|
Crónicas y otros atrevimientos |
6 de noviembre de 2003
JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (IV)
Tenía la voz débil, el perfil transparente, esa dignidad de los despojados. Francisco Holgado, hombre al que arrollaron los carruajes de la muerte y sus querencias, declaraba ante el tribunal, encanecido de luto, leve como su sombra, respirando por su tristeza. Si algo quedó claro en la mañana del miércoles es que aquel crimen en la gasolinera de Jerez ha dejado otros muertos de pie, un ataúd como un piano siempre en la salita, ese costado que se abre puntual cada mañana. Francisco Holgado parece oír ya sólo a los fantasmas, vela entre depresiones y pastillas, entre injusticias y vehemencias. Antes, Antonia Castro había hablado como entre rezos de su hijo, su dolor, su pulmón que sólo da sangre y una linfa conmovedora de acunadas y recuerdos. Son los dos, Francisco y Antonia, seres demediados, extranjeros en tierra de vivos. Daban pena, respeto, ternura y ganas de silencio. A Francisco Holgado lo han hecho héroe, leyenda, y quizá por eso su figura cobraba una majestad desmayada, como las vírgenes en martirio, como los suicidas con honor, como los locos por amor. Sus cintas no habían convencido a nadie, llenas como estaban de desdichos, roneos, vahídos, salivazos y cacharrería. El martes, los peritos admitieron que no había ni sangre, ni huellas, ni nada que situara en la escena del asesinato a los acusados. Pero ahí seguía Francisco Holgado, al que el secretario del juzgado, en un lapsus dolorosísimo, llamó Juan al citarlo, el Padre Coraje que se sorprendía como los estigmatizados ante el escepticismo, que inquiría con las cejas, que parecía decir ahogadamente, sin decirlo: “¿Pero no lo veis?”. Todo estaba claro para él, las grabaciones que para los demás habían sido bruma y taconeos, eran para Francisco Holgado la verdad en un grito, tan evidente como su dolor. Las menciones de pasada, los rumores, las apreciaciones y las babas de enmonados o colocados, que igual podrían ser sólo un sacadinero de los quinquis que le decían lo que sabían que quería escuchar, él lo veía como prueba irrefutable. “Sabían demasiados detalles”, argumentaba, o sacaba la confesión de un gesto, como cuando la Yoli estuvo “a punto de hablar”, pero “se echó a llorar y se fue”. A veces, si se necesita encontrar una verdad, se encuentra. A Francisco Holgado, nervioso, inseguro, parecía haberle ocurrido esto. Las evidencias sólo las veía él, como unas apariciones. La defensa le desmontaba los argumentos, le cogía en algún renuncio, la historia que al principio en su voz tenía calidad de dogma quedaba luego convertida en paja una vez pasada por la profilaxis de los abogados. Queda preguntarse, si acaso, de dónde le viene a Francisco Holgado la indudable convicción de que en la sala estaban los asesinos de su hijo, hasta qué punto un padre destrozado podría contentarse simplemente con buscar cabezas de turco, engañarse a sí mismo, dar por buena la primera verdad que le dan con las manos sucias. Queda preguntarse, tal vez, si puede verse el crimen en los ojos del asesino, dejar allí un relieve, una llama, una astilla como un esqueleto, y si esto fue lo que creyó advertir el Padre Coraje cuando recorría las calles más podridas de su ciudad, cuando vadeaba por la droga y su mierda material y humana, traicionado por la policía torpona, solo como un cazador, valiente como los ofuscados. Si es así, desde luego es algo indemostrable delante de un tribunal. Día tras día, las pruebas contra los acusados no hacen más que irse desintegrando, aunque la defensa, prudente, todavía decía por los pasillos que “nunca se sabe”. Pero Francisco Holgado salía de la sala más afilado, más negro y más derrotado. Cómo pudiera haber explicado que sí, que él vio en los acusados las cruces y la sangre, su convicción o su obsesión. Cómo explicarlo si eso se siente como el frío o como la ausencia... |