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Crónicas y otros atrevimientos |
31 de diciembre de 2003
DOCTORADO H.C. PARA CABALLERO
BONALD
JEREZ.- Es uno de los grandes que quedan, de los que construyen mundos, de los que han ceramizado toda la pesantez de su memoria y todo el trabajo de sus ojos en lenguaje puro y en historia. Les llega un momento glorioso a los grandes escritores en que se convierten ellos mismos en literatura, en que son su propia estatua ecuestre de palabras, y ya van siempre como con un monje por dentro, cuidándose del manuscrito vivo que son. Caballero Bonald lleva con él, por ahí entre su pequeñez como vietnamita, en su sobriedad como de estar siempre en ayunas de algo, todo un siglo de guerras y paisajes, de los líquidos de la niñez y del polvo en nube de su tierra, de islas igual que caballos mágicos y de daguerrotipos de pueblo, de gente, de tiranos y de flores. En poesía es volador y es espejo donde se curvan las arboledas y los sueños; en prosa suena como los castillos o los galeones. Los homenajes le rozan apenas, pues tiene ya presencia de constelación y la compañía de los políticos le queda pequeña. Pero llega una edad, él mismo lo ha reconocido alguna vez, en que los homenajes son algo parecido a que te den un diploma de que el esfuerzo de vivir no ha sido en vano y que todo se recordará como una columnata. El salón donde José Manuel Caballero Bonald y el economista Andrés Fernández Díaz iban a recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Cádiz tenía luminosidad de derrumbe, por entre los pabellones medio hechos, por entre las obras y terraplenes del Campus de la Asunción en Jerez como una pirámide sin terminar, allí donde estuvo una vez un cuartel donde reinaban leyendas de suicidas y ahora se van elevando los edificios universitarios hechos de blanco y transparencias. La última promoción de doctores de la Universidad gaditana iba a recibir sus birretes y sus guantes blancos, infantilizados todos de colores, donde los de muceta azul parecían delfines sabios y los de muceta naranja recordaban quizá a algún superhéroe de los butaneros. Pero era sobre todo la presencia discreta, callada, de Caballero Bonald, mordiéndose de vez en cuando la patilla de las gafas, raro como todos los poetas en los desfiles, la que le ponía al acto su baricentro de miradas. Había familiares, escolares con mochila, profesores y novietas que no cabían, militares con envaramiento o con pistola, y los políticos que parecen venir siempre de mirar alguna obra: Manuel Chaves, que presidió en acto, el consejero de Gobernación, Alfonso Perales, sutilmente lateral, y la alcaldesa de Jerez, María José García Pelayo. La Universidad puso sus puñetas, sus orfeones y sus maceros, todas las dignidades de su simbología que está entre lo miliciano y lo masón, para ir haciendo pasar por juramentos, medallas y latines a sus más nuevos doctores, a los que, de vez en cuando, se les caía encantadoramente el birrete de emoción y octogonalidad, y luego a los dos doctorandos honoris causa. El economista Andrés Fernández Díaz, que iba como sobrecondecorado de internacionalidades y bibliografías, pronunció, tras los agradecimientos, un largo y sesudo discurso sobre la ética en la economía. Por entre el utilitarismo y el contractualismo, en algún punto entre John Stuart Mill y Kant, Chaves tuvo que frotarse los ojos porque en San Telmo esas cosas no se oyen nunca. Andrés Fernández, una vez que repasó a filósofos y teóricos, arremetió valientemente contra el neoliberalismo (en la economía glotona que vivimos hoy, eso es casi como declararse ateo) que ha acrecentado las desigualdades, y finalizó con aquella frase de Wittgenstein que decía que el mundo en que pensamos no es el mundo en que vivimos. Desconocemos el modo en que esta sentencia reverberaría en la acolchada cabeza de los prebostes de la Junta, porque la equivalencia entre el mundo pensado y el real parece no existir para ellos. Luego fue Caballero Bonald el que, acompañado de pértigas y plumeros, pasó a recibir sus honores de doctor honoris causa. Tenía Caballero Bonald un porte franciscano entre los celestes de la muceta, que era como una sobrepelliz encima de esos otros celestes que tienen siempre los poetas. Se mostró agradecido y aclaró que no eran sus méritos académicos, más bien “exiguos”, dijo, sino una larga trayectoria, lo que le había llegado allí. Pero la literatura, que no se puede enseñar porque no cabe la matemática en el alma, nunca es académica, sino un largo martirologio que tiene siempre mucho más que ver con las soledades que con los departamentos de la universidad. Reivindicó en su discurso el “papel salvador de la literatura” en un mundo “atribulado, con guerras y menosprecios a los derechos humanos”, confiando en que la palabra puede transformar una “sociedad perpleja” en una “sociedad solidaria”. Quién sino Caballero Bonald podría decir esto, que siempre, tal como señaló, ha unido sus ideas estéticas con sus ideas morales, y ha hecho del compromiso un pálpito más de su obra, bulléndole por debajo como debe bullir el compromiso en la literatura, y no al revés, que es lo que muchos creen equivocadamente. Caballero Bonald, el poeta de la memoria y el escritor que, según Francisco Umbral, hace esa literatura en atalaya que es partir de lo de fuera, del paisaje, del objeto, para llegar proustianamente a la interioridad, al sentimiento, fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Cádiz pero ya era una estatua olímpica campeando en la literatura mucho antes. Tan pequeñito, tan de silencio, era el único en la sala al que portaban las alas quietísimas de la inmortalidad. |