Luis Miguel Fuentes

Centenario de Alberti · Homenaje del PC-A
"Hasta enterrarlos en el mar"

 

Antes de que vinieran infantitas, antes de que vinieran las esposas de los grandes muertos de España con viudez venenosa, antes de que se volviera a olvidar o a borrar desde la oficialidad que Rafael Alberti era rojo, republicano y guerreador, el Parido Comunista de Andalucía quiso hacerle su propio homenaje al poeta en el centenario de su nacimiento, en su pueblo y en el templo de la represión que fue el antiguo penal de El Puerto, el monasterio de la Victoria. Hay esa sensación de que Alberti, que ya en sus últimos años era el monumento de sí mismo, ha acabado incautado, desmembrado en instituciones, vulgarizado entre burócratas y secretarios, reconvertido en un azúcar benigno. Hay esa sensación de que quieren que quede un Alberti marinerito y playero, como si fuera el tío del bombón helado, espantapájaros melancólico en medio del mar, la mar, con gorra o gaviota. Quizá por esto sus compañeros comunistas han querido reivindicar que Alberti fue, más que nada, un verso en puño, una melena como una bandera, una siega caliente de poesía y rabia.

El gótico del monasterio de la Victoria, aquella cárcel de donde escapó El Lute como un gorrioncillo manco en busca de libertad y gallinas, quedaba glorioso y blasfemo en un domingo ateo, libertario, reivindicativo. De una ventana colgaba una gran bandera del Partido Comunista como el paño virginal de una monja o una princesa roja y cautiva, grana contra gris, manto del obreraje contra una piedra que fue sagrada. En el interior, catedralicio, vaticano, con una presencia de muertos emparedados, dioses viejos y altares saqueados, esperaba el espíritu de Alberti, que estaba en una foto apoyado en un ancla, que estaba en un busto en el que parecía un Quevedo equivocado de siglo, que estaba en el aire como un querubín pesadote, ronco y trovador. Allí, el comunismo o los comunismos, en su contraste y en su multiplicidad: prohombres del partido; gente del campo abrazando banderas republicanas como a una novia morena que perdieron, purísimos, ellos sí, en su ideología de pobre; jóvenes del rol o la melena, del ecologismo y la rebeldía; comunistas de pipa o bufanda, vaporosamente intelectuales como maestritos; un cierto oficialismo o funcionariado de la izquierda; poetas y artistas, gladiadores de la facción lírica; trasuntos de Alberti en gorra y calva peinada, al lado de un gitano de gala; y también un porcentaje de vividores de la cosa, oficiantes habituales, glosadores de lo mismo, curiosos y apóstatas. No estaba su viuda, no estaba María Asunción Mateo, por razones que sólo sus confesores conocen.

Empezó la voz misma de Alberti como un maretazo: “A galopar, hasta enterrarlos en el mar”. Así hablaba la voz muerta de Alberti como un capitán, así sonaba llamando al jinete del pueblo a la revolución que no termina, así quedaba señalado el enemigo al que no se acaba de enterrar en el mar porque vuela alto, se encierra en despachos o se esconde en oro. Juanjo Téllez, siempre con el micrófono en estas cosas, hizo un discurso bello y épico, recordando a Alberti “en las trincheras de una guerra entre hermanos”, donde “supo que la patria profunda del hombre era la libertad”. “Todo esto es historia, pero no fósil, pero no olvido”, decía Téllez. Y es que iba el día de viejos enemigos que no caen, y por eso llamaba Téllez a levantar la bandera que fue la de Alberti contra el fascismo eterno, el fascismo de antes que ahogó al poeta y “el fascismo de ahora que pretende convertir sus versos en hojas muertas y esconder su compromiso de viejo miliciano”. Y así empezaba Alberti a cabalgar en palabras de otros, contra la globalización, contra una democracia que se pudre, contra la dictadura del dólar, contra las multinacionales en rapiña.

Un texto de Eduardo Mendicutti, que no pudo asistir, insistía luego en que “ la luminosidad del lenguaje puede tener la contundencia de un puño cerrado”, que  “el tiempo más atroz nunca destruirá la huella comprometida de un poeta del pueblo y para el pueblo”, y, sobre todo, que “recordar y celebrar a Rafael Alberti no tiene sentido si se sacrifica y se trata de enterrar bajo toneladas de palabrería decorativa su militancia vital y su combatividad comunista”. Y aquí se volvía a repetir lo que uno cree que era, sin duda, la intención principal del acto: evitar que Alberti quedara folclórico, feriante y bobo entre barquitos, que es la imagen que más se está vendiendo institucionalmente, desapegarlo de los Morancos y devolverlo como un gigante de trincheras, como un partisano con el lápiz calado.

Tomaron luego la palabra los representantes del PC, Willy Meyer, José Luis Centella y Francisco Frutos. “Desde el recuerdo al poeta y comunista, hemos venido a decirle al marinero en tierra que seguimos en la lucha”, decía Meyer, que no tardó en colocar a Alberti frente a la reforma del subsidio agrario, ante el gran manchón de la marea negra de Galicia como una embestida de vergüenza, contra la guerra a Irak que viene con o sin excusas, o al lado del sufrimiento del pueblo palestino. Y aquí es donde volvió a aparecer esa fealdad de Alberti como instrumento de propaganda y estandarte cano, como excusa para el mitin y entradilla para hablar del tonto Bush y su papá, todo eso que era la segunda intención del homenaje y que a uno le parece un poco facilón y entremetido, aunque previsible. Continuó José Luis Centella, secretario general del PC-A, quien recordó un dibujo que les hizo Alberti, un cartel que decía: “Nos sobran las razones”. “Y hoy más que nunca nos sobran razones para luchar contra la injusticia, la contra la insolidaridad, por la paz, y para ser y seguir siendo comunistas”, decía Centella, recordando la militancia de Alberti. “La obra y la vida de Alberti no se entendería y no habría sido posible sin su compromiso político”, advertía, pasando nuevo al imperialismo y a otros eslóganes, y terminando con un emocionante alegato republicano. Elegante y lírico estuvo Francisco Frutos, ese hombre brillante y cabal perdido un poco ya para la izquierda. Llenó su intervención Frutos de chacales y llamó a “combatir desde la cultura y la política las renuncias, indignidades y traiciones”. Denunció a los que “intentan maquillar la historia para que Alberti no sea comunista” y recordó, frente a los que intentan “ganar dinero con la basura cultural” incluso compatibilizándolo con “poses progresistas” y “todo el catálogo de filosofías neoliberales”,  la austeridad de Rafael Alberti. “Rafael Alberti –dijo Frutos— entendió que la cultura y la poesía eran algo imprescindible para construir un pensamiento político crítico, sólido y sensible a los sentimientos de la gente”. No faltó en Frutos tampoco el doloroso recorrido por las miserias, hambres, guerras y petróleos de la actualidad.

Conmovedora y vivificante resultó la intervención de los poetas, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes y otros, que llenaron de versos de Alberti toda la altura del antiguo monasterio. En sus poemas resultaba Alberti resucitado, triste, rebelde, arañador, durísimo, genial. También la palabra de Alberti en la música, con el pianista Salvador Daza y la soprano Pilar Gallego, más el recuerdo mudo en el retumbo por bulerías de Diego Morao. Día de poesía, domingo de banderas rojas y eucaristía del comunismo que terminó con el puño el alto, cantando La Internacional. Día a la sombra grande, muerta y viva de Alberti, el Alberti rojo y republicano que muchos quieren dar de lado por molesto o ensordecedor. En cualquier caso, Alberti, traído y llevado, utilizado o querido, es ese símbolo que todos reclaman para sí, pues la gloria de algunos muertos a unos les sigue sirviendo para vender poemarios y a otros para vender ideologías, orfandades o cercanías.

 

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