|
Crónicas y otros atrevimientos |
14 de noviembre de 2003
JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (VI)
El juicio parecía perdido entre cacharrería e histerismos hasta que el miércoles Rafael Martín, el Tapia, normando de bigote y melenudo con calva, lo hizo estallar con serenidad, coherencia y hasta sangre gorda, como si pusiera el despertador en vez de una bomba, que eso fueron sus declaraciones. Contó la fumata de los que tanto lo habían negado, contó el botín miserable de cacahuetes, güisqui y tabaquillo, contó las heridas de uno como las de un oso sucio y las amenazas de otros, dejando a la sala en un oleaje de expectación y asombro. “Entrasteis fríos, no conocíais el sumario, pero ya os dije que las contradicciones se iban a ver y se están viendo ya, esa era la importancia de las cintas”, le decía ayer jueves a este cronista José Miguel Ayllón, el acusador particular, recriminando suavemente el escepticismo de la prensa que, es verdad, quizá esperaba ver aparecerse a todos los muertos el primer día para encender una pira delante de los pies gallináceos y esportivos de los acusados. “No son indicios, son pruebas, y ahí están las cuatro declaraciones y los dos careos de Yolanda, ratificadas una y otra vez”, insistía Ayllón. La acusación parecía disfrutar de ese día que sabía que llegaría, en el que a los acusados y a los testigos de memoria tan ida y de noches tan caliginosas se les empezarían a recontar las mentiras torpes, las contradicciones atropelladas o el miedo detrás de la espalda. El Tapia habló sin que le cogieran ni un renuncio y a partir de ahí ha sido como si cambiara el diaporama del juicio. Ayer pues, había la sensación de que todo comenzaba de nuevo o se había abierto una ventana que antes no estaba o que estaba tapada por la basura que le habían intentado echar encima a Paco Holgado (el día que Paco Holgado declaró, el abogado Idelfonso Cáceres llegó a acusarlo de haberse lucrado con el asesinato de su hijo). Ayer, en una mañana que volvía a ser expectante, las velas de la acusación volvían a hincharse. Un funcionario de prisiones afirmaba haber escuchado a Dominguito jactarse hasta tres veces en la cárcel de haber matado a Juan Holgado. Un policía detalló cómo un compañero de celda del mismo Dominguito le había contado en las urgencias de un hospital todos los detalles del palo a la gasolinera, y hasta cuál fue el fallo que le costó la vida a Juan Holgado: decir que no le importaba que le robaran porque “sabía quienes eran”. “Hay que quitarlo de en medio”, dijeron entonces, según esta versión. La famosa medalla con el signo virgo volvía a aparecer relampagueando sobre los acusados según el decir de otros testigos, dos policías locales y un abogado. La que fue novia de Domingo Gómez, Rocío Gallego, reconoció que robaron en una exposición un mechero como el que se encontró en la escena del crimen, y luego volvió a atascarse en esas negaciones que al acumularse se anulan a sí mismas y hacen que se vea el truco sólo en la sintaxis: “Ni recuerdo haber visto esa medalla ni la he visto”, llegó a decir, desintegrando en una frase toda la lógica proposicional. La defensa pareció reconcentrar toda su estrategia en restar credibilidad a los testimonios más incómodos utilizando para ello aparatosos juegos de palabras. Marearon a los policías que reconocieron la medalla para intentar que admitieran la obviedad de que no podían asegurar que fuera la misma, aunque fuera igual. No sabemos si quizá esperaban llegar con estro al cogito cartesiano o al solipsismo de Berkeley. Pero poco más pudieron hacer. La coherencia de los testimonios inculpatorios contrastaba con una arenisca de negaciones que la mayoría de las veces resultaban puro absurdo, como si esos testigos sin memoria estuvieran contándolo todo desde el País de la Maravillas, donde los gatos se hacen invisibles y sólo existen las cosas que no son. Cambio de rumbo en el juicio, pues. Hay quien ya apuesta claramente sobre quiénes son los mentirosos. Dominguín se mostraba cada vez más nervioso y tenía la mirada vertiginosa y oscura, como los descubiertos. |