LA TRAMPA DE ULISES
Luis M. Fuentes
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1/02/99
Amarillo pálido.
Empaquetar las cosas con símbolos, plastificarlas y convertirlas en fetiches, suele reconfortar con un agradable bienestar de simplificación y de certeza. Hay algo en nuestra naturaleza que nos hace manejar mejor los conceptos, las personas, hasta las ciudades, cuando se envuelven con un celofán de emblemas y contraseñas. Cádiz no es Cádiz la mayoría de las veces, sino un ideal platónico emergido de atardeceres en la Caleta y de recovecos de la Viña, de reminiscencias de carnavales y de esa satisfacción sureña de diferencia y jarana. Nos acomodamos a esa simbología con más agrado que a la aceptación de la pluralidad y la complejidad de la ciudad y de sus gentes. Pero los símbolos siempre reducen aquello que quieren representar: parir alegorías siempre atormenta con una secuela de mutilación de la diversidad.
Cádiz ha adoptado a su equipo de fútbol, eternamente heroico, como uno de sus símbolos más queridos. El Cádiz C.F. evoca la euforia intrépida de la revancha del débil, esa simpatía solidaria del éxito de los desheredados, en consonancia perfecta con nuestro espíritu sufrido de indigencia vocacional. Inexpugnable, el orgullo cadista se mantiene con una altivez algo pretérita, como la de las aristocracias venidas a menos. Cómo éstas, el cadismo tiene también recuerdos gloriosos y contusos de mil batallas ganadas, cuando Mágico González hacía sus diabluras, cuando Szendrei paraba penaltis que eran, como la vida eterna, un regalo en el último segundo, fruto de una recóndita gracia o deferencia divina. Aquellas temporadas en primera, aquellas salvaciones imposibles, son como los cuadros de los abuelos con condecoraciones de la guerra, admiración y deleite para una nostalgia generacional aureolada con ese ímpetu u osadía menesterosa que tiene la insurrección de los más frágiles. Se ganó a los grandes, se llegó hasta las semifinales de una Copa del Rey, y todo a pesar de tener un marcador manual casi fenicio y un campo decente pero escaso, como los hogares de los pobres dignos. Ahora, sin embargo, el Cádiz se pierde en la mediocridad de la segunda B y de los informativos locales, y da algo de pena, como un viejo guerrero vencido, inútil su honor pasado, oxidadas las medallas por un orín de inevitabilidad y resignación.
El Cádiz siempre será un poco como nosotros, impulsivo, genial, impredecible, espejo de nuestras miserias y de nuestros anhelos. Al menos siempre tendremos, como en todo, la esperanza velada de un futuro mejor, de un retorno legendario a la grandeza. El amarillo del Cádiz palidece, como empañado de pura aflicción, pero le queda todavía una capa de lustre inquebrantable y victorioso.