Luis M. Fuentes
OCTUBRE 1998
Bodas y muertos 31/10/98 | Desintegración 10/10/98 |
Justicia positrónica 24/10/98 | Un encuentro 3/10/98 |
Símbolos 17/10/98 |
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Bodas y muertos.
Cuando las gentes salen en masa a la calle esparcen siempre, en una atmósfera bullanguera como de verbena o celebración pagana, una apoteosis de comunión festiva y unigénita que embebe sus personalidades. Cientos, miles de personas a veces, quedan de pronto reducidas a una etiqueta blanqueada por la higiene y las ideologías. Las masas por la calle hacen revoluciones, claman justicia, celebran victorias o muestran sus privilegios, pero de lejos todas parecen iguales: banderas, lemas y vítores. Luego, su estrépito dominical puede ser ridículo, odioso, hermoso, loable, intrascendente. Claro que hay que acercarse, leer las letras de las camisetas y de las pancartas y escuchar los cánticos. Entonces nos podemos encontrar con hinchas futboleros que van a bañase a las fuentes, o con marujas que salen a admirar los encajes babositos de sus celebridades infantiles, o con gritos de horror que claman contra asesinos y torturadores, o incluso con los hijos o los agradecidos de esos torturadores que explayan sin vergüenza su obscenidad nutricia y avasalladora. Las gentes pueden salir a las calles tanto para cambiar el mundo como para evidenciar su irremediable(¿?) estulticia.
En Sevilla la gente salió a la calle para empaparse con los efluvios de la inmortalidad de baratillo de ese patriciado de la señorita Pepis que forman modelos, medio cantantes, queridas de subasta, toreros de dinastía (los que no nacieron de la hambruna paleta), la nobleza más cerúlea y baturra (incluida mi estimada Beatriz de Orleans, que seguro que dirá que aquella fue una "boda de simples trabajadores") y titiriteros varios. Legiones de mujeres, como chachas felices y lloronas o jamonas vestales del cuché, gozaban radiantes al ver a sus dioses tan cerca, al sentir, placenteramente, su diferencia servil y ramplona. Fue, en fin, una mezcla canalla de circo y bulla trianera sobre la que podría ponerse de fondo un remix de "Romance de valentía" y "Eugenia de Montijo" (que me perdone doña Concha Piquer).
Pero las gentes a veces salen a la calle por otro motivos. También (qué diferencia, qué diferencia casi blasfema) salieron a la calle en Chile, y volvieron los manguerazos de otros tiempos. Salieron unos con rabia de demasiadas lágrimas y una sed agigantada de justicia; y otros coreando a las rapiñas, bailando sobre la tumba de tantos muertos con su sonrisa encalada y pija. Tantos miles de muertos en las conciencias, o en el olvido... se dice pronto; muertos que ni tenían inmunidad diplomática ni se pudieron beneficiar de "razones humanitarias".
Leo ahora otra vez aquellas palabras de Salvador Allende en aquel discurso emocionado, resignado ya a su inevitable muerte: "Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos". Puede que sea así, pero los asesinos saldrán indemnes, casi seguro. La justicia robótica que criticaba yo la semana pasada parece que se inhibe con su habitual pudor fidedigno y reglamentario. Prebostes y "personalidades" intentan convencernos de la "inconveniencia política" de un juicio a Pinochet, y hablan de soberanías y de pasar páginas y de cerrar los ojos, como si se pudiera cerrar los ojos ante tanto horror. "Hay que dejar que Chile decida". Y yo recuerdo el dolor y las lágrimas de tantos chilenos y pienso, ¿acaso no ha decidido ya? Pero es que están hablando de otro Chile, el que sigue pendiente de que el sable vuelva o no a caer sobre las cabezas, el Chile que sigue maniatado por el miedo al ejército, el de las pistolas y las risitas de esos esbirros de la sangre y la tortura que paseaban por la calle vitoreando al monstruo que les dio el desahogo de una vida asentada sobre un túmulo horrible y nauseabundo de crimen y atrocidad. Pero claro, esto no es lo que más les importa a los empresarios con sus inversiones y a los comités de jefes de estado con sus planes y su cooperación y su diplomacia. Enterrar el pasado junto con sus muertos, eso es lo que quieren. Y el monstruo reirá, viéndose triunfador. No, eso no. Eso no se puede consentir.
Recuerdo (es inevitable) aquella canción de Pablo Milanés: "Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada / y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes. / Yo vendré del desierto calcinante / y saldré de los bosques y los lagos / y evocaré en un cerro de Santiago / a mis hermanos que murieron antes. / Yo unido al que hizo mucho y poco / al que quiere la patria liberada / dispararé de las primeras balas / más temprano que tarde, sin reposo. / Retornarán los libros, las canciones / que quemaron las manos asesinas / renacerá mi pueblo de sus ruinas / y pagarán su culpa los traidores. / Un niño jugará en una alameda / y cantará con sus amigos nuevos / y ese canto será el canto del suelo / a una vida cegada en la moneda."
Ojalá sea así. Alguna vez.
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Justicia positrónica.
Aunque pueda parecer extraño, fue en un libro de ciencia-ficción donde encontré una de las claves más contundentes y desconcertantes sobre la paradoja de la justicia. Tenía que ser, desde luego, dentro de la genial obra de Isaac Asimov, precisamente en uno de los libros que componen su famoso y venerado ciclo de los robots, "Las cavernas de acero". En esta novela impactante, plena de inteligencia humanista y tecnológica, un detective terrestre, Baley, debe trabajar junto con un robot humanoide venido de los mundos espaciales, Daneel, para resolver un oscuro asesinato. El aspecto de Daneel es tan perfectamente humano que hace dudar al propio Baley de que sea en efecto un robot, e incluso le cree en un momento autor del asesinato (cosa que sería imposible para un robot, ya que las famosas Leyes de la Robótica que Asimov implantó en todos los robots de sus historias impiden que un éstos puedan dañar a un humano). Uno de los primeros indicios que despierta las sospechas del perspicaz Baley (híbrido de Marlow y Poirot) es la utilización del término "justicia" por el supuesto robot. Baley argumenta, muy acertadamente, que la justicia es una abstracción, y que sólo un ser humano puede utilizar esa palabra, así que Daneel debe ser humano. Lo asombroso viene cuando el robot es capaz de explicar sin dificultad lo que es la justicia. Agárrense: "La justicia es el estado que se produce cuando todas las leyes son obedecidas y respetadas". Baley, igual que yo al leerlo, se quedó helado. Toda la abstracción del término había desaparecido: nada puede haber más concreto que cumplir unas leyes precisas y claramente formuladas. Cuando se le pregunta al robot si puede haber leyes injustas, Daneel responde con irrebatibilidad mineral que "una ley injusta es una contradicción lógica". Para este robot lo era, y, al parecer, también lo es para muchas personas en España.
La puesta en libertad de Maíllo, el "violador del Ensanche" (odio esta coletilla que suena con una obscenidad nobiliaria) es un ejemplo bestialmente ilustrativo de este problema. Ninguna mente sana puede ver sin horror que alguien como ese tipejo, que nunca manifestó ningún arrepentimiento ni culpa (más bien se regodea en su miserable conducta) pueda ver reducida su condena por jugar al fútbol. Si no fuera tan espeluznante, causaría risa. Al final, ya ven, aunque es evidentemente injusto para todos (en el sentido abstracto) que semejante bicho haya salido de la cárcel tras una estancia casi vacacional, nuestra justicia (la concreta) sigue pensando como Daneel y señala los libros, los códices, con una afectación judaica y cejijunta. Se ha aplicado la ley, está escrito, y los circuitos positrónicos de los cerebros de nuestros jueces-robots y de nuestros legisladores-robots descansan en la pasividad pragmática de sus tochos y sus disposiciones.
Siempre me ha insultado ese dicho, esa máxima como de reverencia paleta, que todavía escucho a mis padres y a mis tíos: "Sabe más que un abogado". El conocimiento de los que trabajan en la justicia es automático y rectilíneo, no revela ninguna especial inteligencia ni sabiduría. Es más, como ve, sería de las profesiones que más fácilmente se podrían reducir al hacer de una computadora. Quizás ese automatismo les salva de responsabilidad, y eso debe causarles un alivio de inhibición, esa tranquilidad desapegada, perezosa y displicente del funcionario que te dice "es que el que lleva eso no está ahora". Al fin y al cabo, los jueces no pueden hacer más que aplicar la ley que se les pone por delante, aunque a veces, es cierto, aprovechen sus fisuras para filtrar su personal ideología o moral en las sentencias (y esta jurisprudencia, no lo olvidemos, al igual que la "costumbre", es también una fuente del derecho).
Son los legisladores, en fin, los últimos responsables, los que, por incompetencia o estulticia, han engendrado una ley penitenciaria y un código penal endriágicos que sueltan a un monstruo como ese Maíllo pero obligan a ingresar en prisión a un joven con familia, completamente rehabilitado e insertado, por robar dos mil pesetas hace años; absurdos que nos hacen pensar a veces que somos dirigidos por tarados. Pero a los legisladores sí los elegimos nosotros, así que tenemos todo el derecho a protestar y a exigirles, o a mandarlos directamente a hacer gárgaras. Por ser de justicia.
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Símbolos.
Nada sobrevive sin símbolos. Un impulso reduccionista, que puede que venga de la simplicidad o de la pereza, nos empuja a ello por lo visto. Llega un momento en que las ideas no son pensamientos, sino pins, eslóganes, y todo, lo grande y lo más pequeño, acaba aplastado en un emblema o en un rito, reducido a la vacuidad árida e histriónica del fetiche. Y, es curioso, cuanto más complejo es el ente, más empeño se pone en sintetizar su "esencia" (palabra hueca donde las haya) con inequívoca rotundidad. Fíjense, hasta los estados tienen también, como los sobrinitos, sus santos, sus días, sus fiestas con globitos y gominolas y besazos y pellizcos en los cachetes.
Pasó el día nacional, el día de la "Hispanidad" (si existe algo así), el día de la "raza" dicen incluso algunos, los más viejos sobre todo, esos que siguen llamándole "parte" a las noticias, como si acabase de terminar la batalla del Ebro. El famoso día nacional nos atiborraron de símbolos, nos empacharon de banderas y colorines patrios. La televisión pública, por ejemplo, nos ofrecía en un canal un desfile militar y en el otro una misa baturra, mostrándonos, o intentando imponernos, los pilares fundamentales de nuestra supuesta identidad: Dios y Ejército, religión y guerra, un tándem de reminiscencias colosales y semíticas. Faltaban sólo Agustina de Aragón y el Guerrero del Antifaz (quizás, si me apuran, Roberto Alcázar y Pedrín). Una simbología patatera se esparcía así con naturalidad, sandunguera y kitsch como aquellos coros y danzas de bandurrias y buenas mozas.
En un año en el que se conmemora la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ese despliegue de sacralidad titiritera, de desfiles fatuos e imperiales y de sacrificios a los dioses nacionales, parece más fuera de lugar que nunca, como si llegara desde lejos con un chocante hedor de otros tiempos. Los valores han cambiado. La mayoría de los estados tienen poco que ver ya con ejércitos victoriosos conquistando y sometiendo para mayor gloria de sus dioses. Hay otras cosas, como la solidaridad o la libertad, con más derecho a ser símbolos que la cólera de Marte y el exhibicionismo hortera de las medallitas de los generales, tan achacosas y oxidadas como ellos. Quizás se deberían guardar esos alardes de marcialidad de juguete para otras fechas, para otras conmemoraciones. Una exaltación del militarismo en el día nacional supone otorgar a las fuerzas armadas la condición de columna vertebral del Estado, de garante de su "esencia" (volvemos a esta palabrita de marras), una "esencia" que se corresponde únicamente con los valores, ya casposos y avinagrados, propios de la clase más reaccionaria. Los militares han tenido demasiadas veces en la Historia la insana costumbre de creerse con el derecho a "devolver" al país al "buen camino" cuando lo han considerado necesario, inspirados e iluminados por la sapiencia acerada que dan las armas y el contacto con la divinidad; demasiado peligroso para meterlos en el centro mismo de la simbología nacional. Si se quiere hacer un desfile, que desfilen los diputados. Eso representaría más adecuadamente a España.
Pero hay más símbolos en este día tan apetitoso. Me comentaba una amiga argentina, con un asco evidente, la obscenidad de celebrar el día nacional en la fecha del comienzo de una dominación, de una colonización brutal y sangrienta como la de España en América. Y es cierto; parece como si así se quisiera, de nuevo, afirmar que es la opresión y el sometimiento de otros pueblos lo que define a un estado. Esto, que puede ser verdad para los serbios, me parece repugnante que lo sea para nosotros. La "Hispanidad", bonito símbolo, símbolo de tiranía, matanzas y exterminio de culturas enteras. De vergüenza.
Es imposible eliminar los símbolos, siempre los tendremos, todos, como posturas o ideologías plastificadas, como guías para que se puedan etiquetar los pensamientos y las personas. Pero ciertos símbolos, desde luego, son decididamente execrables. Y esta patochada del 12 de octubre, no se puede dudar, forma parte de este notable grupo de ritos repugnantes.
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Desintegración.
Si algo tiene que estar martirizando ahora mismo a los etarras y a los herribatasunos que tanto tiempo los han apoyado, debe ser, desde luego, un sentimiento de histórica insignificancia, un convencimiento apabullante y derrotado de que su actitud no servía, no ha servido, para nada. Tanto emperramiento por poner en las mesas camillas de los españoles un atadijo diario de carne de muertos, de coágulos de un miedo macilento, tanto desangrar las fuerzas y soliviantar la rabia de una país, y ahora se tienen que dar cuenta de que sin las armas se avanza más, de que su horror, arrastrado tantos años, no ha sido más que un estorbo para su propia causa. Puede que ahora incluso sientan que los muertos les pesan con una carga agravada de inutilidad, y les acometa, por primera vez, una punzada de vileza inexcusable, incluso desde su radicalismo. Lo negarán, pero se les ha vencido. Se ha demostrado que nunca habrían conseguido nada, que los muertos nunca ayudan, que siempre se quedan, como agarrados a los tobillos de sus ejecutores, para trabar su marcha y acabar haciéndoles caer de bruces.
No comprendo por qué luchan los nacionalistas, ni los vascos, ni los catalanes, ni los españoles. No sé a qué se refieren cuando hablan de nación, de pueblo, no sé con que clarividencia o perversión se delimitan tan quirúrgicamente, trazan sus orillas y diseccionan y extraen su "identidad diferenciada" de la pluralidad irrevocable que es nuestra especie en el planeta. Me es imposible ver pueblos, sino gentes, ni banderas, sino ideas; reduzco los mapas a una arbitrariedad zodiacal de divisiones administrativas convenientes a los que ganaron guerras y repartieron territorios como botín. Me siento humano, tan sólo eso. Lo demás el idioma, las costumbres es sólo una casualidad irrelevante.
El nacionalismo me puede parecer una estupidez, pero, a pesar de que veo en él más elementos negativos (xenofobia, etnocentrismo) que positivos, no creo que se deba demonizar. El inicio del proceso de paz en el País Vasco ha generado un debate que se está volviendo demasiado enconado y visceral, que se está contaminando en exceso de un orgullo afectado, terco, casi de cruzada. Hablan de si España se puede desmembrar o no, y esto supone una victoria para unos y una blasfemia para otros. España, hay que recordarlo, es un invento de los Reyes Católicos, una creación de alcoba y de confesionario. Tampoco nuestra Constitución es un libro rebelado; es (o fue) una salida aceptable para una situación aborrecible. Aunque que no entiendo los nacionalismos, veo que los símbolos autóctonos vascos o catalanes existen, e igualmente el sentimiento de mucha de sus gentes de que no pertenecen a este Estado que, como todos, es un ente prefabricado por intereses y casualidades, trazado por las arbitrariedades o los errores de la historia. Una convicción democrática debe respetar siempre el deseo de las gentes, y por ello me es imposible condenar este deseo de una independencia que a ellos les supone algo importante; me parece justo y lícito que luchen por sus convicciones, respetando siempre las reglas de un estado de derecho.
Si los vascos, o los catalanes, decidieran con el peso incontestable de una mayoría no seguir perteneciendo a esta España actual, impedirlo sería una injusticia. Cualquier otra excusa, como esa de endiosar la Constitución otorgándole una categoría de verdad sacrosanta e inmutable, es pura hipocresía, verborrea de leguleyos y burócratas de posaderas anchas. Las leyes se hacen para las gentes, y no las gentes para las leyes. No se puede impedir que una comunidad elija libremente su destino y su gobierno, y sólo los propios vascos o los catalanes pueden decidir esto. Sendos referendos serían, pues, la solución más ética, pese a que muchos les escandalice, condicionados por un españolismo revenido o por evidentes intereses económicos. Tengo mis dudas acerca de que el resultado fuera la victoria del independentismo (en el caso catalán, sobre todo), pero, más que una curiosidad, es una auténtica necesidad para nuestro Estado actual saber ya, por fin, si este sentimiento representa o no a una mayoría. Trabajar desde esta certeza despejaría caminos, abriría mentes y curaría heridas. Mientras, estamos apaleando sombras. Y eso es cansado e infructuoso.
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Un encuentro.
Para Seidy.
Si se piensa bien, es irremediable que, al reflexionar sobre el azar, se sienta uno atrapado por una decepción de derrota o de estafa, una decepción que excluye cualquier posibilidad de rebeldía y en la que sólo cabe la resignación. Hay infinitas vidas para nosotros, infinitas experiencias y alegrías y tristezas inimaginadas que se nos abren con cada decisión, con cada golpe del azar, en una multiplicidad esplendorosa de futuros posibles. Pero de estos futuros sólo sobrevive uno, los demás se extinguen sin haber siquiera nacido, con un adiós mudo y pavoroso de muerto. Si yo hubiese comenzado a escribir esta columna cinco minutos antes, o ayer, o mañana, ninguna de estas palabras estarían; estarían otras, más acertadas, más equivocadas, más sentidas o más bonitas. Si yo hubiese salido el domingo, como tenía planeado, no habría conocido a Seidy. Si una súbita pereza de bullicio no me hubiese dejado en casa, habría salido, me habría tomado mis copas como siempre y habría vuelto horas más tarde aniquilando una noche más, sin notar nada extraño en apariencia. Sin embargo, en una de esas múltiples líneas de cosas posibles, extinguiéndose en un pasado nunca vivido, estarían Seidy y unas horas gratas de conversación, y puede que, durante el sueño, llegara a tener una punzada extraña, como de una premonición inversa, una premonición no de futuro por venir, sino de pasado que se quedó sin serlo, y puede que me sobrecogiera una sensación vertiginosa y remota de que me faltaba una amiga.
Pero ese domingo no salí. Me quedé con mis libros y mi música, y, ya tarde, decidí conectarme a la red y me animé a entrar en un chat, una de esas conversaciones por teclado, algo que nunca había hecho, quizás por pudor infantil o por espanto ante al caos de este modo novedoso de comunicación. Allí estaba ella. Todo el horror de los que repudian con un asco afectado y antitecnológico esto de Internet se hubiera diluido si, como yo, hubiesen encontrado, así, por un azar digital y delicioso, y tan lejos como en Guatemala, una persona con la que se puede conversar horas y horas, cosas serias y cosas graciosas, importantes y vanas, con una certeza amigable de que te escuchan y te comprenden, sin más que empezar con un "hola".
Seidy tiene, en su nombre y en su hablar, grácil y lindo, esa mezcla irresistible de exotismo lejano y encanto azucarado de la América Latina, y todo lo que viene de ella llega con un eco tropical y subyugador de ciudad desconocida y mágica. Sus palabras y sus giros, que imaginaba pronunciados con un acento cantarín y cadencioso, venían atravesando todo el Atlántico para hablarme de sus afanes, de sus miedos, de sus gustos, igual que yo le hablaba de los míos. Una vida entera que yo descubría, en medio de un calor amable de madrugada y de insomnio. Ella, a pesar de su sorprendente juventud, es una persona muy importante. Trabaja para el gobierno en asuntos de migración (es "jefa de arraigos"), y se codea con jefes de estado y diplomáticos todo los días. Pero también es una persona comprometida que ha ayudado a muchos marginados y pobres en su país. Se le notaba, casi con rabia, el hambre de justicia, su inconformismo luchador, y me hablaba de sus noches en blanco, abrumada por la miseria que tenía que contemplar cada día, sintiéndose casi culpable. En ese momento imaginé sus ojos café nublados por una leve sombra de tristeza y yo también me afligí con una pena transoceánica y solidaria.
Nos hemos declarado amigos, así, en sólo unas horas, y nos escribiremos y nos mandaremos fotos (ella ya me las ha mandado, aprovechando esta magia de Internet), y charlaremos (chatearemos) de vez en cuando. Puede que incluso nos veamos algún día, cuando ella tenga que venir por aquí para alguno de sus asuntos. Sólo temo que cumpla su amenaza de enseñar a este patoso a bailar salsa y merengue, eso sí que puede ser un auténtico desastre. Pero es lindo, es muy lindo conocer a gente así, es lindo que, por una vez, el azar nos traiga cosas agradables, un descanso, un remanso de paz o esperanza. Gracias, Internet, Bill Gates y demás dioses, por traerme a una amiga.