Apostillas, crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

  3 de junio de 2006

  Entierro de Rocío Jurado
Las flores y las manos

La miraban estatuas de monjes, tricornios de gala, gorriones despertados y el pueblo que quiere con un cariño de pan a sus heroínas y a sus diosas, a las que besan como una jarra derramándose. Rocío, con el nombre y el paso de una Virgen, era devuelta al pueblo que sólo puede entender así su fe, su arte, sus monarquías, pasándolas por los paños del Cielo, por la cuevas mojadas de la muerte o la vida, por un mar arracimado hacia arriba, por un roce por las flores y las manos como por juncos. El Santuario de Regla, que tiene la forma del espíritu de un castillo, era un cofre con espadas, con velas, con pájaros dentro. A Rocío la contemplaba una Virgen negra y chica como desde dentro de llamas sucesivas, a Rocío la cobijaba un tronco de sombra, un hueco de frío, un techo en pico todavía con el olor niño de las flores de mayo, con santos con ventilador, con capillas hechas para que se arrodillen cojitos. Una catedral hacia dentro, un crucifijo vaciado, recibía su ataúd envuelto en las banderas de España y Andalucía, que temblaban como una bajamar, y el rito de la muerte y del consuelo, con el que nació toda la civilización humana, sonaba igual que plectros contra una plata.

Rocío muerta como una madre o una reina, Rocío en la sábana de su sueño, en el jarrón de su cadáver, en la cama alta de su muerte, y fuera, el pueblo esperando, con el calor del negro, con la sed de los huérfanos. El luto ya había empezado en los autobuses y en los bolsos, en abanicos de duelo, en pendientes como escapularios, en chaquetas de cobrador, en gafas de buzo con gitanas ahogándose dentro. Gente de Chipiona y de fuera, con el cuerpo contra la vallas traídas de Sevilla, hablaban de ella ya en romance, le rezaban como haciéndola santa, con los helicópteros como botafumeiros. La gente se quedaba en la plaza, ante el santuario en el que entraban orfeones y famosos, o se iba colocando en el recorrido hacia el cementerio pequeño, donde decían que hacía días que estaban colocando ángeles o encalando cruces o removiendo huesos. Sí, porque en estas jornadas de dolor y de santería, hay quien fue inventando con Rocío leyendas macabras, leyendas de amortajados como la del Cid o la de Franco. También estos ritos preceden a la santificación que hace pueblo de sus mitos, cuando les otorga esa eternidad arrobada o equívoca. Ritos o exorcismos de la muerte, piadosos o morbosos, como el de un hombre que confesaba allí, casi como un homenaje, tener que beberse toda una botella después de volver de un entierro.

Y el coche fúnebre no fue un farol negro, sino que era de un verde tranquilo; y sólo dejó coronas, sin llevarse tierra ni urnas; y no hubo caballos de luto, ni esas carrozas que son como ponerles cañones a los muertos. A hombros de la familia, y luego de los costaleros de Regla, salió Rocío Jurado como una porcelana leve, como un ave que venía de atravesar una catarata, entre aplausos y con la bandera española un poco volada, como la melena desbocada de su espíritu. Así fue hacia el cementerio, con su huella de Virgen, con su pueblo detrás, con las manos y las flores haciendo diademas. La despedida de la diosa tenía el sol sobre los hombros y su Chipiona como una concha a los pies. La más grande se fue como quizá lo soñaba. En verdad a ella la sueñan, todavía, viva en algún Cielo con tablaos y marismas.