Luis M. Fuentes
JUNIO 1998
Pasión por el fútbol 27/06/98 | Primeras primarias 13/06/98 |
Sueños consumistas 20/06/98 | La sombra de Internet 6/06/98 |
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Pasión por el fútbol.
La pasión por el fútbol siempre me ha parecido que tiene algo de ardor beligerante y canalla. Pero hay muchas clases de pasión, claro, e incluso muchas clases de pasión futbolera. Yo estoy condenado a que me guste del fútbol con una moderación más bien vergonzante y tibia, lo que me coloca en una posición difícil se mire por donde se mire. Ante los que expresan su asquito intelectual un tanto afectado por esa grosería bárbara del patadón, soy como el más desaforado ultrasur; ante los que se saben de memoria las alineaciones y los montantes (en notación exponencial) de los fichajes, ante los que escuchan horas y horas los cotilleos y los gritos de esos programas deportivos de radio, soy una especie de alfeñique intelectualoide, un infrahombre pusilánime.
Veo por la mañana la tropa de currantes sanos y soleados, y de jovencitos sin escuela o sin más que hacer, con esa cosa de colorines, el Marca, debajo del brazo, como una seña de identidad; muchos incluso lo van leyendo por la calle, tropezando con los bordillos y comiéndose las esquinas. Yo, que si acaso llevo una carpeta de esas de cartón de veinte duros con mis papeles o, a veces, algún libro, me siento casi despreciado. Incluso imagino que los tíos me miran con cara rara por no ir exhibiendo por la calle los titulares hinchados y ridículos, como eslóganes de detergentes, de ese pliego lleno de necedades. Pero, supongo yo, lo que sienten estos forofos del balompié es un apasionamiento sincero; esa implicación carlista en las evoluciones y las peripecias de sus ídolos y de la pelotita de marras les sale realmente de dentro, como de una glándula endocrina. Pero la gente que sufre, que llora, que se derrumba o que salta de alegría como si les hubiese tocado la primitiva, todo por el advenimiento milagroso de un gol o la fatalidad en un penalti; todos esos que salen a la calle con banderolas al cuello y hacen sonar los cláxones de sus coches, que cantan himnos tontos como scouts, me inspiran la lástima del tarado, aunque, a veces, pensando de un modo un tanto clínico, llegan a merecerme una consideración algo más sosegada de enfermo crónico.
El otro día, en un programa bastante popular de televisión, contemplé atónito el paradigma del hincha fanático. Habían dispuesto, en un combate cojo y chocante, al señor Adriansens, ejemplo de hombre cabal y culto donde los haya, ante dos ejemplares animalescos de hinchas, uno de la peña Ultrasur y otro del Frente Atlético. Entre balbuceos silvestres, intentaban defender su forma de vida con una legitimidad de ley natural inventada y pobre, como su inteligencia. Entonces me di cuenta de que el ser aficionado al fútbol no es ni mejor ni peor que ser otra cosa, lo que es deprimente es la expresión descarada de zafiedad y de pobreza mental que muestran estos individuos. Lo demás, el uso de fetiches y símbolos cuasi-guerreros, o eso de quedarse días enteros apostados ante las taquillas de estadios remotos para conseguir una entrada, todo eso es mera anécdota. Seguramente todos tenemos algo por lo que haríamos cosas similares (yo, por ejemplo, pernoctaría encantado al pie de las taquillas del Palau de la Música de Valencia para escuchar a Anne-Sophie Mutter). Lo que es penoso es esa exhibición grosera de cualidades simiescas, esos gritos inhumanos agarrándose a las vallas, esa violencia verbal y física que derrochan con una prodigalidad de plaga. Eso es lo terrible, lo asqueroso. Que sea por el fútbol, por la política, o por la religión, eso es lo de menos. Por eso creo que es una falacia lo que suena tanto ahora, propiciado por las lindezas que vemos perpetrar a los hinchas ingleses o alemanes, eso de que el fútbol genera violencia y fanatismo. La violencia y el fanatismo están ahí bastante antes que el fútbol. Si no hubiera fútbol, esos animales que todos hemos visto en la televisión, esa piara de mamelucos ebrios y descerebrados, la tomarían con cualquier otra cosa.
Los que disfrutamos del fútbol como una competición de destrezas, habilidades y estrategias, los que queremos ante todo ver un buen partido y no que al delantero del otro equipo le rompan la tibia, los que sentimos más bien indiferencia ante quién gana o pierde, no terminamos de comprender a los que lo toman como un símbolo de nacionalidades o de rivalidades, como motor de la vida, como deidad panteísta y omnipresente. Pero yo, a lo mío, a seguir disfrutando sosegadamente del mundial.
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Sueños consumistas.
Cuando se empezó a comentar lo del nuevo centro comercial, recuerdo que en lo primero que pensé fue en el cine. Lo demás, las escaleras mecánicas, las fuentes y las estructuras acristaladas, audaces y volatineras, los burguers pringositos y horteras, las tiendas de ropa pija (con nombres siempre caprichosos, erizados de fonemas imposibles o pretendiendo una ondulante ascendencia lujuriosa y tropical), toda esa atmósfera sintética de alegría prefabricada y boba, como de Disneylandia o congreso de partido político; todo eso no me importa demasiado. Pero, eso sí, que pongan un cine; de esos que son multi o de los sencillitos, de los de siempre, pero que pongan un cine, por favor; un cine en condiciones, con Dolby-surround (in selected theaters, dice la publicidad) y butacas mullidas y amplias, y con una imagen nítida y que no se desenfoque por los lados, y películas que no hayan salido todavía en vídeo, y que sean, incluso, ¡estrenos! Sí, qué placer no tener que ir a El Puerto, o a Jerez, para ver una película que todavía nadie te haya contado. Así jubilaríamos por fin a ese cine vergonzoso, vetusto y desvencijado, de películas atrasadas y mal puestas, incómodo y pegajoso, un cine que hace mucho tiempo que debería haberse reconvertido en teatro, algo que también falta en esta ciudad olvidada de la cultura y de los siglos.
Ojalá pongan también en ese centro comercial aún nonato una tienda de discos en condiciones, con buen surtido clásico, o que, al menos, cuando uno pregunte por la 5ª de Shostakovich, no te miren como si tuvieras una enfermedad infecciosa y encima te digan, como me han dicho a mí, que no saben quién es ese tal Shostakovich, pero que tienen lo último de Luis Cobos y de Los Tres Tenores, y que va a llegar pronto "algo de violines". Por eso muchos no tenemos más remedio que abonar gastos de envío y cargar con el paquetón que nos manda Discoplay, o dedicar una jornada completa a visitar alguna capital para llenar una espuerta de CDs; todo porque aquí no hay una tienda de discos decente, porque aquí sólo se puede comprar lo último de Camela y el Máquina Total Y Pico. Sí, intentar comprar música en Sanlúcar (de la que me gusta a mí y a muchísima más gente, música de la buena, de la de muertos) es algo que desanima a cualquiera.
Si ese centro comercial trajera estos sueños, bienvenido sea y loados sean los dioses por traerlo. Pero parece que hay gente un poco mosqueada con este asunto (personas que, a diferencia del arriba firmante, no sufren estos sueños consumistas tan arrebolados). Han salido políticos y representantes, alborotados como marujas en una pelea de casapuerta, diciendo que va a perjudicar a los comerciantes sanluqueños. Desde luego, no me extraña que les perjudique. El comercio de Sanlúcar se ha quedado estancado y obsoleto. Sus servicios son pobres, y sus maneras, a veces incomprensibles (en algunos comercios parece que te están haciendo un favor al atenderte). Hay además, entre los comerciantes, una certeza chocante de ser una clase intocable, casi de aristocracia urbana, algo que produce cierta repulsa estética, a mí por lo menos. Yo no tengo nada en contra de los comerciantes sanluqueños; simplemente, si hay servicios que ellos no me pueden ofrecer, o que me los ofrecen mal, ni yo ni el resto de los sanluqueños tenemos por qué prescindir de ellos. Son ellos, los comerciantes, los que se tienen que adaptar para satisfacernos, y no nosotros, los compradores, los que tenemos que adaptar nuestros gustos y nuestro consumo a lo que ellos nos quieran ofrecer y a cómo nos lo quieran ofrecer.
Nuestro pequeño comercio no tiene por qué perecer aplastado por la monstruosidad de estas grandes superficies, sobre todo si es capaz de evolucionar un poco y salir de esos modos de libreta y lápiz en la oreja, de ese ambiente un poco añoso y destartalado, como de barbería de barrio, tan común aquí todavía. La gente no va a una gran superficie para comprar la lata de tomate que le hace falta para los espaguetis de hoy (que la Mari ha venido de los gitanos y no le ha dado tiempo de preparar otra cosa), y, creo yo, si no se puede competir en precios, sí se puede competir en servicio, en atención y en facilidades (tú me lo vas pagando poquito a poco y no te preocupes...). Lo que es inconcebible es que los consumidores tengamos que estar, como estoy yo, soñando con un cine o con una tienda de discos de verdad, y pensando en un centro comercial como una esperanza o una salvación, todo porque aquí nuestros comerciantes, los que se quejan y amenazan incluso con huelga general, no son capaces de salir de la mercería y del ultramarinos.
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Primeras primarias.
El PSOE se ha acogido con demasiado gusto a esta nueva ventolera de las primarias, y, la verdad, después del borrellazo, debería pensárselo dos veces. Claro, porque luego llegan las sorpresas y salen los candidatos que no convienen, y hay que pensar en purgas (con perdón), en congresos y en excusas, y, además, hay que aguantar la cara bobalicona y pudibunda, como de batacazo en mitad de la calle, que se les pone a los políticos que tienen que pasar por este mal trago. Quizá para evitar esta penosa situación, que en nuestro caso municipal sería algo así como el colmo recolmado y recursivo de la antiestética, la avispada ejecutiva del PSOE sanluqueño ha llegado a una solución discreta y sutil que nos ha maravillado: ha adelantado las primarias. ¡Qué brillante ocurrencia! Así, mientras la cabeza más visible del partido ya tiene sus apoyos consolidados y alimentados desde hace tiempo, a los demás no les dará tiempo ni a subirse los calzones, menos a buscar votos. Con esto, los miembros del PSOE sanluqueño disfrutarán de unas bonitas primarias que se parecerán más a aquellos plebiscitos ridículos de las dictaduras sudamericanas: careto único, idea única, papeleta única.
La ejecutiva del PSOE sólo ha demostrado así un miedo tremebundo a verse desautorizada. No es cuestión, como dice el señor Raposo, de que haya "un candidato claro". Almunia era un candidato claro, para la directiva y hasta para el jefazo González, pero, fíjense ustedes, no era el candidato que querían las bases. Lo que hay que tener claro, señor Raposo, es que las primarias están precisamente para eso, para que las bases decidan. Si no, pasen ustedes de primarias, deserten de esa concepción y sigan otros métodos más pontificios. Hacer las cosas en condiciones les hubiese reportado cierto crédito de sinceridad o nobleza, pero ahora, sin embargo, este truquillo por lo bajinis que es diseñar unas primarias tullidas les pone en el papel un tanto gótico del villano de teleserie hipocritón y tramposo. Estas primarias de pega puede que le aseguren al candidato anticipado un camino lubricado y terso hacia ese horripilante término de "alcaldable" (palabra chirriante que suena a estado convaleciente y preoperatorio, como de enfermo de próstata o condenado a muerte), pero, en cambio, siembra en la opinión pública y en el propio partido una sensación de tomadura de pelo de bazar africano que no les va a beneficiar en nada, y que da pie a pensar en unos modos cuasisoviéticos, además de en una sospechosa querencia cefalópoda a las poltronas.
Uno sigue sorprendiéndose de las maneras del mundo de la política. Los políticos beben pensar, supongo yo, que estos procederes, estas zancadillas excusadas patosamente, estos signos de caciquismo o de monopolio, no son tomados en cuenta por los votantes. No entienden que, inmediatamente, la gente extrapola estos usos avasalladores e insinceros y piensa que, si son capaces de hacer abiertamente este tipo de cosas dentro de su propio partido, qué no harán subrepticiamente cuando gobiernan. Pero ellos siguen a lo suyo, sí, y creen que hablando de unidad y de apoyo unánime y otros recosidos por el estilo se soluciona todo, cuando, en realidad, la gente va comentando por ahí la increíble cara peñascosa de algunos. Al igual que las nuevas estrategias de ventas, que van abandonando el acoso agresivo y rapaz al cliente para centrarse en dar servicio y calidad, la política debería desterrar ese tufillo perpetuo a mofa y plantearse unos hábitos más rectos y limpios. De todas maneras, no creo que esto ocurra por aquí cerca.
Por cierto, acabo de percatarme de algo bastante gracioso. Si de verdad se cumple el plan y Cuevas gana las primarias, podrá resarcirse de aquella otra "primaria" que no logró superar de jovencito. A eso le llamo yo justicia poética.
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La sombra de Internet.
Mi admirado Francisco Umbral despotricaba hace poco de Internet en su columna diaria. Meterse con el demonio de Internet es un ejercicio bastante apreciado últimamente por algunos hombres venerables; es como si esa aversión o bandera les reportara una distinción aristocrática, como llevar bastón o patillas isabelinas. La tecnología siempre se ha llevado mal con las letras, y sigue constituyendo la parte más proletaria de la cultura. La razón se me escapa. Hay para algunos, por lo visto, una fealdad intrínseca en la eficiencia o la pulcritud de la tecnología, una falta de encanto insoportablemente hiriente que produce mohines de desaprobación en los espíritus más candorosos o más elevados. Rechazan la tecnología como al pecado, como si ésta fuera, con el simple roce, a contaminar toda su alma y a conducirlos a la perdición o al embrutecimiento. Esto, que no es más que afectación, tiene el mismo sentido que rechazar, por estética literaria o corporativismo artístico, la cuchara. Claro que rechazar la cuchara y exigir comer en un barreño podría tener, bien pensado, cierto exotismo excéntrico que podría resultar hasta divertido.
Internet tiene un innegable carisma de divo (o diva). Como todo lo explosivo o lo genial, o recibe alabanzas catárticas o se intenta que se hunda en la miseria de sus males y sus defectos. Es raro encontrar tibieza en las opiniones acerca de Internet. O nos asustan los ojos saltones de síndrome de ciberespacio, o se tuerce la boca en un gesto de desprecio señorial y torero. El ejemplo de Paco Umbral, que defendía como si fuera El Álamo su máquina de escribir casi etrusca y denunciaba la zafiedad de la cultura informática en un alarde penoso de generalización, ilustra perfectamente una de estas posturas. Los fanáticos internautas, para los que cualquier cosa que no venga vía módem cobra una irrelevante inconsistencia caliginosa y esotérica, representan el otro extremo. Ninguna de estas posturas, a mi parecer, representa un modelo a seguir.
A veces creo que la aversión a Internet que padece mucha gente (y no necesariamente la de más edad, sino muchos jóvenes que se creen arropados por un romanticismo antiautomático y pastoril) la trae un extraño mal arcaizante, una inercia genética o mediterránea que parece implantada en el pueblo español como una maldición. Me rechina en los oídos que, veinte años después de la aparición del primer ordenador de sobremesa, se siga llamando "nueva tecnología" a un PC corrientucho y hasta antañón, y que la mayoría de la gente se siga enfrentando hoy en día a un ordenador con la actitud de sobrecogimiento tecnológico del que cree ver un platillo volante. La mayoría de las personas a las que he escuchado hablar de Internet dejan entrever un miedo tenebroso, era algo que se les notaba en una cierta palidez en la voz: decían "la Red", y les sonaba con una reverberación estremecedora, como si mencionaran a un muerto o a un inspector de Hacienda. Sea por nuestro atraso añejo o por una menor capacidad de adaptación de nuestra sociedad, sea culpa del sistema educativo o de las películas americanas, los españoles viven todavía en una increíble lactancia cibernética, y muchas de sus manifestaciones casi neuróticas, llenas de catastrofismo postnuclear e infundado, son sólo muestra de algo que podría llamarse un problema de alfabetización informática, aunque se intente disfrazar de coherencia y purismo artístico o intelectual, de sensatez humanista o de pragmatismo campestre.
Sin embargo, el miedo al "nuevo idioma" es infundado. Cualquiera puede aprender el manejo básico de la navegación en Internet en diez minutos, y ser casi experto en unas semanas. Pese a muchos, Internet ha tomado una dirección invariable, y terminará, tarde o temprano, entrando en la vida de todos. Será tan imprescindible como la ducha (para algunos, al menos), y causará la misma sorpresa en casa que la tostadora. Utilizaremos Internet para trabajar, para divertirnos, y sobre todo para aprender. Todo el mundo a nuestro alcance, todos los datos y conocimientos, sin diferencia, a la misma distancia para el pastor de una aldea que para el ejecutivo de una gran ciudad. Entonces hasta Umbral buscará referencias bibliográficas en la red, sin más repelús intelectual que el que pueda darle encender la luz de la mesilla de noche; entonces la sombra de Internet, como si fuera un "hombre del saco" repentinamente achacoso y benigno, ya no asustará a nadie.