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Luis M. Fuentes
El peso de los años
Finalista del Premio NH de Relatos. Madrid, diciembre 1998.
I
Amalia pensó un día que el recuerdo de los amores pasados no es como el recuerdo de personas, sino que se parece más al recuerdo de un lugar, como un pueblo o una casa. Era igual, exactamente igual, que cuando ella evocaba a veces, con una mezcla ingrávida de nostalgia, irrealidad y grima, las visitas que hacía de pequeña al caserón de los abuelos, y rememoraba sus escalones y muebles inalcanzables, agigantados, y la presencia tétrica de los retratos de los ascendientes en los veladores y en las paredes (bisabuelos y bisabuelas que miraban fantasmales y lúgubres, con caras de haber estado siempre muertos), y aquellas escaleras y habitaciones aletargadas, borrosas, impregnadas del olor a angustia estancada o a tiempo impreciso que tienen las pesadillas o la fiebre.
Aquella tarde, es cierto, Amalia estaba algo tristona, sin ningún motivo especial, como una vieja gloria del cine mudo, y, mientras guardaba las telas y apilaba las camisas esperando que la campanilla de la puerta anunciara a un cliente, se acordó de los pretendientes que tuvo de joven, de su galanteo patoso, de su hostigamiento infantil, casi eunuco. El pensar así, de repente, en estas cosas, le produjo una inquietud levemente aprensiva de convalecencia, como cuando se advierten los primeros síntomas de una enfermedad, y durante unos minutos se sintió casi culpable. Recordó a Fermín, pobrecillo, afilado y enclenque, cuyo nombre, puesto adrede o asentado por el mismo destino, siempre le sonó a hombre de presencia invisible, al que ninguna mujer puede tomar en serio. Fermín la buscaba en la plaza, se quitaba el sombrero con gesto lastimero y sonreía bobo, en lo que era una combinación chocante de reverencia proletaria y saludo de tendero. Fermín acabó, tísico perdido, muriendo o extinguiéndose de pura endeblez, como una luminaria. Amalia sintió por él una pena sincera aunque breve, como de enfermera en la guerra. Qué diferente era Ramón: grande, bruto, con una salud y una mirada agreste de animal de labranza. Trataba a las mujeres con cierta rudeza de leñador que a veces parecía desvergonzadamente artificiosa, como si, consciente de no poseer otro encanto, basara en la exageración de esa masculinidad hormonal y tendinosa todas sus posibilidades. Amalia no le hacía caso, aunque a veces, cuando lo veía sudoroso, hinchado, porfiar o competir con otros hombres, un deseo vergonzante le golpeteaba las sienes y los muslos. Ramón se terminó casando con una mujerona de granja, en lo que pareció más un acuerdo ganadero que un matrimonio, y criaron con igual esmero vacas y chiquillos. También se acordó de Miguel, claro, tan tímido que nunca se atrevió a hablarle. Parecía tan tierno, tan niño, mirándola siempre callado, como si esperara un perdón o permiso para existir. Pero Amalia se casó con Alberto. Alberto llevaba con su padre una tienda de tejidos (un negocio familiar y mediocre), y tenía el encanto un poco miserable de la normalidad. Era amable, atento, y no llegaba a ser ni guapo ni feo. Amalia recordaba cómo Alberto rondaba con paciencia impenitente su calle y fumaba unos puros excesivos, como de empresario teatral, para darse aire interesante, frente a la puerta de la casa de ella. La paraba por la calle con mucha educación y cimentaba su seducción en unas conversaciones sobre telas y vestidos de París (seguramente inventados) y en la promesa de una felicidad burguesa de casita de campo. Cuando un día le enseñó un anillo, Amalia le dijo que sí, por resignación o por pura desgana. En realidad no estaba enamorada de él. Y quién lo está, pensaba ella como consuelo.
Amalia sobrellevaba sus cincuenta años con una resignación un tanto abúlica de rutina acomodada y paciencia de planchadora. La vida le había dado una hija y un nietecito de cuatro años, chillón y casi de juguete. A veces su hija Maite lo llevaba a la tienda y Amalia disfrutaba viéndolo corretear entre los maniquíes y los mostradores con esa vivacidad pionera y anárquica que tienen los pequeñuelos. Entonces Amalia se sentía un poco más feliz o más digna. Cogía al nietecito y le pellizcaba los cachetes, como disfrutando de la propia ternura que daba, y cuando su hija y su nietecito se marchaban, Amalia pensaba que quizá se le estaba quedando dentro, desaprovechada, más ternura todavía, una ternura que tendría que perderse para siempre, inútil y rancia como el pan que sobra.
El día de trabajo terminaba. Una luz oblicua, filtrada por la atmósfera de una tarde ya crepuscular, se desparramaba a través del escaparate por la tienda escasamente iluminada, bañando la madera del mostrador con un matiz ocre que resultaba casi viscoso y repulsivo, como si se hubiera derramado sobre él un balde de café con leche. Amalia terminó de colocar unas camisas y miró a su marido, que repasaba las cuentas a su lado. Encorvado y minucioso, casi usurero sobre la libreta, Alberto le inspiró por un momento la sensación de desapego del funcionario, como si fuera un empleado de correos.
- Vamos a cerrar ya, cariño.
- Sí, Alberto.
Amalia miró otra vez a su marido a través de un haz tenue de luz que hacía bailar a las motas de polvo y que lo iluminaba como si fuera una estatua o una atracción de circo, y sintió una especie de pena global por sus vidas, como la que inspiran las fotos de los niños africanos. Quiso decirle algo, quizás que se sentía sola, o desencantada. Pero no lo hizo. Suspiró levemente y fijó su mirada en la campanilla de la puerta, como si fuera una esperanza. Estaba triste, sí. Quizá porque esa tarde no había visto a aquel hombre.
II
Don Antonio era Don Antonio porque se lo había ganado a base de rentas. Vivía de algunos alquileres y de un dinerillo de procedencia desconocida que trajo de América. Su familia, que dicen que fue una vez bastante rica, lo desheredó por fugarse a Argentina con una bailarina gitana. Nadie sabe lo que hizo allí, pero un día, quince años después, volvió sin gitana y con un cochazo y unos bigotes rotundamente aristocráticos. Eso le valió el perdón y "el usufructo de los restos del Imperio familiar", como él comentaba con un cinismo indiano y cosmopolita. Don Antonio llevaba la vida disoluta y despreocupada del que ha aprendido que la existencia no merece otra cosa, y lo argumentaba ante sus contertulios apoyándose en las palabras de escritores y filósofos famosos, haciendo alarde de una cultura que parecía congénita e inmediata, como la de los diplomáticos o los ladrones de joyas. Consumía el día entre el Casino y los cafés de la Plaza, en un saborear lento y sibarita del tiempo, y, en las idas y venidas, paseaba por las calles y por el Parque Botánico, diciendo picardías a las criaditas y a las solteronas, que se atusaban el pelo y sonreían en lo que pretendía ser una discreta pero evidente declaración de disponibilidad absoluta.
- Es usted un pillín, Don Antonio -le decían entre risitas con una voz un tanto húmeda o hipada, como de cupletista.
Don Antonio, que se sabía todavía de buen ver, se dejaba admirar y desear, con una coquetería juvenil que seguía conservando a pesar de rozar casi los sesenta. Don Antonio no se había casado, aunque la gente hablaba de una aventura de muchos años con la esposa de un viajante. Quizá fuera cierto, quizá una invención propiciada a medias por esa profesión eternamente propensa a las cornamentas y a las habladurías, a medias por esa maldad rencorosa y ensañada de los patios de vecinos. Sí fueron notorios sus amoríos con Ana Villar, viuda otoñal y bellísima, aunque quizás con una personalidad demasiado apagada o lúgubre, como de madrastra o ama de llaves; y, por supuesto, lo de Martita, aquella criadita de poco más de veinte años, de exuberancia barroca y generosamente dotada para el arte amatorio, que supuso un escándalo para las gentes de moral mas rancia o pudorosa.
En cualquier caso, Don Antonio llevaba su soltería como un estandarte o una heroicidad, tan propia de él como esos trajes blancos de lino y los sombreros que le otorgaban una distinción moderada de señor mediterráneo y le daban cierto aire de jugador de póker. Por eso se sorprendió un día cuando vio a aquella mujer detrás del escaparate y por primera vez en su vida (según recordaba) sintió envidia de un hombre casado, de aquel hombre un poco triste que parecía llevar su tienda de tejidos como único motivo de supervivencia y que tenía a aquella mujer decorosamente bella día tras día con él. Ella colocaba unos maniquíes y Don Antonio paseaba por aquella calle poco habitual en sus recorridos. Fue algo en la línea de los hombros, o un reflejo extraño en el pelo. Don Antonio se paró y la contempló, sonriendo y llevándose la mano al sombrero, inclinando un poco la cabeza, en un saludo que le quedaba siempre algo arcaico. La mujer salió del escaparate y se reintegró al cobijo de la tienda. Antes de que pensara lo que hacía, Don Antonio abrió la puerta. Escuchó el tintineo mínimo, un tanto cursi o endeble, de una campanilla, y entró, descubriéndose. La tienda exhalaba un olor cálido y mullido, como de ropero en invierno. Observó los estantes y los mostradores, las cajas y los maniquíes; todo parecía dispuesto con un esmero infantil de casa de muñecas.
- Buenas tardes.
Miró con disimulo a aquella mujer apostada detrás del mostrador, ensimismada en un abandono casi religioso de virgen pintada, y le pareció dueña de un irresistible atractivo expectante y subyugador de servidumbre, como el que tienen las camareras o las chicas de guardarropa.
- Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarle?
Un hombre había aparecido inesperadamente de entre los probadores, y lo acogía con cierta actitud plebeya, casi suplicante. Don Antonio buscó una excusa.
- Estoy buscando... un sombrero, sí -y señaló el que tenía en la mano, que le pareció, en ese momento, demasiado nuevo para servir de excusa.
- Sí claro -el hombre miró a la mujer con un gesto que le concedía potestad sobre ella, como si la declarase un animal doméstico-. Amalia, cariño, unos sombreros para el caballero... Don Antonio, ¿verdad?
Don Antonio sonrió con la resignación o la desgana asumida del famoso que es reconocido en la calle, pero había captado en las palabras del hombre cierta advertencia disimulada. Su fama, desde luego, le precedía, pensó Don Antonio. De los sombreros y sus excelencias, contadas y agrandadas por la ciencia conspicua de los mercaderes, Don Antonio no recordó después nada. Compró dos, elegidos al azar, entretenido en vigilar de soslayo a Amalia (saber su nombre le daba esa gratificación meliflua de pertenencia o de esperanza de posesión de los enamorados de las novelas rosas). Aquella noche, en el Casino, Don Antonio bebió menos de la cuenta y perdió al mus, lo que era un signo claro de rendición o abatimiento para los libertinos cincuentones.
III
Don Antonio no solía frecuentar esas calles, desde luego. Por eso Amalia se extrañó al verlo allí, parado al otro lado del cristal del escaparate, sonriéndole abiertamente con un descaro mesuradamente provocador. Amalia no le devolvió el saludo. Volvió al interior de la tienda, con un espanto un poco mojigato y fingido, como el de las colegialas a las que piropean los hombres maduros. Un segundo después, la puerta se abrió y Don Antonio entró. Su mirada, por una prudencia seguramente sistemática, había apagado su decisión o su desvergüenza, pero Amalia sabía que estaba allí por ella. Alberto llegó como una salvación, y lo embaucó con unos sombreros que no necesitaba. Don Antonio, cada poco tiempo, volvía su vista hacia ella, buscando un gesto de asentimiento o de complicidad, pero Amalia fingía trastear en los cajones con una laboriosidad y una celeridad súbitas, como las del que se despierta tarde. Al irse Don Antonio, Amalia respiró con alivio, aunque aquel resquemor de pasado que se había despertado tardaría en apagarse
- Ese tío es un sinvergüenza vividor - sentenció Alberto nada más salir por la puerta Don Antonio. Sus palabras manifestaban la mezcla adecuada del recelo benigno de los decentes y de la desconfianza viril y melodramática del marido que cree amenazada su honra. Amalia no dijo nada.
Durante los siguientes días, Don Antonio paseó insistentemente por la calle de la tienda de Amalia, siempre por la otra acera. Amalia lo veía pasar y mirar hacia el escaparate con una ansiedad o una esperanza de animalillo, parándose apenas un instante, y continuando luego. A veces se quitaba el sombrero y saludaba de lejos, en un ademán ciego, por si acaso ella lo veía. Claro que lo veía. Cuando Don Antonio pasaba, y si Alberto estaba ocupado en sus cosas, o atendiendo a algún cliente, Amalia procuraba estar cerca del escaparate, arreglando o colocando cualquier cosa. Amalia lo miraba pasar, y sentía entonces un vértigo rejuvenecedor de clandestinidad, como de infidelidad mínima, que la azoraba y la hacía enrojecer. Era una sensación refrescante, nueva, deliciosa. Amalia acabó acostumbrándose a ese juego, a ese coqueteo franco, tierno y otoñal, y si alguna tarde Don Antonio no pasaba, a Amalia le llegaba a embargar un desconcertante sobrecogimiento de decepción, como de estafa.
El día que Alberto sufrió un cólico nefrítico y se quedó en casa al cuidado de su hija Maite, Amalia sintió un desasosiego mareante toda la mañana. Miraba nerviosa a través del escaparate, presa de un atolondramiento que no sabía si calificar de deseo o de miedo; miedo a rendirse, a ser vencida, miedo a que Don Antonio entrase en la tienda, a no saber qué podría ocurrir, y, sobre todo, a no saber qué quería ella que ocurriese. Por eso cuando Don Antonio apareció al fin en la otra acera, con su traje blanco, sus bigotes enhiestos y desafiantes y un ramo de rosas, con una pinta un tanto ridícula de amante de otros tiempos o de caballero medieval, a Amalia le temblaron las piernas.
Don Antonio cruzó la calle con paso decidido y entró. La campanilla sonó más tímida que la otra vez. Amalia se había parapetado detrás del mostrador e intentaba aparentar una normalidad mentirosa. Don Antonio la miró y sonrió con una inefable expresión de ternura súbitamente liberada, como si hubiera guardado esa sonrisa mucho tiempo.
- Buenas tardes... Amalia.
- Antonio, yo...
- Te he traído estas rosas. Me he enterado de que tu marido está enfermo y...
Don Antonio se acercó y le ofreció el ramo de rosas con cierta vergüenza. Amalia aceptó las rosas y se relajó en otra sonrisa.
- Gracias, son muy bonitas.
- No tanto como tú.
Esas cosas ya no se decían, no las decían ni los cursis más arrebolados. Quizá por eso a Amalia el gesto le pareció más sincero y sintió un agradecimiento mayor, y una turbación mayor, y se rió con una alegría invencible y aumentada por tantos años grises.
- Tienes una risa foreña -dijo él, acercando la mano hasta la de Amalia, que sujetaba el ramo con un temblor apenas perceptible.
Amalia dejó el ramo sobre el mostrador y contempló aquella mano grande y suave sobre la suya. Don Antonio tomó aire un momento; parecía haber perdido de repente su prestancia de seductor mujeriego, como si se le hubiera caído del bolsillo.
- ¿Sabes, Amalia? Al principio no te reconocí - Antonio apretaba la mano de Amalia.
- Hace mucho tiempo. Éramos muy jóvenes, y fue sólo una noche.
Se quedaron unos segundos en silencio, recordando aquella noche extraña, vertiginosa, de su encuentro, esa noche un poco perdida de los dos.
- Ni siquiera sabía tu nombre. Me suena tan extraño saberlo ahora - parecía como si Antonio le quisiera pedir perdón con aquellas palabras.
- Ya...
- No te fuiste, claro.
- No, claro.
- Y te casaste con él.
- Ya lo ves.
Amalia dijo la última frase como una renuncia, apartando la vista de los ojos de Antonio, y mirando las paredes de aquella tienda oscura y aprisionante, como una metáfora de su propia vida esculpida a su alrededor. La campanilla de la puerta volvió a sonar. Una mujer empujaba la puerta con una torpeza que anunciaba su cercanía a la senectud. Antonio y Amalia se soltaron las manos inmediatamente con un azoramiento infantil y reflejo, como los chiquillos que son sorprendidos jugando a médicos.
- Bueno, gracias... ya vendré a mirar lo de las corbatas.
Antonio saludó con el gesto menos emocional que pudo ejecutar y salió por la puerta sin mirar siquiera a la mujer que entraba. La mujer no le prestó atención. Su mirada estaba clavada en el ramo de rosas que descansaba en el mostrador con un rojo delator y casi obsceno. Amalia sintió que, en realidad, no le importaba. Una tarjeta había caído del ramo y la llamaba con un ardor desconocido.
IV
Las mañanas de viaje tienen siempre un sopor de abandono o de ausencia, y una tristeza propia en el aire más fresco de lo normal o en la ralentización de los instantes, una tristeza que parece heredada de tantos adioses y tantos desengaños y que termina llenando la estructura de las estaciones, sus bancos demasiado fugaces, sus avisos mortecinos, todo, como de un tremendo desaliento de vivir. Las personas en las estaciones tienen una presencia fantasmal o transparente; no se miran ni se hablan, y sólo sienten en común una presunción de fugitivo y el desamparo de no pertenecer, en ese momento, a ningún sitio determinado, una condición que les da un aire resignadamente apesadumbrado y desvalido, como si los hubieran expulsado del trabajo.
El primer tren para la capital llegó puntual, renqueando entre las vías con una pereza asmática y herrumbrosa, y se paró por fin como por una necesidad casi orgánica. Las pocas personas que esperaban empezaron a subir, apresuradamente, como despertadas de repente de esa somnolencia atmosférica. Trajinaban maletas con un agobio manso, y parecían anhelar el asiento del tren como una nueva condición de estabilidad, abandonar por fin ya las premuras de preparativos y de desasosiego de los viajes; sentirse de nuevo seres con sitio.
Don Antonio se quedó esperando hasta el último momento, con la maleta en la mano y la vista fija en la puerta que daba acceso al andén. Amalia llegó corriendo; no traía equipaje. Se abrazó a él con una desesperación impetuosa, llorando casi. Antonio esperó las disculpas, las excusas, que le hablara de su hija o de su nieto, del golpe para su marido. Pero ella apretó los labios, lo miró con un agradecimiento infinito y le dijo:
- Vámonos.
Amalia y Antonio subieron los últimos al tren. Amalia no llevaba equipaje; lo había dejado todo como un trasto inútil, su vida anterior se quedaba, repentinamente lejana, en el cemento deshabitado del andén. El tren reanudó su marcha a trompicones, como maltratado por un remordimiento, y en su departamento, Amalia y Antonio se abrazaban con un calor recuperado, con una vida entera ganada. No importaban para nada ni sus errores ni el peso de los años.
Luis M. Fuentes