EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes


MARZO 1998

Acto de contrición 28/03/98 Enemigo mío 14/03/98
Conspiración 21/03/98 El libro y la papelera 7/03/98

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28/03/98

Acto de contrición.

"Roma locuta, causa finita" (Hablando Roma, ha terminado la causa)

  • San Agustín
  • Mil perdones, mil perdones, lo sentimos un montón, de verdad, de verdad de la buena, palabrita del Niño Jesús. Esto nos dice ahora la Iglesia Católica, sí. Errare humanum est, señores, entiéndanlo. Nada, hombre, no pasa nada. ¿Un holocausto? Nada, nada, minucias. Perdonados, perdonados. Un fallo lo tiene cualquiera.

    Sí, se quedan tan tranquilos. Piden perdón por su pasividad ante el horror nazi y ya está, se acabó. Piden perdón por la Inquisición y por las Cruzadas y por lo de Galileo y por lo de Giordano Bruno y por lo de tantos otros y ya está. Fácil. Pero dense cuenta, señores: de sus casi dos mil años de andadura, sólo en los primeros tiempos y a partir del Concilio Vaticano II (1962) la Iglesia Católica se ha comportado de una manera medianamente civilizada. El resto del tiempo (aproximadamente el 95% de su existencia) lo ha pasado fomentando, defendiendo y cometiendo atrocidades. Incluso ya bastante entradito el siglo XX, y no sólo durante la abominación nazi, sino también en muchas otras dictaduras (como la chilena o la española por poner algún ejemplo) la actuación de la jerarquía católica ha sido no sólo tibia y permisiva, sino hasta muchas veces abiertamente cómplice. Llamar a esto "un error" me parece una simplificación demasiado benevolente, por no decir insultante. La verdad es que si desbarran en cosas tan importantes, no veo razón para fiarse de ellos en otras cuestiones. Parece que meten la pata demasiado estos señores: equivocarse el 95% del tiempo es una estadística bastante mala, sobre todo para estar, como dicen, inspirados y dirigidos por un dios tan buena gente y tan sabio. La cosa no parece que funcione bien. A lo mejor el equipo de transmisión Tierra - Reinodeloscielos tiene una avería. O sus mentes tan retorcidas, claro.

    Pero su actitud es comprensible. La Iglesia Católica es un negocio impresionante, con un mercado que abarca todo el planeta. Su deber, como el de todo comerciante, es hacer que el negocio sobreviva cualesquiera que sean las circunstancias. De ahí que el apegarse siempre al poder sea su primer mandamiento. Sólo cuando la propaganda lo requiere, los curas o los religiosos rebeldes y sinceros, comprometidos e incluso un poco rojos (son los peones que utilizan), salen en las televisiones, preferiblemente en Iberoamérica o en África, rodeados de miseria y de moscas, defendiendo al pobre y al apaleado contra la opresión y el hambre. En otros lugares, en cambio, los dictadores y los asesinos son llevados bajo palio por las mismas autoridades que mandan a los pobres misioneros, las mismas autoridades que ahora piden perdón. El comportamiento de la Iglesia Católica durante la Segunda Guerra Mundial, según esta máxima de la conveniencia, era evidente. Cuando el desenlace de la contienda no estaba claro, la Iglesia adoptó, con un escalofriante sentido práctico, una actitud deliberadamente ambigua, pensando que aun si Hitler terminaba haciéndose con el mundo, la Iglesia podría seguir sosteniendo su trama. ¿O acaso creían ustedes que no tenían prevista esa contingencia? Espeluznante, ¿verdad? Pero sus equivocaciones no son solamente cosa del pasado: todavía hoy, en contra de los principios más elementales de la ética y de la inteligencia, siguen poniendo en peligro a la raza humana al condenar los métodos anticonceptivos, incluso ante la plaga del SIDA.

    Es incomprensible que una organización así, manchada de sangre como ninguna otra, culpable y cómplice de tanto horror y desatino, merezca crédito y siga considerándose (por ella misma y por mucha gente) una autoridad para establecer morales, para definir comportamientos apropiados y buenos, y tenga todavía la desfachatez de seguir proclamando "verdades" inventadas, puestas en boca de un dios supuestamente justo. Esta hipocresía es incluso peor que las pamplinas metafísicas que han urdido para seguir sobreviviendo a costa de la estupidez o de la buena voluntad de tantas personas. Pero la humanidad, por lo visto, sigue en esa minoría de edad de la que hablaba Kant, esa minoría de edad marcada por la incapacidad de la gente de pensar por sí misma. Hay todavía, es cierto, una inmensa necesidad de Ilustración.

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    21/03/98

    Conspiración.

    Ansón, como Bruto, traidor para unos y salvador para otros, habló, casi voraz, de una conspiración. Llegó a su nuevo sillón, redondo, plácido, y se le despertó, con esa aumentada prestancia un tanto oronda y canosa de los hombres de letras academizados, una vertiginosa conciencia o un apetito. Habló, como inyectado con un suero, verdades afiladas, súbitas, como recordadas de repente, verdades hondas y dolidas, con cierto pudor vergonzante, como el que se siente después de una cogorza de las buenas. Habló de unos malos malísimos, renegridos, tiñosos; malos perversos y ensañados, malos por ser malos, de naturaleza, inevitables y ciertos; los más malos de todos los malos, malos de capa negra, casi shackespeareianos: los malos conspiradores.

    El PSOE respira aliviado, rescatado por el muchacho de la película. De repente, así, tiene todas las excusas. Todo ha sido un sueño, parecen decir. Nada ha sido cierto, señores, sólo una gran cortina de humo, como el último éxito de Hollywood. El GAL, esa chapuza criminal que es aborrecible por criminal y encima ridícula por chapuza, ha sido un invento de los conspiradores, claro. Filesa ha sido un enredo, una trampa: en realidad las finanzas del PSOE son tan inocentes y cristalinas como las de un quiosco de pipas. Roldán también, hombre, también puesto por los conspiradores, lacayo con el puñal o el veneno en la copa. ¿Los escándalos de los Guerra? Nada, una minucia, sanota peculiaridad de la familia, no más, agigantada por los malos. Y Barrionuevo dice ahora que es el protagonista de "En el nombre del padre", como persignándose. Todo es posible, todo lo imaginable pudo haber sido. Esa conspiración difusa y cinematográfica les concede algo así como una bula para enmendar todas sus pifias.

    Las conspiraciones, desde luego, ya no son lo que eran. Las de verdad, las de siempre, acababan con el objeto de la conspiración apuñalado, envenenado o decapitado, para gozo futuro de guionistas y literatos. Ahora, según se ve, la definición se ha ampliado, porque si usted comenta con su compañero de rellano que el presidente de la comunidad de vecinos es así y asá y que a ver si sale otro, ya va usted para conspirador. Conspiración, en esta nueva acepción del término, light y edulcorada, como de dieta, a la que se está agarrando más de un naufrago, tendría que ser entonces también cualquiera de las conversaciones en los pasillos del Congreso, cualquier reunión a puerta cerrada con el presidente de una comunidad, cualquier argucia o chanchullo político, cualquiera de esos pactos artificiales, modosos, educaditos, que se sacan de la manga nuestros dirigentes. Para bien o para mal, la unión de intereses y las artimañas para conseguir objetivos son la base de la política, de los negocios, de la vida. Si se proscribieran es seguro que nuestros políticos, banqueros y empresarios tendrían que dedicarse a tocar la gaita andorrana en el Retiro para ganarse la vida.

    A mí, la verdad, lo de esa conspiración, tan sucedánea, tan de patio de vecinos, me parece una chorrada. Que el PSOE quiera buscar refugio en ella es comprensible, pero un análisis cabal no puede pasar por alto algunas evidencias. El PSOE perdió las elecciones por dejadez, por sus empecinados escándalos de corrupción, porque su política no iba bien y por esa especie de magnánimo despotismo ilustrado del que hacía alarde en su uso parlamentario. El batacazo fue, digamos, por pisarse los cordones. Achacar su fracaso a una maquinación tan peliculera me suena a aquella fantasmada de la "confabulación roja y judeomasónica", tan socorrida en aquellos tiempos antediluvianos que es mejor no recordar. Que no, que no, que nuestra democracia hace tiempo que nos ha demostrado que no consiente que nadie, por mucho poder, dinero o estrellitas que tenga, se pase por el refajo la voluntad del pueblo español y maneje a placer el destino de un país. Muchos de los que ahora se quieren refugiar bajo esa manipulación neblinosa lo saben perfectamente.

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    14/03/98

    Enemigo mío.

    Tener enemigos es un bien que sobrepasa la utilidad práctica. Se siente uno más pegado al mundo, más consciente de existir para los otros, y también un poco más repartido, más universal, casi caritativo. La enemistad tiene algo indudablemente grandioso, quizá más que la amistad, porque siempre llega a más gente y a voces, al contrario que ésta, callada, ceñida, numerada, corpuscular. Nietzsche se dio cuenta de lo fundamental que es la espiritualización de la enemistad, casi tan importante en su inversión de todos los valores como la espiritualización de la sensualidad. Nuestra cultura, que ha fabricado su moral contra la naturaleza, aniquilando sistemáticamente las pasiones, ha intentado ciertamente enterrar la enemistad como un fracaso, en vez de elevarla como afianzamiento de la personalidad y de los principios individualistas, como una frontera necesaria que separa mundos diferentes y señala, sin confusión, a los ejércitos enfrentados, a un lado y al otro.

    Yo tengo muchos enemigos, lo sé. Me odian, aunque muchos, es verdad, de una manera un tanto infantil y simbólica, como a los malos de las películas. Pero desgraciadamente no tengo la suerte, la satisfacción intelectual, de tener enemigos que lleguen a esa sublimación nietzscheana de espiritualizar su enemistad. Me odian, pero con los ojos, con las manos. Su enemistad es una enemistad física, sudorosa, de la agresividad y de los gestos, una enemistad primitiva y vulgar, de matones de taberna o pandilla de colegio, una enemistad basada en un odio dolido, de agravio, como el del cornudo.

    Mis enemigos más intransigentes, los paladines de las religiones y de las cofradías, se empeñan en decirme (es una cantinela que parecen haber acordado en corrillo) que no respeto, que les ofendo, que les insulto. Me dicen que no puedo decir esto, ni aquello, que hay ciertas actitudes y hechos que no puedo criticar. Hablan de algo arraigado en la sangre o en la tradición, y cuantifican, sí, es curioso: hablan de miles de personas, como si eso implicara la evidencia de que deben tener razón (una prueba de su pobreza mental). Y cuando me dicen estas cosas se percibe en su voz, en un insólito timbre reverberante, hueco, una añoranza reprimida de Inquisición, como si estuvieran pensando "si fueran otros tiempos ya te enterarías, ya", y un deseo vengador de castigo, heredado de sus mitos seguramente, que se frena al final, a duras penas, por una conciencia democrática que asoma, aún imberbe, en sus mentes. Si no fueran tan arcaicos en sus actitudes creo que acabaría naciendo en mí algo así como una simpatía paternal hacia su simplicidad y su ignorancia. Tienen un mundo tan pintoresco, tan empequeñecido, tan de juguete... Un mundo plagado de valores infantiles, ingenuos, lleno de tantas contradicciones y absurdos que tiene al final algo de encantador y cutre a la vez, como los decorados de las funciones escolares.

    Son enemigos míos, es cierto, pero no como personas, sino como ideal. Representan todo lo aborrecible para mí: el oscurantismo, la superstición, la irracionalidad, la insensibilidad, la cerrazón, la hipocresía, la brutalidad. Son enemigos míos y por ello los valoro mucho. Verlos moverse, hablar, gesticular, me conforta, me asienta en mi humanidad diferenciada. Pero se equivocan en su condena. Tienen que darse cuenta de que deben aprender a soportar, como los demás colectivos y personas, que caigan sobre ellos las críticas más mordaces, que se examinen con ironía o sarcasmo sus ideas, sus chocantes verdades sagradas, sus actitudes y su teatro. Tienen que aprender que no pueden saltar ante todas las opiniones contrarias a la suya como si les faltaran a la madre, pidiendo venganza y rodar de cabezas. Comportarse civilizadamente implica estas cosas. Además, enemigos míos, ahí tenéis mis mismas armas. En verdad os digo que nadie, y menos yo, os impedirá tomarlas. Escribid para atacar o para vuestra defensa, y hacedlo con la libertad que predico, que yo, que soy el demonio para muchos, ni lo censuraré ni me ofenderé, al contrario que muchas de las almas tan cristianas y sublimes que (otro más de sus absurdos) olvidan que ellos sí deben amar y perdonar al enemigo.

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    7/03/98

    El libro y la papelera.

    La cortesía no es más que una manifestación artificiosa de insinceridad. Siempre he preferido la franqueza desnuda, sin melindres y sin hipocresías. La máxima "esto es así, y así lo pienso y así lo digo" es, como saben muchos (sobre todo los que siguen sintiendo acidez de estómago ante mi firma), una de mis banderas. Así, el gesto de García Montero, repudiado y demonizado en los circulillos pseudointelectuales localistas, no sólo no me parece reprochable, sino que tengo que alabarlo por sincero, cabal y práctico. Pero ¡ay la dignidad herida de un pueblo! ¡Cómo arde la sangre, cómo se eriza el vello y engordan las venas del cuello y de la frente ante el ultraje, tan global y tan indiscriminado! Sí, sanluqueños, es como si hubieran matado a nuestros padres y violado a nuestras hermanas y mujeres ante nuestra mirada horrorizada... Ah, qué ignominia tan brutal para que venga de manos de un poeta, cuando un poeta debe ser endeble y miope, como todos los poetas. ¡Han vituperado a Sanlúcar, a los sanluqueños, a su mar, a su río, a todos los langostinitos puestos en fila en Balbino o Bigote, al Castillo de Santiago y a la mismísima duquesita con su sangre azulgrana, al señor de la madrugá y hasta a la TDC! (Oh, Dios, esto no, a la TDC no...) ¡Justicia! ¡Venganza! ¡La hoguera!

    Qué risa, qué risa plena e insultante me estalla en los pulmones ante este derroche de orgullo chirigotero. Igual que el paleto que lleva choricitos y vino barato del pueblo al médico de la capital, a nuestras autoridades no se les ocurre otra cosa que regalarle a un poeta de la calidad y del renombre de García Montero un tocho intragable y seco, como de polvorón con pan, un tocho en el que se cuenta poco más que el número de porquerizas que había por este rincón en el siglo XVIII. Este libro, que puede ser excelso y apasionante para los historiadores de esta zona o para los que, simplemente, crepitan de fervor chauvinista, es un peñazo para el resto de los mortales, y más si vienes de fuera y tienes que cargar con un cartapacio acartonado y rasposo como ese en la maleta, o, si no te cabe, bajo el brazo o en la bolsa de los bocatas. Si yo fuera, por ejemplo, a Navalvillar de Pela, y me regalaran un libro con su catastro del siglo XVIII, haría lo mismo que hizo el Sr. García Montero, y no por odio hacia esa villa, tan inocente como peculiar, sino por económica y práctica sensatez. Hay que ser también, Excelsos Señores Encargados de los Regalos Institucionales, cortito de entendederas o sádico para pretender que un poeta lea ese mamotreto insípido, con lo valioso que es para los poetas su tiempo de lectura y su qué leer. Un libro así, además, podría haberle destrozado como artista, podría haberle traumatizado hasta el extremo de impedirle sostener la pluma para escribir un solo verso, podría haberle hecho acabar en un manicomio, comiendo cucarachas e intentando trepar por la paredes, perseguido sin descanso por las listas de propiedades y de fincas y de cabras de ese infernal regalo que le hicieran aquella vez en un pueblo. ¡Qué horror! ¿Nos habríamos perdonado esto alguna vez?

    García Montero simplemente miraba por su salud y por el arte, señores, miraba por nuestros hijos, por toda la humanidad, cuando arrojó ese libro a la papelera. Su gesto fue propio de una ONG. Pero, en cambio, esa actitud teatral de honor mancillado y de arrogancia pueblerina dolida que muchos han exhibido con este asunto sí que me parece ridícula, ofensiva y antiestética. Dicen que nos ha insultado, que ha pisoteado nuestra historia y nuestra cultura. Yo no me he sentido insultado, desde luego, aunque supongo que algunos sí. Algunos, por supuesto, de los que saltan en el sofá de alegría y llaman a sus vecinos para decirles que hablan de Sanlúcar en el Telediario y corre y ponlo y mira que está saliendo la Plaza del Cabildo. En cuanto a la cultura, me asquea dividirla en trocitos y en pueblos. Además, la cultura tiene bastante más que ver con tener buen gusto a la hora de hacer regalos a los poetas que con el orgullo aldeano y paleto. Desde luego, ya tiene mérito hacer que un poeta llegue a tirar un libro: esto merece todo un primer premio a la incompetencia. Seguro que si viniera a visitarnos por ejemplo el gran director de orquesta Nikolaus Harnoncourt el Ayuntamiento le regalaba un compact de Las Carlotas para que conociera nuestra música. Y lo mismo muchos se indignaban si acaso tan provinciano compact acababa en una papelera.

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