Sueños de fantasmas


El psiquiatra le dijo que no se preocupara, que todo era consecuencia de su desmedido afán por el trabajo. Debía procurar tranquilizarse, olvidar por unos días la impertinente angustia del teléfono y el trasiego de los negocios, y marcharse al Pacífico sin más inquietud que recrearse con el perezoso pasar del tiempo en un apacible islote repleto de palmeras y cocoteros, donde el sol del atardecer fuera redondo y brillante como doblones de oro sobre un mar de esmeraldas.

-Nada, nada, Aureliano, un viajecito y como nuevo -insistió el frenópata al despedirlo en la puerta de su añeja consulta, dándole un afectuoso golpecito en la espalda, y no queriendo darle más importancia al asunto.

No había ninguna originalidad en los síntomas de la enfermedad de Aureliano Ballester Ponce. Tampoco precisaba de medicación específica ni de psicoterapia alguna. Sería inútil el tratamiento. Lo suyo era cansancio, nada más que cansancio, y el único método eficaz, aconsejable y posible, era el reposo, un largo y benévolo reposo en algún paraíso remoto donde el tiempo no existiera por no haber razón para contarlo. Sólo tendría que abandonarse a la holganza durante una corta temporada, para volver a gozar del mismo vigor que lo elevó como un vertiginoso torbellino al cargo de jefe de ventas de un próspero laboratorio de cosmética, y que desde hacía algunos días parecía haberse volatilizado de súbito, postrándolo en un lamentable estado de abandono y un desvalimiento insospechado. Aureliano había dicho siempre que esas cosas de la ansiedad y las depresiones sólo se cebaban con los débiles, a causa de sus flaquezas y de su irremediable ineptitud para afrontar el rigor de la modernidad y los desafíos del destino. Por eso jamás pensó que él, la imagen misma de la vitalidad y el empuje comercial de su empresa, pudiera padecer alguna vez un cuadro psicótico tan lastimoso y ruin como el que ahora le obligaba a transitar por la alegría y la tristeza con una alternancia abusiva y draconiana, igual a un viento otoñal y antojadizo que le trocara la placidez del sueño en espeluznantes y sanguinarias pesadillas. El psiquiatra no pudo evitar sonreírse, cuando Aureliano le explicó desde el diván que un malévolo y ancestral espíritu se había instalado recientemente en su alma, y cambiaba el rumbo de sus sentimientos a capricho, sin más propósito que atormentarlo sin pudor durante días, para arrastralo luego a una locura despiadada. Al oírlo y observar el horror dibujado en el rostro maduro de Aureliano, pulido a base de prodigiosas cremas hidratantes, el preclaro alienista llegó a pensar que su paciente bromeaba, o que sólo trataba de explicarle con alegorías, para el más fácil entendimiento de sus quimeras y de su congoja, lo que no eran sino evidentes signos de un agotamiento desmesurado. Pero Aureliano Ballester Ponce sabía que no era esa su dolencia, del mismo modo que había intuido estéril la consulta al galeno. ¿Cómo iba a ser el cansancio la razón de su insólita calamidad, si acababa de regresar de un lujoso y fantástico crucero por los mares traslúcidos y azulinos de las islas griegas, apenas una semana antes de que lo asaltara a degüello el primer desvarío de sus sueños? ¿Qué podía saber nadie, por ilustre conocedor de la psiquis que fuera, de los recónditos misterios del alma y de los enigmas insondables del universo? Si había ido a visitar al médico no fue más que por la insistencia irritante de Leonora, su mujer, empeñada en atiborrar su mente de sedantes con los que remediar el insomnio que cada noche escoltaba en procesión inclemente a sus misteriosas y puntuales alucinaciones. Él, sin embargo, prefería los brebajes nauseabundos y humeantes que le recomendaron en la herboristería, pues sabía que lo que le ocurría era algo mucho más oscuro e inquietante que todo lo que el saber de los hombres más sabios, y la ciencia más certera, pudieran llegar a entender nunca. Lo suyo era un asunto de energías ocultas y almas en pena. De eso no le cabía duda a Aureliano, por más que Leonora se empeñara en desdeñar sus arcanos padeceres tachándolos de chocheces y boberías, mientras él purificaba la casa quemando azufre mezclado con pelos de conejo y esencias de malvasía, que impregnaban el aire amontonado entre las inquietantes paredes de un olor repulsivo y mortificante, capaz de purgar los malos humores y espantar sin misericordia a los espíritus indignos que pululan en la incorpórea turbiedad del espacio.

-Si sigues aventando la casa con esa porquería seremos nosotros los que tendremos que irnos, antes incluso de que se vayan los fantasmas. Esta peste no hay quien la aguante -protestaba Leonora, mientras lo seguía por las amplias y placenteras habitaciones de la casa, abriendo las ventanas de par en par a las cálidas y limpias brisas del atardecer.

Luego sería ella misma la que se ocuparía de cumplir tres veces al día con el rito de la purificación de la casa, convencida ya de la virtual existencia de los diabólicos fantasmas que rondaban su morada y la mollera cada vez más enrarecida de Aureliano. No de otro modo podía explicarse los extraños sucesos que siguieron a los primeros delirios de su esposo. Incluso fue ella misma, la que insistió para que una afamada hechicera le procurara un talismán con el que conjurar la malignidad de los espectros concitados en torno a ellos, y la que pasaba las horas persignándose o invocando a los santos más santos del santoral para que la ampararan de todo quebranto y la guardaran de todo mal incierto y lúgubre, sin que Aureliano prestara atención alguna a sus recalcitrantes rogativas, absorto como estaba en sus propias y terribles ensoñaciones, que lo hacían vivir vidas de seres enigmáticos y desconocidos como si fueran suyas y las hubiera extraviado en los abismos y laberintos de su memoria y del tiempo.

La noche aciaga de su primera alucinación no había logrado recomponer el sueño, después de despertar rebozado en un sudor pegajoso y frio que le cuajó la sangre, al tiempo que un grito aterrador se le escapó de las angosturas de su alma, causándole una sensación de ahogo estremecedora y un extraordinario desespero. Leonora pensó que lo acuchillaban, al verlo retorcerse como un rabo de lagartija entre las sábanas almidonadas, y él mismo hubiera jurado que lo acuchillaron de verás, de no haber sido porque no encontró herida alguna que le desgarrara las entrañas, una vez terminó de palparse todo el cuerpo como si buscara la propia vida entre las blanduras de sus pellejos. Pero en tal ocasión no recordó las imágenes engañosas de su brutal espejismo. Por más empeño que ponía en vislumbrar de nuevo la terrible vivencia de su delirio, no conseguía sino repetir una y otra vez la sola visión del sanguinario apuñalamiento. Presintió, no obstante, que por algún insólito maleficio él había muerto ya esa noche. Estaba convencido de que su vida ya no era suya, sino de un ser anónimo y perverso, que se recreaba en su mente como un fantasma que hubiera cometido un crimen miserable y le mostrara su contento ante la nueva vida que alcanzaba al adueñarse de su cuerpo y de su alma. Hasta su cándida y destartalada secretaria percibió aquel día que un ser ajeno a él mismo debía revolverse en los intrincados vericuetos de su mente:

-Lo noto raro, Don Aureliano. Parece usted otro, si me permite la observación. ¿Ha dormido usted bien? -le dijo Marujita con su voz cristalina y cursi, cuando él le pidió que le trajera un café solo y sin azúcar para intentar despabilar su insumisa y tenaz somnolencia.

Era obvio que esa noche no había dormido bien y que, efectivamente, Aureliano parecía otro. A la mañana siguiente, cuando se dispuso al aseo cotidiano, dio un sobresalto repentino frente al espejo, dejó caer al suelo el bote de espuma y la cuchilla para el afeitado, y a punto estuvo de sufrir una brusca y desagradable incontinencia. Tras el espejo le sonreía envanecido el rostro de un hombre hermoso, aunque antiguo, como de una época remota, que sin duda no era el suyo. Sólo después de restregarse aterrado varias veces los ojos, y de lavarse la cara con bruscos golpes de agua helada, logró encontrase a sí mismo en la nítida superficie de cristal que frente a él duplicaba su ámbito y su rostro sobrecogido. Incluso el gato persa que siempre le ronroneaba durante el desayuno se percató de su atroz transformación. Aquel día se le erizó el pelo agrisado y le mostró los brillantes colmillos con un refunfuño seco, cuando Aureliano quiso acariciarlo como cada mañana antes de marcharse de la casa. Desde ese preciso instante, Aureliano no tuvo dudas del endemoniado dominio de su alma. Decidió entonces no contar nada a nadie, ni siquiera a Leonora, que aún no había descubierto la atrocidad de la estrafalaria posesión que poco a poco se adueñaba de su afligido esposo, mudando su ánimo hasta preocuparla.

Días después, también ella sufrió un imprevisto soponcio, que terminó en desmayo, cuando los primeros fenómenos paranormales de la casa se manifestaron de súbito y se hiceron visibles ante sus demudados ojos. Jamás había creído en magias ni hechizos, educada como fue bajo los principios de la religión más racional y la ciencia experimental más pura. Pero una tarde de otoño azotada por la lluvia y por el viento, Leonora pensó que enloquecía de espanto al contemplar la prodigiosa levitación de la mesa de mármol negro que adornaba el centro de la coqueta salita en la que bordaba, y que se elevó flotando en el aire hasta rozar el techo, sustentada por una fuerza misteriosa que la abandonó luego a la gravedad y la destrozó en mil pedazos sobre la alfombra repleta de faisanes entrelazados, haciendo añicos el juego de té que le legó su abuela en testamento y que ella conservaba desde su muerte como una preciada reliquia. Luego, oyó una risita burlona que parecía surgida de las entrañas de la tierra y vio las cortinas agitadas por un soplo de aire frió que le heló el resuello. Las puertas y las ventanas de la casa se abrieron y se cerraron con un estrépito estremecedor, y crujieron los muebles, y se bambolearon las lámparas como si un soberbio cataclismo las columpiara.

Aureliano no se sorprendió por lo fantástico del fenómeno que su mujer le relataba sobrecogida durante la cena, y mucho menos lamentó la desgraciada pérdida del rancio juego de té, al que Leonora prodigaba unos cuidados y mimos exagerados, que a él le parecían ridículos para una vieja colección de piezas de simple y vulgar porcelana. De algún modo, tan extraños acontecimientos eran ya algo suyo, pues en él residía desde su primer sueño el espíritu que caprichosamente los causaba. Hasta llegó a presagiar que algo así ocurriría pronto y tuvo la sensación de que fue él mismo quien, desde su despacho, promovió el incidente para fastidiar a Leonora, harto como estaba de sus manías, de sus dislates y sus impertinencias. Desde que comenzaron los encantamientos no la soportaba. Rehuía su presencia, despreciaba su olor, le incomodaba su voz, la veía fea, sebosa, desastrada. Cuando la miraba, un brillo de malicia chispeaba en sus ojos colmados de rencor y lo embargaba un incontenible deseo de matarla. Probablemente lo hiciera algún día.

La mutación de Aureliano fue un proceso lento, que cobraba forma cada noche y con cada sueño. Poco a poco, fue recordando con absoluta nitidez las escenas de cada ensoñación, que ya no le aterraban como en sus comienzos, sino que le procuraban un placer dulzón y cautivador imposible de describir y descifrar. Su rostro también se trasformó con el tiempo, o al menos eso pensaba él cuando se miraba en el espejo. Los ojos parecían inyectados de sangre y refulgían como si fueran de hiena, tenía las cejas más pobladas, la dentadura menos pulida, la nariz más severa, la boca entreabierta, la expresión cansada, como si hubiera envejecido en días lo que se tarda en envejecer años. También sus modales y sus extravagancias sufrieron una profunda metamorfosis. Dejó de aventar la casa con las pócimas pestilentes que le recomendaron y prohibió a Leonora que repitiera el rito de la purificación o que rezara sus plegarias en voz alta. Hasta retiró los santos y las estampitas de vírgenes milagrosas que ella había esparcido por las habitaciones para ampararlas de la desgracia. Luego puso cerraduras en su dormitorio, en el que se encerraba solo y sin luz, y pasaba horas interminables conversando en un lenguaje estrafalario con no se sabe qué seres monstruosos y fantasmagóricos. Se mostraba huraño y furibundo con todos y con todo. También con su secretaria, la dócil Marujita, que pronto tuvo la certidumbre de que a Don Aureliano le volaban en la cabeza pájaros negros de mal agüero.

Una mañana, Marujita entró en el despacho para preparar el informe mensual del departamento de ventas, encontrando sobre el desordenado escritorio una lacónica nota manuscrita por su jefe de forma ininteligible y estrambótica. No pudo descifrar lo que decía, pero supo que era su letra por el conjunto de rasgos que definían la escritura de Aureliano, aunque en tal ocasión pareciera que le tembló el pulso al delinear cada uno de los caracteres grafológicos del inusitado texto, pues lejos de ser audaces y hermosos como ella los conocía, habían sido conformados de manera quebradiza y áspera. Pensó que se trataría de algún pasaje escrito en griego u otra lengua arcaica que ella ignoraba, y al que no dio mayor importancia, hasta que al día siguiente la policía le comunicó la fatal noticia y le preguntó por las rarezas de Don Aureliano. Entonces lloró desconsolada, mientras contestaba compungida y aterrada a un impertinente y minucioso interrogatorio. No podía creer que su jefe se hubiera suicidado ahorcándose de una lámpara, después de asesinar brutalmente a su esposa a cuchilladas. Al día siguiente leyó en los periódicos que Don Aureliano se había vuelto loco y creía estar poseído por el espíritu atormentado de un hombre asesinado por su mujer en tiempos remotos, que aún clamaba venganza. La traducción de la nota que ella encontró era explícita: "Después de siglos, mi muerte ha sido al fin vengada".

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