|
Crónicas y otros atrevimientos |
30 de octubre de 2003
JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (II)
El juez sacaba un abanico de viuda, el magnetófono sonaba a aire acondicionado o el aire acondicionado sonaba como un magnetófono, y en las cintas hablaba un Asencio colocado, tirado de papelas, de lengua de harina, de palabra floja, de cabeza ida y de sangre fácil. Hablaba como por entre hondas charcas de delincuencia, mierda y sueño con Paco Holgado disfrazado de Pepe El Gitano, que le metía los dedos, que le decía que era su amigo, que no se comiera él solo el marrón. Las cintas sonaban desde un más allá acantarado, crujiente, con esa pátina de pasado y vértigo que tienen las cosas rescatadas de los naufragios. En ellas salió mucho la fiera, el maleante que es Asencio, con su tripería y sus cuchillos sucios, pero no se escuchó ninguna confesión. Se reanudaba el juicio, y el huido, Francisco Escalante, cogido por casualidad entre las barriadas o gaterías de Sevilla, estaba ya en el banquillo junto a los otros acusados. Escalante es bajito, rubiasco y como boxeador, y también a él se le notan los bajos fondos como una viruela en la cara. Escalante permaneció esposado igual que Domingo Gómez, Dominguín, que seguía con su chamarreta que pone Rottweiler, que debe de ser su uniforme junto con unas gafas de sol velocipédicas y catetas que no se quitó en la sala. Sañudo parecía menos lobuno y Asencio más disminuido o afilado, vigilando receloso en los descansos desde las esquinas, como si todo el pasillo de la Audiencia estuviera lleno de francotiradores o de amebas acechándole. A la familia Holgado se la veía más tranquila o esperanzada y, después de las quejas de Antonia Castro sobre el abandono que habían sufrido por parte de la gente de Jerez, la misma Pilar Sánchez, la casi alcaldesa de la ciudad, había llegado para prestarles su apoyo con su sonrisa filipina, con sus buenas maneras de socialista vencida por los pactos. Las cintas dejaron escuchar tartamudeos, venganzas, promesas de rajamientos y motos pasando. La familia Holgado atendía como si escuchara un Evangelio, aunque ni Francisco ni Antonia estaban en la sala. Pero las grabaciones hechas a Asencio, que eran la adarga de heroísmo y el corazón del mito de Padre Coraje, defraudaron. Allí no había nada, sólo su navajeo diario, su cola de la metadona, su habilidad para transformar balas de fogueo en otras que matan, su prestancia para rebanar cuellos, y una y otra vez, exculpaciones del asesinato de Juan Holgado. Asencio llegó a explicar la tortura que le aplicaría a los otros para sacarles si sabían algo, cómo en el talego cogería a Escalante enjabonado en la ducha y le plantaría un pincho en el pecho. El otro, sentado a su lado, no movía un músculo escuchando. Bravuconadas, artillería de quinqui, pero nada que pareciera inculpatorio, aparte del salvajismo trabajado y casi esportivo de su cotidianeidad Sólo la cinta grabada a un tal Pedro Garrido aportó material interesante: que la historia la conocían todos en el barrio, que el asunto se preparó en presencia de putas y trapicheros, que lo que cogieron en la gasolinera se lo fumaron esa misma noche y que cada vez que le hablaba a Escalante del asunto, éste se ponía blanco y se descomponía. En mitad de una cinta, el juicio se suspendió al conocerse la noticia de la muerte del padre de Manuel Jesús Sañudo. Antonia Castro daba las gracias a la gente, Francisco Holgado sufría un conato de fama entre colegialas. Pero aún queda todo por escuchar o por decir. Hablarán pajilleras de a peseta, drogatas desportillados y tasadores de radiocasetes, y quizá entonces se sepa más verdad. De momento, tener cara de asesino no parece suficiente. |