LA TRAMPA DE ULISES
Luis M. Fuentes
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12/04/99
La Roca.
"Por mí se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada: la justicia animó a mi sublime arquitecto (...) ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!"
(Inscripción en la puerta del Infierno)
DANTE ALIGHIERI, La Divina Comedia.
En nuestra vida (la vida cotidiana, decente y laboral, se entiende, la vida pulcramente normal) no queremos el horror. Si llegamos a sentirlo o a intuirlo, lo estrujamos y se acabó, como un grano que no llega siquiera a ser molesto. Es una especie de cobardía pragmática o negligencia algo venial que quizá nos ha ayudado a sobrevivir o quizá nos ha convertido en monstruos irrecuperables y por ende satisfechos. El horror se olvida por demasiado lejano o cercano, porque viene siempre en tercera persona, porque es sólo un segundo de muertos y niños con moscas en la tele o porque nos creemos demasiado diferentes a él.
Nuestra sociedad produce horrores en un ejercicio excretor inevitable, una continua cagada de horrores que sale por los esfínteres enrojecidos de esta humanidad como una imparable cascada de mierda. Pero pasa igual que con nuestras mierdas de verdad, que se ocultan y se vive sin pensarlas, a pesar de que nuestras ciudades floten sobre ellas: diseñamos aparatos, habitaciones y protocolos para esconderlas y se inventan eufemismos para esquivar su tabú.
El "contrato social" del que nos hablaron Locke, Hobbes o Rousseau creó la sociedad humana y la condenó a una purga perpetua, una lavativa constante para higienizar sus tripas: los elementos indeseables, inadaptados, tenían que ser apartados del resto de la comunidad y castigados. La sociedad comenzó cuando hubo por primera vez condenados y proscritos.
La cárcel es el horror aliado, el horror querido, el horror de la tranquilidad de los buenos vecinos y de una cierta venganza con razones, pero no deja de ser un horror, y existe, aunque no miremos. La cárcel es la leprosería moral, el vertedero donde se reconcentran las alegorías de todos los males. Este submundo siniestro y pavoroso, que el resto de humanos rectos y probos sólo vemos reflejado en las películas y en las caras constreñidas de desaliño y rencor de los quinquilleros y de los aparcacoches ilegales, está ahí, cerca, y a veces incluso aumenta su horror intrínseco. En Puerto 1 y 2 se ha sublimado a sí mismo hasta transformarse en pesadilla.
Sin que nadie se diera cuenta o le importara demasiado, el penal de El Puerto se ha terminado convirtiendo en una cárcel como de Bangla Desh o por ahí: mortal, contaminante, miserable de ratas, goteras, cloacas y pinchos pretecnológicos que te clavan los reclusos al menor descuido. Desconchado, ruinoso, diarréico, hacinado, pringoso, inseguro, africano, este penal constituye un horror hecho vergüenza. Cómo no, ha tenido que llegar la precampaña para que se hiciera algo de caso a los funcionarios que lo denunciaban. Nandía se tiraba de los pelos, y han venido, raudos y tarde, como siempre, inspecciones y propósitos de enmienda, y todas las siglas pasarán por allá clamando al cielo (excepto IU, claro, que clamará a otra cosa) Bienvenidos a la Roca, podrán decir al entrar.
Si Dante fuera al penal de El Puerto, seguro que colocaría en su entrada las palabras que puso en la puerta de los infiernos. Y en el cuarto recinto del noveno círculo, en el más profundo de ellos, Lucifer, con cada una de las bocas de sus tres cabezas, en vez de a Judas, Bruto y Casio, masticaría eternamente a algunos políticos y funcionarios que no voy a mencionar, más por desdén que por comedimiento. De todas maneras, el Infierno, si existiera, estaría llenito de esta gentuza, más que de chorizos y camellos. Seguro.