Diciembre de 1996 (extracto)


Me bajé del tren en un pueblo que no conocía — supongo que aún no había perdido del todo el espíritu aventurero. La estación quedó desierta cuando la cortina gris se tragó el último vagón, sólo un empleado ferroviario movía no sé qué palancas y botones disfrazado de amarillo para dar la impresión de no estarse mojando. Crucé la calle y me dirigí a un café a esperar, era muy temprano todavía, recién las ocho y media y la clase empezaba a las nueve en el pueblo vecino, diez minutos a pie. Nunca pensé que me la encontraría allí.

Había tenido un pololo chileno, hace años, creo que hijo de exiliados o algo así. Después que mi compatriota la había engañado con una sueca que no alcancé a conocer, se había ido a Estados Unidos a reorientarse, a encontrar el eslabón perdido de quién sabe qué cadena. Volvió embarazada, más jipi que antes, y con más olor a lana en el pelo y a sudor en general. Pero sus ojos verde claro eran los mismos. Y su sonrisa.

A la cresta la clase de las nueve, me dijo en un acento que había aprendido casi a la perfección. Tanto tiempo sin vernos, tenemos tanto que contarnos. La verdad es que nunca pololeamos, ni tampoco esas otras cosas difusas como andar o salir, pero su pelo rojizo, castaño ocre, no sé qué habrá habido en el aire esa tarde de abril en que nos conocimos — pero por qué echarle la culpa al aire. Había perdido a los mellizos o gemelos que se había traído de Estados Unidos en el cuarto mes de embarazo. ¿Perdido? Sí claro, qué crees. Un gringo alienado le escribió una carta prescindible y ahí murieron las esperanzas que tenía cifradas en el hemisferio norte. Y ahora aquí, le dije al pedir mi segundo té, ella no pudo evitar tomar mi mano. La piel áspera, por lo menos un anillo en cada dedo, las uñas sucias, me dio pena. Sabes que me casé, le pregunté para ir aclarando las cosas.

El reloj de la plaza dio las nueve y cuarto. Había dejado de llover, y recordaba que le gustaba el olor a tierra húmeda, así que pagué y salimos a caminar. Las nubes, de distintos tonos de gris, eran violentamente tijereteadas por el viento que venía del lago. Qué hacías en ese café, le pregunté, era la pregunta por la que debería haber empezado. íbamos de la mano, no sé en qué momento se la di o me la tomó, ni por qué. Me miró extrañada. Esperándote, pues tonto, qué más. Me quedé parado, me volví hacia ella. Yo no me debía bajar en este pueblo sino en el siguiente, le dije con torpe precisión. Ni siquiera podías saber que venía al pueblo vecino, ¿cómo sabías? Esa es la gracia, me dijo acercándoseme, no sabía.

Una joven pasó a nuestro lado empujando un cochecito con mellizos durmiendo, y sentí que su mano apretaba la mía. Los vimos alejarse en silencio por la vereda mojada hasta confundirse con unos árboles donde la calle daba una curva. Y qué quieres de mí, le pregunté afónico, qué puedo hacer por ti. El verdor de su mirada languideció al posarse sobre mí, sentí el frío del invierno en la sien, había olvidado mi sombrero en el café. Una oscura bandada de pájaros pasó sobre nuestras cabezas. Recién entonces vi que lloraba.

Una noche de luna en el campo, de ésas en que los perros habrían ladrado. Fijé la vista en una estrella que parecía de mazapán, tal vez una de esas extinguidas, y me dije, le dije que se le parecía. En qué sería difícil precisar. Qué quiere decir precisar, olvídalo, no, dime, si es igual en alemán, para qué preguntas, para oír tu voz. Como si de eso se tratara, de oír una voz, concentrarse en ella, hacerse entretener por algo. Apoyó su cabeza en mi hombro, le pregunté si estaba enamorada de alguien y si las estrellas le traían recuerdos. Cállate, me dijo, me gustas cuando callas porque estás presente, y no me corriges porque sé que es diferente. No me corrijas, dije después del silencio más breve del que fui capaz. Su pelo rojo en mi boca me hizo callar

Esa es una de las cosas curiosas de este país. Llegué al café y mi sombrero seguía donde lo había dejado, a pesar de que varios clientes habían ocupado esa mesa. Me dolía la cabeza, pero no sabía si era por la borrasca, la lluvia o los mellizos. El viento me golpeó la cara al salir, vi el reloj acercarse a las diez y cuarto y pensé que ya no tenía sentido ir a ninguna parte. Comenzó a llover de nuevo, y me gustó dejar el paraguas cerrado en mi mano mientras la lluvia me corría por la cara, lavando las lágrimas que ya no sabía si eran mías o de ella. Pensé en mis hijos, dos febriles bólidos llenos de vida igual que su madre, siempre a mil, y en ella, desplomándose al caminar sin avanzar, el pelo rojo olor a lana mojada. Cerré los ojos una última vez, sentí que un auto pasó cerca y me salpicó, sentí eso y mucho más cuando oí que venía el tren para llevarme de vuelta al mundo real, a ése donde las cosas no duelen tanto.

El otro día lo leí en el diario, le llamaron accidente pero yo sabía que había sido lo que ella había querido que fuese. Sin fotos, sin demasiadas estupideces, algo sobrio por fin, seguramente porque nadie sabía qué cresta escribir. Y había sido el tren siguiente al que yo había tomado, en ese pueblo que no conocía y al que no creo volver, de todas maneras el alumno del pueblo vecino me mandó al carajo. No perdí nada, sino que algo se apagó en mí. Mi silencio, eso le había podido dar, mi presencia unos minutos antes de apagarse ella y perder a sus mellizos o gemelos bajo la locomotora que no pudo frenar, claro, llovía.


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