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16 de julio de 2006 Oficios
para el recuerdo: Arriero SANLÚCAR.- El camino tenía un reborde de pan duro, el paso era el mismo que el de las abejas, el día se sentía igual que un zumo caliente o frío por la espalda y en las noches al raso, durmiendo sobre los aparejos, veían la luna como una navaja abierta, el cielo como un capacho colmado. Las largas marchas, que a veces les llevaban de Sanlúcar de Barrameda hasta la sierra norte de Sevilla, con la calor haciendo vidrio el agua o con la lluvia sonando como sobre un capote, con hambre sequiza, con fuegos de hojalata, y esa hermandad o lenguaje que ya se perdió entre los hombres y los animales, entre los ojos y las estrellas. Ese lenguaje que todavía maneja Andrés Gallardo, erres y chasquidos, un idioma de mimbre, unos sonidos como nudos, cuando trajina con Arturo, un borrico somnoliento o principesco que asiste a todo con una indiferencia que es casi coquetería, con los serones y el bozal adornado que le dan un aire como de burro novio. “Los borricos los manejábamos a la voz, iban sueltos —recuerda Andrés— . El primero, que le decíamos el liviano, iba con una cencerra y todos lo seguían. Nosotros desde atrás le hablábamos, y según las voces se paraba o andaba o iba a la derecha o a la izquierda”. Andrés tiene sólo 38 años y el oficio al que ha dedicado su vida le hace parecer un bandolero que queda, el joven heredero que dejaron unos tiempos más puros, despaciosos o perfumados, cuando las máquinas aún eran aquí brujería, cuando la naturaleza se cogía al peso con las manos y las dejaba rajadas y negras. El arriero, la postal de los caminos, la sonaja de las calles, antes de que llegaran el ruido, la velocidad, los camiones. “Era un trabajo muy duro. A lo mejor íbamos a la romería de Valme, que eran tres días para acá y tres días para allá, y dormíamos en medio del campo, donde cogiera, donde había un descampado bueno para los animales, lloviera o venteara. Un aparejo al suelo, una manta por lo alto, y ya está. Y perderse un borrico, y cargarte allí dos o tres días más... Y comiendo chorizo, tocino salado y pan para una semana... Andar, andar y andar, y uno contaba chistes, y otro cantaba, y así se echaba el día”. A Andrés, los borriquillos, juguetes vivos, columpios con orejas, le fascinaron desde chico. “Veía un borrico y me volvía loco, no veas. Un enamorado total...”. Sólo tenía siete u ocho años cuando empezó a ayudar a Aoño, un arriero serio, seco y bueno a su manera, que “mandaba a los trabajadores y se metía en el bar”, rememora divertido Andrés. “Gracias a Dios no me hacía falta, pero aquello me gustaba. Empecé acarreando arena con un borriquito o dos. Yo llevaba las obras chicas y los hombres, las grandes. Como era tan chico, hacía lo que podía. Yo he llegado a descargar la uva, la arena y el estiércol con la cabeza. Metía la cabeza en el pico del serón y lo volcaba. Y para montarme no alcanzaba, y me ponía descalzo y metía dos dedos de los pies en los codos de las patas, y me subía trepando. Eso en verano. En invierno, le agachaba la cabeza, me montaba en el pescuezo, le daba una patada en el hocico y ya me tiraba para arriba”. Aún conserva Andrés una foto gris de entonces, la de un chiquillo sobre un burro con cara de abuelo, un chiquillo feliz igual que si montara un unicornio, entre otras instantáneas de unas vendimias diferentes, atravesadas de muchos silencios, con los borricos como faunos, con los campos sin alambre, y las de unos arrieros muy antiguos, de cintura alta, de mirada india, junto a recuas como lo que quedó de una diligencia o de una mina. “Había mucho trabajo —cuenta— . Acarreábamos ladrillos, cemento, arena; el estiercol, la uva, la paja, los ostiones. Todo se hacía antes con borricos. Y luego íbamos a todas las romerías. Era un trabajo muy perreao. Para acarrear la uva nos levantábamos a los dos de la mañana, y ya no parabas en todo el día, hasta las doce de la noche; sólo le dabas un poco de agua y grano a los borricos al mediodía, y a seguir. Y la carga y la descarga eran a mano, que la uva estaba en montones en los campos. Cuatro hernias de disco tengo de aquello”. Era cuando un burro costaba 15.000 pesetas; era cuando en las vendimias, que olían a un aceite de uva y manos, de tierra y cagajones, la tasca que abría frente a la cooperativa del Palmar ponía en la calle un balde de cinc para que bebieran los animales; era cuando los chiquillos esperaban a las recuas en las aceras, pidiendo uva, y siempre había un mayeto mísero que los perseguía si cogían un racimo; era cuando los arrieros porfiaban en los bares, animados de vino y sombra, sobre la fuerza de sus bestias, jugándose el borrico mismo, y los dejaban amarrados y cargados para ver cuál aguantaba más, y el que se echaba primero al suelo pasaba a ser propiedad del otro; era cuando, si acaso Andrés se emborrachaba hasta no acordarse de dónde vivía, todavía podía montarse en el burro, arrearlo y que el animal le llevara solo a casa e incluso llamara a la puerta con un hocicón. “Es que los arrieros siempre hemos tenido fama de borrachos”, ríe. Andrés se hizo mayor, llegó a tener diez animales, trabajaba ya a medias con su maestro Aoño, que lo consideraba un hijo, pero pronto el trabajo comenzó a decaer. “Empezaron los tejares con los camiones y se fue perdiendo el transporte con borricos. Lo que se trabajaba ya era porque había calles muy estrechas donde no entraban. Cuando ya entraban en todas partes, se perdió del todo”. Sólo algunas viñas, todavía inaccesibles para las máquinas, seguían necesitando las recuas para acarrear la uva, para que llegara el estiércol como a unos Andes. Pero también los carriles se ensancharon y la última vendimia en la que Andrés ejerció su oficio fue hace 15 años, antes de casarse. “Ya, poco a poco, y cada vez con menos bestias, me dediqué al alquiler de los burros para reuniones, para despedidas de soltero, para el Rocío y cuatro romerías. Pero ya la Junta no te deja trabajar en ningún lado, ni cargando, ni en romerías. Dicen que están protegidos, pero no se les mete en la cabeza que la mejor manera de protegerlos es que se trabaje con ellos. Yo les digo que los que los están extinguiendo son ellos”. Tan mal estaba la situación que Andrés vendió todos sus burros, pero pronto se sintió tan extraño o abandonado que volvió a comprar. Eso, su amor por ellos, el mismo que le hizo arrimarse por primera vez de chico a tocar sus orejas, su barriga, es lo único que no ha cambiado. Todavía se emociona Andrés al recordar las dos semanas que se pasó llorando cuando murió Panadero, un borriquito que habían criado a biberón, que les acompañaba como una mascota, que iba con ellos al bar y comía pan y se bebía los botellines de cerveza que dejaban en las mesas. Tanto amaba a esos animales que hasta en su tardío viaje de novios se fue a Rute, la reserva del burro. “Y les formé un escándalo por cómo los tenían, que eso está subvencionado por el Gobierno y estaban los animalitos esmayaítos y con seis dedos de pelo. Criminal, de vergüenza. Yo creo que sólo tienen uno gordo para cuando viene la Reina o quien sea” Es por ese amor que todavía conserva cinco burros, que tiene como a hijos muy peinados, entre su casa de Sanlúcar y las marismas de Trebujena. “Los tengo por gusto, sólo para cuidarlos y para que de vez en cuando nos juntemos los amigos y hagamos una borricada en el campo, o para alguna exhibición, o algún belén viviente”. Le queda eso y la albardonería, una labor que aprendió descosiendo los aparejos de su maestro Aoño para ver cómo estaban hechos. Mantas, cinchas, pecheras, albardones, bozales muy adornados que le solicitan de lejos, de donde todavía quedan burros como sioux, y que él elabora con nostalgia, con ensimismamiento, igual que una aya que cose, llenando la casa como de una sombrerería para sus rucios. Andrés ha vivido igual que un desangramiento el fin de una época, la desaparición de su trabajo. Huérfano de él, todavía habla de sus bestias con otros viejos arrieros, todavía recuerda los caminos, las noches, los nombres de los animales, y aquella sensación, cuando era tan pequeño, de ese pelo en la mano, de esos ojos de animal bueno mirándolo igual que el cielo de los descampados, con las estrellas temblando como dentro de una gran tinaja. |