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Crónicas y otros atrevimientos |
11 de octubre de 2003
V CONGRESO DE LA FUNDACIÓN CABALLERO BONALD
(y II)
Estaba el PSOE variado de la provincia, estaban ex consejeros y casi alcaldes, estaban más cámaras de la cuenta y más camareros en fila porque venía Alfonso Guerra, que es como si viniera un carlistón del socialismo, una estatua de la Transición, un pensador con chistera de pana, un alfil contra la derechona y una lengua con púas, todo en uno. El V Congreso de la Fundación Caballero Bonald traía a hablar de literatura y pensamiento al ex vicepresidente que fue un poco Falstaff y un poco Calígula, según algunos; un poco Sancho y un poco Robín de los Bosques, según otros. Alfonso Guerra lo fue todo, fue una época él solo, y eso hay que reconocérselo. Podemos dudar de que existiera o exista el guerrismo (ahora que Felipe González dice que nunca fue ninguna corriente organizada), pero lo que es cierto es que Guerra fue el maestro de ceremonias, el party animal de una España a la que le cambiaba la voz, esa adolescencia de melenudos que transformaron el país un poco para bien y otro poco (u otro bastante) para mal. Alfonso Guerra reconvertido en pensador da otra imagen, como si pasara por un balde de suavizante. El ostracismo político le ha dado como una cera de sensatez que, es cierto, se rompe a veces porque tiene una como vejez de tigre al que no se le han caído todos los colmillos. Pero desde luego se prefiere este Alfonso Guerra comulgante de libros y sutil como un espadachín al de la charlotada y el chiste de andamio. La política es esquizofrenia, ya lo sabíamos, y el Guerra de la biblioteca con sillón de orejas y el Guerra de la guadaña o la faca se van apareciendo como uno u otro según venga la luna. Juanjo Téllez le hizo a Guerra una presentación con mucho peloteo, recordando la Victoria del 82 que en sus palabras aparecía como un 18 de Brumario pero en democrático, lleno de épica, gloria y lanzas contra la España de militronchos y misa del gallo; todo aquello de que Guerra se fue al Museo del Prado tras la noche de las rosas y esas mitologías de ternura que se les añade a los políticos o a los generales, pues es una forma de humanizarlos y verlos sin botas ni batallas, un poco en calzoncillos del alma. “Cualquier analista político se alegraría de que Guerra volviera”, dijo Téllez. Ya veríamos... Vino de todas formas muy bien esta presentación porque el tema de fondo era la literatura y el compromiso y así nos dimos cuenta de lo comprometidos que están algunos cada vez que hacen literatura o no. La posición de Alfonso Guerra en la polémica de la literatura y el pensamiento, compromiso, carga social o como se quiera llamar fue, desde luego, la de un político. Con un poema no se hace una revolución ni se cambia el mundo, pero ayuda, vino a decir. O sea que defendió la literatura como instrumento o como contenedor, la literatura como “espejo e interpretación de la sociedad”, que es ante todo una manera de extirparle a la literatura lo que tiene de arte. Así, el escritor debe ser “auténtico, rebelde y estar en la acción política”. Por supuesto, trazó la raya del bien y el mal entre los escritores que han defendido las “posturas de progreso y los que no”. Qué son las posturas de progreso llevaría a montar otro congreso nuevo, pero ahí no quiso ahondar más. Guerra resumió su posición, pues, en lo que podríamos llamar la teoría de la cucaña: el arte que es sólo belleza, es como un palo seco, un cucaña, sin raíces, sin verdor. Lo de la cucaña lo dijo tal cual. Para Guerra, la literatura tiene que ser sencilla y sin utilizar la metáfora por sistema. Pero eso más bien parece que no da literatura, sino la lista de la compra, o al menos supondría aceptar la literatura como un pan ácimo, más seco que la cucaña. Uno diría que la metáfora no es trampa como dijo Azorín, sino lo que hace que la literatura sea la escritura más exacta al transmitir sensaciones que sobrepasan los significados de las palabras por sí solas, al ir más allá de lo real. “La metáfora es la potencia más fértil que el hombre posee”, decía Ortega y Gasset. Durante un tiempo, a la metáfora se la temió como los pitagóricos temieron a la raíz cuadrada de dos. A ver si va a resultar que para Guerra la metáfora es cosa de derechas. En la mesa redonda posterior, vino a defender esta postura de la literatura como templo de otra cosa Santos Sanz Villanueva, ese pensador tranquilo, achinado y como impregnado de la sabiduría lenta de los cartapacios. “No hay literatura digna de que se nombre si no hay pensamiento”, dijo, y recordó a Camus cuando afirmaba que los mejores novelistas son los que son filósofos. Luego se contradijo un poco citando a Habermas, que llamaba a restaurar las fronteras entre pensamiento y literatura. Sanz Villanueva se queda, de todas formas, con la obra de arte que es mejor cuanta más acción y más pensamiento contenga. Se volvía a olvidar, como ya pasó el jueves, que la percepción estética no puede ser ni implicativa ni cognoscitiva, sino precisamente lo que queda al quitar eso. Un congreso sobre literatura que se empeña en quitar de en medio la literatura quedaba raro, y quizá por eso Carlos Castilla del Pino tomó la postura contraria y, con su presencia de viejo profesor de música y sin mirar papeles, espetó que “el compromiso del autor está con su obra” y que “bastante tiene ya con eso”. Es el descubrimiento de mundos “inferidos o propuestos” lo que, según Castilla del Pino, nos da la literatura. Debate viejo, pues, entre la literatura continente y la literatura en alma, entre la forma y el fondo, siempre irresoluble e incandescente como lo son las batallas eternas. Sólo en un momento se desplazó el debate hacia la política. En el público, una profesora de secundaria le reprochaba a Guerra que defendiera la literatura con pensamiento como liberadora de la conciencia y sin embargo sus gobiernos trajeran la logse, criadero de analfabetos. Guerra, suavemente, se escabulló de la pregunta con Maquiavelo. Buen final puede ser este: Guerra y Maquiavelo. Lo dejaremos ahí. |