Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 20 de diciembre de 2003

JURA DE BANDERA DE CIVILES EN CÁDIZ
Jura de civiles, estética militar

SAN FERNANDO.- El día estaba para novias y para retablos, para cadetes y para cañonazos. En el cuartel de Camposoto, allí donde llegaban los pelones de los reemplazos a dar barrigazos, los chavales todavía tibios de los brazos de mamá o de la era del pueblo antes de hacerse hombres o de hacerse cínicos, se celebró la tan traída jura de bandera de cargos públicos que estaba prevista para el mismo día de la Constitución y que se aplazó no sabemos si para ir enfriando a la contratropa de rojazos y comecuras que había protestado. Al sol sin peso del invierno, y más cerca de la Navidad que de la política, todos los soldados parecían hijos que vuelven y todos los electos parecían patinadores. Quizá la lealtad a la Constitución no necesita de toda esa santería de lo militar, pero el país se anda descuajando de norte a sur y el paño de la bandera, hecho siempre de un punto sentimental, reconforta a muchos porque proporciona la estampa quieta y erguida de España contra el viento, como una eternidad que se saca al balcón.

En Camposoto, los reconfortados eran más que nada los políticos del PP, que ningún otro partido apareció por allí para sacarse el corazón muy centrifugado de emociones ante la rojigualda. El PP llevó a sus alcaldes y a sus concejales provinciales, a sus cargos itinerantes, a sus asesores y apuntados. Más de 200 civiles que besaron “con unción” la bandera con diferente gesto y galanura, después de una compañía de reclutas. En primera fila, Antonio Sanz, el subdelegado del gobierno en Cádiz Maximiliano Vilches, la alcaldesa de Jerez María José García Pelayo... Eso sí, faltaba la sombra plateada de Teófila Martínez, que estaba en otro acto oficial, pero a la que Antonio Sanz disculpó diciendo que ya había jurado bandera en otra ocasión, pues estas cosas son convalidables y lo que cuenta es la promesa y el espíritu que se queda brillando para siempre.

            Había soldados de bonito, coroneles con bigotazo, oficiales alicatados de medallas, cuatro compañías formadas que hacían su música de fusiles, taconazos y sincronía como un orfeón de sonajas; baterías de cañones apuntando largamente al cielo, un pater con sotana y condecoración que parecía el actor Agustín González en el mismo papel; más una civilidad tirando a pija de corbatas azules, cruces concedidas al abuelo, peinados a lo Isabel Tocino, señoras con raposo al cuello y hasta una con mantilla, una ex concejala de Cádiz, de cuando Fraga, y que iba a los plenos con pamela. Hasta hubo, como manda la tradición de las juras de bandera, un par de desmayados, dos soldados a los que el largo plantón o los versos patrióticos del coronel Manuel R. Cañete fulminaron atravesando sus corazas y sus tambores.

La ceremonia fue la habitual en la milicia, con su ir y venir de pendones y sables, sus rezos, sus disparos al aire y sus vivas. “El acto, precioso”, decía María José Pelayo al bajarse de la tarima, para añadir después que “no se sentía las piernas”. En esta poca costumbre de las piernas de la alcaldesa jerezana se puede resumir muy bien el choque de estética y de porte entre lo civil y lo militar, que es lo que este cronista vio más chirriante, pues rendir homenaje a la insignia constitucional está ahí para quien quiera y quien le guste esa ternura. Lo militar, sin embargo, tiene su propio lenguaje y mecánica, que no suele casar cuando se viene de la calle y no de Kosovo, pues es una liturgia pensada para hacer dulce la obediencia y el hijo muerto. El coronel Cañete recordó acertadamente que “los españoles hace 25 años nos dimos una Constitución para la paz, el progreso y la libertad”, pero luego no dudó en citar como los tres valores fundamentales del juramento a la bandera esta Trinidad: “Dios, Patria y conciencia de hombre”. Esto, además de recordar demasiado a algo que dice Jack Nicholson en una de marines malos, quizá es dejar a la Constitución en un candelabro que se pone al lado de algo más grande que sólo él entiende. Todo esto nos demuestra que el Ejército todavía tiene que modernizarse mucho, quitándose sotanas, glorias celestiales y maldiciones (“Yo maldigo al que te ultraja”, decía el coronel, que tendía a maternizar la bandera y a señalar antipatriotas). Esa poesía militar, delante de 200 cargos democráticamente elegidos, suena a tanqueta, igual que el himno cantado por los soldados, La muerte no es el final, mientras ardía un pebetero adornado con una cruz, sonaba a misal y a montañeros de la Virgen. Se juró bandera, se homenajeó al símbolo patrio, cosa saludable o inocua, pero quizá con demasiados recuerdos a la sangre y otras cristologías. Y no sonó por equivocación el himno de Riego, que ya es algo.

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