue excavando con los siglos y que le dejó las uñas tan negras. Algunos dicen que su Dios aprecia el perdón. Algunos dicen que su Dios justo lo perdona todo. Algunos, con este perdón, duermen más tranquilos.

Para estar directamente inspirada por Dios (un dios, o el Dios), la Iglesia católica se equivoca demasiado. Tanto, que no sé qué crédito pueden merecer todavía sus supuestas verdades, sus dogmas de infinitas caras, su telar de teodiceas y morales hechas a medida. Pero, al menos, tiene el gesto de decencia o asco de reconocer sus maldades, sus errores. Claro que son errores porque perdieron, porque fue llegando el Renacimiento y la Ilustración y el librepensamiento, y la Historia los fue echando a escobazos del poder, con determinación insomne. Pero, al menos, pide perdón.

Sin embargo, la Iglesia española, enriquecida de una nueva soberbia que viene con esta derecha prêt-à-porter, se vuelve hacia sus misales de provincias, a su románico de rosarios, solteronas y generales tullidos. La Iglesia española no piensa pedir perdón por su posición en la Guerra Civil. Lo ha dicho muy claramente Rouco Varela después de consultarlo con la estampita de Escrivá de Balaguer, seguramente. Es normal. La Iglesia siempre ha tenido a los suyos, ha arropado a los suyos, les ha proporcionado consuelo, confesiones y paraísos de ricachón, a todos los que consintieron sus manejos, a todos los que la seguían manteniendo en el Poder, presidiendo las comitivas, intrigando por las cocinas de palacio.

Durante la Guerra Civil, la Iglesia estuvo donde tenía que estar, bendiciendo las armaduras para la Santa Cruzada contra el Anticristo rojo, ateo y librepensador. Tan bien les fue que después siguieron con los ganadores, con su trajín de palios, con sus platales de reverencias a Franco. La Iglesia estaba contenta, calentita, bien pertrechada de dineros y picatostes, porque el nacionalcatolicismo marujón de Franco los llenó de privilegios y les dio poder absoluto sobre las mentes de la gente, toda España en un continuo baboseo de besapiés o persiguiendo a los curas por las plazas para recolocarles los plisados de las enaguas. A ver cómo va a pedir perdón la Iglesia española por esto, ni que hubiera perdido la chaveta. No pide perdón, sino que beatifica a sus muertos, les pone chalés adosados en el Cielo, y escupe sobre los otros, echándolos a paletadas a las piras del Infierno, esa merecida fritanga de infieles.

No nos engañemos, que la Iglesia tiene que sobrevivir, tiene que buscarse las papas, que no produce nada y por eso se ha llevado toda la historia robando al pueblo o doblando la espalda delante de los ricos para conseguir sus tierras, sus catedrales, sus bancos. Tanto es así que ya sabemos que durante la II Guerra Mundial mantuvo un beatífico silencio ante los horrores nazis, por si ganaban. Aquí en España, como en las dictaduras latinoamericanas donde hacían también, muy felices, preciosos autos de fe de rojazos, estuvieron con los suyos. Es la evolución. Ningún animal muerde la mano que le da de comer.

 

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