“Outside the wind howled down Baker Street, while the rain beat fiercely against the windows. It was strange there, in the very depths of the town, with ten miles of man's handiwork on every side of us, to feel the iron grip of Nature, and to be conscious that to the huge elemental forces all London was no more than the molehills that dot the fields. I walked to the window, and looked out on the deserted street. The occasional lamps gleamed on the expanse of muddy road and shining pavement. A single cab was splashing its way from the Oxford Street end.”
- A.C. Doyle, The Adventure of the Golden Pince-Nez
Oxford Street era un pandemónium esa fría tarde de invierno, con el tráfico duplicado en las aceras y la cantidad de peatones triplicada por doquier. Los que no habían hecho sus compras de Navidad hasta ese 24 de diciembre eran, a todas luces, más de los que cabían en las estrechas franjas donde la vida no corría peligro en manos de los raudos ases de los double-decker buses a la derecha ni en las atestadas tiendas a la izquierda. Hombrecillos encaramados a improvisadas tarimas, vociferando mentiras para atraer la atención y los billetes de una audiencia electrizada por los rítmicos ruidos emitidos por insolentes altoparlantes, mareas fluyendo espasmódicamente entre rumas de productos desechables y desechados por las mareas predecesoras, caras transitando en forma automática, seres abigarrados de piel oscura, ojos rasgados o cabellos fluorescentes, toda la fauna entre Tottenham Court Road y Oxford Circus no causaba sino vértigo.
¡Qué contraste con las callejuelas vacías y silenciosas alrededor del British Museum (que frustró a ambos decididos visitantes, además de algunos de los ubicuos portacámaras del país del sol naciente, por encontrarse sus rejas inconmovibles e inamovibles), inclusive con los turísticos Westminster Abbey, St. Martin-in-the-Fields y Covent Garden que nuestros dos caminantes habían recorrido por la mañana de esa víspera de Navidad! Los días anteriores habían sido de relativa calma en la ciudad, con sólo el viento helado corriendo por entre las calles y unos chubascos inofensivos por las noches. Pero el día de Navidad les hizo pensar que todo había sido un sueño; ningún bus circulando, el tube durmiendo encerrado en las catacumbas, poquísima gente se veía deambulando, sólo turistas por los parques merodeando erráticos cerca de Buckingham Palace. Turistas eran también ellos, al fin y al cabo.
Ella admiraba su alrededor cargando voluntaria y abnegadamente una mochila al parecer imprescindible que contenía una billetera hinchada pero totalmente prescindible, un paraguas, un yogur líquido de plátano y uno que otro libraco. él jugaba al cicerone a pesar de haber conocido la capital del imperio hacía casi diez años, contando con que los towers, abbeys y bridges se encontrarían donde otrora ya impresionaran su retina. Los tradicionales roles de lazarillo y obedecedor parecían haberse invertido, por fin, un tanto en estas pequeñas vacaciones, aunque a nuestro sureño soñador no le resultaba siempre fácil imponer su criterio al septentrional pragmatismo de su experta cónyuge escrutamapas. En más de una ocasión ella toleró con buena dosis de humor y quizás de resignación los sentimentales y repetitivos comentarios del inglés de Latinoamérica acerca de su país de origen.
Y es que ese aspecto no había sido el que más había llamado su atención en su primera visita. Como era natural, el entusiasmo y el interés habían sido despertados por las novedades, no por las semejanzas; pero en esta segunda corta estadía en Londres, tal vez motivado en parte por los dos años viviendo a la zuriquesa, a diestra y siniestra advertía rincones que podían pertenecer sin dificultad alguna al Santiago de la Nueva Extremadura. Los servicios higiénicos con frecuencia recordaban a aquéllos de decaídos cinematógrafos céntricos, las vitrinas arregladas —o precisamente no arregladas— a la manera de Casa Royal, tiendas al parecer nada de baratas con un aire de local mayorista de Estación Central, los hermosos parques, jardines y plazas, en fin, tan distinto a Zurich y tan parecido a reminiscencias que se iban haciendo cada vez menos vagas en la cabeza de nuestro joven caminante. Los artefactos sanitarios, la pintura en las paredes, el hollín en las fachadas, la arquitectura —más hermosa mientras más cerca del histórico centro de la ciudad, por cierto—, la disposición de calles, pasajes e inmuebles, todo hacía pensar a ratos inconfundiblemente en Valparaíso, a ratos en Providencia, en Ñuñoa, en el Centro, en Las Condes, en Santiago Poniente...
Una mañana de viento gélido que paseaban por Whitehall ella comentó lo desproporcionada que parecía la pompa y la imponente dimensión de los edificios de gobierno, los monumentos y las oficinas públicas —"erigidos para gobernar un imperio". Ahora, medio siglo después que Britannia comenzara a abandonar definitivamente su condición de wave ruler, parecía una megalomanía romana —sin duda real— de un anacronismo trágico, él no pudo sino asentir, pensando en lo sórdido de muchos lugares por los que habían pasado, en los barrios residenciales tapizados de alarmas multicolores imposibles de pasar por alto, en lo elevado de los precios para lo bajo de los salarios (¡Qué suave ha golpeado a Suiza la crisis hasta ahora en comparación con Inglaterra! ¡Y qué sanos y salvos están en las montañas de las inundaciones en Bélgica, Holanda, Alemania y Francia! Para Navidad, en Suiza sólo caía esa nieve tímida para decorar pinos en el jardín y cubrir laderas y bosques...), en la vulgaridad y la relajación moral, en el relativismo, en la decadencia. Ya no son esas lóbregas callejuelas victorianas en que algún sabueso del Yard perseguía a un maniático peligroso a la pálida luz de lámparas de gas, sino los tiempos del progreso, de sensacionalismo sádico, de indiferencia burguesa, de pandillas callejeras, de un submundo elevado a la categoría de segmento de mercado. Y en medio de todo, flanqueada por cuatro gigantescos leones de bronce —cada uno veinte veces más grande que uno de esos pequeños mininos del zoológico—, la efigie de Nelson se yergue sobre una colosal columna para contemplar desde lo alto qué ha ocurrido con la gloria —probablemente así le llamaba él— del imperio; los cruzados, los batallones en la India, los inventores, los egiptólogos, la Common Law, el Commonwealth, el Dios salve a la Reina, ...¿qué se ficieron?
De la Church of England no quedan vestigios muy alentadores; la gente emigra a lo que un periodista bautizó —quién sabe si originalmente— al crossroads of home-made religion and fundamentalist authoritarianism, la encrucijada de la religión hecha en casa y el autoritarismo fundamentalista. De Westminster Abbey no queda mucho más que una atracción turística y una colección de tumbas ilustres de gentes de notabilidad, edad y ocupaciones por demás disímiles. Al frente de ella los dos críticos visitantes tuvieron oportunidad de llegar, aun cuando algo atrasados, a lo que quedaba de un servicio religioso metodista en el centro de dicho movimiento; un edificio espléndido, cual teatro dedicado a la ópera, con un órgano ciclópeo y de hermoso sonido, con espacio para —tal vez— dos mil personas, y con sólo una veintena de feligreses en la mañana de Navidad. Otro contraste enorme a la mañana siguiente, en una iglesia pentecostal de Kensington donde el recinto para albergar unas ochocientas personas no era suficiente para acoger a todos los que querían entrar. Grandes y chicos se achoclonaban para caber en la planta baja o en el primer piso, en sillas o en las gradas, nuestra pareja encontró un lugar abalconado sobre el escenario y desde allí participó —con no pocas dificultades cada vez que había que pararse para cantar— en el servicio. La mayoría de los presentes tenía la piel considerablemente más oscura que el sureño, se notaba que la pareja no era de allí; quizás por la compostura exagerada, por la falta de vitalidad, quizás porque se sentía algo de cuadratura nortina en los forasteros. Elegantes señoras y gallardos padres de familia lucían togas blancas con cenefas doradas y sombreros en extremo llamativos, los niños no salían aburridos a jugar con sus compinches, sino que permanecían junto a sus padres escuchando la historia de Navidad o dormían plácidamente en sus brazos. Concurrencia definitivamente endomingada, pensó él. Gente decididamente fervorosa, percibió ella. A pesar de cierto dejo de showman que tenía el pálido predicador y de su cuidado y neutral inglés del sur, varios presentes aceptaron la Buena Nueva y decidieron dar una nueva orientación a su vida, otros ya esperaban oportunidad para ser bautizados. No deja de maravillar cómo Dios actúa quizás menos a través de sus sirvientes que a pesar de ellos.
Pero no todo fue iglesias y contemplación de la decadencia en esta visita de nuestros héroes a la isla. Recorrer restaurantes exóticos (shepherd's pie, versión londinense del pastel de papas, en el Covent Garden; exquisita y variada comida turca en Mayfair; delicada y fina comida japonesa en un local donde eran los únicos occidentales; picante comida india con monótonos ragas de música ambiental, y la oportuna comida italiana en un sencillo local en South Kensington) y comprar libros ("Creo que ni en los viajes a o desde Chile había viajado tan cargado de libros" había mencionado él, a lo cual su competente correctora replicó que en el último viaje se habían traído no pocos, y que esta vez era ella la que cargaba con la mayoría) fueron parte estelar de la estadía. El domingo 26 por la noche tomaban el avión de vuelta a la nevada Zurich y dejaban atrás un Londres sin niebla, con suburbios congestionados de vehículos al lado equivocado de la calle y varios días de largas caminatas bajo el pálido sol de invierno.
La descripción del médico escritor no había sido tan mala, después de todo; no había ya cabs, ni la lluvia golpeaba ferozmente en las ventanas del hermoso hotel en Kensington, ni el ilustre lunático de Baker Street prendía fuego a su pipa junto a la chimenea, pero el viento sí aullaba por las amplias calles, y aunque nunca se presentó una tormenta amenazadora, no era difícil recordar que en la naturaleza duermen fuerzas que hacen palidecer las frágiles tentativas del hombre por rodearse de seguridad. Sólo un nada ilustre visitante de Suiza prendía su pipa frente al London Tower para calentar un poco sus manos, mientras su esposa fotografiaba el Tower Bridge y un Yeoman Warden (vulgarmente llamado Beefeater) rugía para hacerse oír por la multitud deseosa de escuchar historias de reyes y tiempos pasados al otro lado de las viejas murallas de la torre. El cielo lo surcaban, con mayor frecuencia incluso que en Atlanta, máquinas que hacen perder la noción de la distancia — y a veces también del tiempo.