Por Ernesto Velit
Granda
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Pero los riesgos de guerra no desaparecen. El imperio de la violencia, paradójicamente, se acrecienta. Hay tendencias en el sistema que favorecen la opresión y la marginalidad. Los paradigmas han colapsado.
No existe país que eluda su responsabilidad frente a este desafío, y. creer que la obligación es privilegio de las potencias industrializadas es caer en peligroso error y es ignorar que de 170 conflictos armados que se han producido en el mundo, después de la Segunda Guerra Mundial, 160 aproximadamente se desarrollaron en territorios pertenecientes al Tercer Mundo.
El conflicto del Golfo Pérsico, terminó con el optimismo que había generado el fin de la guerra fría. El mundo asimiló la lección amarga pero ilustrante de que una paz que compromete sólo a las superpotencias, es precaria e inestable.
Bien entendido, que la amenaza nuclear ha sido el más poderoso elemento disuasivo de conflictos bélicos entre los países y, tal vez, por ello se creyó que bastaba comprometer a os poseedores de este mortífero recurso en una política de paz, para asegurar la tranquilidad internacional. La invasión de Kuwait por las tropas irakíes, despertó al mundo de esa irrealidad.
En Europa, sin duda, los sistemas de seguridad colectiva hacen impensable un enfrentamiento entre los países de la Comunidad. Entre esos sistemas, la disuasión ha resultado el más efectivo y permanente. Y, por cierto, la disuasión descansa, finalmente, en la amenaza de utilización del recurso nuclear y en la convicción de que de llegarse a esta trágica decisión, llevaría a la destrucción tanto de quien la use como de su adversario. Podemos afirmar, entonces, que las armas nucleares han reducido casi totalmente la posibilidad de guerra entre las potencias industriales europeas y, en consecuencia, tenemos sobradas razones para temer que el Tercer Mundo pueda convertirse, en un futuro no lejano, en el campo donde se ventilen las rivalidades entre los países poderosos.
Y si no, por qué los miembros de la alianza militar OTAN están tan interesados en terminar con las restricciones geográficas a las que los obliga su carta fundamental y pretenden, peligrosamente, dejar establecido el derecho a intervenir en cualquier lugar donde "los intereses de alguno de sus miembros sean amenazados".
Esta importante y trascendental modificación, que se pretende introducir en e radio de acción de la OTAN, será discutida a fines del presente año, y el Tercer Mundo debería considerarla como un claro gesto de agresión contra la soberanía y el derecho internacional de los países en desarrollo.
Los especialistas europeos, consideran cada vez más un probable los conflictos armados entre una superpotencia y un país del Tercer mundo. Aunque, para nosotros, el caso del conflicto pérsico podría resultar un desmentido a tan temeraria afirmación.
Lo que sí se estima como factible, incluso se inscribe en la perspectiva política internacional posguerra fría, es el conflicto militar entre países tercermundistas, al que las potencias industriales puedan calificar de amenaza a sus intereses y, en consecuencia, obligadas a intervenir.
Y las guerras de frontera, principalmente las llamadas guerras limítrofes "posdescolonización", entre países en desarrollo, ocupan la historia de los últimos 50 años en forma preferencial. Y en casi todas ellas, las rivalidades Este-Oeste y Norte-Sur encontraron terreno propicio para dilucidarse.
Nos arriesgamos a creer, que cuanto más se aleja el peligro de guerra entre potencias industrializadas, más se incrementa el riesgo de confrontación entre los subdesarrollados. Y no olvidemos, que un significativo número de estos últimos cuentan con gobiernos e instituciones políticos que acostumbran utilizar la guerra como elemento de afirmación y apoyo interno, que no son capaces de lograr por otros medios.
No es casual, por lo tanto, el entusiasmo con que los países desarrollados alimentan el armamentismo tercermundista, exhibiendo tecnologías y ofreciendo facilidades financieras seguros de que los clientes de hoy y los potenciales, no dudarán en invertir los créditos que pertenecen a la salud, educación, vivienda, en gastos militares, que la industria de la muerte absorbe con increíble voracidad.
A esta conducta armamentista, paradójicamente más desarrollada entre los subdesarrollados, se ha dado en llamar "la militarización del planeta". Una razón más para afirmar, el porqué la amenaza de guerra en el Tercer Mundo es permanente y nos permite identificar a quienes alimentan con recursos bélicos las ambiciones guerreristas y los conflictos de rapiña, en los cuales intervienen conocidas superpotencias para después, con el pretexto de restablecer la paz y "castigar al agresor" instalan fuerzas militares en territorio fronterizo que casi siempre tiene valor estratégico.
La OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), es la alianza militar que sirve a estas políticas macabras, y francamente, colonialistas.
Por eso, sus miembros se resisten a acordar su disolución y a reconocer que no hay razón para que continúe existiendo. Contrariamente, van a decidir ampliar los territorios donde se adjudican el derecho a intervenir.
El Tercer Mundo, en especial América Latina, deberá movilizar la opinión mundial contra esta evidente amenaza al Derecho internacional y a la soberanía del mundo en desarrollo.
Reconocemos que en la génesis de la guerra, juegan actores como pobreza, desigual dad, injusticia, pero también debe destacarse el carácter anárquico del sistema internacional, que continúa presentando a la guerra como el procedimiento político más adecuado para hacer respetar la soberanía.
Es cierto, que lograr el desarrollo económico y social termina con muchos de los factores que generan los conflictos armados. Pero eso no es tono. Cada vez se hace más necesario, que el nuevo orden internacional, en el que los países industrializados se encuentran empeñados, se estructure sobre sólidas bases de justicia, desarme, desarrollo integral y reconocimiento de la voluntad democrática de los pueblos.
Que el Tercer Mundo tenga participación activa y relevante en el diseño del nuevo orden, porque su carácter de mayoría en número y en población le concede un derecho y un lugar en todas aquellas instancias con poder de decisión.
Desaparecido el antagonismo Este-Oeste, desaparece, también, esa división, aparentemente irreductible, de la sociedad internacional.
Pero, no olvidemos, que el Tercer Mundo es territorio tradicional de violencias: religiosas, terrorista, del narcotráfico, de destrucción ecológica; y esta realidad, imposible de negar, se convierte muchas veces en pretexto de intervención extranjera que compromete al sistema internacional, a menudo incapacitado para hacer frente a esas situaciones de confrontación.
Las reformas, que con sorprendente rapidez sacudieron Europa Oriental, no podemos catalogarlas como el triunfo de los valores occidentales. Las transformaciones del campo socialista fueron posibles porque contaron con la bendición del Kremlin, que entendió la inconveniencia de oponerse a los movimientos socioculturales, a las corrientes ideológicas, a los nacionalismos y sus adeptos.
Pero los riesgos de guerra no desaparecen. El imperio de la violencia, paradójicamente, se acrecienta. Hay tendencias en el sistema que favorecen la opresión y la marginalidad. Los paradigmas han colapsado.
El nuevo orden internacional, servirá para superar estas amenazas,
pero también arriesga consolidarlas, si no se definen con oportunidad
los derechos que la democracia reconoce a los pueblos, sin excepción.
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