Luis M. Fuentes
NOVIEMBRE 1998
Justicia al fin 28/11/98 |
Solidaridad 14/11/98 |
Radio pegote 21/11/98 (artículo ganador del Premio "José María Martín" de artículos periodísticos) |
Parejas de hecho en Francia 7/11/98 |
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Justicia al fin.
Sinceramente creí que no sucedería, pero en estas cosas, la verdad, da gusto equivocarse. Hace unas semanas, vencido por un pesimismo de miserias legales e intrigas politicoeconómicas, manifesté mis dudas acerca de que a Pinochet le birlaran ese parapeto hipocritón y plenipotenciario de la "inmunidad". No me fiaba un pelo de esos señores aristocráticos de peluca y calzón, esos lores casi arturianos más inclinados, por aquello de tanto título y tanta graciosa majestad, a ese conservadurismo bilioso y tremebundo que es un continuo dejar las cosas como están: los de dineros con los de dineros, los pobres con sus alpargatas y los que hubo que matar por el bien del santo capitalismo, en un limbo intermedio entre el infierno de los rojos y el cielo de los mártires recordados y necesarios.
Lo más conservador en este caso, no se puede negar, era no formar oleaje, no armar este barullo diplomático, político, económico y social que ya no va a haber quien apacigüe en mucho tiempo. Pero, para mi sorpresa, tres de esos cinco superhombres preclaros, esta vez sin peluca (para que se les tomara en serio seguramente) fueron y le regalaron al Pinocho, el día de su cumpleaños, la revocación de su condición augusta y divina, lo ningunearon y lo convirtieron en un convicto de lo más vulgar. A Pinochet sólo le queda la compasión, la posibilidad de que el gobierno británico se deje presionar y le permita regresar a Chile, con esos argumentos "humanitarios" que, para un tipejo de semejante calaña, parece una broma de mal gusto sólo mencionar. Pero incluso en ese caso Pinochet volvería con la indignidad babosa del que ha suplicado piedad y ha sido perdonado por lástima o por asco, con su arrogancia bigotuda y prusiana pisoteada por la Justicia (una Justicia que he puesto con mayúscula no sé por qué, quizá porque vuelvo a creer en las alegorías o en los fantasmas). Pero con algo de fortuna esto no sucederá, y tendremos el gusto de ver a ese criminal en su periplo de humillación y de tribunales, para que se dé cuenta de lo que es a los ojos de la historia y de la humanidad: un asesino de dimensiones y vileza babilónicas.
Pero me sigue indignando (que no sorprendiendo) la tibieza y la mala cara que, desde un primer momento, nos plantó el gobierno en el telediario y en las ruedas de prensa con el caso Pinochet. Frases cortas y vacías, con rictus estreñido o menopáusico, sobre "independencia de la justicia" y "respetar las decisiones de los jueces", mientras por lo bajinis espoleaban a sus dobermans de la fiscalía para que atacasen a la yugular sin piedad. Ay, se les ha visto el plumero, se ha visto que no les hace nada de gracia que toquen a Pinochet. Al fin y al cabo la derecha es la derecha, y eso del centro es un eslogan de mercadillo que no hay quién se crea. Para el gobierno, por lo visto, hay otras razones más importantes que el justo castigo a un crimen tan horrendo contra la humanidad, y, lo que es más grave, no parece interesarles que se siente precedente para otros casos similares. La Thatcher le agradece a su amigo Pinochet su ayuda en lo de las Malvinas, y quizás lo que pasa es que, a Aznar y a Telefónica y a algunos más, les gustaría igualmente agradecerle que quitara a tanto rojo de en medio para que posaran tranquilos sus barrigones, sus bancos y sus activos en Chile. Pero esto sería demasiado, claro. De todas maneras, se les han visto las intenciones, ese compadreo afable y tabernario que da el roce por longitudes de onda no demasiado lejanas en el "espectro político".
Confío en la valentía del ejecutivo británico para cumplir con el deber que le corresponde, esto es, cursar la extradición. Pero lo mejor, pase lo que pase con el Pinocho, es que a partir de ahora todos los dictadores tendrán mucho ojito con lo que hacen. Y esto gracias a Garzón y a esos tres lores de ricitos y blasones que aparecieron en el momento más oportuno para impartir una justicia casi caballeresca, como Lohengrin, y que ya me caen hasta bien, fíjense. Con esto y lo de los GAL, lo mismo vamos a tener que volver a creer que los tribunales funcionan. No estaría mal, no.
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Radio pegote.
Artículo ganador de la VIII edición del Premio "Ingeniero de Telecomunicaciones José María Martín" de artículos periodísticos (modalidad menores de 30 años)
La radio se escucha sin que ate, sin entorpecer ni los movimientos ni los pensamientos casi; goza de una fluidez que la hace liviana y transparente, más una presencia o una intuición que una cosa. Por eso la radio será siempre más personal o más cercana que la televisión, o que la misma prensa, que tienen un no sé qué de añadido material obligado e incómodo, como una prótesis. La radio acompaña con una discreción indolora y levemente pudorosa que es inigualable. La radio, además, como todo lo invisible, alimenta la fantasía y tiene algo de iniciático y legendario.
Siempre he sentido un cariño especial por la radio y por su mundo, sobre todo por sus profesionales, esos seres de existencia neblinosa y fantástica, de una pureza satinada sin manchar por las cámaras. La radio construye los mitos y los ídolos más etéreos y espirituales, lejos de la carnaza de colorines y rimel de la tele y las revistas. Los amantes de la radio saben que hay pocas cosas tan decepcionantes como el conocer, de repente, el rostro de un locutor o una locutora que había sido, hasta ese momento, un ser mitológico compuesto de voz y cadencia, cuya forma imprecisa trazábamos según el día y los sentimientos, o, incluso, diluíamos como corresponde a las cosas innecesarias: sin ningún remordimiento, casi con deleite.
Una traición a este ideal es lo que me parece la mayoría de lo que escucho en esas radios piratas de pacotilla que pululan tanto por Sanlúcar. Esa especie de sacerdocio o hermandad que forman los periodistas y los comunicadores, ese algo de misión sagrada que tiene su trabajo, se ve embarrado de una vulgarización brutal, desprendido de todo lo magnífico o loable que pueda tener, en esas emisorillas mamarracheras que abarcan todo el dial en nuestra ciudad. Pero esto, el que la gente se ponga a hacer cosas sin tener ni la preparación ni el talento suficiente, ha ocurrido más veces en los medios de Sanlúcar. Ahí tenemos (tendremos siempre) el ejemplo de la TDC, un grupo de personas bienintencionadas pero que juegan, sin espanto y sin pudor, a periodistas y a presentadores y a realizadores sin saber y sin poder. Aquí, donde todo se hace a "estilo compare", estamos acostumbrados a eso.
En una de esas emisorillas de radio escuché el otro día algo verdaderamente hilarante: un locutor relataba en la publicidad las maravillas de algunos comercios sanluqueños, haciendo bailar eses y zetas, con ese deje de tombolero de feria, vocinglero y chabacano, que les parece por lo visto a estos descerebrados más radiofónico. Decía "tallel" y "fantásticosss preciooo", y "gabinas de pintadooo (sic)" y todavía lo volvía a repetir: "Sí, ha oído usted bien, gabinas de pintadooo...". Y tanto que oímos bien, ¿sabrá este hombre que una gabina es un sombrero de copa y que es difícil pintar un coche con eso? ¿O a lo mejor quería decir gavina, esto es, gaviota? Y fíjense qué uso, qué gran construcción dentro del lenguaje publicitario: "Visiten casa Pepitaaaa; casa Pepitaaaa, situada en la calle tal frente a casa Antoñitooo; sí, nada más y nada meno que frente a casa Antoñitooo (????)". Así podría seguir hasta completar la cuartilla de notas que me dio tiempo a escribir en apenas dos minutos... ¿Eso es radio? ¿Se puede consentir que en un medio de comunicación se oigan esas cosas?
Pero no es sólo el asco a tanta zafiedad y a tanta sandez lo que me hace protestar, sino también algo que tiene que ver con la responsabilidad comunicativa: esos escupitajos a la lengua y al buen gusto se cuelan en cientos de hogares embruteciendo con cada dislate las mentes de los oyentes, sumergiéndolos en su misma imbecilidad y patanería. También por culpa de estos zafios, estos que montan una emisora más o menos con una tostadora y se dedican a esparcir su impúdica grosería a las ondas, las emisoras legales y bien puestas no pueden funcionar bien; les destrozan la clientela de publicidad y les hacen una competencia marrullera y bajuna, las pisan y las carcomen.
Cosas como éstas hacen que Sanlúcar siga siendo una ciudad de paletos. Criticaban aquí mismo hace poco el papel de la Juani de "Médico de familia". Me parece a mí que esa Juani, tan inculta y gritona, está bastante por encima de la media del pueblo sanluqueño. Y encima algunos se quejan.
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Solidaridad.
En una de sus viñetas de la semana pasada, Mingote mostró otra vez su maestría insuperable en sapiencia y humanidad. De Mingote se podría decir que sus dibujos son verdaderos martillazos, casi tanto como aquellos aforismos nietzscheanos. Sólo él podía hacer una viñeta con lo de Centroamérica sin que resultara de mal gusto o patosamente sensiblero, sólo él podía hacer que tras verla sean inevitables unos segundos hondos de reflexión y hasta de vergüenza, esa vergüenza occidental de pensar en las injusticias y los sufrimientos de otras partes del mundo, ese embarazo o cobardía de estar nosotros con el euro y la convergencia mientras otra gente se muere de pura miseria. Es cierto lo que decía Mingote, tanto derroche de la naturaleza para al final conseguir que sigan siendo tan pobres como antes. Tienen la misma penuria sólo que con más muertos.
Hay, es verdad, un brutal empuje malthusiano que hace que las desgracias lo sean siempre más para los débiles. Resulta cuando menos irónico, por no decir cruel, que este cambio climático de la industrialización y del progreso se ensañe con los que menos culpa tienen, que la mierda occidental acabe esparciéndose por venganza de la naturaleza sobre las cabezas inocentes de los países más pobres. Y ahí seguimos, venga conferencias de medio ambiente y reuniones a alto nivel, y las naciones poderosas y cebadas siguen sin comprometerse a reducir las emisiones de CO2, rácanas y agarradas a sus industrias y a su crecimiento, mientras todo el planeta se revela en nuestra contra, como un casero cabreado con un inquilino dejado y sucio que pringa el piso y destroza los muebles.
Ahora todos, países ricos incluidos, llaman a la solidaridad. Igual que uno fue al banco a ingresar sus pesetillas y salió algo más confortado, como quien se libera de una obligación inevitable aunque algo fastidiosa, igual harán los países que ahora se vuelcan para mandar dinero y fletar aviones con una satisfacción heroica y autocomplaciente (eso les hará sentirse tranquilos por una buena temporada). Es curioso, los mismos países que, usureros, siguen asfixiando a las naciones en desarrollo con el pago de una deuda que se agiganta sin remedio y que los condena a un vasallaje perpetuo, miserable y casi baboso. Por eso esta solidaridad súbita y automática tiene también su punto de cinismo malévolo y de hipocresía de estado, algo casi de recochineo: no te dejamos ni respirar pero luego te mandamos mantas y medicinas. Pues qué bien. Esperemos que al menos sea verdad lo de perdonarles la deuda (no, seguramente sólo aplazarán los pagos).
Hay que reconocer, en fin, que la solidaridad como avalancha surte un efecto sedante para la conciencia. Nos permite seguir acomodados en nuestra abulia y, a la vez, sentirnos menos culpables o menos desarraigados de los problemas, henchidos del placer levemente afectado de un hacer el bien dominical, como cuando se ayuda a una viejecita a cruzar la calle. Pero la solidaridad se suele mostrar más como cartel que como hábito, más como exhibición que como compromiso. Aquí en Sanlúcar, por ejemplo, somos bastante aficionados a los llamamientos a la solidaridad, para el Sanluqueño o para que ningún niño esté sin juguete, para el Centro de Estimulación o tal o cual hermandad, preferentemente si van acompañados de ruido y saraos públicos donde las gentes principales puedan aparecer ante los medios de comunicación con su sonrisa comarcal y sardónica, donde se den abrazos y, si es posible, haya alguna lagrimita como por descuido, como de no poder contener tanta emoción de puro buena gente. Pero es un compromiso momentáneo y como tormentoso, suele durar poco. Las gentes de Sanlúcar tienen una solidaridad inconstante y agarrotada, a empujones, como si sólo se sintieran obligados de vez en cuando y por un barullo grande. Muchas cosas, presentes e inaplazables, pasan desapercibidas ante la desgana general.
Ahí tenemos, por ejemplo, una ambulancia de la Cruz Roja que el sábado pasado salvó una vida, una ambulancia que hay que dar ya de baja por ley, por vieja y por recauchutada. Hace falta una ambulancia para seguir salvando vidas, y Sanlúcar sigue sin prestar ninguna atención. Ni al pueblo ni a los empresarios parece que les importe esto mucho. Somos solidarios por inercia o por moda, un tanto a lo loco. Pero, incluso así, no estaría mal que al pueblo de Sanlúcar le diera un día otro punto solidario de ésos y nuestra ciudad pudiera conseguir esa ambulancia. ¿Creen ustedes que ocurrirá?
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Parejas de hecho en Francia.
En Francia quieren hacer una ley de parejas de hecho, y, de hecho, no hay manera de sacarla adelante satisfactoriamente. Por una vez nuestro vecino, legendariamente aureolado con una rumbosa liviandad sexual rayana en lo mítico, nos va (casi) a remolque. Se está descubriendo que hasta ellos, siempre descocados en su estereotipo (sesgado y ramplón como todos los estereotipos), tienen sus tabúes y sus demonios innombrables en la sexualidad. Los franceses y las francesas siempre han sido indecentes a los ojos de nuestros padres, y han formado parte de una paradoja chocante y a la vez ingeniosa, que los colocaba al mismo tiempo como prototipo de maricones y buenos amantes, de putas y señoritas, una especie de alegoría que englobaba el miedo y el desprecio a su forma de ser, insultante, irreverente, y por tanto inconfesablemente atractiva para nuestra tradicional moral nacionalcatólica, geoestacionaria y antivolteriana. Qué gracia me ha hecho siempre esa palabra aplicada como cliché o insulto, volteriano, vocablo de posguerra para todo lo depravado y discrepante; todavía hay quien escupe contra la Ilustración y los enciclopedistas y los ateos con un desprecio casi cardenalicio, como debían de hacerlo aquellos que vestían antaño de azul; incluso en esto, una vez más, el demonio también viene de Francia. De allí vienen también las noticias de camiones volcados y de frutas nativas desparramadas por los suelos. Francia sigue siendo uno de nuestros demonios históricos, un demonio que hace evocar todavía a la defensa de la patria y a las murallas de Cádiz, que resuena a liberalismo moral y a costumbres relajadas, a esa creatividad roja y desenfrenada de la vida bohemia, un demonio siempre admirado y contemplado con cierta envidia de corrala, como la de las comadres de zarzuela; ese es su encanto. Ni la Comisión Europea ni el euro podrán sacar estos tópicos simples y vacíos de la mollera de la conciencia de la España tradicional y mesetaria.
Y ahora vienen y nos echan abajo todos esos mitos, y nos damos cuenta de que allende los Pirineos también hay reaccionarios y guardianes de las buenas costumbres, y decencia empingorotada y de alcurnia, y que por allí en el parlamento francés hay una derecha moral y política (los de derechas siempre lo son política y moralmente, por una especie de compostura o lealtad histórica) que mira igual de mal a los arrejuntados, a los maricones y a las tortilleras que nuestros rampantes fachas celtíberos. Y uno se sigue preguntando por qué narices tienen algunos señores que imponer sus criterios morales y decidir qué opción sexual, qué combinación de órganos o de pensamientos merece o no tener el apoyo del estado. Quizás les duele que del dinero que impulsa al país, el de los empresarios dignos y conyugalmente correctos (supuestamente), se beneficien los maricones y las tortilleras, los jipis y los rojos vagos y maleantes. No es este un pensamiento que me parezca demasiado afortunado.
Bertrand Russell dijo una vez que nuestra percepción de lo bueno y de lo malo tiene más que ver con lo que nos dicen nuestras ayas que con que exista algo inequívocamente bueno o malo. No puedo estar más de acuerdo con él, y más en lo referente a lo que cada uno hace o deja de hacer entre las sábanas (o en la mesa de la cocina). Recuerdo, a propósito, "Un mundo feliz", de Huxley, donde las ideas de familia y fidelidad eran contempladas con un asco de obscenidad antinatural. Simplemente, se les había educado ("condicionado") así. Bien pensado, la llamada "familia tradicional" no tiene más legitimidad que la que le otorga aparecer en los catecismos y en los lienzos francoflamencos; es, digamos, sólo una imposición consuetudinaria. En realidad, lo importante de los lazos afectivos que establecemos los humanos es que generen bienestar, ya sea en parejas "tradicionales", arrejuntadas, homosexuales, o en tríos o cuartetos o cualquier otra formación camerística imaginable. No hay nada éticamente reprobable en que cada cual, libremente, elija la opción sexual que más feliz le haga, y sí es reprobable en cambio que los gobiernos intenten tomar partido otorgando o negando su "apoyo" a cualquiera de ellas.
Supongo que algún día nos sacudiremos las telarañas del miedo al sexo, la afectación judeocristiana ante el placer y la libertad. Las personas decentes, entonces, no serán las que practiquen el sexo de tal o cual manera, sino las que manifiesten buenos sentimientos hacia los demás. Esto sería un gran cambio.