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EL DERECHO Y EL REVES


Teodicea del Nobel

 

Los premios son despreciados por muchos por lo que tienen de atletismo de la literatura, ese ejercicio feo de ir midiendo arte y metáforas a zancadas. Desde los premios de pueblo, que vienen a hacerle el coro a las fiestas de la patrona, hasta la beatificación en vida que es el Nobel, el premio nos trae siempre una sospecha de arbitrariedad o folclore, aparte la envidia (escribe Umbral que la gente procura corromper los premios que no puede ganar). Pero uno siempre ha sido bastante escéptico con la crítica, que es la autopsia de la literatura y va dejando todo en un formol de justificaciones, motivos y dentaduras. Estoy con Pessoa y con Rilke, que ven la literatura como necesidad e introspección, y lo demás es un funcionariado que quiere poner acotaciones, notas a pie de página, hacer un safari y colgarse en el salón el espanto de la cabeza muerta de un poema, de un cuento, de una novela, un rinoceronte de estopa que fue una vez una fiera viva, audaz y sincera.

El cielo rubio del Nobel se ha abierto y ha señalado con un rayo al dios de este año como a un sargento de semana para el Olimpo de la literatura. El Nobel tiene siempre ese algo de ojo divino que pilla a alguien en el desierto y lo inviste de gloria, santidad y laceraciones, que transmuta su carne mortal en hojaldre consagrado. Ahí tenemos a Cela, que después del Nobel se nos ha quedado en Buda de la literatura y del cocido. O Saramago, convertido en un Cristo ateo, tímido y blanco. O Günter Grass, en profeta fumador y silencioso de la reconciliación. El Nobel viene de unos nórdicos muy descreídos y sinvergonzones, toda esa leyenda que nos trajo el destape y Alfredo Landa en calzoncillos, pero luego van haciendo religión y apóstoles con su premio, que es una manera de sentirse misioneros, de ir evangelizando pueblos tristes de hombres bajitos y sufrientes por el sur de todos los continentes. A ver quiénes somos nosotros para dudar de la secreta lógica de los dioses, llena de misterios y círculos.

El Nobel de literatura de este año se lo han dado a un señor chino en zapatillas que vive en París, en la bohemia desmayada de la disidencia política. A Gao Xingjian le asustó el Nobel y cuando vinieron los periodistas les puso sus libros en la alfombra y unas pastitas, como buen dios humilde y novato. China decapitó a todos sus dioses y ahora la Academia Sueca lo que ha hecho es ponerle a uno en el exilio, por fastidiar. Esto de ir repartiendo divinidades por el mundo requiere su táctica y su equilibrio, y por eso el Nobel, como las Olimpiadas, gusta de ir rotando hemisferios y lenguas en un hábil piragüismo diplomático.

Creer que el Nobel de literatura premia a los mejores escritores es una ingenuidad o una ceguera. El Nobel, que vemos que es un premio muy religioso, lo que hace es construirle la hornacina a alguien que escribe con el retumbo sagrado de otras virtudes o estigmas, políticos, humanos o geográficos, aunque lo que escriba se quede en el pie de foto de la celebración, cosa que ha sucedido más de una vez. O sea, la literatura más como la aparición o el milagro de tinta por los que se quiere revelar al mundo un señor o señora que es buena gente, que pasó guerras o escapó de un gulag en alpargatas, y que deja en su obra un rastro mortal, negro y denso, con belleza de tierra y sangre, preferible al fantasma de la artisticidad pura, que seguramente no existe.

Escritores mejores, chinos, hispanos o malayos, seguro que los hay. Pero este Nobel nos viene a desenterrar una lengua multitudinaria y oculta, y a recordarnos la vergüenza que es la libertad creativa sometida al pajarraco de una ortodoxia asfixiante, uniformada y en columna, ese horror que por aquí hemos olvidado y por eso nuestro mayor cataclismo literario es lo del negro de Ana Rosa Quintana, esa pobre chica. Es la silueta humana de la literatura lo que siempre ha ido premiando el Nobel, así que no hay que escandalizarse de este premio a Gao Xingjian, que dicen que sólo lo conocen en su casa a la hora de comer, y que ha dejado fuera de juego a Vargas Llosa o a Carlos Fuentes, entre otros eternos hombres Nobel.

El Nobel va adocenando dioses, santos, mártires, porque lo importante es la fe del pueblo, del mundo, la fe en la literatura, a través de una presencia tangible en la mesa camilla o en los anaqueles. Un santo chino de la literatura, acribillado el pecho de flechas rojas, no deja de ser una imagen hermosa. Claro que uno no ha creído nunca mucho en santos ni dioses. Y que escriban, menos.

 

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