Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 4 de noviembre de 2003

JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (III)
Se quemó la película

“La importancia de las cintas está en cuando se debatan, cuando se empiecen a coger las contradicciones”, decía el acusador particular en el pasillo, en ese entretiempo antes de la vista donde los letrados flotan sobre susurros y vapores de seda, especialmente la abogada de Dominguín, Inmaculada Gilabert, que se va pareciendo cada día más a alguna profesora de Harry Potter. Y es verdad que las cintas dejaron en la primera sesión poco más que un sustrato para poner luego trampas y portezuelas ante los pies caedizos y tartamudos de los acusados. Los quinquis hablan en ese idioma suyo de quitarse de en medio y nada en las grabaciones quedaba claro, aparte un barullo de mariquitas, putillas y fumatas por las covachas del barrio, donde todo se confunde y todos han dicho algo que luego desdicen o cambian o se les ha volatilizado ya por los ojos a causa de la laxitud de la papela o de tener el culo mucho tiempo en las aceras.

            Fuera por este comentario de la propia acusación particular dejando entender que en las famosas cintas no aparecería ninguna revelación ni ningún ángel con espada, o fuera por la decepción de lo que se escuchó en la sesión anterior, la atención en la sala, bastante numerosa ayer de jubilados que venían como a mirar una obra, bajó notablemente hasta quedar en el sopor de un sonsonete mantenido y monótono de voces mezcladas (muchas veces ininteligibles), temblores y chasquidos, como si fuera la psicofonía de un coro de maleantes. La acusación particular llegó a pedir que se dejara de escuchar una de las cintas, en la que hablaba o se enredaba la lengua Ana María Zarzuela, ante las dificultades para seguirla, aun con la trascripción. El presidente de la sala, recto, encorajinado o directamente castigador, no lo permitió. “Ustedes recurrieron para la audición de las cintas y la van a escuchar con todas las consecuencias”, contestó. Y las cintas lo que hicieron fue provocar bostezos en el propio tribunal y que Dominguín se durmiera sin pudor, dando unas cabezadas como de jirafa, cayéndosele el cuerpo desbarajustado para todos los lados, hasta que lo despertaron poco antes de que tuviera que declarar.

De la voz empantanada y como de un extraterrismo radiofónico de Ana María Zarzuela, sólo quedo en el aire la frase que parecía decir “yo he visto la medalla”, en referencia a una de las pruebas que implican a Dominguín. La Yoli, que se moría por una papela, negaba ante la insistencia de Francisco Holgado que ella hubiera estado presente en aquel supuesto fumadero o aquelarre en el que se planeó todo y sólo una frase parecía inculpar a Domingo Gómez. Pero todo quedaba indeciso, trastabillado, lateral, dudoso, y más antes las promesas que le hacían de un “regalito güeno” si hablaba. Rafael Martínez, El Tapia, volvía a repetir hasta el cansancio que “la niña” (la Yoli) era la clave de todo, que era a la que había que camelarse. Por oscuridades y entredoses, terminó la audición de las cintas dejando un anticlímax de descontento e irresolución, como si se hubiera quemado la película antes del final.

Inmediatamente subió al estrado Dominguín, que siguió una táctica desmañada de hablar fisno y negar todo lo que se le preguntara, hasta lo más tonto (casi le faltó sólo negar su propio nombre), cayendo en un derrumbadero de contradicciones, olvidos o trascordamientos, fechas bailonas y cuentos infantiles (su intento de ponerse como un honrado trabajador de la construcción resultó ridículo). Y así, torpeando, se hizo un lío sobre cuándo o qué había declarado, sobre si la policía le había cogido o no su chamarreta, aquélla supuestamente manchada de sangre, y otras meteduras de pata bastante estrambóticas. Nadie, ni el mismo presidente del tribunal, que a veces sonreía, parecía tener duda de que mentía como un bellaco. Terminó poniéndose un poco chulo.

En una tarde llena de chavalines como de ese pop comparsita que se lleva ahora, Pedro Asencio declaró con los calcetines blancos un poco de lo mismo con otro acento, y acusó a Juan Holgado de ir comprando a todos los drogatas de Jerez. Tras esta segunda sesión, quizá se ha empezado a ver un cerumen de indicios e insinceridades. Pero para las pruebas de verdad, si existen, habrá que seguir esperando.

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