|
Crónicas y otros atrevimientos |
19 de noviembre de 2003
JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (VIII)
Al cardenal Richelieu no le hacían falta más que dos líneas escritas del puño y letra del hombre más honrado del mundo para encontrar motivos para encarcelarlo. La Justicia es una potestad imaginada a los dioses pero construida por los humanos. Richelieu asumía que era sólo la arbitrariedad del poder y ni siquiera Dios estaba en condiciones de llevarle la contraria. En el último día de la vista del caso Holgado se habló varias veces de Dios, pero Dios no tuvo nunca nada que ver con todo esto. La Ley es una gramática y el derecho, una exégesis. Un personaje de Isaac Asimov llegaba a definir la justicia como “el estado que se da cuando se cumplen todas las leyes”. El personaje era un robot y su equivocación tan evidente como su inhumanidad. En el día de las conclusiones y los alegatos, la vidriera con la balanza y la espada en la escalera de la Audiencia Provincial de Cádiz tenía reverberaciones templarias. Habían hablado ya todos los vivos y todos los muertos en procesión, y quedaba sólo el rezo de los sacerdotes y ese esperar arrodillado de las divinas palabras. Antonia Castro había traído una foto gigantesca de su hijo pegada en el pecho, como si se hubiera sacado su propio corazón bajo la rebeca, y los letrados parecían recién salidos de sus maitines, con las estrategias transparentándoseles. Ya no había tiempo para sorpresas y los discursos los adivinábamos todos. El fiscal, ampuloso y polisílabo, hizo notar la dificultad de este segundo juicio sobre el que pesaba como un gran crucifijo la sentencia anterior, además de los fallos, pérdidas y despistes de la investigación. Consideró, sin embargo, suficientes las pruebas y testimonios presentados. El acusador particular, José Miguel Ayllón, partió de la “convicción personal de la culpabilidad de los acusados”: “Yo no he venido a ponerme medallas ni a jugar con la libertad de las personas”, dijo al principio de un alegato que fue emotivo y a veces con tentaciones de teatralidad. Ayllón hiló las diferentes declaraciones y pruebas hasta dejar un tapiz coherente, coral y plausible, que fue la conocida historia de la fumata, tantas veces repetida. La coherencia de los testimonios inculpatorios (especialmente de Yolanda, de El Tapia y de la ex mujer de Asencio), las contradicciones de los acusados y de los desmemoriados de diferente pelaje que han ido pasando por la sala fueron su base. Hay que decir que el puzzle así montado tenía consistencia, empezando porque era evidente que ninguno de los acusados parecía haber dicho una sola verdad. Las defensas, por su parte, fueron empequeñeciendo con mucho oficio y a veces con brillantez las pruebas, desacreditando con desigual acierto los testimonios desfavorables y planteando preguntas sin contestación que quedaban como cepos en la sala. “No hay pruebas ni testigos directos”, decía Inmaculada Gilabert, para quien toda la acusación había hecho uso de una argumentación “circular”. Sin embargo, dejaban entre otras cosas, por ejemplo, el panorama feo de una policía presionando a todos los testigos como una Gestapo aldeana y de unas declaraciones hechas antes los jueces que no les merecían consideración, como si se lo hubieran dicho al quiosquero. Nada ha estado claro en este juicio de desenterradores, contaminado de años y pasión, de cinematografía y heroísmo. La teoría de que la policía ha querido encasquetar el marrón a los primeros pringados que cogió es atractiva como todas las conspiraciones. Sin embargo, hay una gran encaramada de casualidades, una suma desconcertante de indicios, dedos, entrecruzamientos y simultaneidades que apuntan hacia el otro lado. “Sólo Dios y los que lo hicieron saben lo que pasó”, dijo Ayllón. Eso es ya lo único que queda por esperar: divinas palabras. |