Trabajo y Sociedad Indagaciones sobre el empleo, la cultura y las prácticas políticas en sociedades segmentadas Nº 4, vol. III, marzo-abril de 2002, Santiago del Estero, Argentina ISSN 1514-6871 |
La ética
católica y el espíritu del caudillismo [*]
Leopoldo Allub
Conicet
En Noviembre de 2001, poco tiempo antes de morir, Leopoldo Allub, quien era miembro del Comité Editorial de nuestra revista Trabajo y Sociedad, sumamente preocupado por la situación de Argentina, cuya catástrofe parecía inminente, nos hizo llegar este artículo para su publicación y que consistía en la actualización de un texto anterior. Él pensaba que podía constituir un aporte a la discusión imprescindible sobre los fundamentos de la larga crisis nacional.
En
distintos lugares de América Latina se ha dado como constante cultural la
existencia de patrones de dominación incompatibles con la competencia y el
pluralismo, pero que resultan efectivos para la adquisición y ejercicio del
poder. Para Allub, que intenta explicar éste fenómeno, la "ética
católica" habría plasmado un tipo de personalidad y de comportamiento
político que él llama el "espíritu del caudillismo". (N. de la R.)
Este trabajo es el resultado de algunas
observaciones que realicé en distintos países y regiones de América Latina, en
los cuales desarrollé buena parte de mi vida profesional, vinculadas con
ciertos patrones regulares de adquisición y ejercicio del poder notoriamente
diferentes del comportamiento observado en las democracias liberales
anglosajonas. El fenómeno en cuestión, con sus matices culturales y
sociodemográficos, ha tomado diversos nombres, según las épocas y lugares, y
los científicos sociales han utilizado diferentes herramientas conceptuales
para describir e interpretar el modus operandi de ciertas
estructuras oligárquicas de dominación las cuales -aunque incompatibles con la
competencia y el pluralismo que constituyen la esencia de la democracia
liberal- resultan altamente efectivas
para la adquisición y ejercicio del poder. Estas estructuras,
ligadas a nuestro pasado histórico y cultural, no parecen estar destinadas a
desaparecer como consecuencia del desarrollo y modernización capitalista como
cierta la literatura imagina.
Llámense "caudillismo",
"caciquismo", "corporativismo", "clientelismo",
"coronelismo", etc, sus diversas variantes, que van desde el viejo
caudillo rural del siglo pasado hasta el caudillo contemporáneo tipo Somoza,
Stroesner o Perón, muestran, como constante cultural, la existencia de
relaciones o patrones de dominación basados en la eliminación de la
articulación espontánea de intereses de los grupos sociales con los aparatos
del estado, a quienes se obligan a interactuar con los mismos a través de
estructuras verticales de poder en cuya cima
suele frecuentemente encontrarse un líder o "caudillo"
reconocido. En este ensayo me
referiré específicamente a uno de los aspectos importantes que creo que
contribuye a explicar este fenómeno el cual se emparenta con nuestras
tradiciones culturales desde el origen mismo de nuestra nacionalidad, aunque en
la causación global influyan, sin duda, otros factores. Me refiero,
concretamente, al indoctrinamiento de ciertos valores anclados en nuestro ethos
cultural católico ( la "ética católica") la cual
plasmó el desarrollo de un tipo de personalidad y de conducta
política que, parafraseando a Max Weber, llamaré el "espíritu del
caudillismo".
En diálogo contrapuntístico con Weber
definiré el "espíritu del caudillismo" como un tipo de ordenamiento
"racional" del comportamiento que imprime en quienes lo poseen una
motivación ó "fuerza interior” orientada hacia la búsqueda incesante y obsesiva del poder. Este personaje paradigmático es el protagonista central de grandes
clásicos de la literatura iberoamericana como el Facundo de Sarmiento y de novelas como Doña Bárbara,
de Rómulo Gallegos, Huasipungo de Jorge Icaza, Los de abajo de
Mariano Azuela, El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, Cuentos de
Pago Chico de Roberto Payró, Fin de fiesta de Beatriz Guido,
etc. Sus características son siempre
las mismas: se trata de un líder local
o regional con poder casi absoluto en lo económico, político y social sobre un área
geográfica determinada, que puede ejercer violencia física o moral para que
sus deseos se impongan, y que es
reconocido como una persona importante por líderes externos de orden superior
en el ámbito local, regional o nacional.
La evidencia histórica comparada muestra
que este personaje, llamado
"caudillo"
(también el
"cacique" en países con población indígena sedentaria) no es un
fenómeno perteneciente de modo exclusivo al mundo rural o suburbano con una
fuente de poder apoyada económicamente en el monopolio de la producción o comercialización
de ciertos productos agrícolas (por ejemplo, en ciertas regiones de en México, el
maíz y el aguardiente). Sus bases también pueden tener puntos de apoyo
diversos, tales como otros productos,
la oferta de empleo y de
servicios típicamente urbanos, aunque siempre de importancia vital para las
clases menos pudientes. Por
ejemplo, el monopolio del transporte colectivo, el acceso a la disponibilidad
de viviendas de interés social, la adjudicación de las licitaciones de obras
públicas, el control del empleo público. Y aún en instituciones
“insospechadas”, como las universidades,
etc. pueden también ser fuentes de poder a partir de las cuales este peculiar personaje edifica su estructura de dominación
caudilleril y la consolida.
El poder
se organiza piramidalmente de modo tal que cada caudillo "de
base" ó “puntero” se conecta con otro u otros de rango superior, con los
cuales forma una estructura de
dominación articulada mediante el intercambio de "favores"
recíprocos. En su cima se encuentra siempre un referente "influyente"
de nivel nacional que necesita de este caudillo menor para controlar las
autonomías de ciertos grupos sociales
a fin de facilitar su encuadre político
en tiempo de elecciones.
Este intercambio de favores posee curiosas
derivaciones. Por ejemplo, cuando partidos nacionales compiten entre sí, sus máximos caudillos pueden necesitar el "favor" o
apoyo de caudillos regionales o provinciales de menor rango si ven en la
necesidad de asegurarse cierto tipo de control regional, en cuyo caso el poder
del caudillo adquiere importancia y deviene en un personaje funcional. Este
intercambio de "favores" posee determinados códigos. Por ejemplo un
"favor" nunca puede ser denegado sin mengua del "honor" de
quien lo pide. Por ello los caudillos jamás piden favores más allá de lo
razonable porque no se debe hacer "quedar mal" a la persona a quien
se le formula el pedido. A cambio de ello, el poder superior le garantiza que
conservará cierta autonomía de control político local aún después de haberse
producido un cambio en los eslabones superiores de la estructura de dominación
caudilleril. A pesar de que el poder
del caudillo de menor rango esta` condicionado por el poder de otro caudillo de
orden superior, su continuidad se explica porque cumple eficazmente el papel de
impedir demandas de los grupos sociales que, si son excesivas, el
“caudillo”no podría cumplir. La base de esta relación es, por cierto, la
"amistad", el parentesco o la familia.
Este patrón cultural de dominación, que
Octavio Paz y Richard Morse vinculan con la tradición patrimonialista heredada
de España, es sólo en apariencia "irracional". En efecto, en la
versión clásica weberiana la racionalidad emergió en Occidente debido a la
influencia del calvinismo y del puritanismo. Para Weber el protestante
acumulaba riquezas en el ejercicio de una profesión porque la posesión de ellas
era indicio de que el Señor, que es el operante hasta en los más ínfimos
detalles, acompaña a la criatura. Así,
pues, el protestante no tiene otra disyuntiva que hacerse rico, pues Dios suele
derramar sobre los elegidos sus dones.
Sin embargo, resulta obvio que Weber se
refería a un solo tipo de racionalidad: la económica. Desde una
perspectiva diferente podríamos explicar que así como el protestante acumula
riquezas, en la cultura ibero-católica el caudillo acumula amigos porque es el instrumento "racional" para
la conquista o conservación del poder político. Los amigos se logran haciendo
“favores” y uno es tanto más poderoso cuanto más amigos posee. Así como en lo
económico el capitalismo expresa la necesidad de dar libre impulso a las
fuerzas del mercado, en la cultura caudilleril lo "racional" es
el "amiguismo" porque no
existe base más segura para la conquista y consolidación del poder que los
lazos de la amistad, de sangre y de familia. Y por ello, allí donde el
capitalista acumula capital, el caudillo
acumula amigos para hacerse de poder
ó “capital político” el cual, curiosamente, no puede ser delegado ni heredado.
Weber toma como paradigma de la relación
protestantismo-capitalismo a Benjamín Franklin, en quien es posible rastrear la
máxima "el tiempo es dinero". Esta visión ascética de utilización
práctica del tiempo se concilia con la necesidad de servir a los propósitos de
acumulación del capital en ejercicio de una profesión. Tal vez no sea
exagerado decir que el shopkeeper (tendero) sea la profesión por
excelencia para los miembros de las sociedades protestantes, en tanto que en
los países iberoamericanos el ideal cultural es presentado por el "hombre
público", o "dirigente
político", vocación para la que difícilmente alguien dude de su propia
idoneidad. No importa el nombre con que designemos a estas personas que se
sienten llamadas por la política - caudillos, caciques, padrinos, etc- su
procedimiento es el mismo: el uso altamente racionalizado de las relaciones
personales para la obtención, consolidación o mantenimiento del poder. El
paradigma de nuestra cultura política es, sin duda, Maquiavelo, quien predicaba
la necesidad de que el Príncipe tuviera la amistad del pueblo pues, de otro
modo, carecería de recursos en tiempos de adversidad.
Weber consideraba que la noción de la
predestinación (los protestantes carecen del sacramento de la confesión)
coadyuvó al desarrollo de una disciplina en todas las órdenes de la vida cuyas
consecuencias fueron de gran importancia en la acumulación del capital y la formación del espíritu burgués y
racional. Sin embargo Weber, no nos explica otras impensadas derivaciones. Así,
por ejemplo, la predestinación, muy fuerte como concepto entre los calvinistas
y ausente entre los luteranos, transforma casi en irrelevantes a los
intermediarios en las relaciones entre el Señor y la criatura. Según esta
concepción del mundo, el hombre está irremediablemente obligado a seguir sólo
la senda hacia un destino ignorado, dispuesto desde la eternidad. No había
quien pudiera ayudarle, ni el predicador, ni los sacramentos.
El creyente, entonces, se veía obligado a
plantearse de manera incesante si pertenecía al círculo de los elegidos. Este
planteo conduce a la búsqueda de una consistencia entre la ética individual y
la política y a la conciliación entre los fines y los medios, en el sentido que
no pueden existir fines nobles si se utilizan medios ilícitos. Los católicos,
en cambio, podían disponer del sacramento de la confesión para lavar culpas.
Los santos, santas, vírgenes, etc., son los intermediarios a quienes se puede
solicitar un "favor" para llevar el prodigio a las más altas cumbres
y el sacerdote es el que dispone de las llaves del poder para un indulto
seguro. La resultante es la existencia de una dicotomía entre la moral
privada, accesible sólo al confesor y por consiguiente a Dios, y la moral
pública. De igual modo, el hecho que cualquier falta podría redimirse
acudiendo al intermediario con humildad y contrición tiene varias consecuencias
importantes. En primer término asegura
un lugar central a la institución mediadora, en este caso la Iglesia Católica
en la relación entre Dios y la feligresía ya que la salvación no está librada a
la propia alma.
En segundo término el crimen más horrendo
puede ser cometido y perdonado por la autoridad eclesial mediante el sacramento de la confesión y permanecer en el anonimato, con
lo que se consagra el divorcio entre los fines y los medios y entre la moral pública y privada,
debilitando así todo justificativo moral. Esta secularización de los medios
es precisamente el sustrato de lo que se ha dado en llamar
"maquiavelismo" en política, de quien los seguidores de San
Ignacio de Loyola fueron sus practicantes más conspicuos aunque ciertamente no
fueran los únicos. Fue esta tradición, heredada de la práctica política de la
concepción orgánica de la sociedad en
la versión neotomista del jesuita Suárez, la que plasmó el pensamiento y la
concepción de los padres fundadores y de buena parte de nuestra clase política
desde tiempos de la independencia. Y es esta visión la que conflictúa,
inevitablemente, con la tradición protestante y demoliberal anglosajona.
En síntesis, hablaríamos entonces de dos
consecuencias diferentes para la conformación de la cultura y la personalidad
política de los ibero-católicos y de los anglosajones que resultarían de las
diferencias en las matrices ético-religiosas que forjaron las respectivas instituciones
políticas en ambos territorios: el espíritu caudilleril y corporativista,
plasmado de la ética católica heredada de la versión neotomista de Suárez; y el
capitalismo competitivo y la
democracia, derivada del puritanismo protestante. Este fenómeno tuvo particular
importancia en Iberoamérica ya que los estados precedieron en el orden temporal
a la formación de las sociedades nacionales. Bajo el signo de la contrarreforma
y la filosofía de los "primeros principios" se operó un sincretismo
entre lo religioso y lo político, entre el estado y la sociedad que contribuyó
a exaltar la importancia del poder en las relaciones sociales, aunque no a
identificarse plenamente con él.1
En el contexto ibero-católico, entonces,
la estructura de valores apoya la meta de llegar a ser un hombre público o
caudillo lo cual justifica la adquisición de amigos, que es su capital
político, comportamiento equivalente al del burgués que acumula capital en la
cultura protestante. Entonces resulta ser
"racional" todo aquello que signifique agregación de poder mediante lazos de amistad,
compadrazgo y de familia. Fenómenos tales como la no delegación del poder, la
"inaccesibilidad" de los
funcionarios que se autobloquean con ejércitos de teléfonos y secretarias, el
estar siempre "rodeado" de amigos, el uso calculado del tiempo para
darse importancia, el llegar "tarde" deliberadamente a las citas--
conductas que en los países capitalistas avanzados son vistas como indicadores
de ineficiencia si se los juzga con los criterios económicos, son en
rigor, formas altamente racionales para
la obtención o mantenimiento del
poder.
__________________________________
(*) Una versión de este artículo apareció originariamente en Poder
político y dominación: perspectivas antropológicas, Manuel Villa Aguilar
(compilador), El Colegio de Mexico, México, 1986.
1 De allí que Borges sostuviera que en nuestro país robar dineros públicos más que un delito sea considerado una "picardía", lo que se explica porque el argentino considera al estado una abstracción insoportable.
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