EL MUNDO

Apostillas, crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

  17 de julio de 2006

CULTURA / TOROS

La mujer ante el tótem


Las mujeres toman el ruedo en un festejo histórico



SANLÚCAR DE BARRAMEDA  (CÁDIZ).- El toro es un tótem y ponerse delante de él a bailarlo y a matarlo fue, antes que nada, una ceremonia para hacerse con su sangre negra, con su poder macho. Por eso los toreros, que son como floreros de virilidad, primero le rezan a una Virgen apuñalada y luego a la taleguilla, donde desde el principio de las civilizaciones el ser humano guarda el mito y el símbolo de la generación de la vida, el dios Sol que preña a la tierra y a las hembras. Por eso, todavía, en el mundo del toreo, una tribu que viene de esa primera religión de la sangre del sacrificio y de las menstruaciones de la luna, hay viejos chamanes que hacen cruces con los dedos cuando salta una mujer al ruedo, pues creen que en la arena sólo pueden ejercer de bellas salamandras.

El sábado, en Sanlúcar de Barrameda, bajo la respiración nocturna de Doñana, con el Guadalquivir negro de vino, antiguos galeones y bronces de Tartessos, allí donde Paco Ojeda toreaba hasta a los caballos como con el cuerpo metido en un serón, tres mujeres pisaron la atalaya de los héroes, entraron en el laberinto del Minotauro, se pusieron ante el tótem de grandes testículos y linfa alimenticia, a lidiar a la muerte en su fragua, por la gloria, por el respeto, por la historia. Cuentan que Curro Romero, ya con los calzones de su mito medio caídos, cuando el 26 de mayo de 1996 le dio la alternativa a la matadora Cristina Sánchez en Nimes, que se selló con dos besos en vez de con el abrazo de arriero de los hombres, sentenció de esta manera: “Las mujeres acariciáis mejor que los hombres y el toreo es acariciar...". Una nueva caricia, y no una traición, es para el maestro el toreo de la mujer. La mujer torera no es una novedad de los tiempos, a finales del XIX las había en España, aunque sólo servían para mofa del público. Lo nuevo es la reivindicación de su dignidad, que el gran Curro quiso otorgar con ese verso de viejo sabio, genial y cagado, pero que luego, en las sombras de las capillas y de los patios de cuadrillas, donde los toreros se hablan de hombre a hombre con los cristos llagados y con otros toreros muertos por cornadas o por morenas, se volvía recelo, miedo, conmiseración, desprecio.

Tres mujeres para la plaza de Sanlúcar, que en los carteles parecían aún gladiadoras o sufragistas. La rejoneadora María Sara, brava y parisina; la matadora Cristina Sánchez, la pionera, que quizá parece ya triste o resabiada de los ultrajes y vacíos de tanto macho encabalgado en sus huevos; y la novillera Sandra Moscoso, nervio de Jerez, revelación de la temporada. Un cartel que Javier Bocanegra, responsable de prensa de la plaza sanluqueña, explicaba “por aportar novedad, por hacer algo diferente, con un poco de imaginación e iniciativa”, con lo quizá, sin querer, admitía que todavía las mujeres en los ruedos necesitan una justificación, un aniversario, una oferta o que estén guerrilleros o curiosos el día o el público. La llamada de lo femenino había llegado hasta a los alguacilillos, que eran alguacilillas.

Pero las tres mujeres, rubias de oros en el pecho y del pelo con la coleta de verdad o con la trenza de chiquilla, mientras esperaban el paseíllo tenían los mismos tics, las mismas incertidumbres, se hacían los mismos exorcismos en el cuerpo que los varones que no las quieren toreando junto a ellos, que las ven como a señoritas que entran en su religión o en su baño. Y sin embargo también eran hombres, de verde y de morado, de nuez alta y mirada de galgo, los que las ayudaban como amas a ponerse los capotes de paseo que parecían mitras, los que les hablaban al oído en el callejón, los que les daban los hierros de matar o de herir, que con la luz de los focos parecían falsos de brillantes y de limpios; eran hombres los picadores como cojos en una silla alta, que les templaban los animales, y lo eran los subalternos que les llevaban el toro a los pies en algo que parecía por fin una ofrenda de hermanamiento o de reconciliación. Como se escuchaba desde el tendido, es cierto que “el toro no te pide el carné de identidad para embestirte”.

Y salieron las mujeres, a la noche como una rueda volcada, a la plaza con una luz artificial, engollipada, que atraía o mataba a unas mariposas como abejorros que caían sobre los cuellos de la gente y los bombardinos de la banda, ahogando los pasodobles. Allí les esperaba un público popular, con matrimonios, con embarazadas, con abuelos, con chiquillos, con bolsas de pipas y neveras estampadas de pingüinos; un público sin purazos, sin pedigrí de rancho, sin roneos de infantazgos ni prensa rosa en el cogote, como suele ocurrir en otros cosos mayores, y que hacía una escasa media entrada con la plaza escorada hacia un costado como un paquebote.

La corrida, bien presentada para la categoría de la plaza (tercera), con toros y novillos de Joaquín Barral, fue desigual pero esforzada. María Sara, que monta a caballo como en estampas sucesivas, hizo un rejoneo clásico, sin aspavientos ni quiebros, pero no tuvo suerte con los rejones de muerte y escuchó avisos. Cristina Sánchez tuvo que lidiar con un primer toro imposible que mató enseguida y con el segundo consiguió una oreja. Fue en mitad de esta faena cuando, en un desplante, arrojó lejos la muleta y el estoque, se abrió la chaquetilla delante del bicho y entonces pareció que enseñaba su alma ensangrentada y reivindicativa de torera como si fuera un Corazón de Jesús. Pero la triunfadora fue la joven novillera Sandra Moscoso, osada, guerreadora, con hambre, que sufrió un revolcón, que toreó descalza y con sangre cuajada en el traje de luces, pero cortó dos orejas a su primer novillo y terminó saliendo a hombros por la puerta grande de una manera callada, pudorosa, casi niña.

El público estuvo afectuoso y entregado, aplaudiendo desde que salieron en el paseíllo con la música del himno de Sanlúcar, el Himno de la Manzanilla. Les gritaron “olé las toreras” y les dedicaron, como halagos, muchas referencias a cojones. “Siendo capaces, que toreen las mujeres —decía un espectador—. Pero tienen que hacerlo igual que un hombre, salir a ganar la pelea”. El público no siente como los celosos toreros, tan atentos a los sacrilegios que imaginan en la mujer, y aún así parece que los comprende o al menos daba raras excusas para su machismo. “Los toreros no se sienten a gusto con ellas, saben que son mujeres, que están allí, es algo emocional, son así. Si a Cristina le pasa lo de ese primer toro tan malo con el Juli, él sufre más que ella”, trataba de explicar un aficionado. Y entonces alguien recordó, con cierta maldad, que tuvo que ser fuera de España, en Nimes, “y con toreros jubilados” donde Cristina Sánchez tomara la alternativa, que les sonaba a algo así como a una convalidación en el exilio. Otros, a pesar del ambiente respetuoso, considerado, no se resistieron a dejar caer algunas guasas: “Cristina, eres muy guapa, pero te ha salido un toro...”. Cuando Sandra le brindó a Cristina su último novillo y se abrazaron, este mismo espectador, que parecía que radiaba la corrida, volvió a comentar: “Ahora le está diciendo que a ver si torean juntas muchas veces, porque si no no se van a comer una rosca”.

Tres mujeres en una plaza, con el acecho del morbo o del prejuicio, con el pequeño pecado de cierto paternalismo en los tendidos. Pero el sudor y la agonía, el valor y la sangre recogida de la arena con azadones, eran iguales que cuando salen los matadores como paragüeros de sables, como maceros de sus escrotos, a cumplir con el ritual que ellos creen que esperan los ancestros y los dioses.


N.A: Este texto original pudo sufrir variaciones durante el proceso de edición.


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