LA TRAMPA DE ULISES

Luis M. Fuentes

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15/03/99

Cercana monarquía.

Mencionar que uno no es monárquico es algo que no se hace entre personas educadas, como no se dice que no se saben las mejores cosechas de Rioja o que uno no se ducha todos los días: resulta de mal gusto. Y es que la mayoría de los españoles siguen siendo monárquicos, no cabe duda. Sólo hay que mirar el interés que ponen en las babas de Felipe Juan Froilán de Dios y de las Altas Cumbres Borrascosas o la manera en la que la buena gente sale a la calle para decirle al príncipe guapo y bonito, bonito, bonito, como si fuera la Virgen del Rocío o Fran Rivera. Como suelo decir yo, la gente siente hacia la Corona una mezcla de admiración palurda y cariño de chacha, una ternura palaciega y tontona de cuento de hadas, como la que se les queda a algunos/as en el semblante después de haber visto las horteradas de Sisi o de escuchar aquello de María de las Mercedes no te vayas de Sevilla. La razón se me escapa, igual que se me escapa que esté toda España pendiente de los polvos y las llantinas de la Mar Flores: mysterium ineffabile.

Vinieron los Reyes a la Isla con todo su séquito, llegaron a esta Bahía del Mamoneo a inaugurar el remozado Teatro de las Cortes (un teatro siempre está bien, aunque no sea precisamente el de Bayreuth) y todos nos hablaron de la Pepa liberal y "modesna", una Pepa que siempre sale chachi en todos los discursos y de la que siempre olvidan mencionar que estaba fuertemente condicionada por la nobleza y por la religión, que planteaba un estado confesional y que reconocía y santificaba los privilegios de las clases altas. A mí, fíjense, cada vez que hay una visita de éstas, me da por pensar en los pobres que habrán tenido que echar más horas que un burro alquilado arreglando desconchados, tapando baches, encalando fachadas, abrillantando suelos y desinfectando váteres por si acaso. Ese frenesí de zafarrancho me recuerda siempre a "Bienvenido Mr. Marshall" y a esa ilusión sincera e ingenua de esperanza de salvación de los desdichados ante los poderosos que tan bien expresó Berlanga, lo que es, al fin y al cabo, la humillación resignada, la aceptación de que hay humanos simples y humanos algo más divinos, por la gracia de Dios, por los caprichos de batallas y consanguinidades pretéritas o por la herencia de Franco.

Citaba Max Weber entre las diferentes clases de autoridad que distinguía (donde no consideró, en un lapsus, la del guardia municipal) la "autoridad tradicional", aquella que legitima su poder en el pasado y en el estatus heredado, cosa que a muchos nos parece, además de un anacronismo, una auténtica indecencia moral. Pero a las gentes de La Isla que hace poco vieron y palparon una monarquía presente, cercana y de merengue, poco les importa eso. Ellos agitaron banderolas y gritaron, satisfechos y domingueros, vítores francos, sentidos. A pesar de que se suele decir que el sustento de la monarquía está en que el dinero, el ejército, la Iglesia, las clases medias y el Diario de Cádiz son monárquicos, son las gentes más llanas, por una especie de ósmosis o empatía, las que la legitiman con su aclamación. Pero yo, un poco triste aunque esperanzado, me acuerdo de lo que dijo Josep Pla al respecto, y sigo agitando en el corazón una bandera roja, amarilla y lila. Y es que todavía quedan republicanos, caramba.

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