Las Emociones y la Salud

por Daniel Goleman

En 1974 un descubrimiento realizado en un laboratorio de la Facultad de Medicina y Odontología de la Universidad de Rochester reescribió el mapa biológico del organismo: el psicólogo Robert Ader descubrió que el sistema inmunológico, al igual que el cerebro, podía aprender. Su conclusión causó gran impacto; el saber predominante en la medicina había  sido que solo el cerebro y el sistema nervioso central podían responder a la experiencia cambiando su manera de comportarse. El descubrimiento de Ader llevó a la investigación de lo que resulta ser una infinidad de modos en que el sistema nervioso central y el sistema inmunológico se comunican: sendas biológicas que hacen que la mente, las emociones y el cuerpo no estén separados sino íntimamente interrrelacionados.

El sistema inmunológico es el “ cerebro del organismo” como dice el neurólogo Francisco Varela, de la Ecole Polytechnique de París, al definir la noción que el organismo tiene de sí mismo: de lo que le pertenece y de lo que no le pertenece. Las células del sistema inmunológico se desplazan en el torrente sanguíneo por todo el organismo, poniendo prácticamente en contacto a todas las otras células. Al encontrar células que  reconocen las dejan en paz, cuando encuentran células que no reconocen, atacan. El ataque nos defiende contra los virus, las bacterias y el cáncer o, si las células del sistema inmunológico no logran reconocer algunas de las células del propio organismo, crean una infermedad autoinmune como la alergia o el lupus. Hasta el día en que Ader hizo su inesperado descubrimiento, todos los anatomistas, todos los médicos y todos los biólogos creían que el cerebro ( con las extensiones que posee en todo el cuerpo gracias al sistema nervioso central) y el sistema inmunológico eran entidades separadas, y que ninguna de ellas era capaz de influir en el funcionamiento de la otra. No existía ninguna vía que pudiera conectar los centros del cerebro que controlaban lo que la rata probaba con las zonas de la médula que fabricaban las células T. Al menos eso era lo que se creyó durante un siglo.

Desde entonces el modesto descubrimiento de Ader ha obligado a echar una nueva mirada a los vínculos que existen entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central. El campo que estudia esto, la psiconeuroinmunología, o PNI, es en la actualidad un pionero en la ciencia médica. Su nombre mismo reconoce las relaciones: psico, o “ mente”; neuro, que se refiere al sistema neuroendocrino ( que incluye el sistema nervioso y los sistemas hormonales); e inmunología, que se refiere al sistema inmunológico.

Una red de investigadores está descubriendo que los mensajeros químicos que operan más ampliamente en el cerebro y en el sistema inmunológico son aquellos que son más densos en las zonas nerviosas que regulan la emoción. Algunas de las pruebas más patentes de una vía física directa que permite que las emociones afecten el sistema inmunológico son las que ha aportado David Felten, un colega de Ader.

Felten comenzó notando que las emociones ejercen un efecto poderoso en el sistema nervioso autónomo, que regula todo, desde cuánta insulina se segrega, hasta los niveles de presión sanguínea. Felten, trabajando con su esposa Suzanne y otros colegas, detectó un punto de reunión en donde el sistema nervioso autónomo se comunica directamente con los linfocitos y los macrófagos, células del sistema inmunológico.

En estudios realizados con microscopio electrónico se descubrieron contactos semejantes a sinapsis en los que las terminales nerviosas del sistema autónomo tienen terminaciones que se apoyan directamente en estas células inmunológicas; en efecto éstas envían y reciben señales. El descubrimiento es revolucionario. Nadie había imaginado que las células inmunológicas podían ser blanco de los mensajes enviados desde los nervios. Para probar lo importante que eran estas terminaciones nerviosas en el funcionamiento del sistema inmunológico, Felten fue un paso más allá. En experimentos con animales eliminó algunos nervios de los ganglios linfáticos y del bazo- donde se almacenan o se elaboran las células inmunológicas- y luego utilizó los virus para desafiar al sistema inmunológico. El resultado fue una marcada disminución de la respuesta inmunológica al virus. Su conclusión es que sin  esas terminaciones nerviosas el sistema inmunológico sensillamente no responde como debería al desafío de las bacterias o los virus invasores. En resumen el sistema nervioso no solo se conecta con el sistema inmunológico, sino que es esencial para la función inmunológica adecuada.

Otra vía clave que relaciona las emociones y el sistema inmunológico es la influencia de las hormonas que se liberan con el estrés. Las catecolaminas ( epinefrina y norepinefrina, también conocidas como adernalina y noradrenalina), el cortisol y la prolatina, y los opiáceos naturales beta- endorfina y encefalina, se liberan durante el aumento del estrés. Cada una ejerce un poderoso impacto en las células inmunológicas. Mientras las relaciones son complejas, la principal influencia es que mientras estas hormonas aumentan en todo el organismo, la función de las células inmunológicas se ve obstaculizada: el estrés anula la resistencia inmunológica, al menos de una forma pasajera, supuestamente en una conservación de energía que da prioridad a la emergencia más inmediata, que es una mayor presión para la supervivencia. Pero si el estrés es constante e intenso esta anulación puede volverse duradera.

Los microbiólos y otros científicos, descubren cada vez más conexiones entre el cerebro y los sitemas cardiovascular e inmunológico, aunque primero tuvieron que aceptar la noción en otros tiempos radical de que existen.

EMOCIONES NEGATIVAS: Los datos clínicos

A pesar de estas pruebas, muchos médicos, o la mayoría de ellos, siguen siendo escépticos en cuanto a que las emociones tengan alguna importancia clínica. Uno de los motivos es que aunque muchos estudios han descubierto que las emociones negativas y el estrés debilitan la eficacia de las diversas células inmunológicas, no siempre queda claro que el alcance de estos cambios es lo suficientemente amplio para tener importancia médica.

Aún así, cada vez son más los médicos que reconocen el lugar que las emociones tienen  en la medicina. Por ejemplo, el Dr. Camran Nezhat, eminente ginecólogo laparoscópico de la Universidad de Stanford dice: “ Si alguien que debe someterse a una operación me dice que ese día siente pánico y no quiere pasar por ella, cancelo la intervención”. Y explica: “ cualquier cirujano sabe que las personas que están muy asustadas tienen problemas durante la operación. Sufren hemorragias abundantes y más infecciones y complicaciones. Tardan más tiempo en recuperarse. Es mucho mejor si están serenas”

La razón es evidente: el pánico y la ansiedad elevan la presión sanguínea y las venas dilatadas por la presión sangran más abundantemente cuando el cirujano practica la incisión con el bisturí. La hemorragia excesiva es una de las complicaciones quirúrgicas más molestas y a veces puede provocar la muerte.
Más allá de estas anécdotas médicas, las pruebas de la importancia clínica de las emociones han ido aumentando incesantemente. Tal vez los datos más evidentes de la importancia médica de la emoción surgen de un análisis que combina resultados de 101 estudios en uno solo más amplio de varios miles de hombre y mujeres. El informe confirma que las emociones perturbadoras son malas para la salud, hasta cierto punto. Se descubrió que las personas que experimentaban ansiedad crónica, prologados períodos de tristeza  y pesimismo, tensión continua u hostilidad incesante, cinismo o suspicacia implacables, tenían el doble riesgo de contraer una enfermedad, incluidas asma, artritis, dolores de cabeza, úlceras pépticas y problemas cardíacos (cada una de ellas representativa de categorías amplias de enfermedad). Esta magnitud hace que las emociones perturbadoras sean un factor de riesgo tan dañino como lo son, por ejemplo, el hábito de fumar o el colesterol elevado para los problemas cardíacos; en otras palabras, una importante amenaza a la salud.

Por supuesto, este es un vínculo estadístico de carácter general y en modo alguno indica que todos aquellos que tengan estos sentimientos crónicos sean presas más fáciles de la enfermedad. Pero hay muchas más pruebas del papel importante de la emoción en la enfermedad que las que brinda este estudio de estudios. Si hacemos un análisis más detallado de los datos acerca de  emociones específicas, sobre todo de las tres más importantes- la ira, la ansiedad y la depresión- quedan más claras algunas formas específicas en que los sentimientos tienen importancia médica, aunque los mecanismos biológicos mediante los que estas emociones ejercen su efecto aún deben ser comprendidos.

CUANDO LA IRA ES SUICIDA

Un tiempo atrás, dijo el hombre, un golpe en el costado de su coche hizo que el viaje resultara inútil y frustante. Después de infinidad de trámites con la compañía de seguros y de recorrer talleres mecánicos que lo único que hacían era seguir estropeándolo, él aún debía 800 dólares. Y ni siquiera era culpa suya. Estaba tan harto que cada vez que subía al coche se sentía abrumado por el disgusto. Finalmente, frustrado, lo vendió. Años más tarde, los recuerdos aún hacen que el hombre quede pálido a causa de la furia.

Este amargo recuerdo fue provocado deliberadamente, como parte de un estudio sobre la ira llevado a cabo con pacientes cardíacos en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford. Todos los pacientes que participaban en el estudio habían sufrido al menos un ataque cardíaco- igual que este hombre resentido-  y la pregunta era si la ira podía tener algún impacto significativo en su función cardíaca. El efecto resultó sorprendente: mientras los pacientes recordaban episodios que los hacía sentirse furiosos, la eficacia de los bombeos de su corazón descendía en un cinco por ciento. Algunos de los pacientes revelaron una disminución del siete por ciento o más en la eficacia del bombeo: una escala que los cardiólogos consideran señal de isquemia miocáridica, un peligroso descenso del flujo sanguíneo al corazón mismo.
La disminución de la eficacia del bombeo no se observó con otros sentimientos perturbadores como la ansiedad, ni durante el esfuerzo físico, la ira parece ser la emoción que más daño causa al corazón. Al recordar el incidente perturbador, los pacientes dijeron que estaban solo la mitad de enfurecidos de lo que habían estado mientras aquel sucedía, con lo que sugerían que su corazón se habría visto aún más obstaculizado durante un momento de ira real.

Este descubrimiento forma parte de una red más amplia de pruebas que surge de diversos estudios que señalan el poder de la ira para dañar el corazón. No ha prosperado la idea antigua de que una personalidad de Tipo A, apresurada y de alta presión tiene más riesgo de sufrir una enfermedad cardíaca, pero de esta teoría fracasada ha surgido un nuevo descubrimiento: es la hostilidad lo que pone en situación de riesgo a la gente.

Gran parte de los datos sobre la hostilidad ha surgido de la investigación llagada a cabo por el Dr. Redford Williams de la Duke University. Por ejemplo, William desscubrió que esos médicos que habían obtenido los puntajes más elevados en un test de hostilidad cuando todavía se encontraban en la facultad de medicina tenía siete veces más probabilidades de haber muerto a los cincuenta años que aquellos que tenían bajo puntaje: la tendencia a la ira era un pronosticador más certero de jóvenes agonizantes que otros factores de riesgo tales como el hábito de fumas, la presión sanguínea elevada o el alto nivel de colesterol. Y los descubrimientos hechos por un colega, el Dr. John Barefoot de la Universidad de Carolina del Norte, mostraron que en los pacientes cardíacos sometidos a la angiografía, en los que se insertaba un tubo en la arteria coronaria para medir las lesiones, el puntaje de un test de hostilidad está relacionado con el alcance y la gravedad de la enfermedad de la arteria coronaria.

Por supuesto, nadie está diciendo que la ira por si sola provoque una enfermedad en la arteria coronaria; solo es uno de varios factores interactivos. Como me explicó Peter Kaufman, jefe en funciones de la Behavioral Medicine Branch del National Heart, Lung, and Blood Institute: “Aún no podemos decidir si la ira y la hostilidad juegan un papel causal en el desarrollo temprano de la enfermedad de la arteria coronaria, o si esta intensifica el problema una vez que la enfermedad cardíaca ha comenzado, o si ocurren ambas cosas. Pero tomemos el caso de un joven de veinte años que se enfurece repetidas veces. Cada episodio de ira añade una tensión adicional al corazón aumentando su ritmo cardíaco y su presión sanguínea. Cuando eso se repite una y otra vez, puede causar un daño”, sobre todo debido a que la turbulencia con que la sangre fluye a través de la arteria coronaria con cada latido “ puede provocar microdesgarramientos en los vasos, donde se desarrolla la placa. Si su ritmo cardíaco es más rápido y su presión sanguínea más elevada porque usted está furioso habitualmente, superados los treinta años eso puede conducir a una formación más rápida de placa y así producirse la enfermedad de la arteria coronaria.

Una vez que se desarrolla la enfermedad cardíaca, los mecanismos disparados por la ira afectan la eficacia misma del corazón como bomba, tal como se demostró en el estudio de los recuerdos airados de los pacientes cardíacos. La consecuencia es que la ira resulta especialmente letal en aquellos que ya padecen la enfermedad cardíaca. Por ejemplo, un estudio de la Facultad de Medicina de Stanford llevado a cabo con 1.012 hombres y mujeres que habían sufrido el primer ataque cardíaco y de quienes se hizo un seguimiento durante ocho años, demostró que los hombres que eran más agresivos y hostiles al principio padecían el más elevado índice de segundos ataques cardíacos. Hubo resultados similares en un estudio de la Facultad de Medicina de Yale0 realizado con 929 hombres que habían sobrevivido al ataque cardíaco y de quienes se hizo un seguimiento durante diez años. Aquellos que fueron catalogados como personas que se enfurecen fácilmente tenían tres veces más probabilidades de morir por paro cardíaco que aquellos que tenían un temperamento más sereno. Si también tenían elevados niveles de colesterol, el riesgo añadido por la ira era cinco veces más alto.

Los investigadores de Yale señalaron que puede no ser la ira sola la que aumente el riesgo de muerte por enfermedad cardíaca, sino más bien la intensa emocionalidad negativa de cualquier clase que envía regularmente a todo el organismo ataque hormonales causados por el estrés. Pero en general los vínculos científicos más fuertes entre emociones y enfermedad cardíaca son los que existen con la ira: un estudio de la Facultad de Medicina de Harvard pidió a más de mil quinientos hombres y mujeres que habían sufrido un ataque cardíaco que descubrieran su estado emocional en las horas anteriores al mismo. El hecho de estar furiosos duplicó con creces el riesgo de paro cardíaco en personas que ya sufrían enfermedad cardíaca: el riesgo elevado se prolongaba durante una o dos horas después de provocada la ira.

Estos descubrimientos no significan que se debería intentar suprimir la ira cuando esta es adecuada. En efecto, existen pruebas de que tratar se suprimir completamente tales  sentimientos en el calor del momento hace que aumente la agitación del cuerpo y que pueda aumentar la presión sanguínea. Por otra parte, el efecto de ventilar la ira en cada ocasión sencillamente es alimentarla, convirtiéndola en una respuesta más probable a cualquier situación fastidiosa. Williams resuelve esta paradoja al llegar a la conclusión de que el hecho de que la ira se exprese o no resulta menos importante que el hecho de saber si es crónica o no. Una muestra ocasional de hostilidad no es peligrosa para la salud; el problema surge cuando la hostilidad se vuelve tan constante que define un estilo personal antagonista, un estilo marcado por repetidos sentimientos de desconfianza y cinismo y por la tendencia a los comentarios desdeñosos y a los desprecios, así como a arranques temperamentales y ataques de ira más evidentes.

La noticia esperanzadora es que la ira crónica no es necesariamente una sentencia de muerte: la hostilidad es un hábito que puede modificarse. Un grupo de pacientes cardíacos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford participó en un programa destinado a ayudarlos a suavizar las actitudes que les provocaban mal humor. Este entrenamiento de control de la ira dio como resultado un 44% menos del índice de un segundo ataque cardíaco que en  aquellos que no habían intentado cambiar su hostilidad. Un programa diseñado por Williams había tenido resultados igualmente beneficiosos. Al igual que el programa de Stanford, este enseñaba los elementos básicos de la inteligencia emocional, sobre todo el tener conciencia de la ira cuando esta empieza a producirse, la habilidad para regularla una vez que ha comenzado, y la empatía. Se pide a los pacientes que tomen nota de las ideas cínicas u hostiles a medida que reparan en ellas. Si estos pensamientos persisten, intentan cortarlos diciendo ( o pensando) “Basta!”. Y se los estimula a reemplazar expresamente los pensamientos cínicos o recelosos por otros razonables durante estas situaciones: por ejemplo, si un ascensor se retrasa, deben buscar una razón positiva en vez de acumular ira contra alguna persona supuestamente desconsiderada que puede ser el responsable de la demora. En el caso de encuentros frustantes, aprenden a ver las cosas desde la perspectiva de la otra persona: la empatía es un bálsamo para la ira.

Como dijo Williams: “El antídoto para la hostilidad es desarrollar un corazón  más confiado. Lo único que hace falta es la motivación adecuada. Cuando la gente se da cuenta de que su hostilidad puede llevarla prematuramente a la tumba, está dispuesta a intentarlo”.

Estrés: la ansiedad desproporcionada y fuera de lugar.

Me siento constantemente ansiosa y tensa. Todo empezó en la escuela secundaria. Yo era una buena alumna y siempre estaba preocupada por mis notas, por si los otros chicos y los maestros me querían, por llegar puntual a las clases, y cosas por el estilo. Recibía una enorme presión de mis padres para que me desempeñara bien en la escuela y fuera un modelo. Supongo que me derrumbé ante toda esa presión, porque mis problemas estomacales empezaron en mi segundo año de la escuela secundaria. Desde entonces tengo que cuidarme con el café y con las comidas condimentadas. Cuando estoy preocupada o tensa siento que el estómago me va a estallar y como siempre estoy preocupada por algo, siempre tengo náuseas.

La ansiedad- la perturbación provocada por las presiones de la vida- es tal vez la emoción con mayor peso como prueba científica al relacionarla con el inicio de la enfermedad y el curso de la recuperación. Cuando la ansiedad nos ayuda a prepararnos para enfrentarnos a algún peligro (una supuesta utilidad en evolución), nos ha prestado un buen servicio. Pero en la vida moderna, es más frecuente que la ansiedad sea desproporcionada y esté fuera de lugar; la perturbación se produce ante situaciones con las que debemos vivir o que son evocadas por la mente, no por los peligros reales que debemos enfrentar. Los ataques de ansiedad repetidos señalan niveles de estrés elevados. La mujer cuya preocupación constante  le provoca un problema gastrointestinal es un ejemplo típico de cómo la ansiedad y el estrés agudizan los problemas médicos.

En un estudio aparecido en 1993 en Archives of Internal Medicine donde hace un profundo análisis del vehículo estrés- enfermedad, Bruce Mc Ewen- psicólogo de Yale- señaló una amplia gama de efectos: la alteración de la función inmunológica hasta el punto de que puede acelerar la metástasis del cáncer, el aumento de la vulnerabilidad a las infecciones virales; el exacerbar la formación de placa que conduce a la arterioesclerosis y la coagulación sanguínea que provoca el infarto de micardio; la aceleración del inicio de la diabetes de Tipo I y el curso de la diabetes del Tipo II, y el empeoramiento y desencadenamiento de los ataques de asma. El estrés también puede provocar la ulceración del aparato gastrointestinal, ocasionando síntomas de la  colitis ulcerosa y de la inflamación intestinal. El cerebro mismo es susceptible a los efectos a largo plazo del estrés prolongado, incluido el daño al hipocampo y por lo tanto a la memoria. En general, dice McEwen “cada vez existen más pruebas de que el sistema nervioso está sujeto a un “ desgarramiento” como resultado de las experiencias que provocan estrés”.

Pruebas especialmente claras del impacto médico de la aflicción han surgido de estudios sobre enfermedades infecciosas tales como resfríos, gripes y herpes. Estamos constantemente expuestos a esos virus, pero normalmente nuestro sistema inmunológico los combate, sin embargo, con el estrés emocional esas defensas fallan a menudo. En experimentos en los que la resistencia del sistema inmunológico ha sido evaluada directamente, se ha descubierto que el estrés y la ansiedad se debilitan, pero en la mayoría de esos resultados no está claro si el alcance del debilitamiento inmunológico tiene importancia clínica, es decir si es suficiente para abrir camino a la enfermedad. Por ese motivo las relaciones científicas más fuertes del estrés y la ansiedad con la vulnerabilidad médica surgen de estudios a futuro: aquellos que empiezan con personas sanas y primero controlan un aumento de la aflicción seguida por un debilitamiento del sistema inmunológico y el inicio de la enfermedad.

En uno de los estudios más decisivos desde el punto de vista científico, Sheldon Cohen, psicólogo de la Carnegie- Mellon University, que trabajó con científicos en una unidad especializada de investigación sobre el resfrío, en Sheffield, Inglaterra, evaluó cuidadosamente la cantidad de estrés que esas personas sentían en su vida, y luego los expuso sistemáticamente a un virus del resfrío. No todas las personas expuestas de esa forma contraen el resfrío; un sistema inmunológico robusto puede- y lo logra constantemente- resistir el virus del resfrío. Cohen descubrió que cuanto más estrés había en sus vidas, más probabilidades tenían de contraer un resfrío. Entre aquellos que tenían poco estrés, el 27% contrajo un resfrío después de quedar expuesto al virus; entre aquellos que más estrés padecían, contrajo un resfrío un 47%, prueba evidente de que el estrés en si mismo debilita el sistema inmunológico. (Aunque este puede ser uno de esos  resultados científicos que confirman lo que todo el mundo ha observado o supuesto todo el tiempo, está considerado como uno de los resultados decisivos debido a su rigor científico).

Del mismo modo, las parejas casadas  que durante tres meses llevaron listas diarias de peleas y episodios perturbadores como peleas matrimoniales mostraron una pauta marcada: tres o cuatro días después de una serie especialmente intensa de preocupaciones, cayeron enfermos de un resfrío o de una afección al aparato respiratorio superior. Este período es precisamente el tiempo de incubación de muchos virus comunes del resfrío, lo que sugiere que estar expuestos mientras tenían las mayores preocupaciones y trastornos los hizo especialmente vulnerables.
La misma pauta estrés- infección sirve para el virus del herpes: tanto el tipo que provoca llagas en el labio como el tipo que origina lesiones genitales. Cuando la gente ha quedado expuesta al virus del herpes, este permanece latente en el organismo y se manifiesta de vez en cuando. La actividad del virus del herpes puede ser rastreado por los niveles de anticuerpos del mismo que hay en la sangre. Utilizando esta medición, la reactivación del virus del herpes se ha encontrado en estudiantes de medicina que se encuentran rindiendo exámen de fin de año, en mujeres recién separadas, y entre personas que se encuentran sometidas a una presión constante debido al cuidado de un miembro de la familia que padece el mal de Alzheimer.

El precio de la ansiedad no sólo es que disminuye la respuesta inmunológica; otra investigación está demostrando efectos adversos en el sistema cardiovascular. Mientras la hostilidad crónica y los episodios repetidos de ira parecen poner a los hombres en un gran riesgo de enfermedad cardíaca, las emociones más mortales en las mujeres pueden ser la ansiedad y el temor. En una investigación de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford con mas de mil hombres y mujeres que habían sufrido un primer ataque cardíaco, las mujeres que sufrieron un segundo ataque presentaban elevados niveles de temor y ansiedad. En muchos casos, el temor adoptó la forma de fobias paralizantes: después de su primer ataque cardíaco, los pacientes dejaron de manejar vehículos, abandonaron el trabajo y evitaron las salidas.

Los insidiosos efectos físicos del estrés mental y la ansiedad- del tipo de los producidos por los trabajos que suponen una presión elevada, o por una vida sometida a presiones elevadas como la de una madre soltera que hace malabarismos con los cuidados del hijo y el trabajo- son localizados en un nivel anatómicamente sutil. Por ejemplo, Stephen Manuck, psicólogo de la Universidad de Pittsburg, estudió a treinta voluntarios durante una rigurosa prueba de laboratorio en la que los sometió a un alto nivel de ansiedad mientras controlaba la sangre de los hombres probando una sustancia segregada por las plaquetas sanguíneas, llamada trifosfato adenosina (TFA) que puede provocar cambios en los vasos sanguíneos que podrían conducir a ataques cardíacos y de apoplejía. Mientras los voluntarios se encontraban bajo ese intenso estrés, su nivel de TFA se elevó bruscamente, lo mismo que su ritmo cardíaco y su presión sanguínea.

Como es comprensible los riesgos de salud parecen mayores para aquellos cuyos trabajos suponen una “ tensión” elevada: tener exigencias de una gran presión en el desempeño mientras se tiene poco o ningún control acerca de cómo hacer el trabajo ( una situación que, por ejemplo, provoca un alto índice de hipertensión  en los conductores del transporte colectivo de pasajeros). Por ejemplo, en un estudio de 569 pacientes de cáncer de colon y recto y un grupo de control, aquellos que decían que en los diez años anteriores habían experimentado serias exasperaciones en el trabajo tenían cinco veces y media más probabilidades de haber desarrollado el cáncer comparados con aquellos que no sufrían ese tipo de tensión.

Debido a que el costo médico de la aflicción es tan alto, las técnicas de relajación- que se oponen directamente a la excitación fisiológica del estrés- se utilizan cínicamente para aliviar los síntomas de una amplia variedad de enfermedades crónicas. Estas incluyen la enfermedad cardiovascular, algunos tipos de diabetes, artritis, asma, alteraciones gastrointestinales y dolor crónico, por nombrar sólo algunos. En la medida en que cualquier síntoma se ve empeorado por el estrés y la perturbación emocional, ayudar a los pacientes a sentirse más relajados y capaces de manejar sus turbulentos sentimientos a menudo puede ofrecer cierto alivio.

Los costos médicos de la depresión

A ella se le había diagnosticado un cáncer de mama con metástasis, una recidiva y una propagación de la malignidad varios años después de lo que ella pensó que había sido una operación que había acabado con la enfermedad. Su médico ya no podía hablar de cura y la quimioterapia, como máximo, podía ofrecerle sólo unos meses más de vida. Como era comprensible, estaba deprimida, tanto que cada vez que iba al oncólogo acababa llorando. En cada ocasión, la respuesta del oncólogo era la misma: pedirle que abandonara el consultorio de inmediato.

Aparte de los dañina que resultaba la frialdad del oncólogo ¿ tenía importancia  en el aspecto médico que él no pudiera enfrentarse a la constante tristeza de su paciente? Cuando una enfermedad se ha vuelto tan virulenta es improbable que una emoción tenga un efecto apreciable en su avance. Mientras la depresión de la mujer seguramente disminuyó  la calidad de sus últimos meses de vida, aún no hay pruebas concluyentes de que la melancolía pueda afectar el curso del cáncer. Pero si dejamos de lado el cáncer, un rápido vistazo a los estudios permite inferir el papel que juega la depresión en muchas otras circunstancias médicas, sobre todo en el empeoramiento de una enfermedad una vez que ha comenzado. Los estudios muestran que sería conveniente tratar la depresión de los pacientes que sufren enfermedades graves y que están deprimidos.

Una complicación al tratar la depresión de los pacientes es que los síntomas de aquella, incluida la falta de apetito y el letargo, son fácilmente confundibles con los de otras enfermedades, sobre todo por médicos que tienen poco entrenamiento en el diagnóstico psiquiátrico. La incapacidad para diagnosticar la depresión puede en si misma sumarse al problema, dado que supone que la depresión de un paciente- como la de la llorosa paciente de cáncer de mama- pasa inadvertida y no es tratada. Y el fracaso en diagnosticarla y tratarla puede sumarse al riego de muerte en la enfermedad grave.

Por ejemplo, de 100 pacientes que recibieron transplantes de médula, 12 de los 13 que se habían sentido deprimidos murieron durante el primer año de transplante, mientras 34 de los restantes 87 seguían vivos dos años más tarde. Y en pacientes con fallo renal  crónico que estaban recibiendo diálisis, aquellos a los que se les diagnosticó depresión grave tenían más posibilidades de morir dentro de los dos años posteriores; la depresión fue un pronosticador más decisivo de muerte que ninguna otra señal médica. Aquí la ruta que conecta la emoción con el nivel médico no era biológica sino referida a la actitud: los pacientes deprimidos eran mucho más incumplidores  de su re´gimen médico, por ejemplo, no respetaban dietas, lo cual los colocaba en un mayor riesgo.

La enfermedad cardíaca también parece exacerbarse por la depresión. En un estudio de 2832 hombres y mujeres de edad mediana a los que se controló durante doce años, los que tenían una sensación de quejosa desesperación e impotencia presentaban un índice elevado por enfermedad cardíaca. Y para el tres por ciento, aproximadamente, que estaba muy deprimido, el índice de muerte por enfermedad cardíaca- comparado con el índice de aquellos que no tenía sentimientos de depresión- eran cuatro veces mayor.

La depresión parece plantear un riesgo médico especialmente grave para los sobrevivientes del ataque cardíaco. En un estudio de pacientes de un hospital de Montreal que fueron dados de alta después de ser tratados por un primer ataque cardíaco, los pacientes deprimidos tenían un riesgo claramente más alto de morir en el plazo de los seis meses siguientes. En uno de cada ocho pacientes que se sentían gravemente deprimidos, el índice de mortalidad era cinco veces más elevado que en otros con una enfermedad comparable: un efecto tan marcado  como el de riesgos médicos importantes de muerte cardíaco, tal como la disfunción ventricular izquierda o una historia de anteriores ataques cardíacos. Entre los mecanismos posibles que explicarían por qué la depresión aumenta  tan notoriamente las posibilidades de un posterior ataque cardíaco se encuentran sus efectos  sobre la variabilidad del ritmo cardíaco, aumentando el riesgo de arritmias fatales.

También se ha descubierto que la depresión complica la recuperación de una fractura de cadera. En un estudio en el  que participaron ancianas aquejadas de fractura de cadera, varios miles fueron evaluadas  psiquiátricamente al ingresar  al hospital. Las que estaban deprimidas al llegar se quedaron un promedio de ocho días más que aquellas que tenían una lesión comparable pero no estaban deprimidas y tenían solo un tercio de posibilidades de volver a caminar. Pero las mujeres deprimidas que recibieron ayuda psiquiátrica para su depresión, junto con otros cuidados médicos necesitaron menos terapia física para volver a caminar y fueron rehospitalizadas en menos ocasiones en los tres meses posteriores a su regreso a casa.

Asimismo, en un estudio de pacientes cuyo estado era tan grave que se encontraban entre el 10% de aquellos que utilizan más servicios médicos- a menudo porque tienen enfermedades múltiples, por ejemplo, enfermedad cardíaca y también diabetes- aproximadamente uno de cada seis tenían depresión grave. Cuando estos pacientes fueron tratados por su problema, el número de días por año que estuvieron imposibilitados descendió de 79 a 51 en el caso de los que tenían depresión grave y de 62 días por año a sólo 18 en aquellos que habían sido tratados por depresión leve.


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