Trabajo y Sociedad
Indagaciones sobre el empleo, la cultura y las prácticas políticas en sociedades segmentadas
Nº 2, vol. II, mayo-julio de 2000, Santiago del Estero, Argentina
ISSN 1514-6871



Hibridación, pertenencia y localidad 

en la construcción de una cocina nacional *

  

 

Eduardo P. Archetti

Departamento de Antropología

Universidad de Oslo
eduardo.archetti@sai.uio.no

 

Una versión de este texto fue publicada en 

La Argentina en el siglo XX, Ed. Ariel-Universidad de Quilmes. 1999.

Se reproduce con autorización del autor.

 

 

  

Una rápida lectura de los menúes  del Pedemonte y del Ligure en el año 1994, dos restaurantes tradicionales de Buenos Aires fundados, respectivamente, en 1890 y 1933, pueden servir de ejemplo cuando, de un modo intuitivo, pensamos en una cocina argentina. Coexisten recetas italianas, francesas y españolas con “inventos argentinos” como el “revuelto Gramajo”, la “salsa Golf” y el “queso y dulce”, en una yuxtaposición cercana al caos y en donde al lado de pastas y risottos y platos franceses encontramos los pucheros de grano de pecho, de gallina o mixtos, las milanesas de ternera o de lomo y los diferentes y variados asados (bifes de chorizo o lomo, lomos o costillas de cerdo, entrecotes y chivitos de Córdoba).  El examen de algunos de los menúes del pasado de los mismos restaurantes (para el Pedemonte los años 1914, 1933, 1954 y 1971 y para el Ligure los años 1948 y 1964)  sorprenden por la continuidad histórica de los platos preparados y el pasaje sin problemas, y  muy tempranamente, de un clásico reconocido del Pedemonte, ‘la torta pascualina de alcauciles’, al menú del Ligure. Los cambios más notables los encontramos en la lista de vinos ya que a partir de la década del cuarenta  desaparecen los vinos y los champagnes importados para volver a reaparecer, tímidamente, en los últimos años. Estas cartas ilustran la idea de que cuando  pensamos en una “cocina argentina” ésta aparece “poco uniforme” porque “a la vieja herencia hispano-indígena se agregaron los valiosos aportes de la inmigración” (Gran Libro de la Cocina Argentina 1991: 7), o  “poco original” ya que “la gastronomía argentina siempre dependió de los aportes extranjeros, tanto durante la Colonia  y el siglo XIX como durante la presente centuria”  y solo “los derivados de la cultura del maíz, como el locro y la mazamorra” pueden ser pensados como “autóctonos” (Ducrot  1998: 99).  

 

Los intentos de definir los “platos típicamente criollos” o una “cocina auténtica argentina” terminan, por lo general, incluyendo las empanadas, los matambres, los pucheros y sus variantes entre las que encontraremos diferentes carbonadas, humitas, las chanfainas y los alfajores (ver Somoza 1983). La exclusión explícita de la pasta y de las influencias francesas genera, aparentemente, los límites de la “cocina argentina” ya que, en la mayoría de los casos, se  acepta el peso de la historia colonial y, por lo tanto, la influencia indudable española.  Si el maíz es importante en la configuración de platos importantes en la tradición culinaria del Noroeste argentino la mandioca juega el mismo papel en la cocina del Nordeste (ver Gran Libro de la Cocina Argentina 1991: 56 y 104 y Berreteaga 1991). Estos intentos de codificación terminan demostrando que las cocinas “reales” son las cocinas regionales ya que lo “autóctono” depende, en gran medida, de la existencia de ingredientes locales (Revel 1982). No hay que olvidar, sin embargo, que en el curso de la formación de una cocina nacional algunos elementos y recetas de origen regional pasan a ser nacionales y otras no. La pasta, en Italia,  o el pan, en Francia, tienen esa virtud ya que a pesar de la extrema variación regional y local en su preparación son marco de referencia obligatorio para pensar y definir lo nacional. La importancia de las empanadas en la Argentina, aunque marginal en el Nordeste,  ilustra la importancia de la confluencia entre lo regional y lo nacional pero los espacios comunes son quizás más complicados que en Italia y en Francia debido a la globalización temprana del país (herencia colonial y  peso sociológico y cultural de la inmigración europea). 

 

En este artículo he de argumentar que lo que define a una cocina es, en última instancia, la práctica culinaria de una población que consume determinados platos con cierta frecuencia y que, en consecuencia, esa habituación los lleva a considerarse verdaderos expertos en el momento de evaluar la calidad de su preparación. Una cocina tiene raíces sociales comunes, es la comida de una comunidad aunque ésta sea amplia y heterogénea como en el caso de la Argentina (ver Mintz 1996: 94-105). La integración de las cocinas y tradiciones culinarias de las comunidades de extranjeros migrantes no se hizo sin dificultades. Di Lullo, en su análisis de la alimentación popular en Santiago del Estero en las primeras décadas de este siglo,  argumenta que el régimen cárneo fue su base: “las más diversas carnes, todas de una excelencia de sabor y perfume: carnes grasas y magras, rojas, blancas y negras, carnes apretadas de fibras o henchidas de jugos, carnes asadas, guisadas, manidas, condimentadas, hervidas, ricas en sales y principios extractivos” (1944: 247). La carne intervenía como ingrediente principal en la preparación de los más diversos platos de tal modo “que los que no la contenían fueron designados con el nombre genérico de ‘comidas de gringos’, especialmente aquellos preparados a base de legumbres y verduras que se introdujeron con los españoles” (1944: 247). Di Lullo enfatiza que comer verduras y carne, en el caso de los pucheros y guisos, era cosa de gringos, solo carne y más carne de criollos, de gauchos. Al mismo tiempo resalta que en la concepción popular de las comidas lo varonil era la carne y lo femenino los guisos y los dulces (1944: 249). Remedi, en su excelente trabajo sobre la alimentación en la provincia de Córdoba en el mismo período,  demuestra como el arroz (el risotto) y el pan, básicos en la dieta de los inmigrantes italianos, comienza a difundirse entre la población nativa (lo mismo no ocurre con el aceite de oliva). El arroz pasará posteriormente  a ser un componente importante en la preparación del puchero criollo (1998: 162-4). En poco tiempo, la pasta se convierte en un plato usual, al menos dos veces por semana, jueves y domingos, y democrático porque se incorpora tanto a la dieta de los sectores acomodados como a la de los populares (1998: 165). Según Remedi en la dieta criolla el maíz, en sus variantes de mazamorra y mote junto al zapallo - fresco, hervido, asado o desecado- representaban el papel que el inmigrante extranjero atribuía al pan. La oposición entre nativos y extranjeros pasaba, de alguna manera, por el maíz y el trigo más que por la carne y las verduras. Sin embargo, Remedi, recuerda que, sobre todo entre los italianos del norte, la polenta de maíz formaba parte de su dieta cotidiana. Aquí, la oposición era entre maíz blanco, utilizado por los nativos, y el amarillo, utilizado por los italianos (1998: 167). Los italianos y españoles que llegaron a Córdoba incorporaron rápidamente la carne vacuna, sustituyendo - aunque de manera incompleta-  el consumo de porcinos y ovinos. El consumo desmedido, para lo que era la costumbre, de carne vacuna fue visto por los inmigrantes como una de las causas del rejuvenecimiento de los ancianos y el desarrollo rápido de los jóvenes.  Se creía firmemente, y seguramente habría experiencias concretas para verificar esa creencia, que a los catorce años los hijos de italianos nacidos en la Argentina podían compararse con los italianos de más de veinte en términos de desarrollo y fortaleza física (1998: 170).[1]  Remedi escribe que “el medio adoptivo le brindaba finalmente la oportunidad de recuperar aquellos que la mayor parte de la población europea había perdido con el correr de los siglos: en estas tierras extrañas y lejanas, la carne era superabundante y los mares de trigo no dejaban de extenderse en las zonas rurales. Ahora, la venganza de los pobres de Europa podía concretarse, aunque fuera en la patria adoptiva” (1998: 172). Los inmigrantes podían experimentar de un modo contundente uno de los mitos  de la cultura criolla pampeana: la carne no era un bien económico escaso, como en Europa, sino un recurso de acceso comunal, abierto y accesible a todos los bolsillos.

 

A mediados de la década del setenta, durante nuestro trabajo de campo en el nordeste de la Provincia de Santa Fe, todavía se decía que una comida sin carne era una “comida típica de italianos” o “gringos”. Entre los gringos ser capaz de comer carne vacuna en la magnitud que los criollos lo hacían formaba parte del modelo transformativo aceptado por los descendientes de los friulanos que llegaron a esa zona alrededor de 1880 al mismo tiempo que mantenían la cultura del cerdo. Un relato mítico en las colonias de esa región pone en el centro de la historia al famoso Coronel Obligado, “pacificador” de mocovíes y creador de la línea de fortines que hizo posible la llegada temprana de los inmigrantes a esa región. Se cuenta que en agosto de 1879  el Coronel llamó a una reunión urgente en Reconquista (que en esa época sería solo un fortín recostado en las márgenes del Paraná). Los colonos llegaron y Obligado, luego de saludar a cada uno con un fuerte apretón de manos, les comunicó que ese día iba a comenzar el proceso de transformarse en criollos, nuevos habitantes de un nuevo país que debía ser construido con el esfuerzo mancomunado de extranjeros y nativos: soldados y oficiales del ejército argentino iban a comer junto con ellos. La sorpresa mayor ( y algunos de nuestros informantes imaginaban que la sorpresa de sus antepasados debería de haber sido una mezcla de horror y repugnancia) fue la comida que les iba a ser ofrecida: tres novillos gigantes asados en su cuero por más de doce horas en pozos cavados en la tierra. La historia cuenta que por horas y horas, en un ambiente de fraternidad que la hospitalidad de una comida compartida hace posible, colonos y militares nativos comieron carne y más carne y solo carne. Al terminar el pantagruélico almuerzo el Coronel Obligado expresó a viva voz su orgullo por haber sido todos participantes y testigos del inicio del proceso de transformación de los friulanos en verdaderos criollos (Cracogna 1988: 134). Habían pasado con buena nota la prueba del “asado con cuero”.

 

No caben dudas que la adopción de parte de la dieta nativa por parte de los inmigrantes se hizo sin problemas e, incluso, con entusiasmo. No es extraño, entonces, que la Junta Nacional de Carnes mostrara su preocupación en la década del treinta por lo que consideraba un consumo de carne poco balanceado ya que, y sobre todo, los inmigrantes de origen italiano tendían a consumir en demasía carne de ternera. La Junta argumentaba a favor del consumo de carne de novillo o de vaquillona. A los efectos de producir un cambio en los hábitos alimenticios de los inmigrantes y sofisticar el de los nativos,  Doña Petrona C. de Gandulfo, ya consagrada por la aceptación masiva que tuviera su libro de cocina publicado por primera vez en 1936, fue encargada en 1938 por  la Junta para escribir un libro de recetas en donde se combinaran el tipo de carne -vacuna, cordero y cerdo, y en el caso de la carne vacuna el tipo de animal - novillo/vaca y ternero- y los cortes. Los objetivos eran múltiples: difundir las variantes en la preparación del puchero y las carbonadas criollas (y las salsas que podían acompañarlas), la utilidad de los cortes menos finos en la preparación de platos deliciosos, la importancia de que las sopas  fueran hechas con buenos caldos producto de la utilización de carnes apropiadas, el convencimiento de que en el asado al horno lo mejor eran trozos grandes y que el  gusto de los bifes y los cortes de novillo era insuperable. En la sección dedicada a la carne de novillo o vaca (46 páginas y 35 recetas), a las recetas tradicionales argentinas se agregan recetas francesas - “bife de lomo a la maitre d’hotel”, “carne a la bordalesa”, “carne con salsa vinagreta”, “lomo a la jardinera” y “cuadril de vaca con salsa de nueces”. En la sección dedicada a la carne de ternera (14 páginas y 14 recetas), a las recetas tradicionales, como “el bife a la criolla” se agregan recetas italianas - “aguja de ternera a la piamontesa”, “cima rellena”, “escalopines diablito”, “bife ancho con salsa rosada”, milanesas y “ossobuco con arroz” (Gandulfo 1938).  Una evidente limitación del libro es la ausencia de consejos sobre cómo hacer una buena parrillada argentina. Doña Petrona se limita a decir que “la parrillada comprende todo lo que sean achuras: mollejas, chinchulines, tripa gorda, ubre, chinchulines de cordero, riñoncitos de cordero, de ternera, churrascos de carnaza o lomo, chorizos, entraña, morcilla o corazón” (1938: 37). Una evidente enumeración caótica y hecha sin compromiso culinario. Esta limitación estaba ya presente en su libro célebre, El libro de Doña Petrona, en donde se circunscribe a escribir que “para hacer un buen asado, ya sea a la parrilla, horno, plancha o asador, hay que tener una habilidad especial, que no todas las personas la tienen” (1979 [1936]: 351). Doña Petrona acepta dos verdades que serían ya evidentes en esa época: se nace asador y para serlo hay que ser hombre. Sobre esto volveremos más adelante.               

    

Doña Petrona, en este libro híbrido, la autora define una gramática culinaria, aunque basada en lo local y regional, que se percibe y se acepta ya como nacional. Cualquiera cocinera o cocinero con un poco de imaginación y educación, como en su caso, puede ofrecer a su clientela o a su audiencia de lectores platos que provienen de “tradiciones” diversas como los que ella incluyen. Comidas vinculadas a la economía y cultura local europea como el “ossobuco con arroz” o el “bife a la bordalesa” se transforman en el contexto argentino en elementos de una cocina nacional. Comidas de un lugar o una región son, de pronto, comidas de una nación promovidas por la Junta Nacional de Carnes. Para la emergencia de una cocina nacional se necesitan con cierta regularidad determinados ingredientes y materias primas, consumidores, cocineros y, lo fundamental, cambios en la actitud de la gente en relación a la comida (Mintz 1996: 99). En la Argentina de las primeras décadas de este siglo este proceso estaba en marcha y, en gran parte, consolidado. No podemos poner en duda que el “ossobuco” se comía en las casas tanto como en las fondas y en los restaurantes. 

 

He argumentado anteriormente que la sociedad argentina es un lugar privilegiado para discutir, comparar  y, quizás, elaborar alternativas a los modelos de hibridación dominantes en las ciencias sociales (Archetti 1997 y 1999).  La amplitud y profundidad del movimiento migratorio, junto al pasado colonial, generaron un contexto en el que la mezcla de ideas, imágenes, símbolos y objetos generados en espacios y tiempos diferentes estuvo acompañado por la presencia y la mezcla de individuos de origen étnico diverso. En esos intentos mi análisis de los modelos nativos estuvo concentrado en prácticas deportivas que sirven no sólo para conceptualizar cómo los individuos se integran en un “todo” relativamente abstracto - la nación- sino también para ver cómo lo nacional o sea lo local global (en tanto son prácticas compartidas y que exceden los límites geográficos de un país) se articula con lo que, por lo tanto, se define como universal global. La hibridación, por lo tanto, puede ser pensada como una mezcla que crea una “forma pura” que tiene la particularidad de reproducirse, repitiendo en ese proceso los diferentes orígenes culturales, pero también como una “fusión” en donde es difícil reconocer los componentes originales y, en consecuencia, la comparación debe hacerse con cada forma por separado. La cualidad de todo proceso de hibridación es convertir lo diferente en igual, y lo igual en diferente, pero de una manera en que lo igual no es siempre lo mismo, y lo diferente tampoco es simplemente diferente. La diferencia y la igualdad aparecen en una suerte de casi imposible simultaneidad. La hibridación consiste en una operación binaria en el que cada paso adquiere sentido como oposición al anterior y remite a formas momentáneas de dislocación y desplazamiento. Nadie pondrá en duda que comer en la Argentina es poner al lado lo que se supone es criollo - ya mezclado en casi todos los casos - con lo que proviene de las diferentes tradiciones culinarias traídas por los inmigrantes.  Si en el deporte los otros relevantes serán los “británicos” o “ingleses” en el caso de la comida lo serán los “italianos” y los “españoles”.

 

Mi perspectiva es, fundamentalmente, desde Buenos Aires en donde desde 1984 y en diferentes períodos he estado trabajando sobre estos temas. Si bien mi trabajo de campo estuvo centrado en el fútbol y en el polo, y, posteriormente, en el tango, el tema de la comida apareció de un modo normal en un sinfín de diálogos y en el contexto de mi investigación empírica. Es necesario recordar que muchas de las entrevistas fueron hechas en bares de barrio y en bares cercanos a los estadios de fútbol. Las observaciones sobre el asado son  suplementarias y no necesariamente abarcan a mis informantes principales en esa investigación. En la primera parte de mi análisis, el lugar de la carne en la dieta y en la percepción de lo “nacional” será central, y en la segunda parte, las observaciones, esta vez menos sistemáticas, estarán centradas en la presentación de confluencias en las pizzerías de Buenos Aires entre la cultura de la pizza, de origen italiana, con la tradición de las empanadas, de origen criollo (ver Ducrot 1998: 111).  Estos ejemplos me permitirán, a modo de conclusión, preguntarme qué comidas y cocinas entraron en el modelo de hibridación y cuáles quedaron como étnicas, al menos provisoriamente. Al mismo tiempo, si el modelo es válido, podríamos explicar el escaso grado de “globalización” de las prácticas culinarias en la Argentina actual  a través de la ausencia de cocinas dominantes como la mexicana, la tailandesa, la vietnamita o la hindú que han sido y son importantes en la redefinición del mapa global de las culturas culinarias de la modernidad. Esto no implica que podamos explicar con esto modelo ni la aparición ni el auge de la haute cuisine en ciudades como Buenos Aires, con chefs del prestigio del Gato Dumas o Malmann. Esta problemática queda al margen del artículo.

 

El triángulo cárneo en la Argentina: la milanesa, el  asado y el puchero

 

Al discutir sobre la “esencia” de la comida argentina uno de mis informantes me  decía en Buenos Aires:

 

            ‘la cocina argentina es el bife con ensalada, con puré o ‘a caballo’, las ensaladas siempre simples y mixtas, o sea con cebolla, lechuga y tomate, las milanesas con papas fritas, el asado y la parrillada, las pastas bien variadas, la pizza, el puchero, las empanadas, los helados que preferimos que sean supuestamente “italianos”, el flan con crema o con dulce de leche, los panqueques con dulce de leche y el “queso y dulce”. En el fondo hay que pensar en el bife, el asado, la milanesa y el puchero, aunque éste plato esté cayendo en desuso.  Ahora en los restaurantes (y no en todos como era antes) el puchero solo se sirve una vez a la semana y, por lo tanto, no es más plato de todos.  Sobre el pescado, bueno no hay lugar ni para el pescado, aunque comamos filetes de merluza de vez en cuando, ni para los mariscos que siempre serán comida de restaurante vasco. El pescado es comida de enfermos y además están las espinas que siempre darán miedo al criollo. Comemos sencillo y por eso desde Ushuaia hasta Jujuy en los restaurantes y en las fondas, y ahora en los bares que cada vez más sirven comida a mediodía y a la noche para poder sobrevivir, encontraremos los mismos menúes y los mismos sabores. No hay diferencias entre lo que comemos en la casa y afuera y somos tímidos y poco imaginativos cuando se trata de utilizar especies y condimentos. Sal y un poco de pimienta blanca y siempre orégano, una obsesión que no sé de dónde viene, para darle un toque especial a muchos platos o ensaladas. Eso sí, todo lo que comemos tiene que estar bien hecho, desde la carne hasta la pasta que nunca la comemos al diente.’

 

Ante una pregunta sobre la “crisis del puchero” su elaboración fue la siguiente:

 

            ‘el puchero era la comida del día domingo y, casi siempre, durante los meses de invierno, al menos en mi casa. La competencia era con el asado. La elección de uno u otro dependía de si venía gente invitada a comer y si había que celebrar algo. Con el asado celebrábamos algo, nunca con el puchero. Luego vino la pasta del domingo y el puchero fue desapareciendo. Creo que lo que pasó en mi familia ha pasado en el resto de la Argentina’.

 

Estas observaciones fueron, sin duda alguna, compartidas por la gran mayoría de mis informantes, serán compartida por muchos de los presentes en este seminario y es de esperar que no habrá muchas voces discordantes ( ver Ducrot 1998: 114 y Todo es historia 1999, nr. 380). Mi informante establece una “cocina nacional” como una suerte de artificio holístico basado en su capacidad de observación y en su propia experiencia y, al hacerlo, establece con toda claridad el eje cárneo: el asado y la parrillada (los bifes), la milanesa y el puchero. Si aceptamos la hipótesis que una cocina nacional incluye lo privado y lo público, es decir que lo que se come en la casa es posible encontrarlo en los restaurantes y comedores públicos mi informante señala esta básica continuidad. Es solo la haute cuisine la que establece esas diferencias y marca la discontinuidad entre los privado y lo publico. No podemos comer habitualmente como lo haremos en un restaurante de un gran chef.

 

En los múltiples diálogos con el conjunto de mis informantes la definición y los contrastes en lo que llamaré “el eje cárneo” aparecieron con toda naturalidad y sus orígenes también: la milanesa es vista y definida como italiana, el puchero es español y el asado es intrínsicamente criollo. Las reflexiones de otro de mis informantes fueron claras:

 

            ‘las mejores milanesas son las hechas en casa, no hay nada como las caseras. El recuerdo de las milanesas de una empleada, Juanita, María o Jacinta, o de la madre o de una tía, es algo que no se olvida con facilidad. Aunque muy simples las milanesas tienen sus secretos: alguna que otra especie que se mezcla con el pan rallado, ajo o perejil por ejemplo, el tipo de pan rallado, el corte y el tipo de la carne, su espesor y su tratamiento, así como la temperatura y calidad del aceite.  Nunca se pueden comparar con las que pueden comerse fuera. Detrás de una gran milanesa están los secretos de una mujer. Lo mismo podemos afirmar del puchero. El puchero es el puchero de la casa y fíjate que era muy común que se  anuncie en los restaurantes:  “el puchero de la casa” o simplemente “puchero casero”. Esto es así porque hay tantos pucheros como casas. Cuando comemos puchero o milanesa no invitamos a nadie, es como una ceremonia privada. El asado es diferente, somos los hombres los que lo hacemos y siempre invitamos a alguien, no vale la pena hacerlo para tres o cuatro. Es un rito compartido.’

 

Es cierto que las variantes del puchero son grandes  y no existe como tal una fórmula establecida y a las tradiciones caseras particulares hay que agregar las que vienen de las diferentes regiones del país y, desde luego, el condicionamiento de la estación del año y, en consecuencia, el tipo de verduras disponibles. Por lo tanto, las variaciones dependerán del tipo de carne y del tipo de verduras que se agregan a la olla, puede ser mixto - varias carnes- o no, con embutidos o no, con porotos o no, y con ajos o no. El puchero es una suerte de plato tipológico que posibilita las combinaciones “al infinito” (ver Vázquez-Prego 1997 [1979]: 2-18). De todos modos,  lo que muchos de mis informantes califican como pucheros argentinos “típicos” deben llevar carne de vaca como componente esencial, muchas verduras, el caldo se debe servir como sopa, y no deben estar fuertemente condimentados. Pese a las variaciones en los ingredientes que se combinan se suelen llamar puchero a secas y no “puchero con porotos” o “puchero con tomates” como es posible encontrar en algunos libros de cocina (Vázquez Prego 1997 [1979]: 2-18). Los pucheros no se suelen calentar y lo que queda se suele comer de otra manera. Es obvio que los pucheros, tanto en la Argentina como en América Latina, descienden de los cocidos  españoles que son, también, muy variados (ver Luján 1982: 67-8). Una transformación importante del puchero es la carbonada criolla en la que las verduras fundamentales e imprescindibles serán el zapallo, la batata y los choclos y a esto suele agregarse manzanas y duraznos, e incluso peras y pasas de uva. Esta combinación entre lo dulce y lo salado es impensable en la cultura de los cocidos españoles (ver Somoza 1983: 36-9 y Vázquez-Prego 1997 [1979]: 278-80). En la discusión sobre los orígenes de la carbonada he recogido dos teorías: la primera, que es un plato originalmente belga y adaptado al país, y la segunda, que es un plato de larga tradición en el noroeste del país. En esta segunda teoría, se establece una conexión entre lo dulce de las verduras, centrales en la dieta regional, y las frutas que vienen de otras regiones del país. En este respecto, algunos informantes enfatizan que utilizar manzanas, duraznos y peras es una demostración de poder económico, en un caso “la carbonada criolla es un plato de ricos” y en otro “la carbonada es un plato de los ricos salteños”.

 

La milanesa pertenecen al mundo de la casa y, desde luego, al mundo público. La ubicuidad de la milanesa es proverbial ya que todo lo que lleva pan rallado y huevo lo llamamos milanesa (por ejemplo, milanesas de molleja, de hígado o de sesos) y, además, existe el ‘sánguche’ de milanesa que define un universo ‘típico’ argentino:  ‘antes de que llegaran de Montevideo los lomitos con pan solo o con todo lo que se pueda poner, los populares chivitos, cuando comíamos carne con pan era la milanesa en sandwich’, en la reflexión de uno de mis informantes. Según Ducrot la ausencia del ‘sánguche’ en el extranjero es fuente de nostalgia profunda entre los argentinos:

“para nosotros se trata de un emblema casero, de bar de la esquina y de comida rápida, accesible y contundente sobre todo en tiempos de bolsillos escasos. La ausencia de un “sánguche” de milanesa nativo provoca la misma sensación de desasosiego entre los argentinos de desparramo voluntario por el mundo” (1998: 165). [2]


El mundo culinario de la milanesa ha hecho posible la creación de un híbrido clásico de la cocina nacional: “la milanesa a la napolitana” o “milanesa napolitana”. Recuerdo especialmente una cena en un restaurante en Londres hace algunos años y mi sorpresa al encontrar en la parte de carnes del menú la descripción lo que consideraba uno de los platos nacionales. Mi mundo cognitivo volvió a ponerse en orden cuando me di cuenta que la descripción del plato incluía salsa de tomate y queso gratinado (mozzarella), pero sin jamón, y que no se llamaba “milanesa a la napolitana”. De allí mi creencia, inamovible desde esa noche, que es el jamón lo que define nuestra milanesa respecto al resto de los ingredientes, pero esto no es consistente con el imaginario nacional. En la Argentina es aceptada la explicación que estas milanesas nacieron en la década del cuarenta en el restaurante Nápoli de Buenos Aires, ubicado frente al Luna Park, y que, con la pizza, era el plato obligado de las veladas boxísticas de esa época (Ducrot 1998: 102). La idea de plato híbrido proviene de la creencia que la milanesa viene de la cocina popular del norte de Italia y que la cobertura con salsa de tomate, queso mozzarella y jamón viene del invento napolitano por excelencia, la pizza. Independientemente del origen es obvio que la “milanesa napolitana” puede verse como un símbolo importante de la confluencia de tradiciones y de la creatividad nacional.

 

Pero si la milanesa remite a Italia y el puchero a España, el asado aparece asociado a lo autóctono, a la reproducción contemporánea de la dieta atávica del gaucho. [3] Una de las ideas fundamentales es que el asado comenzó en la pampa y que los gauchos lo trajeron cuando se vinieron al suburbio de Buenos Aires y  se convirtieron en carniceros de los frigoríficos. El arrabal copia a la pampa y de allí, en ese juego de liminalidad tan propio del imaginario porteño, pasa al centro. El asado, producto de la pampa, es la ceremonia de la comensalidad nacional y una de las más recurrentes manías argentinas. Uno de mis informantes, y quizás con razón, observó que esos mitos forman parte de lo que el llama “el dogma nacional pampeano” forjado en Buenos Aires. Para el porteño, decía, “solo existe la pampa y sus hombres que lo poblaron en el pasado, no hay lugar ni para el bosque, ni para la selva, ni para la montaña”. La idea de que los gauchos se alimentaban exclusivamente de carne de vaca asada y preferían las costillas y los matambres a cualquier otro corte ha llegado hasta la actualidad, aunque ahora los matambres se comen separados y no están integrados en el rito del asado (ver Nichols 1953: 229).  Pero obviamente no solo había gauchos o criollos en la pampa. Di Lullo encuentra la identidad “viril” santiagueña en la práctica del asado alrededor del fuego del fogón: “en ese fogón, espíritu de una raza ya ida que se formó al viento, al sol, a las lluvias del vagabundaje nómade, se tostaron carnes ahítas de jugos, sahumándose los aires de grasas derretidas”  y asar es, al final de cuentas, consumir alimentos naturales en fórmulas simples y dominio exclusivo de los hombres (1944: 242).

 

Borges decía, o al menos se le atribuye esta frase como tantas otras, que el asado es un magnífico pretexto para el ritual de la “conversada amistad”. El asado es un mundo de hombres al aire libre y el asador el personaje central del ritual. Uno de mis informantes estableció un paralelismo entre esta actividad y el dicho de los gauchos que sintetizaba el estilo de vida nómade del pasado: “al aire libre y con carne gorda”.  Si en algo hay un alto grado de consenso en la Argentina es en el hecho de que el asado es “una ceremonia viril muy argentina” y el arte del asador absolutamente empírico. Confrontados mis informantes con la afirmación de Doña Petrona de que se trata de una habilidad congénita y que no se aprende en un libro de recetas el acuerdo fue siempre unánime. El asador con su práctica de años se convierte en un individualista extremo, a pesar de que las leyes físicas a las que se somete voluntariamente son universales e inmutables. Esto explica la creencia de que hay tantas prácticas y secretos para asar como asadores. El asado es público pero, al mismo tiempo, eminentemente “secreto” en el sentido que la experiencia individual es difícil de transmitir. El mundo del asado establece una jerarquía entre hombres que, en general, es totalmente aceptada y permite las exclusiones legítimas. Siempre es preferible declararse un mal asador que someterse al infierno del ridículo si el asado sale mal. Es muy difícil, por lo tanto, no saber quién es el mejor asador en un grupo de amigos o entre familiares. En consecuencia, se piensa que un cocinero se hace, toma cursos y prueba y prueba hasta que domina ciertas recetas, mientras que un verdadero asador nace, y nadie pondrá en duda la idea de que “se nace siendo un asador criollo”. El asador debe, antes que nada, dominar la técnica de asar trozos grandes de carne y de allí que el barbecue, el  spiedo o la brochette están al margen de lo que se define como “asar” en la Argentina.

 

Entre los secretos a dominar, el del fuego es central: el tipo de leña, preferentemente fuerte y dura, se convierte en tema de conversación y discusión. Las maderas del quebracho, el lapacho y el algarrobo suelen ser las preferidas (árboles de alguna manera vistos como típicos del paisaje argentino y sus variantes, aunque no formen parte del imaginario pampeano). La madera del quebracho es la que se supone da el mejor fuego (ver Mirad 1991: 40 y Sagel 1994: 81). Muchos de mis informante sostienen que la mezcla de maderas, por ejemplo el quebracho y el algarrobo o incluso la utilización de maderas que vienen de árboles frutales, da un fuego y un aroma especial. Pese a estas preferencias lo que se utiliza a menudo es el carbón vegetal y esto está determinado por el acceso a las maderas y por su precio. Lo más importante es comenzar por  “el alma del fogón” con las maderas más resistentes y continuar con “el cuerpo del fogón” que se hará con las menos duraderas o, en su defecto, directamente con carbón. El tipo de parrilla es también un tópico de discusión así como la distancia ideal entre ésta y la brasas.  Sin embargo, lo más importante es lo que se come y esto también desde el punto de vista del asador ya que sus productos y su éxito o fracaso serán juzgados sin misericordia por los comensales.

 

El asado permite al comensal atento experimentar (o mejor imaginar si es presionado en esa dirección) la reconstrucción del cuerpo del animal muerto. El asado está basado en la individuación de las partes y en un orden que comienza con las achuras, continua con la costilla (la tira)  y termina con los músculos (la entraña, el vacío o el lomo). La conjunción de partes que se puede observar en un trozo aislado en el puchero o en el pedazo que se convierte en milanesa no permite reconstruir un todo original. Es posible conceptualizar, y en eso no me separo de mis informantes, el acto de comer el asado como un ejercicio destructivo que pasa por la muerte evidente del animal pero también como un proceso de análisis. En las palabras de un informante: “se habla tanto en el asado de lo que se come, de como están las mollejas o si la tira está dura o tierna, porque el asado es un proceso que transcurre en el tiempo, en horas, y se pasa de una parte del animal a otra” (y, podría agregar, en el que el todo se expresa en las partes). En la hamburguesa o en las salchichas de todo tipo, tan importantes en la cultura europea y en la del barbecue, el proceso es sintético y no analítico ya que las partes de carne utilizadas y picadas construyen un nuevo todo en el que es imposible encontrar la naturaleza (el cuerpo) del animal.  La naturaleza del animal yace escondida en este proceso mientras que en el asado se expone y se celebra. A guisa de ejemplo, en Estados Unidos, el consumo de carne picada respecto al total de carne consumida es de casi un 50%, mientras que en la Argentina es de un 2% (Martínez 1991: 25).

 

En el triángulo cárneo no solamente la pampa con sus carnes abundantes y ecológicas abraza a Italia, a través de la milanesa, o a España, a través del puchero, sino que el asado se combina con lo frito y con lo cocido. La analogía con el triángulo culinario de Lévi-Strauss es evidente. La validez universal del triángulo culinario de Lévi-Strauss ha sido discutida en extenso y no es mi intención presentar ese campo de debate (ver Archetti 1996). Lévi Strauss (1965 y 1968) sostiene que la comida se ofrece al hombre en tres estados principales:  cruda, cocida o podrida. El estado crudo, obviamente, constituye un polo sin marcar, en estado puro, mientras que los otros estados indican procesos transformativos: lo cocido como la transformación cultural de lo crudo, y lo podrido como su transformación natural. A nivel empírico es importante preguntarse por los procesos de transformación de  lo crudo a lo cocido. Lévi-Strauss  distingue, en primer lugar, lo asado de lo hervido, el acto de asar como una técnica específica del acto de “cocer” haciendo hervir los alimentos.  Sostiene que cuando los alimentos se asan hay una relación directa con el fuego, en cambio cuando se hierven hay un doble proceso de mediación; por un lado, a través del agua en la que son sumergidos, y por otro lado, mediante la utilización de un recipiente que los contiene. De esto se desprende que el acto de asar es más “natural” que el acto de hervir que necesita de un recipiente y de la mediación del agua con el fuego. En esa dirección, Lévi-Strauss observa que el acto de asar es una suerte de cocina “exógena”, la que se ofrece a los “extranjeros”, mientras que las comidas hervidas son una suerte de cocina “endógena”, la que se sirve a los miembros de la familia. Asimismo, a título de hipótesis, sugiere que hervir es un método de conservación integral de las propiedades nutritivas de los alimentos, ya que todo tiende a conservarse, mientras que al asar hay una pérdida indudable de nutrientes. Hervir es, por lo tanto, una práctica cultural económica y democrática, en el sentido de popular y campesina, mientras que asar es, fundamentalmente, un acto que indica generosidad y exceso aristocrático. Hervir y asar, en consecuencia, señalan diferencias de status entre individuos y clases sociales. En el caso de la Argentina, la abundancia y exceso que aparece en el asado convierte, al menos por horas, a los participantes de esta ceremonia culinaria en verdaderos aristócratas. El puchero es y seguirá siendo una comida menos aristocrática asi como lo son todos sus variantes universales. En nuestro triángulo cárneo la presencia de la milanesa introduce otra técnica transformativa: la fritura. En la fritura las grasas y aceites reemplazan el agua de lo hervido y el sartén cumple las funciones de la olla. La fritura se puede concebir como formando parte de una cocina “endógena”.

 

En el modelo de desarrollo de la “cocina santiagueña” Di Lullo argumenta en esta dirección con evidentes  resonancias lévi-straussianas: el fogón y el asado es la transformación más natural mientras que los actos de hervir y freír son más culturales y aparecen, según él, con la conquista. Para el fogón y el asado solo los hombres son necesarios mientras que para los otros procesos la presencia del hogar y de la mujer es imprescindible (1944: 244-45). Lo masculino y lo “exógeno’ y lo femenino y lo “endógeno” se complementan. Este modelo aparece también en las conceptualizaciones de mis informantes. A lo masculino y femenino se unen lo criollo, lo italiano y lo español. La hibridez del triángulo cárneo depende de la identificación de los elementos distintos que lo componen y, en ese proceso, los elementos mantienen su identidad. El proceso no es necesariamente un amalgamiento sino la agregación de prácticas culinarias determinadas que son identificadas en espacios culturales distintivos. Los atributos del asado, el puchero y la milanesa contribuyen a construir el carácter agregado e híbrido de la cocina argentina. No existe un orden trascendental en donde el todo substituye a las partes sino más bien son las partes enumeradas las que construyen el todo (ver Strathern 1992:28-30).

 

La pizza y la empanada

 

Si un porteño y con él muchos argentinos del interior pueden añorar en el extranjero un buen “sánguche de milanesa” es altamente probable que un santiagueño o un salteño añore una buena empanada, chica, hecha con carne cortada a cuchillo y jugosa (de las que si uno come parado hay que ponerlas a distancia prudente del cuerpo y, por las dudas, abrir las piernas). En la introducción había mencionado la importancia de la pasta y el pan en la generación de una suerte de espacio trans-regional en Italia y en Francia, hecho  que permitía hablar y pensar en una cocina nacional. Es posible imaginar para las empanadas el mismo papel, aunque no formen parte de lo que se puede definirse como cocina típica del nordeste. En cualquier libro de cocina, y a partir de la experiencia que podemos tener de las variaciones locales y regionales, habrá una gran variación de recetas de empanadas pero a partir de una estructura básica en donde la masa es similar (harina, grasa, sal y agua) y la carne juega un papel central en el relleno. Las variaciones tienen que ver con el resto del relleno: qué tipo de verduras se incluyen, especies que se utilizan, la presencia o no de huevo y pasas, en términos de condimentos la utilización o no de ají picante, si se usan aceitunas qué tipos de aceitunas, y, finalmente, si llevan o no papa hervida y cortada en dados. Desde la perspectiva de un santiagueño, como es el caso del autor de este artículo, la presencia de la papa en el relleno define a la salteña y sus posibles variantes y la presencia de tomates y pimiento morrón define a la sanjuanina y aproxima a la mendocina. La combinación de huevos, aceitunas y pasas de uva crea, asimismo, afinidades entre las santiagueñas, las tucumanas y las riojanas. Habría, por lo tanto, una suerte de triángulo culinario o de linajes  de la empanada que habría que explorar de un modo sistemático y que quedará para otra oportunidad. La empanada es ahora producto de la ultra-modernidad y la avidez de un público consumidor como el de Buenos Aires que ha visto la introducción en el relleno del choclo y la salsa blanca, de la acelga, de quesos diferentes en donde el roquefort es rey y una infinidad de otras combinaciones posibles. Estas transformaciones, sin embargo, permiten que la empanada se transforme, sobreviva y consolide ese espacio nacional.

 

La pizza la pensamos como eminentemente italiana y napolitana. No sólo lo es sino que como tal ha viajado y viaja por el mundo entero y en ese viaje llegó a Buenos Aires, teóricamente de la mano de los inmigrantes italianos. La conversión masiva de la pizza en comida de restaurante, mejor dicho de pizzería, fue el resultado de la capacidad empresarial de los inmigrantes españoles (gallegos). Ducrot escribe:

“desde principios del siglo XX, y podría decirse que casi hasta la actualidad, los dueños de las pizzerías - y de los bares y de los restaurantes- casi siempre son españoles, pero las cocinas que en sus locales se practican por lo general han sido y son ítalo-porteñas ... ese apoderamiento de facto por parte de los españoles hizo que la pizza de los argentinos haya sido durante decenas de años una pizza muy distinta a la verdaderamente italiana y a la que el calor de esa influencia se hace en el resto del mundo pizzero” (1998: 111-2).

 

En una pizzería de Buenos Aires de la década del cincuenta la masa de la pizza era gruesa, el queso que se usaba no tenía nada que ver con la verdadera mozzarella - “muzarela”- y se ponía en exceso, coexistían el faina con todas las variantes de pizza y era común añadir a una porción de pizza una porción de faina, la empanada gallega era corriente (el tributo de sus dueños a un plato de su tierra según uno de mis informantes) y las empanadas argentinas de carne estaban de moda. Como en el triángulo cárneo lo supuestamente criollo se entrelazaba con lo italiano (dominante) y con lo español (marginal). El proceso de agregación analizado anteriormente está de nuevo presente y determina formas de yuxtaposición y confluencia de tiempos y prácticas culinarias distintas en un mismo lugar. Como en el caso del triángulo cárneo los elementos que se mezclan mantienen su identidad.

 

A modo de conclusión

 

Schneider (1992) en su análisis de las prácticas culinarias y pautas de consumo alimenticio de los descendientes de inmigrantes italianos en Buenos Aires demuestra que la “etnicidad” culinaria  (comer de un modo típicamente italiano) se mantiene en el mundo privado de la familia. En el mundo público de fondas, restaurantes, bares y pizzerías se come al estilo porteño y, por lo tanto, no hay fronteras étnicas claramente delimitadas: “diferencias en el consumo de comida de Italia no se perciben como significativas, y no son tratadas como un problema en sí” (1992: 89).  Los ejemplos que he presentado, aunque suscintos, van en esa dirección. Uno podría argumentar que cambios más recientes enfatizan cierta etnicidad y vale la pena mencionar la incorporación masiva de la pizza a la piedra, mucho más cercana a la pizza original italiana. Paralelamente, la mozzarella ha adquirido presencia clara y se sabe que la “muzarela” de las pizzerías tradicionales es simplemente el queso para la pizza. Recientemente fueron creadas en Buenos Aires pizzerías “sofisticadas” que se supone eran, por primera vez, italianas. Al mismo tiempo, las empanaderías hicieron furor y el proceso de localización se aceleró: se pueden comer salteñas, tucumanas, sanjuaninas (muy populares), catamarqueñas y santiagueñas al mismo tiempo que las variedades del relleno han alcanzado un cierto paroxismo creativo. Los procesos son, por lo tanto, complejos. Es notable, sin embargo, el escaso peso y la influencia marginal de cocinas “fuertes” como la tailandesa, la hindú y la mexicana (con su variante Tex-Mex) en los hábitos alimenticios de Buenos Aires y la Argentina. La aparición de restaurantes chinos de dudosa calidad, con precios atractivos que permiten la reproducción sin límites de la gula expulsada de los restaurantes “étnicos” modernizados, y de restaurantes japoneses es un proceso limitado y concentrado. La gastronomía árabe goza, también, de cierto auge aunque quizás por razones políticas extraordinarias (comparables a los vinos y champagne Menem).

 

Podríamos concluir que hay dos procesos paralelos, y que así estamos entrando al próximo siglo: por un lado, el mantenimiento del “melting-pot” (la mezcla y la hibridación) y, por otro lado, el surgimiento de ciertos formas de multiculturalismo a través de la consolidación de fronteras étnicas culinarias. En ese sentido, la paradoja es que la comunidad japonesa se integró en la vida argentina sin generar sus propios restaurantes y por lo tanto su propio negocio culinario y llegaron después de la mano del post-modernismo europeo y norteamericano. La presencia de un grupo étnico determinado no garantiza el triunfo público de su cocina y hay, en consecuencia, autonomía entre lo que puede comerse privadamente y la transformación de esta cocina en pública. [4] Aunque el espacio no me lo permite quisiera terminar este artículo con algunas reflexiones de carácter comparativo.

 

En mi investigación sobre el fútbol y el polo he demostrado que lo criollo se piensa, muchas veces, como una mezcla preexistente que tiene una identidad estable y que, por ello mismo, es capaz de absorber nuevas influencias. La presencia de lo híbrido, el asado y las empanadas, antes de que el proceso de hibridación se acelere en la Argentina permite la recepción de lo nuevo en términos de creatividad cultural. Al adoptar lo español (gallego) y lo italiano genérico el cambio estaba en marcha como he señalado anteriormente. Al mismo tiempo, la pasta deja de comerse al diente, el pesto se mezcla con la salsa de tomate, la salsa de tomate se hace sin aceite de oliva y el aceite de oliva (por su gusto fuerte y su precio) es reemplazado por otros aceites en la preparación de las ensaladas y en su uso culinario. Si se me permite quisiera concluir con una imagen no muy clara que, seguramente, invita a la discusión: creo que es posible pensar lo criollo como una corriente marina que tira al nadador al fondo del mar y la presencia de lo extranjero como una corriente, menos fuerte, que lo lleva hacía arriba (por suerte). Esa corriente que se supone fuerte es lo que garantiza, aunque parezca paradójico, la mezcla de ideas, prácticas y símbolos o sea la superficie. Los casos del deporte como el de la comida ilustran la dificultad de pensar actividades rituales, prácticas corporales y performances (pues también de esto trata la comida) a partir de un modelo de autonomía cultural. La diversidad no excluye la construcción paulatina de un modelo en el que el todo híbrido creado puede llegar a trascender las partes, o sea los elementos que la integran, y en ese proceso la hibridación esta acompañada por la localización. 

 

 

Bibliografía

 

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[1] Es importante señalar el paralelismo entre esta concepción aceptada y, con toda seguridad, generada por los inmigrantes mismos con la idea de Borocotó de que los descendientes de italianos en la Argentina desarrollaron un estilo de juego diferente al ponerse en contacto con los productos de la naturaleza o sea la alimentación. El énfasis en el asado y la carne es central (Archetti 1997). Los jugadores argentinos al comenzar a invadir Italia a partir de la década del treinta fueron percibidos como dotados no solo de técnica sino de potencia física.

[2]  Si en las últimas décadas la nostalgia de los argentinos repartidos por el mundo es por la milanesa en el pasado ese rol lo jugaba, aparentemente, el puchero. Corradi  cuenta que en Paris, en la década del veinte,  cuando el tango se imponía como baile en los cabarets, y a los efectos de atraer a la rica clientela argentina que vivía en la ciudad, la cena que se servía luego del show de medianoche consistía en un suculento puchero con choclo y caracú (1998: 209).

[3]  La cultura del gaucho argentino y su predilección por el asado, la carne y el fogón nos introduce en un tema comparativo más amplio. El paralelismo entre la cultura argentina y la del sur de Brasil, y desde luego la uruguaya, es notable y valdría la pena explorarlas de modo sistemático. Los hallazgos de Fachel Leal (1989) y de Maciel (1996) indican, claramente, la presencia de una “familia” de identidades regionales importantes, en donde el asado, la carne y la parrillada son componentes centrales.

[4]  Brita Langeid en su trabajo de tesis de maestría para la Universidad de Oslo ha seguido de cerca por varios meses las pautas de comida de inmigrantes de primera generación en la provincia de Misiones y es notable el grado de “argentinización” de sus dietas. Sus ejemplos son contundentes. En el caso de un matrimonio mixto, noruego/ucraniano, los almuerzos de una semana están compuestos generalmente de puchero, ñoquis, espaguettis, pollo al horno, arroz blanco con queso o carne o salchichas, berenjenas en escabeche y milanesa a la napolitana. El consumo de mandioca es también importante. Solo en contextos excepcionales se servirán platos tradicionales que muestran el origen étnico.  Durante la Fiesta Nacional de los Inmigrantes que se celebra en Oberá todos los años los stands “étnicos” están marcados por la presencia de comida tradicional. Los stands étnicos en 1998 fueron los siguientes: ucraniano, ruso, francés, japonés, alemán, nórdico/escandinavo, italiano, polaco, árabe, brasileño, suizo, español y paraguayo. Al mismo tiempo existe un gran stand argentino separado.

 

 

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