Juanito Romero se sentó en la arena a ver pasar una bandada de gaviotas. El sol ya había empezado a bajar a sus espaldas, y pensó en lo hermoso que se veía el horizonte, vacío como una línea, brillante como un espejo. A lo lejos alguien gritaba, pero Juanito apenas recordaba quién podía ser, una brisa acababa de columpiar las palmeras a su derecha y le había dado, incluso, un poco de sombra. Recordaba a su madre, sus ojos lánguidos y su olor a pan fresco, y a su hermanito Diego. En Sevilla le habían dicho que se haría rico, y él lo había creído. Las olas rompieron con más fuerza de pronto en unos roqueríos cercanos, y la brisa se apagó. Sólo el graznido de algún ave perdida, y la interminable arena blanca, hasta llegar adonde humeaba algo, allá a la izquierda. Le habían dicho que pronto volvería a poner un mesón en Extremadura, que ayudaría a su familia, que todo saldría bien, y él pensó que de todos modos volvería, no como otros de quienes se decía que se habían quedado a buscar la ciudad dorada. De nuevo los gritos, Juanito se volvió y pensó que debería ir a ayudar, quizás lo estuvieran buscando, y se fue caminando por la arena húmeda. El sol seguía bajando, ya saldrían las estrellas, y Juanito Romero pensaba por qué todos gritaban allá lejos. Le habían dicho que Cortés había mandado quemar los barcos, y él aún no sabía si creerlo o no. De todos modos, pensó al recoger una caracola blanca, llevársela al oído y escuchar el rugir del ancho mar, todo iría bien.
Lupe llegó a la oficina sin albergar muchas esperanzas, supongo que yo no lo habría hecho mejor. En mal inglés preguntó por los formularios necesarios para gestionar la inmigración de su familia, pero el tono en que le contestaron le demostró que le habían entendido bien. Demasiado bien. Su padre y su madre estaban viejos, que para qué querían venir, preguntó la joven de pelo rojo y ojos verdes. Ya eran veinte aņos, respondió Lupe, veinte aņos sin verse, y sin duda ella lo comprendería, no, la verdad es que aquí no estamos para comprender, imaginó, se dijo Lupe, no estamos ya para estas cosas. Si hubiera venido antes, o si no se hubiera venido hace veinte aņos... Tiene su green card, salpicó la colorina, y sus otros papeles, a ver, sí, Guadalupe Romero, a ver, esto se va a demorar, no es como en su país, que las cosas funcionan con sobornos, aquí tenemos leyes que nos damos nosotros mismos y las respetamos, pensó, oyó Lupe. Su hermano se había ido a Grecia y lo había atropellado un turista alemán borracho, de noche, cerca de la costa, le habían escrito. José, se llamaba, se había llamado su querido hermano. Salió de la oficina con los ojos verdes clavados en la espalda, cruzó la calle y entró a un Taco Bell, ella había trabajado en uno una vez, desde entonces no podía probar los burritos. Se encontró con Armando, su novio, él había crecido allí y hablaba bien inglés, hasta su manera de mirar era diferente, pero lo amaba, no tenía a nadie más. Todo iría bien, le había dicho su hermano cuando ella había cruzado la frontera, no tenía por qué haber problemas. No, si problemas no había habido, lo que se dice problemas ... pero José ya no podía escuchar, sólo Armando la observaba y repetía lo que había dicho José. Todo iría requetebién. Una pantalla predicaba you do anything, una coca cola aguada hacía olvidar el tórrido verano, pero qué ganas de ver el mar de nuevo, de estar con José recogiendo conchiticas de ésas rosadas, todo saldrá bien, you do anything, ya no estamos para comprender, no, ya no estamos para esas cosas.