Germán Uribe
Contadurías
Los cuentos con que cuento
... si la palabra y la realidad se identificasen, el mundo se acabaría, el universo ya no sería perfectible simplemente porque sería perfecto.
La literatura es una herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas.
Toda la sangre se nos
puede ir por ese hoyo.
Carlos Fuentes
ISOLDA
DESPIERTA MARAVILLADA (1983)
TRAS EL
RASTRO DEL ROSTRO DE OMA FULL (1983)
EL TRUENO
QUE DESCOLGÓ A LA ARDILLA (1982)
LOS
SECRETOS RETOZOS DE FEDRA LA NIÑA-VIEJA (1981)
EL
ABSURDO MUNDO DE SEGISMUNDO (1975)
FUE TESTIGO
Aceleradamente, Rosita trepa las escaleras que en forma de caracol dan
al segundo piso de su apartamento. Como siempre, su cuerpecito se expresa
urgido y su espíritu tierno. Aferrada al hilo de sus pensamientos, Rosita
siente un corrientazo que la recorre de pies a cabeza y se detiene. Parece
haberse percatado, por fin, que su naturaleza no era más que un engorroso testimonio
existencial y que por haberse metido de lleno a la más infeliz de las empresas,
a la de ser feliz, era ella misma una infeliz consecuencia de su acariciada
empresa.
Rosita, es cierto, siempre se había empeñado en ser feliz y de nada le
valía saberse y reconocerse apenas como la menuda y mortal Rosita Altamirano. Y
es más, en sus intentos porque le convalidaran su esfuerzo, no veía ninguna
dificultad, ni por ello sentía vergüenza, en actuar frente a los demás sus sentimientos e incluso, si fuera necesario,
en sobreactuarlos. Sabía también que las palabras, sus palabras, no sólo
podrían servirle para comunicarse o justificarse sino muy particularmente para
disimularse. No creía en los rezagos de la ingenuidad, ni en los amores
borrados, ni en el miedo que falsamente purifica y perdona, ni mucho menos, en
las humildades fingidas que sólo sirven para colorear de pálido la vanidad. Y
para rematar, cuando se sentía rozada por los acariciadores vientos de la
felicidad, se tocaba para preguntarse si por fuera de ella misma habría vida.
Pero todo ello no obstaba para que con frecuencia se sintiese padeciendo el
peor de los secuestros, aquel que conlleva la frenética alienación en la
búsqueda diaria y minuciosa de la dicha. Sufría entonces también de su propio miedo,
de su incómoda soledad, de su desgarradora ansiedad. Estaba crucificada, más
que por su maldita codicia, por su humana impotencia. Pero en el fondo
aceptaba, optimista, que al fin y al cabo y por si acaso, ahí estaba la
esperanza, y ella de por sí, y en tamaña situación, ya era suficiente.
Se veía pues, esta Rosita Altamirano, abocada a afrontarlo todo con
cierto sentimiento de desazón pese a que discurría por entonces por una edad en
que lo menos inminente, desafiante y terrible es la muerte. Pero como en el
fondo de su cuerpecito urgido y de su espíritu tierno se gestaba imparable una
explosiva rebelión de deseos y ganas, hacía a todas horas lo posible por
ofrendarle al amor, como la más exultante culminación del largo camino de la
felicidad, su propia ceremonia de encantamiento.
Sin embargo, al coronar el segundo piso de su apartamento en dirección a
su alcoba, Rosita Altamirano empezaba por primera vez a reconocer que aún no
había encontrado los perfiles y mucho menos la almendra de la felicidad y que
quizás estaba y estaría quién sabe por cuánto tiempo, o si hasta siempre,
viviendo en un tiempo sin memoria y víctima de Dios sabe cuántas contrahechas
ceremonias de amor.
Rosita, a trancos, alcanza su amplia y muelle cama y se desploma. Recorre
con una distraída mirada circular los puntos cardinales de su aposento. De
izquierda a derecha, los retratos familiares enmarcados en una ordinaria pasta
dorada que no dejando ver, por su fresca ordinariez, la pátina del tiempo,
mostraban en cambio, vergonzantes, sus roídas esquinas de cal blanca. Seguían,
el armario y el televisor, y luego, el enorme policromado almanaque que le
insinuaba con sus días, semanas y meses, ilusiones ad portas que le señalaban también, sin ninguna indulgencia, que el
tiempo no se detendría ni si quiera o aunque fuera para hacerle un leve guiño a
su felicidad. Y, por último, estaba la ventana que daba a un patio interior y
que de alguna manera le representaba, o la opción de una libertad feliz, o el
corto vuelo roto que se necesita para llegar al duro asfalto de la muerte.
Quieta y fija, con los ojos cerrados, como ensimismada y mirándose
adentro, muy adentro, Rosita Altamirano se va quedando dormida pensando como
siempre en que, con resignación, vaya y de pronto...
Bogotá, finca Alekos, 1993
MARAVILLADA
La muerte y la vida se unen
en la belleza, y también
en la verdad.
María
Fernanda Uribe
La niña sueña por un instante que entre el follaje y los musgos de un
bosque ya muerto, de un bosque sin pinos, ni flores, ni pájaros, va perdiendo a
su padre. Pero un momento después la niña se revuelca un poco y se despierta.
Se acomoda entonces de nuevo y se decide otra vez a cancelar sus cansadas
pupilas y a enterrar sus sueñitos de espanto. Estira sus brazos y se ajusta la
frazada que, por cubrirla del frío hasta la barbilla - no más arriba por lo del
asma -, le deja frías las punticas de sus pies al descubierto.
Él, Tristán, entre tanto, presintiendo desde la soledad de su alcoba el
regresar de sus sueños, de los eternos sueños de Isolda, vuelve y se agita en
su cama, se enrolla en su manta, se retuerce, entreteje desvaríos con
remordimientos y, no pudiendo más, se levanta, prende un nuevo cigarrillo,
calienta el café de la estufa y va a exiliarse de nuevo en la mesa de trabajo
de su biblioteca. Entonces, fustigado por la memoria y el ansia, torna de nuevo
a la máquina y a las hojas en blanco.
Al cabo de un tiempo, de un tiempo ya largo y tedioso, Tristán reacciona
optimista pensando que la niña al darle otra vez la vuelta al rondó de sus
sueños, reflexionará tranquila y recordará precisa que él se lo había dicho,
que no había por qué estar tristes cuando se sabe que el mundo no es inequívoca
y eternamente de acíbar o de miel, que si uno se pone triste es por culpa de su
propio amor que comienza a enfermarse, que en fin, si queremos que todo lo que
nos rodea sea hermoso y amable, debemos mantener la fe cerrada y el alma
limpia.
A veces como que no lo atino... mi padre, sueña en voz alta la niña, que se rebela,
con todo, ante tanta injusticia. Su estancia está fría e inmóvil. Las cortinas,
de grandes mariposas alegres y juguetonas golondrinas estampadas, se descuelgan
calladas y quietas. En el bosque muerto de Isolda tampoco hay sol, ni nubes, ni
viento. Las lilas no huelen... Y de pronto ocurre el milagro. Las tiernas
amantes miradas de Tristán e Isolda se cruzan en el sueño de
la niña, fijas y blancas para que duren siempre, y así, de tanto mirarse
y comprenderse, pacientemente ellas mismas solas, las miradas tiernas y
amantes, descorren el absurdo velo de las incomprensiones. Entonces,
sorpresivamente, la niña se agita de nuevo en su sueño, tira la frazada al
suelo y se duele de los grandes amores, de los amores que le estampan bellas
frases a su alma inocente y después se van y la dejan. Isolda sufre por ello,
se da otra vuelta pero esta vez recoge del suelo la frazada, se envuelve y
repite medio adormilada: Si queremos que
todo lo que nos rodea sea hermoso y amable, debemos mantener la fe cerrada y el
alma limpia.
- Léeme, por fa - le dice en su sueño a su padre - léeme algo de ese
libro que estás escribiendo, ¿ sí ?, te lo ruego.
El padre, ahora sí, tiesa la mirada y advertido el sentimiento, le lee a
sus sueños. Se cala los lentes, devuelve las ajadas cuartillas, y señalando con
su dedo índice el primer párrafo de lo que está escribiendo, recita: Que la tristeza no roce tu nombre ni tu alma
sufra las ampollas que causan su roce. Sólo el amor libera al hombre de su
soledad... Pero el padre repentinamente se detiene y la piensa muy profundo
de nuevo a la niña hasta sumergirse en su adentro inocente.
La niña en el sueño se alegra. Se levanta y pone un disco. Reclina su
cabecita sobre el tibio césped de sus pantalones. Y luego, mientras le toma las
manos, le dice:
- Escucha, papito, es Pimpinela...
Y es entonces cuando Tristán, desde la soledad de su estancia, allá en
su sueño desvelado y sin frazada, recuerda como Isolda le recibió en la puerta
de su casa con la nerviosidad de sus ojitos acompasada por los cándidos tics de
sus párpados y la sonrisa eterna de sus agradecimientos.
- ¿ Te figuras la dicha que me da verte ? - le
decía la niña en aquel otro sueño - Mírame, ¿ cómo me
veo?
- Adorable, mi amor, adorable - le responde el padre mientras la
contempla desde los zapaticos negros de charol hasta la florida coronita de su
cabeza, pasando por su vestidito de organza blanco de su primera comunión ( que no pudo verle si no fuera por la generosidad de ese
sueño ), arrepentido de no haberle dado como respuesta y por todo y para
siempre un abrazo sin fin y uno de aquellos apretados besos sin retorno.
Isolda, inquieta de nuevo, repasa la figura de su padre. Se muerde las
uñas, echa hacia atrás su cuerpecito y alcanza la perspectiva que necesita para
mejor verlo y decirle:
- Todo esto me parece mentira, papito. Ni porque estuviera soñando.
Por último, la niña, recogida en ovillo, está allí, dormida en un sueño soñando
a su padre bajo el arrullo de la música de Pimpinela que brota del disco que
ella misma dejara puesto antes de abandonarse en el sueño.
La niña, ese alado caracol menudo y rosado de ojitos nerviosos y tics en
los párpados, con la puntica de sus pies helados y su cabecita cubierta a
medias por lo del asma, está, sin embargo, rígidamente adentro de los
pensamientos desesperados de un trágico sueño.
Al otro día Isolda despierta asombrada. Ve cómo el sol y las nubes y el
viento se agitan contentos y observa incrédula el retozar de las mariposas, el
silbar de los pájaros y el perfumar incesante de las lilas.
Y es entonces cuando, en ese mismo instante, Isolda maravillada, ahora
sí despierta, susurra feliz y radiante:
- Que la tristeza no roce tu nombre ni tu alma sufra las ampollas que
causan su roce. Sólo el amor libera al hombre de su soledad. Papito, te
entiendo.
Bogotá, 1983
No que yo diga que fuera éste o aquél, Cachifo o la Mariona Melguizo o
el Tatabro Perea; la flaca Celina o Morrocoy Arrieta. Ni siquiera que el
Trompeta Fernández o la Purita Escalante. No. Y, además, ¿
por qué habría de ser el Trompeta ? El Trompeta Fernández era
violinista, no poeta. Pero de lo que sí ya no hay duda es que fue alguno de
ellos. Supongo que el que fuera debió haber estado trabado, con la materia gris
entreverada, o por lo menos encarretado por la felicidad en el momento mismo de
soltarnos tamaña ocurrencia. Porque darle por nombre, llamar repentinamente a
nuestro modesto hospedaje de estudiantes nada menos que Pensión Cariño, no era sólo un apunte genial, o un recochazo
brillante, sino la expresión audaz y temeraria de alguien que de pronto se ha
sentido arrebatado por una alegre nostalgia premonitoria, por el adelantico
delicioso de un grato recuerdo que aún no comienza, y que, sin embargo, ahí
está con nombre propio, precipitado y dichoso sobre uno; una ofrenda en verdad
muy acertada para los esquivos perfiles de la palabra amor, que empezábamos por
entonces a descubrir. Todavía hoy, me quito reverente el sombrero ante el
anónimo repentista de madrigales, ante el baquiano fabulador incógnito, ante el estafeta de requiebros y componedor de imágenes
perfectas, estampillador de instantes memorables. ¡ Cómo
no ! Y te lo repito, aunque no hubiese
sido uno de ellos, como me lo han querido hacer creer, sino el tal Goyo San
Román, poco me importa, si se tiene en cuenta que recoger en esas dos
palabrejas - tan ramplonamente contrapuestas entre sí por los elementos poco
comunes que se ofrecen para un legítimo apareo - ,una expresión así de pareja y
conmovedora en su ordinariez y ternura, de tan precisa eternidad y tan largo
instante, no deja de ser el gesto más solidario que pueda idear la locura de un
mocetón enamorado de su propia humilde pensión de estudiante.
Pero es que, sí alcanzas a recordar en detalle, Cachifo, ¿ cómo era la casa ? A cuadra y media de El Cisne, en donde me
esperaba siempre Marionita Melguizo para ayudarme en las tareas, sobre todo el
francés, ¡ Bendita sea ! Allí se levantaba su
verdiblanca fachada que si no hubiese sido por lo cachaquita que la mantenía
don Jenaro Escalante, el padre de la Purita, y también por lo salidota que
estaba sobre la calle, nadie hubiese podido recordar aquel curioso y vetusto
caserón que se metía con sus tres pisos y sus innumerables secretos hasta bien
adentro de la manzana, casi hasta tocar la sexta. Tres plantas, sí, acordate
Morrocoyo: la de arriba, misterioso e
inhabitable zarzo atiborrado de chécheres y trastos y arcanos apacibles
entre el polvo del tiempo; la de abajo, toda zócalo y túneles por los que se
llegaba a un enorme patio interior enmalezado tal vez por azucenas,
sanjoaquines y begonias revueltas y olvidadas, y que, digo yo con duda, podían
ser tales, no porque esté fallo de la memoria y el magín, sino porque entonces
poco nos preocupábamos por averiguar el nombre de las flores y de los perfumes,
absortos como estábamos a la acechanza de las fragancias, y a la conquista de
los brazos apretados y los suspiros sueltos. Y la del medio, la segunda planta,
¡ ah ! Flaca, no la podés olvidar, ¡
qué nota de vividero ! Un espacio que ensordecimos con los contagiosos
zumbidos del amor y de la música, tú y yo, y el inolvidable Trompeta, a partir
del momento aquel en que nos dejamos llevar emocionados por un letrero
enigmático para nuestra bisoñería, pero afanoso y preciso en insinuaciones
excitantes:
PENSIÓN
Estudiantes,
Habitaciones privadas,
Esmerado
aseo. Cómodos precios.
Nuestra gallada se iniciaba con suerte.
¿Privados ? ¿ Aseados
? ¿ Baratos ? Quién dijo miedo. Adelante Tatabro, y te
empujé adentro. Morrocoy y Cachifo se quedaron con la primera alcoba, la del
balconcito herrumbroso que daba sobre los neones y el barullo de la carrera
séptima. Luego venía ese largo pasillo bordeado por chambranas de macanas que
se estiraba hasta la última de las habitaciones. Entonces, por ahí, más
adelantico, sí nos fuimos acomodando nosotros. Bien adentrico, no vaya a ser
que las luces y el ruido, dijiste escogiendo, flaquita. Trompetica se quedó con
la que daba justo a la escalera, la primera del corredor, mientras tú, Flaca,
con guiñitos y esbozos de promesitas sabrosas, me indicabas la siguiente, la
pegadita a la tuya. El resto se instaló en las otras, incluidos tú, Perea, el
Goyo San Román y ya no me acuerdo quién más. Muy pronto nos desentendimos de
las incomodidades: de los tabiques que nos separaban a los tres, a la gallada
invencible, a la gallada poética, que sólo servían para despojarnos de la
curiosidad de nuestras miradas, pero que nunca impidieron la tiraderita de los
asaltos nocturnos, de las excitaciones atoradas, de los desvelos saltones, que
de tanto llegar de uno y otro lado, terminaban confundiéndonos sin saber cada
cual quién de todos, o si era que uno mismo había sido el de la pesadilla de la
noche anterior; nos desentendimos del agua fría; de la ducha de tubo; del
inodoro de cadena, pero con cabuya; de la falta de bidé que, para qué, tienes
que reconocerlo Flaca, debió haberte hecho mucha falta; e incluso del
comedorcito al otro lado de las chambranas, situado allí como sobre horqueta,
como suspendido en el aire, tembloroso, y que con sus escasas mesas de
mantelitos a cuadros, estaba siempre lleno para cuando nos acordábamos de
comer; y así todo...
De Morrocoy y Cachifo y las miradas mochas que se lo pasaban echándose,
poco volvimos a ocuparnos. Según dedujimos, se aplicaron a convivirse entre
cuatro paredes, excluyendo con su maciza hermandad, la posibilidad de un
tercero que les torciera el norte de sus disparates secretos, o le revelara al
mundo lo que el mundo ciertamente no tenía ningún interés en saber. A veces sí,
en el comedor, los consabidos saludos, las miradas puyonas. Y fue a partir de
ese momento, lo recuerdo muy bien, cuando terminé por creer que todos somos
como miramos y que nadie podía disimular el destino que tenía marcado en sus
ojos.
En esos días fue cuando Trompeta empezó con el cuento de que no que él
fuera chismoso pero que tu madre, Tatabro , le preguntó a la mía que si era
cierto que no te alcanzaba el dinero, y te lo juro viejo que te la convencí a
mi madre con lo del frío en Bogotá que le alborota el hambre a quien sea, pero
qué va, que no era tanto lo gordo que te estabas poniendo sino lo consagrado al
estudio que te estabas volviendo, que por eso ya ni tiempo nos quedaba para
encontrarnos y que entonces, así sí, se me dificultaba darle más detalles.
Entre tanto, y mientras pasaban los días, nosotros, la gallada, nos
fuimos apuntalando; fuimos ajustando el desconcertado mundo nostálgico de
nuestras miradas con el incontenible y apetitoso deseo de conquistar unidos
toda la vida posible. No, espera, déjame que te lo siga contando, permítanme el
repaso, que al fin y al cabo, la felicidad de un hombre tiene que ver con la
felicidad de todos los hombres, y nadie, y menos los que alcanzaron alguna
alegría suprema, tiene el derecho de callarla porque su alegría es también la
alegría de los otros. ¿ O es que acaso la vida no se
compone también de aquellos pedacitos de placer que nunca podemos olvidar
? ¡ Por eso !,
si me pongo de un porrazo a revivirlo aquello, no es para sacármelo del cuerpo
y echarlo al olvido así no más, no, por el contrario, es para contagiar a los
otros, para contrariar de una vez por todas a la lechuza asustada que habita
siempre el alma de los escépticos y que, alevosamente, se lo pasa buscando que
todo aquello bueno que le ha sucedido a uno se le olvide y se empoce y se
pudra. Pero no, no permitiré jamás que nuestros mejores momentos de la Pensión Cariño se transformen de
instantes de gloria y de dicha en lodazales de remordimientos y olvido, así el
destino, al final, nos hubiese traicionado. O quizás precisamente por ello.
Tú, Fernández, y tú Flaca Celina Arredondo, duchos exponentes de la
heroicidad cotidiana, supieron arrastrarme hacia ese torbellino tornasolado de la música, el amor y la poesía
con el que logramos desarmar por aquella época las sinrazones de una vida que
de repente, sin habérnoslo propuesto, nos topamos los tres a un mismo tiempo.
Condicionados por nuestras restricciones de estudiantes pobres,
encontramos, no obstante, en el versátil filón de los sueños, - que era nuestra
vocación común - la tibieza de la camaradería, la prontitud del optimismo y el
invulnerable blindaje implícito en toda solidaridad humana. ¿No creen ustedes acaso, todavía, que fueron
esos sueños los que hicieron posible todo esto ? ¿Todo aquello ?
Aunque para nosotros los sueños no eran una palanca o un trampolín sino un
sentido, una explicación de la vida. Los convertimos en instrumento que nos
permitiera encontrarle significado a este mundo y nos señalara de paso el modo
más racional de circular por él.
A mí, gracias a ti, Trompeta Fernández, y a todo el trasfondo musical
que rodeaba tu existencia, la idea que tenía del mundo me cambió. Desde allí,
desde la Pensión Cariño, desde sus
paredes rotas por tu música, tenían que partir las ideas macizas que harían más
amplio el espacio vital que hasta entonces me creía señalado. Y desde cuando oí
por primera vez el concierto número dos en do menor, opus dieciocho para piano
y orquesta de Rachmaninov, el inexplorado universo de lo posible, y el
desafiante proyecto de las opciones libres, empezaron a serme permitidos.
Entonces fue cuando, con sensualidad fantasiosa, me metí de especialista en
Gilels; cuando asocié a Fritz Reiner con Van Cliburn; cuando confronté a Geza
Anda con Malcuzinski; cuando le robé - años más tarde, no importa, pero como si
hubiese sido entonces - a una amiga bohemia salvadoreña de su barco-tugurio
encallado en el tiempo inmemorial de las aguas sucias del Sena, en París, la
interpretación del propio Rachmaninov acompañado por la orquesta Filarmónica de
Filadelfia en un disco de la His master´s
voice; y cuando, quién iba a creerlo, terminé interesándome en Valentina
Kamenikova. Gracias viejo, gracias de nuevo.
Y qué decir de ti, Flaquita Arredondo: me abriste el mundo del amor sin
contraprestaciones, como debe serlo, en una embriaguez tal de compinchería y
frescura que, como era previsible, no podía quedar impune frente a los códigos
sociales de aquellos tiempos. Contamos naturalmente para ello, con la capacidad
inocente de Purita Escalante, aquella niña pequeña, pálida, de abundante
cabellera y manos menudas, carnes duras y ojos claros, que se parecía tanto al
retrato hablado de la fugitiva efigie de una leyenda céltica. ¿La Isolda de Tristán, acaso
? Estábamos pues ya, inmersos los tres, en la fantástica realidad de un
mundo lleno de amor, de música y de leyendas. ¿ Cómo
no iba a llamarse aquello, entonces, Pensión
Cariño ?
Pero esa hermosa composición, ese sublime cuadro del que tuve que
descolgarme un día y al que jamás podré volver, se desvaneció en el transcurso
de una lluviosa noche abrileña, cuando quizás de tanto goce y de tanta vida,
sin poder soportar más el éxtasis enervante de los descubrimientos y las
emociones, ustedes dos me sorprendieron con su huida.
- Esta noche - dijiste tú,
Flaca Arredondo, aquella tarde de abril -
el
Presidente de la República va a dictar una conferencia en el Aula Máxima de la
Universidad. Iremos los tres cargados de huevos y tomates y le barnizaremos el
rostro a su excelencia.
Hiciste una pausa para tomar aire, y continuaste agitada. - No soporto más esta urgencia política y no
encuentro otra manera de expresarla. Aunque parezca extraño, la verdad es que
los tres somos poetas y amamos demasiado la vida para ir de pronto a
ofrecérsela obsequiosos a la boca del primer fusil -. Y, remataste: Pero tampoco podemos quedarnos así nada más,
con las manos quietas.
Nuestros cuerpos, recostados al pretil del puente de la veintiséis, a
pocos metros de El Cisne, en donde seguramente a esa hora me esperaba Mariona
Melguizo con sus consejos de gramática y sus promesas de amor, configuraban,
bajo la persistente lluvia y la plomiza grisalla de la tarde, la urdimbre de
imágenes que desde la borrosidad de un
daguerrotipo sugiere el cuadro de un puñado de poetas melenudos e intrépidos
fraguando una de las tantas conjuras definitivas en su vida. Fue cuando
llegaron los P.M. con el quihúbole,
flaquita, acordate, que qué hacen aquí, que si son vagos o qué, y que lárgole o los encanamos. No era que fueran
a detenernos, pero a amenazarnos y asustarnos, sí. Entonces nos fuimos para el
café Automático, bien lejos - ¡ Ah, buenos que somos
los poetas para caminar ! -, a continuar enhebrando conspiraciones y saltando
con aquella facilidad con que solíamos hacerlo, de la curiosidad al desorden y
del desorden a la inspiración. Que, ¿ cómo ? Pues ahí
teníamos a toda hora los ingredientes
indispensables para ello: el amor, la música y la poesía que a cada uno de
nosotros le afloraba natural, como una urgencia de vida, pero que en cada uno
de nosotros venía transformándose
últimamente hacia requerimientos más trascendentes, empujando esas vidas
pletóricas de imaginación hacia funciones más concretas, más sociales, más comprometidas
y menos egoístas. Comenzábamos a politizarnos. La felicidad de uno solo de
nosotros ya no podía seguir siendo la felicidad de los tres únicamente, sino
que a través de algún mecanismo, que bien podría ser el que insinuaba la Flaca
Celina, debía extenderse también a la felicidad de todos los hombres.
Pero lo cierto es que a partir de aquella noche, todo para mí fue
confusión. No pude volver a distinguir con claridad entre el poder romántico de
la Oda a una amiga secreta del Goyo
San Román y la emotividad del combate sangriento y mudo de los huevos contra
las granadas. Pero, en fin, mujer completa, la Flaca, ¡ qué
carajos ! No podía ella sola con todo ese amor suyo metido en su pecho, ni con
la ensortijada maraña de sus ansias desveladas.
Recordará Trompeta, las carantoñas compasivas que hizo, cuando al rato
de estar ultimando los detalles para la guerra de huevos de esa noche en la
Universidad, se apareció por allá el Goyo San Román con su pinta de intelectual
apaleado y nos contó lo que le acababa de suceder.
- Mamá - le venía de decir en tono quejumbroso pero muy humilde a su
madre - estoy en la olla. No tengo ni cinco necesito dinero.
Y ella, nos lo dijo con los ojos todavía aguados por el estupor y el
desengaño, importándole un pito la infelicidad que podía provocarle a su hijo,
con urticante frialdad, le respondió por todo:
- ¿ Ah, sí ? Y a usted, mijo, ¿ quién lo mandó a meterse de poeta ?, ¿ ah ? Y luego de
contarnos el cuento, se nos quedó mirando en silencio con unos ojos alterados y
descompuestos que no eran los ojos suyos.
Pero, cómo es de cierto aquello de que el mundo está enrevesado y la
vida es sólo sorpresas. La estupidez, ¡ uy !, ¡ puf
!, que le acababa de espetar la madre al
Goyo, fue lo que lo reafirmó a él en su vida de poeta y lo que me exigió a mí,
ahora, el rescate de estas cosas para que no quedaran en la impunidad o en el
olvido.
Goyo, al rato, ya reanimado por el calor de los tintos y el ardor de
nuestra solidaridad, comenzó a explayarse en sus entretenidos apuntes y en su
cháchara genial, logrando convencerme unas horas más tarde, y contra la opinión
de los otros, para que lo acompañara a la pensión en donde tenía cita con un
vendedor de seguros que lo había entusiasmado para que se metiera él también al
negocio. Y en cuanto a tus versos,
comentó que le había dicho el asegurador, quizás
te salgan mejor con unos pesitos de más; argumento, según él, si no válido,
al menos muy consolador para sus bolsillos vacíos. Goyo aceptó, y a cambio de
que yo lo acompañara, prometió regresar conmigo y vincularse él también a la empresa
revolucionaria que sus tres amigos de
la Pensión Cariño llevarían a cabo
aquella noche.
Ahora, pensándolo bien, la vida no es que sea sólo sorpresas y reveses;
a menudo son también pausas y vacíos agazapados que nos asaltan sin remedio.
Mientras Goyo hacía cuentas y se acomodaba al encanto de unos hipotéticos
porcentajes que le permitirían tal vez regresar ante su madre un poco menos
pobre pero mucho más poeta, el destino atravesaba en mi camino la figura pálida
y sensual, pero esta vez viva y en actitud de entrega, de la fugitiva efigie de
la leyenda céltica. Purita Escalante, con su larga cabellera, sus ojos claros,
sus manitas menudas y sus carnes duras de adolescente atrevida, esperaba en mi
cuarto. Loca y decidida, confiaba en lo profundo de mi amor y había resuelto atraparlo. Era el cuadro de
la acechanza nocturna al santo advenimiento. Desde mi humilde lecho de
estudiante pobre, allá en la Pensión
Cariño, me reclamaban pues, aquella noche, los brazos y la risa de un amor
en flor que no quería resignarse a una larga vida de mezquinos paladeos y
equívocos tanteos, un cuerpecito virginal, urgido y anhelante, que exigía allí,
y en ese mismo instante, todo, todo. Quería complementar su amor con mi amor en
una entrega total, no tanto por averiguar qué pasaba, como por redondearle un
sentido a ese hermoso cuerpo que se paseaba con su alma. No sabía, la pequeña
ternura, que con la fuerza de su desborde vital iría a hacer más vulnerables
mis principios políticos y a pulverizar del todo mi fibra poética. Pero, yo
cómo hacía, ¿ ah, Flaca ? O, tú crees Trompeta que me
iba a echar en retirada, ¿ eh ? Al fin y al cabo,
pensaba: como si todo, en este mundo, no
fuera traición desde el comienzo. De lo que sí pueden estar seguros es de que, aunque fue un trueque fatal e inexcusable, mi
incumplimiento de aquella noche no fue una traición. Ustedes y yo sabemos que
cualquiera de nosotros hubiera hecho lo mismo. Ahora, lo que definitivamente sí
no sabía, era que mientras el segundo concierto de Rachmaninov se nos convertía
en el único testigo posible para uno de aquellos voluptuosos arrebatos de amor
a ultranza, la muerte, insólita, navegando con su dura obstinación trágica en
forma de esquirlas de una bomba de gases lacrimógenos, acabaría aquella misma
noche, y para siempre, con mi Flaquita Arredondo y el Trompetica Fernández.
Sólo así, enfrentada con la muerte, desaparecería la Pensión Cariño. Y ni así, porque no que
yo diga que fuera éste o aquél quien le puso así por nombre, lo que ya poco importa;
el que fuera, con su testarudo ingenio, nos la salvó del olvido.
Bogotá, 1983
DE OMA FULL
Para
Margarita
Obregón,
reiteradamente.
Yo qué, ni pensarlo. De haberlo querido lo hubiese hecho hace ya mucho
tiempo, gritar tu nombre, escribirlo, decirte a tí y a todos cuánto, tú sabes, pero en fin, lo
que hubiese importado. En cambio ahora, impedírmelo quién, atajar por qué y
para qué estas convulsiones secretas con las que sufro, lo sé, sobre todo
cuando a veces me detengo, y abrumado y temeroso, veo que me traen de nuevo ese
tu inconfundible perfume de mujer que en la vasta molicie de mi soledad todavía
me ronda el amor y me alborota el deseo.
Heme aquí, pues, este domingo neutro de París, abordando un hotel y
dándole a su puerta giratoria el torpe puntapié
de la incertidumbre, sin necesidad siquiera de presentirte para sentirte
y olerte, alumbrado con tu sola idea, atisbando los contornos para retomar tu
mirada, aquella mirada marina que define tu rostro y que de fijo me observa
todavía desde el desvelado rincón de tus infructuosos olvidos. Pero, y yo cómo,
cómo no iba a temer encontrarte sin verte, cómo no iba a temer olerte
imaginándote como te imagino a toda hora, sacerdotisa plena y oficiante robusta
del aromático pebetero de los artificios o de la arisca irreverencia de unas
carnes desnudas, envueltas siempre en la cálida fragancia agazapada de la piel,
si tú sabes muy bien que lo único que me queda de ti es precisamente eso: tu
sahumerio perfumado de mujer.
Repaso distraído los múltiples destellos de las lámparas inundando de
luz el lobby, las galerías, el primer
rellano y hasta el mismo perdido bar del sótano. Son las tres y treinta de la tarde
de este implacable invierno y sin embargo, la temprana penumbra afuera está
aquí adentro contradicha. Y todo este encerrado aunque transparente fulgor del
hotel me acaricia arrullado por el untuoso recuerdo de las suites de Peer Gynt, que venía escuchando desde la radio del taxi y
que me hicieron remontar a la época de estudiante cuando, enamorado de ti, te
lo confieso, a través de radio Luxemburg supe de Ibsen por cortesía de Grieg.
Corrí a contártelo. Lo que te interesaba... En fin, esto de recordar los
inicios no debe avergonzarnos, aunque no sé por qué, pienso que a tí en
realidad lo único que te importó siempre fue encontrar, sin esforzarte
demasiado, el espacio privilegiado que te correspondía en este mundo.
No sé si fue la fresca remembranza de las suites o la memoria contenida de tu aroma Chanel lo que me sustrajo
del tiempo en ese instante, de ese tiempo que uno, con la edad ya perdida entre
las asechanzas de los años continuados, termina por olvidar sin dejar por ello
que se siga testimoniando desde los gestos endurecidos de nuestro rostro,
tejido de rencores vencidos y expectaciones inútiles.
Con ese maniático afán mío por no querer dejar escapar un solo minuto de
mi vida sin que se lleve o me traiga la urgencia de un olvido, todavía con las
narices heladas y ahora con el pelo coronado de nieves - mis canas escarchadas
-, me refugié en el primer rincón, extrajjje del maletín mi pasaporte y, antes de
entregarlo, me le quedé mirando a esa foto. Cuántos años desde aquella última
vez, mi señora doña Entusiasmo, mi señorita Pasión, Oma Full rediviva. Es la
foto de un hombre mermado, con las ganas maltrechas y la ansiedad doblegada y
con la sangre preocupada fluyéndole por sus arterias, agobiado y exiguo, y sin
poder permitirse un retorno que no sea el tuyo, Oma Full, el rostro de tu
recuerdo, el rastro de tu perfume. ¡ Imagínate ! La vida así es cosa jodida, ¿ no ? Por ejemplo, pensar tan sólo que nadie conoce
el verdadero silencio de la soledad, ni los terribles dolores provocados por el
recuerdo tardío del amor imposible que nos asila, si no ha sentido por una sola vez en la vida el
vacío que únicamente se alimenta con el crujir de los muebles, o si no se ha
hablado nunca a sí mismo ante un espejo o si siente que los muebles de su
morada huelen siempre a guardados, a añejos.
Así, cigarro en mano, solo y desarraigado, con la tristeza enredada en
los ojos y el runruneo de la nostalgia abrasándome el alma, convencido
ingenuamente por mi orgullo de que toda desventura es temporal y reparable,
empecé a hallar consuelo en la idea de verte regresar tú toda, olvidada y
muerta Oma Full, intacta y fresca pequeña en tu perenne envoltura de fragantes
deseos. Y al llegarme, ¡ ay !, con los años cansados
tu recuerdo olvidado, aquí mismo, en este hotel, en invierno, en París, tanto
tiempo después, debo comenzar por repasarte a través del significado profundo
de esa impronta anticipada a la que te condenaron primero tus abolengos, la
educación de geisha después ( con
todo y aquello de que del aseo de las partes bajas de su cuerpo depende el
futuro de una mujer ), y tus apetitos desenfrenados de vida, por último. Sólo
así puedo asimilar esa predestinación que se afincaba en ti pareja con el
sonoro, altisonante y complicado acento del falso nombre dentro del que te enfundabas
cuando te conocí: Oma Full von Kollmann. Pero para situarte en el contexto de
mi vida y de tu vida, para decir en verdad quién eres, Oma Full intemporal,
debo abordarte desde los ritos sociales que acostumbrabas y que tantas
sorpresas me causaron una vez que te traté.
Que, ¿ cuándo ? Pues cuando en rigor fuiste de
repente la inverosímil inquilina del arcano, habitante singular de un
apartamento de la rue Monsieur le Prince.
Allí se encontraba tu insólito y secreto mundo íntimo al que yo solo habría de
llegar más tarde por el azar de la oscuridad, aunque tú te empeñaras en decir
que se trataba de la dramática coronación - ¡ pamplinas
! - de mi carrera de espía.
Oteo aún tu costumbre cotidiana de bajar al Mónaco o al Old Navy, tu escaso desayuno de
optimista, la taza grande del café-crema, el panecillo mojado y tu precisión
ritual en todo ello. ¡ Uf ! Decírtelo, no sé. Pero, en fin, de tantos encuentros
sin que me vieras y de tanto verte desfilar cada mañana ajustada a tu aire
mundano que te hacía inconfundible, entre mis hambres y vigilias de estudiante
y mis constantes chagrins de
embrollado olfateador de amores, terminé por tomarte una fotografía
inconsciente que guardé cuidadosamente en la trastienda de mi conciencia como
un daguerrotipo enigmático y frágil, o
mejor, como se registra delicadamente para la memoria del amor una flor
disecada entre las moribundas páginas de un libro.
Verás ¿ cómo te dijera ?, veía un corto cabello rubio, desgreñado pero
alegre, todo él empedrado en oro; unos labios-bolero de novela escarlata, un
tanto grueso aquél sobre el que se apoyaba finamente elaborado y gracioso el
superior, configurando todo el conjunto una de esas hermosas bocas que por ser
esculpidas entre los artificios de un beso, no se permiten una sonrisa o un
gesto que no sean sensuales; una naricilla afiligranada y una amplia, deprimida
y pálida frente; unos ojos oscilantes verdeazules de horizonte de mar
cartagenero, y en últimas, un sorprendente dominio de la taza de café caliente
entre tus labios, sin mirar a nadie, sin ver a nadie, sin importarte nadie, con
el ademán siempre del más estirado desdén por el contorno, por las cosas, por los otros, por nosotros, ¡ por
mí !
Y yo qué, ni pensarlo, pura casualidad, o si quieres - y acaso -, de mero embrollado olfateador de
amores. Por ello, el rostro de tu perfume habría de llegarme por primera vez,
como en efecto me llegó, una mañana de domingo en que coincidíamos en la espera
de monsieur Gibert, los dos
impacientes reprimiendo el afán y consintiendo el aguante en medio de un
silencio que, sin embargo, terminaría por rendirse ante nuestro inesperado y
relampagueante cambio de luces:
- Hoy es domingo último de mes - te dije.
- Y, ¿ eso qué ? - interrogaste tú con el
semblante tensionado, acechando una respuesta que ciertamente nada te importaba
o te importaba poco.
- Es el único día del mes que el hombre tiene para descansar - repuse -;
dicen que se va de pesca, aunque con la pinta que se manda el pobre dudo mucho
que logre algo. Quizás fastidiarnos, sí, eso es, fastidiarnos, nada más. Pero
en fin - rematé con fingida indiferencia
-, hay que aceptarlo.
Debieron angustiarse tu aristocracia expósita y el coral verdeazul de
tus ojos marinos porque no de otro modo que así, obligados a mirar, pudieron
mirarme, de tal suerte que, ya nuestros ojos encontrados al fin, asomó fugaz su
voz la barracuda que había en tí escondida en
su aliento de mujer, y en son de bronca dijo:
- ¿ Aceptarlo ? Aceptar qué, ¿
el fastidio ?, ¿ la pesca ?
- Lo que menos te mortifique - te respondí conciliador pero sin poder
reponerme de la sorpresa. Oficiante, me enseñaste el cancel poderoso de tu
espalda, y escapaste. ¿Lo recuerdas, Oma
Full ? Me dejaste no sólo tendido y groggy sino con el hedor de la duda en
el alma y la estupidez en la cara. Todavía hoy, lejanos ya los tiempos
juveniles de lo heroico y lo trágico, desde la perspectiva que me ofrecen estos
dos inviernos que se anidan en mi cabeza - mis canas escarchadas -, pienso: tu
amago de camorra con lo del fastidio o la pesca,
¿ era un pretexto para prolongar el diálogo ? O
simbolizaba de pronto tu desconocido y rotundo estilo de mandar la gente al
carajo, ¿ ah ?.
¡ Vaya uno a saberlo !
En todo caso, Dios es testigo de que yo no quise provocarle a ese indescifrable azar momentáneo ninguna
urgencia descabellada. Me retiré, eso sí perturbado, a mi modesto cuartucho de
estudiante. Sabía que era cuestión de serenarse. La rutina de los desconciertos
repetidos a la que estaba acostumbrado desde niño, se me venía aparejando
últimamente con ese estado letal que los conformistas llaman cómodamente aburrimiento y que en mí se constituía
ya en el más incómodo sistema de vida. Coloqué con desgaire una vasija vieja
sobre la estufa, y mientras calentaba un poco de leche, aquel diálogo corto e impreciso se me antojó premonitorio. Quizás, ¿ ves
?, inmerso como estaba en el bostezo negro del misterio, por qué no pensar que
ese diálogo ambiguo traía, sin embargo, ya consigo, los trazos iniciales de lo
que sería más tarde nuestro eventual
código secreto. Quizás, ¿ no es cierto ? Eso pensaba,
mientras recostado en el diván removía lentamente la repugnante nata que
emergía ebria hasta la superficie de la taza, sin poder olvidar, pero aceptando
resignado, el hecho de que era domingo, ese día parásito de la semana con el
que nunca comienza ni termina nada, Oma Full, ni siquiera aquí en París. Pero,
en fin, con el saco al hombro y el alma suspendida en el parásito, salí a la
calle. El cielo estaba claro, sin nubes, de una jurada transparencia de novela
y por ello, supongo, propicio como los náufragos hasta para el más cruel de los
encuentros. Pero como aún tú no estabas en mí ni siquiera para escribirte,
amarte o maldecirte, mi único encuentro posible en ese instante no podía ser
más que con mis propios deseos o con las buenas intenciones. Por sobre el
tapete del agonizante follaje de las aceras y bajo la protectora sombra de los
álamos perpetuos, caminando sin prisa, con las ganas amputadas y el desaliño
grave del aburrido, rodando a la espera de uno de esos toquecitos de suerte que
necesitamos para sobrevivir y por los cuales evidentemente sobrevivimos, no
pude, con todo, dejar de conformar en mi imaginación la rolliza figura de monsieur
Gibert en ese mismo instante doblado y tieso, empleándose a fondo con su
veterana vara sobre las quietas y silentes aguas de un lago, su arruinada boina
vasca empotrada en su terca testa cubriéndole por todo la resignación
desoladora de quien se obstina en pescar durante toda una vida los únicos peces
posibles de su destino, aquellos que se revuelcan confundidos y asustados en la
fe de uno mismo. No podía tampoco en mi recorrido dejar de ver aquellas mujeres
que se deslizaban por las calles de París, ataviadas con sus trajes de busconas
dominicales, de aventureras de feria en promoción, no tanto por la escuálida
revancha o la brevedad de un goce, como por el acoso de un sino que no veían
claro o que ya sabían irremediablemente colgado del perchero opresivo y
machista de su esposo, cuando de repente, créemelo, ocurrió el milagro que
tenía que ocurrir: frente al enorme cristal de la librería Weimar alcancé a
divisar tu cuerpo, tu mismísimo cuerpo perfumado de Oma Full y tus desgreñados
cabellos dorados y tu inclinada cabecita aristocrática estampillada en algún
punto fijo. Apreté el paso, y cuando ya estaba detrás de ti, pude reconocer por
encima de tu encorvada espalda - ¡ cargaste tantos
años el peso de tu sangre azul ! - aquella hermosa reproducción de Leda y el cisne de El Tintoreto que,
colocada sobre un sólido trípode y enmarcada en pasta dorada de relieves
barrocos, podía verse a un mismo tiempo vertical y abierta en sus multiplicados
visos cromáticos, extendiéndote los brazos en un ademán seductor que te
invitaba a que regresaras a su tiempo, a su renacimiento.
Y como tú no habías podido olvidar nada de tu rancio y linajudo origen,
supongo yo, parecías desbordada por el entusiasmo de aquella época babilónica
que se te insinuaba allí, convencida, y esto de nuevo es cosa que supongo yo,
de que aún te correspondía y aguardaba, ahí, a tu disposición, solidaria y
paciente y sola para ti en la quietud inmemorial y cómplice del tiempo.
Y de pronto, como si el espejismo de tu primigenio mundo, mi mundo
soñador de aburrido e incrédulo irredento y la cruda realidad circundante
hubiesen hecho corto circuito - aún me
confundo: ¿ lo pensé ?, ¿ lo soñé ?, ¿ lo dijiste ? -
te volteaste repentinamente con tu terso rostro azul renacentista y tus
decadentes y apretados jeans de hippie
y me gritaste:
- ¡ Espía !
Espía, sí, porque descubrí con asombro de qué manera existías aferrada a
la vida, como una heroína de cera, por la simple pero equívoca fidelidad a una
alcurnia que sin embargo, sabías ya consumida. Era ésta tu verdadera atadura.
Pero en fin, hoy, desde este absurdamente iluminado bar acrílico del hotel neoparisino, mientras desocupo un enorme
jarro de cerveza y rastreo en la memoria la fragancia que me atrae tu recuerdo
perfumado de mujer, sigo creyendo con firmeza que no importan los peligros del
espionaje siempre y cuando éstos nos descubran los misterios del bajo fondo en
el objeto amado. Y en cualquier domingo de sobresaltos semejantes bien vale la
pena sufrirlo si nos trae un nuevo e inolvidable olvido como éste.
Pero, pensándolo bien, yo cuándo. ¿ Espía? Demonios, no. ¡ Tampoco
!, porque nadie tiene la culpa de sorprender a nadie tan alineado por la
historia y mucho menos tan enredado en historias. Y si no, ¿
cómo fue que te topé tantas veces en la Coupole, en el Dôme, en
el Deux Magots y en el Lipp, sola, sentada a una mesa
disimulando entre campari y campari qué sé yo, quizás tus frecuentes fracasos ?
O, ¿cómo en Londres te descubrí en un
bar, perdida por el Irish-coffee
hasta que tuvieron que arrastrarte, ya juma, a la penumbra cómplice de un taxi
?, y en Cartagena, ¿ por qué fue que te pillé acompañada de dos mozalbetes
medio en pelota y bruñidos los tres de sol y sexo, trepándose a un coche de
caballos en la puerta del mismo hotel Caribe ?, o digamos, en Barcelona, ¿
acaso no te divisé, trágica y torva, oreando el sofoco de tus remordimientos
por entre el canicular jolgorio de Las Ramblas ?, ¿ y no fue en la terraza de
un café de la Piazza Navona en donde
te avisté frente a una botella de Chateauneuf
du Pape transportada de amor, arrepentimiento y buenos propósitos ? ¿ o fue que tampoco te atisbé jugando a manos llenas el dinero
de uno de tus ocasionales acompañantes en el casino de Baden-Baden ? Y ahora
que, eso sí, si aún es poco, puedo jurarte que hasta en Bogotá hube de
sorprenderte saliendo de un motel de la avenida El Dorado, muy en la madrugada,
cuando todavía la lluvia y la niebla sabaneras se resistían a dejar pasar la
luz de la alborada. ¿ Lo olvidaste luego ?
Total, pienso, espía sí, o casi, pero antes que eso, olfateador genuino
de amores perfumados, de aquellos mismos amores que le espantan a quien sea el
tejido y lo arrojan a la curiosidad organizada. Así pues, con todas estas
historias, hijas de tu misma historia, viniste a darme las claves perentorias
para descifrarte a tí y a todas las Oma Full que son contigo en este mundo. I´m sorry.
Y no digo que lo hicieras intencionalmente, no, aunque capaz sí, pero en
resumidas cuentas fíjate, fue lo mismo: lograste refinarme el olfato, me
especializaste en aromas y me enseñaste, Oma Full Siempreviva, que la dignidad
de un perfume termina siempre cuando comienza el deseo. Pero en fin, ya qué. ¿ O sí? Si al menos hubiésemos dejado todo en la pequeña
confusión del fastidio y la pesca. Pero no, cómo iba a ser. ¿ Tú ?, jamás. Tú, mujer, que todo lo podías, mujer que todo
lo pudiste desde cuando el fruto maldito de aquel árbol del bien y del mal para
acá. Tú, ¿ quedarte así no más ? Tú, la depositaria de
los secretos de la alquimia y el tiempo, frente a mí ¿ con
los brazos caídos ?, ¿ con tu voluntad incierta ?
No, tenías que atraparme y aplastarme y asfixiarme con la implacable
dulzura de tu perfume de mujer. Pero ya ves, ahora yo aquí después de tanto, en
este hotel acrílico, en esta era plástica, sin impedírmelo nadie, sin atajar
por qué y para qué los rastros de un rostro, el tuyo, Oma Full; sin importarle
a nadie nada, y aunque misógino nunca, ya por fin, ahora, al acabar esto,
inadvertido y despoblado de ti por culpa y gracia de tu fragancia femenina, y sin
necesidad siquiera de salir corriendo a gritarle a todo el mundo fulana de tal
y oriunda de dónde. Yo qué, ni pensarlo...
Bogotá, 1983.
A LA ARDILLA
En
recuerdo de mi padre.
Tú, Mardoco, allá en el café, alcanzaste a percibir durante tus últimos
minutos de vida que el rumor tenue de las voces cruzadas formaban entre sí un
silencio extraño y transparente. Se te ocurrió entonces, caprichosamente, que
aquello era como una exhortación al amor y a la paz en aquel momento tan
necesarios y fascinantes como a veces solemos catalogar aquellos recuerdos
exultantes que de repente atrapamos ansiosos desde la olorosa evocación del
perfume de la mujer amada. Pero también te percataste, racionalmente, que para
saberse vivo y pleno allí, rodeado de deseos y nostalgias, tenías que emplearte
a fondo, ser consciente de que estabas sentado sólo en una mesa del café
Quindío y admitir sereno que tendrías que esforzarte para no ver en aquella
aparente paz y en esa rumorosa tranquilidad de rutina, más que la simple
superficie transitoria de la vida.
Tu mirada neutra se deslizó por entre
la temblorosa luz que se regaba por todos los rincones del café hasta
posarse, lacrimosa ahora, en la imaginable hediondez del inodoro, que por un
instante pareció devolverte, desde sus vapores fétidos, la cruda figura de un
fantasma, pese a que tú ya sabías que
los fantasmas son invisibles no porque sean transparentes sino porque
los llevamos adentro.
Tú, Mardoco, acababas de cumplir cincuenta y un años y eras alto y
robusto y cejudo y por añadidura te preciabas de hablarte legitimado desde la
severidad y el rigor de tu vida. Te tomaste una taza de tinto, y al momento, no
bien terminados los apurados sorbos, con la habilidad del oficiante vicioso que
no perdona retrasos, diste dos cortos pero agudos golpes que reclamaban por una
nueva taza. Corregiste la posición de tu silla y la acercaste un poco más a
la mesa. Descargaste tu alunada cara
sobre tus manos, tus manos sobre tus brazos, apoyaste luego tus brazos sobre
tus codos y los codos sobre la espuma aún húmeda de una cerveza derramada que
casi desbordaba la mesa.
Dantón, tu verdugo - tú no tenías por qué saberlo - entretanto, bajó la cabeza, miró el
piso por entre las mesas, tornó su cuerpo en un rápido giro hacia la barra,
empujó con ademanes breves el alto butaco colocado muy cerca de la greca, de la
que emanaba un perfume neto de café, y se sentó.
El, Dantón, tu verdugo, era un hombre bajito, delgado e imberbe. Tozudo
como un dolor de muelas. Soltero y huérfano de prole. Es decir, no tenía como
tú por qué ni por quién preocuparse. Su aspecto de plomero desempleado le
difundía además un aire mezquino e indolente. Se bebió su cerveza de un solo
sorbo. Observó desde su pináculo, con vista grave, todo el panorama del café
hasta su más impotente y perdido rincón. Te miró. Advirtió, divisando las dos
grandes puertas de acceso, que sus rejas sólo estaban levantadas a medias, que
había mucha gente, que el bullicio parejo sería su aliado. Vio también que a la
rocola le acababan de comenzar a romper sus riñones a punta de monedas y que
tú, Mardoco, estabas solo allí, tomándote un tinto y como metido en la
meditación, quizás premonizándote.
Tú, al tiempo, también pensabas como pensamos todos cuando escribimos o
leemos esto. Pensabas que todos los hombres, irremediablemente tenemos un
destino. Que para Dantón, tu destino, Mardoco, sería
quizás tan sólo ser ese curioso elegido que la vida arrastraba a la condena,
hasta el punto de comprenderse la evidencia de tu muerte segura por la mirada
opresiva y sepulcral que él descargaba sobre ti. Levantaste entonces de pronto
los ojos y advertiste arriba, colgado a la pared, un grabado antiguo y
desteñido, probablemente alemán, que representaba a una ardilla suspendida de
la rama de un abeto haciendo grandes esfuerzos para no caer del árbol, es
decir, pensaste, para que alguien se interesara en ella. Era una ardilla sola y
en peligro, como tú. Dantón en ese mismo instante, con una vaga sonrisa cínica
que le cortaba en dos su cara de asesino, estiró la mano y la metió al bolsillo
mientras te reiteraba a un mismo tiempo su mirada opresiva y sepulcral. Era la
mirada del destino con el nombre de Dantón.
Tú te quedaste mudo mirando el grabado. Pensabas en la ardilla, en su
temor paralizante a no ser vista y auxiliada - a veces los otros con su mirada
no sólo nos condenan, también pueden salvarnos -, en todo el limpio espanto de
sus ojitos que ahora te parecieron, como los tuyos, averrugaditos y saltones.
Cuando en ese instante, en el preciso instante del trueno, sentiste que se te
escapaba la vista, te doblaste sobre la mesa y te desplomaste inerte.
Acababas de sentir un soplo ronco que no alcanzaste a saber de dónde provenía
pero que de seguro tú ya te habías premonizado, tú ya habías averiguado que se
trataba del ineluctable último trueno del destino.
Entonces todos allí, apesadumbrados, vimos también cómo se descolgaba
del indefenso cuadro la pequeña ardilla.
Bogotá, 1982.
LOS
SECRETOS RETOZOS DE FEDRA,
LA NIÑA-VIEJA
Cuando ya todo estaba perdido, Fedra vino a caer en la cuenta de la
inutilidad de las mil marrullerías y artimañas con que había tratado de disimular
su vida secreta, pero sobre todo, y esto fue lo que más la desequilibró, a
hacer conciencia de que había sido esmeradamente educada por sus padres para
oficiar el papel que hasta ahora veía revelársele y venía a reconocerse.
Sin insinuarse como lo que era, sin perturbarse en nada por su propio
aire cínico de mentirosa y torcida, Fedra se volteó por sobre la chambrana de
la escalera y recogiéndose coquetamente el pelo que apenas la caía sobre sus
hombros - aquel pelo al que intentaba moñas o colas de caballo -
le dirigió una mirada profunda de falsedad y desprecio, y le dijo:
- No es necesario que cambies de opinión.
Teo no necesitó demasiado tiempo para reflexionar sobre la sentencia que
acababan de dictarle. Conociéndola como la conocía, sabía de su pasión por
asumir actitudes que la colocaran siempre al borde de una pretendida victoria,
así fuera a través de falsas determinaciones o fingidas resoluciones. Tomó su chaqueta del perchero de la recepción del
edificio y caminó hacia la puerta.
- No lo haré - masculló con la misma auténtica simplicidad con que a
veces se toman las más graves decisiones . Y ninguno
de los dos alcanzó a escuchar el golpe de la puerta al cerrarse.
Su calculado exótico porte, su estirado, flaco y arrugado pescuezo, y aun más, esa persistente risa
entre loca y diabólica que retrataba ahora a una Fedra-niña-vieja y no a la que Teo había conocido, toda ella con su
gruesa voz de feminista con rulos, venía provocando en él un inconsciente
impedimento de amar, de amarla, que le hacía cada día más distraído y
taciturno, pese a que de tales males se suponía ya vacunado puesto que había
nacido bajo el signo de la soledad y la violencia.
No obstante, durante un largo tiempo, Teo y Fedra continuaron alternando
la cama y el desprecio. Se hacían el amor con una violencia y una intensidad
inusitadas. El sexo parecía restituirles un afecto que desde hacía mucho tiempo
sabían perdido para ambos y cada vez que caían en él, lo asumían como si fuera
su última oportunidad, la definitiva manera de sacudirse la soledad, de
prolongar su relación en el tiempo, de no odiarse aunque fuera por unos solos
instantes.
Pero esto, aparte de radicalizar sus opiniones cuando las sábanas se
enfriaban, y de hacer aun más profunda la brecha que los separaba, fue llevando
a Teo a descubrir con terror los misterios insondables de los secretos retozos
de la vida privada de Fedra.
Se intensificaba por aquellos días el azote de las lluvias sobre la ciudad,
haciéndola aparecer no sólo más fría y oscura sino providencialmente dispuesta
para ejercer en ella, con cierta libertad cómplice, el oficio de los secretos
más íntimos e inconfesables, aquellos que difícilmente se podían practicar y
concebir en épocas luminosas y de verano.
Para Fedra la situación con su amante había rebasado los perfiles del
aburrimiento, y la desesperación se entronizaba airosa a todo lo largo y ancho
de su geografía vital. Ya Teo le había proporcionado todos los encantos y desencantos
de una vida compartida con plena intensidad, en la que la solidaridad y la
infidelidad habían tenido cabida al lado de las trompadas y las pequeñas
sorpresas en forma de ramillete de tulipanes.
Su misión de amante, su postura de niña-bien,
sus deberes religiosos, su devoción y obediencia con los padres y
el acatamiento a los deberes cívicos y
sociales estaban debidamente cumplidos y, en consecuencia, ampliamente
superados. El destino, pues, estaba en deuda con ella y por lo tanto, el
destino tenía que pagarle.
¡ Y comenzó a cobrar !
Su formación no le permitía entender la vida de otra manera que no fuera
el disfrute sensual que últimamente lo venía percibiendo con el licor o los
perfumes, con el dinero o las limitaciones, con las mentiras o las verdades
ofensivas, con las traiciones o los mimos, con la comida o el roce de sus
estrechos pantalones que, cuando eran
jeans, la arrastraban hasta el lindero del orgasmo. En fin, con todo lo que
ella, Fedra, en su portentoso egoísmo y vanidad, pudiera acariciar a su antojo
y voluntad. Era su estilo largo y minuciosamente perfeccionado y ahora tenía la
oportunidad de probarlo.
Ese día, cuando Teo atravesaba una desierta y empantanada avenida,
sintió, al recordar a Hipólita, un fuerte choque emocional. Comenzó a buscar,
mentalmente, un equilibrio justo entre el desenfreno sexual de Fedra cuando
eventualmente coincidían en la cama y sus prolongadas etapas de frialdad,
abandono y desprecio. Recordó lo voluble de su temperamento cuando el estrecho
apartamento que ocupaban en arriendo se llenaba con las sonoras carcajadas de
la mulata Hipólita.
Hipólita, de contextura maciza, tez morena, manos masculinas, fuertes y
sutilmente callosas, labios gruesos y sensuales, pelo corto a la usanza
lesbiana, treinta y seis años, de origen humilde, tenía magníficos vínculos con
la clase alta debido a los servicios eficaces que le prestaba a la aristocracia
lasciva a la que estaba fletada durante todos los días de la semana. Sus
modales eran casi refinados y su discreción a conveniencia del cliente. Servía
a Fedra desde hacía cerca de dos años, primero, según se lo explicaba Fedra a
Teo, como manicurista, pedicurista y peinadora a domicilio; luego, en razón a
que su trabajo lo realizaba al mediodía, hacía las veces de asesora en culinaria,
hasta que se hizo costumbre su almuerzo con Fedra en el apartamento dos o tres
veces por semana. Así, Fedra mataba su tiempo en las obligadas horas de ocio a
que la sometía su amante por razones de trabajo. Por último, Hipólita se reveló
como masajista.
- Me la recomendaron como excelente, eso me dijo mi hermana, y para las
tensiones a que vivo sometida contigo no hay mejor remedio -, explicó.
Entonces las uñas, los peinados y la cocina fueron siendo sustituidos
paulatinamente por sesiones de masaje que se daban a las horas más inesperadas,
siempre en ausencia de Teo, una vez por semana. Con el correr de los meses se
fueron incrementando hasta efectuarse dos, tres y cuatro veces cada semana, de
cada mes, del último año. Pero ya Teo se estaba acostumbrando a ello y no
reclamaba porque fuera Hipólita quien casi siempre le respondiera al teléfono.
- La señora está relajada ahora. Le manda a decir que en unos diez o
quince minutos lo está llamando -. Y colgaba sin más. Pero el día de no es necesario que cambies de opinión de
Fedra y el no lo haré de Teo y del
cierre de la puerta cuyo golpe nadie escuchó, Teo cedió a la sospecha de que el
orgullo y la decisión de Fedra subiendo la escalera del edificio, significaban
irremediablemente que Hipólita la esperaba en su alcoba para un nuevo masaje. Y
eso que el último que él recordaba se lo había aplicado hacía menos de
veinticuatro horas.
Sin pensarlo mucho y pese a la persistente lluvia, giró rápidamente
sobre sí mismo, volvió a cruzar la avenida y apretó el paso en dirección a su
apartamento. Parecía que a su mente la hubiese envuelto en forma repentina todo
el mundo de Shakespeare con sus otelos y leontes. Al cabo de unos veinte
minutos sacó de su gabán las llaves del edificio, abrió la puerta, extendió su
paraguas contra el mostrador de la recepción y subió las
escaleras silenciosa, pesada y pausadamente. Abrió el apartamento sin
hacer ruido alguno y se encaminó a la alcoba. Semejaba estar embrutecido por la
afluencia de ideas que lo atropellaban y que no obstante él consideraba
estúpidas. Se sentía acometiendo un acto vergonzante, bochornoso, sin
justificación alguna. No tenía por qué espiar el mundo privado de nadie,
desconfiar de su amada, sacudirle en la cara sus secretos...
Pero la puerta de la alcoba estaba cerrada.
Intentó con suavidad abrirla dándole vueltas a la manija pero se percató
de qué ésta no sólo tenía llave sino que estaba asegurada con la falleba.
Entonces alcanzó a oír unos sonidos indescifrables, ciertos golpecitos de
regadera sobre unas nalgas desnudas, el tierno sonido de unos labios llenos de
saliva que succionan y una irresistible, prolongada y satisfactoria risita. El
calor del sexo traspasó en efervescentes impulsos volcánicos la puerta que lo
separaba de los secretos retozos de Fedra, la niña-vieja. Sexo y celos
confundidos convirtieron aquella reservada frontera - de una sola patada - en
mil pedazos de astillas. Miró con ojos desorbitados e incrédulos el tremendo
espectáculo y contempló a Fedra en cuerpo y alma de niña-vieja, enloquecida por
sus secretos retozos.
Cuando Fedra se puso de pie, totalmente desnuda y humedecida, Teo
reconoció en sus ojos los síntomas de la alienación, el abandono y la derrota,
y admitió que en realidad oficiaba bien el papel que le asignaron sus padres
desde niña. Se dio vuelta y marchó.
Ya todo estaba perdido para Fedra. Y para él. Entonces, desde las
arcadas de su incontenible desprecio, recordó una tragedia griega.
Bogotá, 1981.
Primera parte
De suerte que para entonces todo marchaba bien, de cualquier manera
bien. Los muchachos se frecuentaban apasionadamente, botaban corriente, se
sumergían una y mil veces en las más violentas discusiones, se reventaban de
risa; lo demás les importaba un pito. Y esto no lo digo, como dicen, por decir
algo. No. Es que si usted viera cuántas cosas se aprenden en la vida cuando la
vida la entiende uno como un generador de corriente en constante descarga. Hay
veces que, sin darnos cuenta, nos encontramos a bocajarro con un chist bramado
que pretende indicarnos, señores, ustedes deben tener un poquito de respeto, la
cosa es más seria de lo que piensan y yo no sé cuántas otras sacralizadas
razones, incluyendo aquella de que está bien, un libro no cambia una vida, pero
no olvide que la orienta en pequeños detalles, ahí le dejo la Imitación de Cristo, sí, cómo no, de
Kempis, ah, no, deje ver, página 1365 del Larousse, arriba, sí, lea, Tomás de,
no, no, no, todo por favor, desde el comienzo, ah, libro piadoso, escrito en un latín claro, vigoroso y muy original. Ha
sido traducido a casi todas las lenguas. Su autor es desconocido; ha sido
atribuido sucesivamente a Gerson, canciller de la Universidad de París y sobre
todo al monje, sí, sí, basta, ¿ lo vé ? Claro.
Pero dime, viejo, ¿ de qué siglo, de qué año, de qué
mes, de qué semana, de qué día, de qué hora ? Así no podemos entendernos. Y
terminamos sin saber quién es el que no entiende al otro.
Se sienta en una mesa de madera, circular, repleta de pronunciados
rayones e incluso con la estampa de firmas, nombres y corazones cruzados. Las
manos sosteniendo la cara hasta dejar las huellas coloradas en cada mejilla.
Una taza de café negro y un vodka - por lo demás, desde que el viejo poeta lo
toma, está de moda -, el cenicero anegado de colillas rigurosa, meticulosamente
chupadas, el reloj de cobre adornando la pared de enfrente, marcando la hora de
ahora, señalando lo de siempre con sus diminutas agujas azules, los clientes de
la barra disimulando con un rictus cambiante la pasmosa prolongación del día y
recostando la vida al inundado mostrador y a la cerveza; la tarde no se filtra
porque entra toda por las ventanas abiertas del Old Navy Bar sin el más leve
conato de lluvia, de mojada, de empapada.
Sentado, pues, está el hombre clave, el personaje, el centro delantero
de la gallada. Levemente ventrudo sin
perder el equilibrio de su geografía por ello, más o menos calvo pero sin
dignificarse por ello, un poco alto pero no lo suficiente para abastecer su
vanidad por ello, y en fin, más o menos gordo, más o menos inteligente, más o
menos trabajador, más o menos responsable, más o menos bebedor, más o menos
mujeriego, pero eso sí, con un detalle que siempre nos pareció urticante: ¡ bizco ! Vendió en alguna época géneros de contrabando,
surtido a cabalidad desde Manaos. Se le voló en cierta ocasión a su dentista
sin cancelar una cuenta aunque no por ello fue que mantuvo algún tiempo el
apodo de diente-de-oro. Hizo con
algún esfuerzo sus estudios de bachillerato, rompió vidrios en varias
manifestaciones, ultrajó a su padre y a su madre, violó tres sirvientas -
algunos dicen que veintisiete -, se escapó de la casa con todos los cubiertos,
dirigió casi todo los equipos de básquetbol de la ciudad, le rompió la cara a
un policía, ingresó a la universidad y, a los seis meses, recorría
las calles ofreciendo suscripciones de manuales técnicos, se tiró una
procesión del Santo Sepulcro, aprendió a nadar en los tanques distribuidores de
agua de la Ciudad Progreso, fue
instructor en el manejo de autos, se presentó a un concurso para ingresar como
agente de policía secreta, jamás pasó por el seminario y fue competente agente
vendedor de seguros. Lo último que supimos de él nos lo contó La Perica: tiene grandes bigotes,
derrocha la plata en carajadas, bebe como una pucha, no se quita la corbata
sino para meterse en la cama, está enmozado con La Topa, la única mujer del barrio a la que le falta una teta, y
ostenta el cargo de visitador médico.
Se llamaba, se llama, Vitola, un don nadie, un don
todos, un hombre mediocre y sin importancia y por lo tanto - y pese a
ello - el centro delantero de la gallada.
Y vea usted, la ciudad tenía de todo. Había lo que llaman puteaderos - y
debo ser reiterativo en esto -, o casas de citas, o ramerías, o casas de lenocinio,
o burdeles, o casas de camas, o prostíbulos, o casas llanas, o lupanares, o
casas de prostitución, o putaísmo, o casas non sanctas, o casas públicas,
harenes, serrallos, manflas con sus respectivas mujerzuelas, meretrices,
zorras, busconas, calientacamas, rameras, viejas ninfas y hembras cortesanas,
eso sí, desde luego, todas horizontales, como Dios manda. Hoteles, desde el Lux
hasta la Pensión Cariño, regentada durante nuestros históricos años por el
inolvidable Pocillo, aquel orejimocho alcahuete que fue capaz de disponer hasta
el menor detalle para sacrificar la virginidad de Liza, llegando incluso a
costear los condones, luego las toallas higiénicamente intachables y, por
último, la cena de la desvirgada en la que le sopló a Vitola tú, cuadro, por lo menos no agarrarás ni
gonorreas ni gonococos como el cabrón del Feliz Buenahora, que por dárselas de
medio raro, de nadaísta, de yo no sé qué, ¡ ay ! no quisiera acordarme , casi
se le cae el pingo. Y el pobre Pocillo, él también, sufrió su suerte de
hombre voluntarioso, rencillero y lenguaraz. No hace mucho, cuando la gallada
ya estaba extinguida, dispersa, a Pocillo lo encontraron en la esquina del
parque Aniversario con la carrera
novena apuñaleado de cabo a rabo con la cara más torcida que la punta de una
broca y con la mirada perdida en no sabremos nunca qué sueño de cantinero,
celestino y cuadro.
Vitola deja caer perezosamente su mano derecha extendiéndola hacia el
vaso de vodka. Su cara y su torso pierden repentina, momentáneamente su
equilibrio. La mejilla sostenida por su brazo aparece roja, con pronunciadas
arrugas debajo de su estrábico mirar siempre malicioso.
La irrupción de su mano en el frío vaso de licor lo despierta de su
dubitativa presencia allí, en el Old Navy Bar. Su existencia le aparece de
repente como una voluntad desganada por beber un trago.
Inconsciente, mejor, irresponsable, Vitola compromete su pereza en un
gesto que no alcanza a ser libre. El ridículo de su tambaleante estatura sobre
la sucia mesa mostrando ostensiblemente una momentánea raya blanca precisamente
debajo de su ojo despistado, no le otorga el derecho a saberse dueño de una
situación particular.
El cantinero se acerca.
- ¿ Qué piensas, Vitola, cómo carajos te
dejaste hundir así por la Topa ?
- Nada - responde -. Nada que valga la pena - y de nuevo se interna en
su silencio.
Vitola sí piensa. Y en la Topa. Cuando la conoció, ella contenta de
salir con el cachaco éste de corbata y todo, agente visitador médico, con un
ojo perdido según ella por la crapulosa situación en que se lo presentaron - a muchos les pasa, se les tuercen los
mismísimos ojos -, no tenía otra alternativa que tomar un taxi y llevarla
derecho, como se dice, derecho a la Pensión Cariño. Ella pregunta por un trago.
Ginebra está bien. Pero, ¿ con qué la paso ? Tenemos
agua mineral. Aquí está la radio, fíjate que la cama es limpia, las sábanas
exhalan una fragancia de almidón, de jabón, de ganas.
Trabajo, sí. Bueno, yo hago mis excepciones, cuando me gusta un hombre
lo pienso, pero en fin. Y la Topa cuenta su vida. Le gustaría tener a un hombre
que fuera capaz de quererla de tal manera que esa expresión del amor tuviera
por dentro un elemento de libertad y de independencia para ella. Es decir, que
la quiera para hacerla libre y no esclava. La costumbre no es esa, piensa
Vitola. Y él no era precisamente el ejemplar de hombre disidente. Él, el pobre
Vitola. Su mujer debe ser, su mujer,
su propiedad, su robo. No concibe la idea de que un hombre pueda activarle a su
compañera un impulso personal que la haga consciente de que su amor, ese amor
de los dos, tenga para justificarse y desarrollarse plenamente, los factores de
libre escogencia, decisión y responsabilidad que liquidan de cualquier tipo de
relación el egoísmo y la egolatría.
Ella, libre en el amor, se siente mujer, es feliz, se realiza y a través
de ese amor, por él mismo - el amor así - su ser social y su expresión humana -
no su condición - se aparejan con la existencia real. A Vitola no le cabe en la
cabeza, pobre Vitola, que el amor funde. Él siempre ha creído que el amor sirve
para fundar, para fincar, para ser
dueño. Él cuenta su vida, a medias. La habitación toma un olor a sexo, a mujer.
Se despeinan entre copa y copa, entre beso y beso. Los pantalones rojos, de
pana ordinaria, quedan en el asiento. Sus zapatos - mocasines amarillos - a un
lado de la mesa de noche. Calzoncillos y calzones, ambos blancos, al suelo. La
música penetra el ambiente en tensión. La camisa de seda rueda junto con la
corbata por el otro extremo de la cama. Y allí empieza para Vitola una exótica
y extravagante experiencia. Ella pretende disimular su situación de
hembra-con-suéter-en-la-cama. Forcejeo. No hay forma. Él no entiende. Ella se
azora. Que sí, que no. ¡ Esta mujer pretende hacer el
amor con suéter ! El hombre reclama su
derecho a verla toda desnuda. Y de pronto un suspiro, una lágrima, un dolor que
revienta la atmósfera madura de la habitación. La Topa confiesa. Una
extirpación del cáncer que me poseía pero que ya cedió. Sí, es cierto, me falta
un pecho. Me voy. Intenta vestirse, se inclina rápidamente hacia atrás con
ademán de recoger sus calzones blancos, sus pantalones de pana carmelita, sus
zapatos. Él la toma de un brazo. Cuéntame, habla, di algo, no entiendo, no
sospeché que esto pudiera suceder, que esto pudiera sucederme. Pero el impulso
dobla: Vitola untado y resignado, la Topa cansada y agradecida. La demora cubre
apenas el tiempo suficiente como para que Pocillo suelte su taza de café
caliente y sorprendido: Vitola, ¿ qué pasa...?.
Se evidenciaba en él un resultado vago del largo combate por conciliar
las abruptas verdades de la naturaleza con los empalagosos caprichos del ser
social.
La ciudad, en fin, era una ciudad media. Con un nombre tan poco serio y
verídico que más parecía una burla con su alias Ciudad Progreso, título medio exagerado, medio exuberante, medio pajarilla. Y como en todas, barrios por aquí y por
allá, calles asfaltadas en los barrios burgueses, largos caminos polvorientos
en los barrios periféricos y humildes. Iglesias con lujosos altares, púlpitos
tallados en barrocas formas, silleterías en estado de deterioro, vírgenes,
apóstoles y santos con viejos vestidos de pintura desteñida y sus campanas y
sus portadas anchas y pesadas en manos siempre de quiméricos sacristanes,
rapavelas, chupacirios y monaguillos de ocasión, todos ellos iguales, con cara
de degollados lamiendo su terrible vida de pobres diablos a la sombra
protectora y no claramente honrada del cura de parroquia. Pero existía, como
era natural, la Catedral Mayor, epicentro del Poder Moral más fuerte, más
dúctil, más hábil que cualquiera de los poderes terrenales del hombre, del
político, del burócrata, del partido, del gobierno o del Estado. Cada año, el
enjambre de fotógrafos de prensa se volcaba sobre el atrio imprimiendo nerviosamente
sus placas ante la imagen de un alcalde izquierdista
agarrado a las faldas de la Santísima Trinidad en genuflexión degradante para su pueblo, para su rango, para su
estirpe, para su vocación ideológica, declarando, decreto en mano, sierva y esclava
de su infinita bondad a toda la ciudad, incluidos, desde luego, barrios pobres
y ricos, hoteles, parques, billares, canchas de fútbol, bares, piscinas,
lupanares y lógicamente lugares como la Pensión Cariño y el Old Navy Bar.
Venias para Núñez y reverencias para el Sagrado Corazón. Y la Patria vibrando
en el corazón de la Catedral Mayor con sus Tedéum patrióticos cada día de cada
año de cada fiesta nacional con la sombría remembranza de un tal general
Santander.
Y los policías de la ciudad, diosmío, siempre tan suspicaces e
inteligentes... Cuando se atentó contra la vida del Cónsul de la Unión
Soviética colocándole debajo de su asiento, en dirección a su mismísimo trasero
una inofensiva bomba casera, el periodista local, presuroso por decir algo,
cualquier cosa que pudiera impresionar a sus lectores, le espeta Cabo aquí el reportero de La Verdad usted me
diga y el señor cabo de la policía la intención del acto contra el señor Cónsul
ruso es apenas obvia. Y el periodista, compinche de Vitola para
tantas crónicas basquetboleras, con un rictus de plena satisfacción, es increíble lo que está pasando. Y ni
Vitola, ni la gallada, ni lector alguno
de su pasquín supo jamás lo que querían decir el cabo
y el periodista. Pero lo cierto era que la cosa sí se estaba tornando
increíble.
Verdad es que durante esos años no hubo una sola defección en la
gallada. Diecisiete cortísimos años para tan abundante sucesión de escándalos,
acontecimientos, algarabías y experiencias difíciles de recoger en una sola y
limitada crónica. Y en esos años ni un solo miembro ausente, retirado,
renegado, vetado, desertor, sapo o desleal. Ni un solo miembro de más. Siempre
los mismos, siete felizmente, los siete rábulas del relato: Vitola bizco, Joashim
turco, Manfred alemán-cervecero, Cursio cadavérico plata-plata, Dantón
aristocrático, Mono, bueno, de Mono ya sabemos su historia, dicen que sigue
todavía de jefe de la Revolución, y Feliz Buenahora, en fin, siempre una
pesadilla deambulante, un cabrón que no pudo jamás con su angustia existencial,
con su gatica, con su Ana para aquí, Ana para allá, con su pestilente nadaísmo
y su plumífera melancolía.
Cuando Vitola y Liza se conocieron en la cafetería de la esquina del
parque, diagonal a la Catedral Mayor, un intenso y desordenado pálpito rodeó el
ánimo de la criatura. Ya Vitola aparecía en las páginas deportivas de los
periódicos locales como la figura más sobresaliente del equipo de básquetbol y
se pensaba en la posibilidad de su ingreso al conjunto profesional. Se le había
entregado la dirección del seleccionado femenino del Colegio Superior de
Señoritas y ésta, Liza, era una de sus reservas más prometedoras de acuerdo a
la opinión flechada de Vitola.
Y tú, Liza, ¿ qué miras tanto en esa iglesia y
cómo puedes pensar en semejante tormento y acaso yo debo someterme, dime, no
podría ser de otra manera, no podríamos encontrarnos en el mismo deseo
voluntariamente, ah ? ¿ Todo con el bendito privilegio
de la santa bendición para que lo nuestro sea más que amor, arrepentimiento ?
No, Liza, esta manía de querer amarrarlo todo, de tirarse la fiesta con
pendejadas de esas, de aferrarse a ridículos ritos, tabúes, principios arcaicos
y rebasados por la vida de hoy, de pretender que todo dependa de ese
insignificante detalle, que todo dependa de todos y no de nosotros dos solitos,
Liza, ¿ves? Y Vitola con sus argumentos flojos mirando
distraídamente aquí y allá pero nunca hacia la inmensa mole diagonal, hacia ese
monumento singular a la Moral, tendía una trampa verbal que en su avance lo
enredaba en toda clase de galimatías.
No. Vitola, yo no puedo jugar mi porvenir a un precio tan alto. Todavía
mi libertad no depende de mí y no sabré cuándo dependa, pero si esto llegara a
ocurrir, si mi libertad me la entregaran toda entera y para mí sola, ¿ no ? yo no la entendería en la práctica como la
determinación respecto a una cosa tan seria.
La tarde no cae, se apaga subrepticiamente recogiendo en sombras las
siluetas enamoradas del bizco y de la Liza Miramón. El cigarrillo se apaga en
la boca de Vitola. La partida se ha perdido y Vitola toma alientos para pedir
la cuenta. Descuelga su brazo hasta el bolsillo izquierdo y entre llaves y
billetes cae sobre la mesa un reguero de monedas que pagan por esa nueva
frustración. Su estrabismo se pronuncia y Liza, precavida, gira sobre su silla
y sale rápido de la cafetería en dirección imprecisa. Más tarde supo Vitola que
esa noche Dantón le cobró con consejos, súplicas y ruegos exóticos el precio de
su falsa moral preparándola para que en próxima oportunidad una sola expresión
sugestiva de Vitola, un sólo tienes que decidirte, sirviera para llévame a
donde te parezca. De ahí el sello de su amistad con Pocillo que no le cobrara
ni siquiera el papel higiénico.
Se había previsto que, para evitar habladurías, la gallada dejaría de
frecuentar el café Lietra que con sus billares y coperas venía haciendo las
delicias de Feliz y Cursio. ¿ No podían beberse una cerveza tranquilos sin que
llegara alguien y otra vez bebiendo ah ? o la vecina de Manfred que mire doctor
que le mandan decir que si no paga el arrendamiento de su pieza que para serle
franca ya son tres meses nos van a botar a todos del piso y que usted tiene la
culpa pero yo no me quedo con ésta porque como ya sabemos donde se encuentra
todos los días tomando trago y perdiendo el tiempo voy a decirle al dueño que
venga que hasta le conviene para que no engorde tanto, sí, no jartar tanta
cerveza y pagar lo que debe de vez en cuando, ¿ no ? El sitio ideal era
entonces la casa de la Perica, un salón grande inundado siempre de música,
aguardiente, queso, salchichón y hembras, coctel imprescindible para toda buena
bohemia. Por un corredor se llegaba al cuarto privado, a la cocina y al baño.
La música, abundantísima, corría por toda la sala y toda la noche sin fatiga ni
pausa. Allí comenzó una nueva etapa que todos reconocieron deberle a Mono,
especialista en refugios, trincheras, escondites y parapetos. Allí era donde
botaban corriente, se sumergían en las
más violentas discusiones y se reventaban de risa. Allí fue donde Vitola le fue
infiel por primera vez a Liza una noche en que, según contó al otro día, vio a
dos inmensas ratas que jugaban básquet con un trío de guapuchas. Allí fue en
donde se planeó el robo meticuloso de todos y cada uno de los cubiertos de la
casa de Vitola para empeñarlos y pagar las cuentas de trago de los últimos
siete meses. Allí fue en donde la pitonisa, recomendada por la Topa, hurgó el
siniestro destino de Feliz, Mono y Manfred, la suerte brillante y venturosa de
Cursio, Dantón y Joashim y el usted será
siempre poca-cosa y don nadie de Vitola.
De allí partieron a la más espectacular de todas sus hazañas.
Segunda parte
A las cinco y cincuenta y ocho minutos de una espesa y enigmática mañana
de viernes, se inició el repique de todas las campanas, de todas las iglesias,
de toda la ciudad, formando un discorde y aberrante concierto que rompía a
contrapelo la calma despuntada del tibio clima del amanecer. Un misterioso olor
a resina de incienso colmó desde esas horas la deshumanizada calcomanía de la
Ciudad Progreso.
Indispuesto por su sempiterna dispepsia, Cursio despertó hurgándose
vulgarmente las narices, recogió de su mesa de noche un fresco vaso de leche
que bogó con premura, se dirigió al inodoro - su ritual madrugada - abrió la
llave del lavamanos, dos manotadas de
agua sobre su rostro y el refriegue de sus ojos lo despertaron ante el espejo y
le espantaron no sabe cuántas quebradizas lagañas. Hizo un curioso gesto
afirmativo que se reflejó en el plateado vidrio y que le servía para incoar su
perentoria y recurrente reflexión, luego de levantar, meticulosamente, la tapa
del retrete - lo que son las cosas, tres días y tres noches sin tomar un trago, sin
siquiera una cerveza, de puro abstemio, de pelotudo bebedor de leche para
cuidar esta gastralgia sabiendo que ni así voy a salvarme de una muerte fija
con mal de estómago, a lo mejor en plena cagada. ¿ Morir cagándome ? ¿ De veras ? ¿ será posible ? ¿ puedo dejarme arrastrar por cuánto tiempo de esta
angustiadora premonición de desastre que desde hace unos días me viene incluso
oliendo a mierda ?... - cuando hala
la larga cadena del excusado su ruido persistente distrae el holocausto que
presagia el filtrado olor a bálsamo que se cuela por entre todas las rendijas
de la casa, ahoga el sonsonete avizor del tañir religioso y le da presencia al
espeso vaticinio de éste no es un día cualquiera, ¡ qué carajos ! El ánimo
proclive, la presunción de desastre, el anuncio de vaina grave alteró la bien ganada
fama de ese muchacho es ejemplar en la casa y lo llevó a gritar a la fámula, a
exigir, jadeante y ansioso, que qué pasa con mi traje nuevo y mi camisa de
rayas azules y la fámula córrale a ver y mi corbata roja de pepitas blancas y
la madre encabritada por dios aquí están los mocasines y el pañuelo y las
medias rojas y si continúas con este geniecito y no haces un acto de contrición
en este día del señor caído que dios mediante le sirva de algo y la madre
sentencia que sirvan los dolores de nuestro Señor Jesucristo para que los
pecadores hagan un propósito de enmienda que ya está bueno mamá. Y como siempre
era cosa de nunca acabar. Las vociferaciones inflamantes dejan de retumbar en
la moderna mansión cuando los golpecitos de la cuchara revuelven rítmicamente
el azúcar de la taza de té que, con el decoro de una amarga impaciencia - ¿ y acaso la gastralgia ? -, absorbe dubitativo - ¿ y acaso la premonición de mierda ? - entre su recién
comprado y planchado terno cruzado azul
a rayas.
Los primeros buses empiezan a desamarrar su mala índole y a cubrir de
miedo y de terror la ciudad. Mientras los bares y cantinas cerraban, las
oscuras tiendas de comestibles, víveres y abarrotes se aprestaban a todo lo
contrario. Ya avanzaban las ocho y cuarto cuando el teléfono despierta la
embrutecida somnolencia de Dantón.
- ¿ Quién habla ? - exclama con aire de
sorpresa.
- Vitola - se excusa.
- Ajá, ¿ qué pasa ? - dice Dantón con un vulgar
bostezo que le cubre la cara mientras endereza su torso sobre el lomo de la
cama.
- ¿ Te desperté o qué ? - anota Vitola con
cierto afán de fracasada cortesía.
- Pues la verdad es que sí, macho. ¿ No pudiste
esperar un rato ? ¿ Algún vaticinio ? ¡¡ ah !! - grita.
- Qué va, aunque el día está como para
eso, ¿no? - expresa Vitola
intentando decir algo pero sin lograr decir nada. Piensa que no sabe para qué
llamó, al menos tan temprano. No era su costumbre. La gallada tenía como norma
el respeto del sueño de los demás - o bien porque nadie madrugaba o bien porque
¡ ay del malparido ! - y sólo noticia grave, sucedida
y verificada, justificaba tal riesgo. Y, pese a todo, a no saber por qué,
Vitola llamaba por algo que aún, bocina en mano, no sabía qué era. Y se le
ocurre:
- ¿ Eres muy verraco ?
- No tanto como tú pero ahí vamos - regaña Dantón.
- Entonces nos la amarramos hoy - Vitola se alegra - vamos a desflorar
la monotonía y a descuartizar los presagios - remató sin advertir lo que decía.
- ¡ Ay ! - exclama secamente Dantón dejando la
interrogante sorpresa de Vitola al otro lado de la línea. Un movimiento torpe
había tumbado el estuche del violín colocado la noche anterior muy cerca de su
mesa de noche -. Todavía no logro entender.
- Pues algo pasa - se incomoda Vitola que coloca entre sus labios el
primer cigarrillo del día y apaga con calma la llama de su encendedor que de
golpe sube hasta la altura de sus pestañas, se refriega el ojo bueno y continúa
- tengo una especie de piquiña que más paaarece ganas de beber que otra cosa,
amanecí así, no sé...
- ¿ Y para eso me llamas, gran cabrón, para eso ? - grita
- >>¿ y Joashim y
Manfred y Cursio y Mono y Feliz ? No me
digas que porque no te pasa nada o porque tienes piquiña me tienes que joder la
vida a estas horas, claro que lo de la beba... bueno, si se organizan, a las
once les caigo a donde la Perica, ¿ de acuerdo ?
- De acuerdo - dice con cierta molestia Vitola y cuelga mecánicamente su
teléfono.
Nunca supo el pobre Vitola cómo ni por qué se constituyó precisamente
ese día en el factor aglutinante de la gallada, ni menos aún por qué debía ser
él quien coordinara las acciones previas a la gran borrachera y a la gran
vaina. Es cierto que en diversas oportunidades, se podría afirmar que en la
mayoría, era él quien reunía, concertaba, concitaba, amparaba y estimulaba las sesiones . Pero el presentimiento suyo, coincidente con el
del resto, le pareció diabólico, al menos eso comentó varios días después. Su
mediocridad era de tal manera simétrica,
acorde, precisa que, sin proponérselo, calaba el ánimo de los demás y
estimulaba incisiva pero
disimuladamente sus rodadas.
Porque si bien es cierto que la brillantez le era extraña, su opacidad era
desdibujada por ese carácter y esa personalidad que distingue al hombre
corriente, al don nadie, al poca-cosa.
Mono, Feliz, Cursio, Manfred, Dantón y Joashim le resultaron ese día,
unos más que otros, pero todos, gallos para la beba, hienas para el apetito,
panteras para la alevosía y zorros para la astucia. Ningún problema, se dijo
Vitola, hoy será nuestro gran día, como si todos los días no fueran para él y
para ellos, grandes. Pero la
meticulosidad y la corazonada, escasamente acariciadas aquella mañana,
sorpresivamente reveladas catorce días después, eran cosas de pararles bolas y no dejarlas correr
así no más como las dejaron correr.
Manfred no tiene inconveniente, sólo que si lo acosan más con que la
cerveza ceba, no le jala; Mono, que desde luego pero si no le van a indagar
sobre Iskra, sobre sus tesis de izquierda, sobre sus intenciones
revolucionarias, sobre sus propósitos de cuando sea el momento me enmonto y les
voy a probar que la cosa es por ahí; Dantón, que también pero con whisky y
sobre todo que no les vaya a dar por meter esa viejas en el Mercedes que de
pronto me atrapan en la casa; Cursio, no faltaba más voy a ver con mi tío los
cultivos y a las once en punto estaré; Feliz, estábamos pensando la misma cosa
y ya verán mi último poema la serpiente y
la jaculatoria; Joashim, quién dijo miedo ojalá la vieja tenga salame que
con este pálpito y estas ganas de beba, sí, quién dijo miedo; Vitola, dicen que
no se puede tomar trago un viernes santo pero si la vaina y la borrachera
pintan, la vaina y la borrachera me tienen.
Todos, en fin, con una inmensa premonición de borrachera y vaina. Un
poco supersticiosos en pleno viernes santo, en pleno viernes 13, ¡ en pleno viernes cultural !
A las once en punto comenzó el desfile en casa de la Perica. Las
dificultades iniciales se las llevó
Vitola. La Perica consideraba un irrespeto abordar un día como ése su
casa y pueden darse los lujos que quieran menos venir a apostrofarla este día,
por qué hoy, precisamente, Vitola, ¿ con esa cara de ganas ? Éste no es un día para venir a irrespetar y a
insultar y Vitola estás equivocada viejita no se trata de eso, no venimos a
injuriar a nadie no hay que creer en habladurías y la Perica pero si caen mil
maldiciones sobre los ateos y para peor si son borrachos y escandalosos sigan a
ver pero no respondo, hoy por lo menos no les vendo trago y si lo traen no es
culpa mía ni de ninguna de las otras y allá ustedes porque si ellas lo saben no
sólo se pierden sino que se van a caer con ellas porque eso de no considerar el
respeto de otras ni la religión de una y abusar de la suerte que si la tienen
ojalá no les caiga un rayo y los parta por descarriados, ateos y comunistas.
La Perica se había convertido en un personaje controvertido más allá de
su círculo estrecho de meretrices, choferes y cantineros. Las damas de la
ciudad, desde las más humildes hasta las de más rancia alcurnia, venían sospechando
de un tiempo acá la trashumancia repentina de la gallada. Yendo o viniendo de
misa, dirigiéndose al club, al costurero, al comercio, al espionaje de sus
maridos, cuchicheaban desde sus limosinas la repentina desaparición de los muchachos. Desde la ventanilla
observaban cuidadosamente el interior del café Lietra, una a una sus mesas, el
rincón del baño; sus ojos llegaban a posarse debajo de las mesas de billar y
por entre la puerta del mostrador. De suerte que el cuento corrió: los zánganos
se perdieron, dijo Clotilde Espiga de
Arizabaleta, para bien o para mal, pero ahí nos dejan sus interrogantes,
mijitas, para que respondamos. Y a la Perica, cuando supieron de su suerte
celestina, la zarandearon más que a sus pobres maridos. Estos, en últimas, debieron
pagar por la gallada su singular hospitalidad.
La muy canalla surtiendo blenorragia para
nuestros hogares, sentenció
airadamente doña Clotilde en plena cara del señor alcalde.
No brame más, mi señora, se decía el ejemplar funcionario para sus adentros,
crispado y sin poder disimularse, si cierro la casa de la Perica dejamos a
media ciudad sin cómo acantonarse. Lo único que falta, acota despotricando la
presidenta de la Sociedad de Amigas de la Ciudad Progreso - SACPRO - es que los
sinvergüenzas se nos conviertan, por añadidura, y además señor alcalde, por
culpa de esa mujer, en saqueadores de tumbas y profanadores de altares y santos
- persignación -. La ciudad era ya un herrrvidero de imprecaciones y
admoniciones. Dios nos libre, corea la piadosa comitiva.
La Perica, una mujer de aproximadamente cuarenta y dos años, todavía
hermosa aunque con un cuerpo medio descoyuntado, tenía tal personalidad y era
de tal carácter, que se le podía acusar de amparar cualquier cosa menos
sacrilegios. Dominaba en su medio. Era respetada, acatada y obedecida aunque
sus órdenes no pasaran de un cuidado con rayarme un disco o con tirarse la
radiola o con romperme la mesa de vidrio so animal cómo se le ocurre poner esas
cochinas patas ahí, cuando Manfred zapateaba sobre ella, al acorde de sus
castañuelas, uno de sus pasodobles favoritos.
Medía uno sesenta, lo suficiente para desacomplejar a Joashim, pelo
corto y risa que hizo a Feliz en cierto momento de inspiración: te la robaste de la Gioconda, mamita, lo
que produjo cierta desconfianza segura
de que la infamaba. Su cultura musical y una que otra expresión correcta las
debía a un aristocrático ingeniero, antiguo gobernador, mozo suyo que no sólo
la sacó a la buena vida sino que le dio un toque social inusitado para ella y aclarado
con una qué puede en medio de estos
políticos tan importantes si no es comportarse como toca. Entonces la
llamaban buscona, ahora, La Perica pero nunca nadie, al menos
ninguno de los miembros de la gallada, supo por qué. Con todo y que le ofrecí plata y hasta darle una vuelta en le Mercedes
si me lo contaba, concluyó Dantón. Antes de tomar la casa, dicen que
intentó suicidarse con una alta dosis de barbitúricos suministrados por el
propio Vitola cuando se estrenaba como aspirante a la facultad de medicina.
Pero, en fin, a las once en punto comenzó la sucesión de acontecimientos
extraños. Mal presagio que nadie al menos allí y a esa hora, captó. Primero las
dificultades con la Perica para atrincherarse a beber. Luego, la insólita,
excepcional, inusual presencia de nadie menos que Alida, hermana de Feliz, y en
persona, de carne y hueso: se rebasa la lógica, se atropellaba la razón, se
tiraba a las señoras de la Sociedad de Amor. Y por último la resolución
inmodificable de todos y cada uno, de quedarse, exceptuando a la Perica, a la
Topa y al resto de las muchachas, las unas coladas, las otras clientas, que
ante la eventualidad de un sacrilegio de esta chusma de apóstatas deicidas,
herejes y cismáticos, prefirieron irse a sus casas en busca de sus velos negros, sus rebozos, sus misales
y láminas religiosas, sus lirios y camándulas y, desde luego, sus mejores
trajes para una ocasión como ésta: La
procesión del Santo Sepulcro.
Se encontraron, pues, por primera vez desde que frecuentaban dicha casa,
solos y para colmo en pleno viernes santo, con la hermana de Feliz, Alida,
metida dentro de su propio círculo, en medio de la sala, esbelta, delgada, cara
fina y morena, hembra liberada y con iguales deseos de vaina y borrachera. De
nada sirvieron las súplicas para que aquellas no desocuparan y para que ésta se
largara. De nada sirvió la ensordecedora cachetada de Feliz, la protesta airada
de Mono, las promesas de vaca para
comprarte un presente. En cambio la resolución taimada de Dantón lo que
es a esta me la clavo yo, terció en la balanza para que usted se queda pero nosotros no respondemos.
Y ya no había nada que hacer, las cosas no podían variar, la borrachera, la
premonición y la vaina se imponían contra toda advertencia, por sobre todas las
consecuencias y en desarrollo del cumplimiento fiel a un extraño designio con
visos flamígeros y profusión de tridentes. Pero esto también lo lograron
descifrar sólo cuando la borrachera dejó de ser de aguardiente y pasó a ser de
sangre. Acabada la primera botella y exprimido hasta su último sorbo, cuando
Cursio aparecía en el marco de la puerta que daba al salón de música con una
nueva provisión, cuando Manfred, abusivamente disponía de la radiola sin
advertir las amenazas de la Perica con un la
madre para el que toque un disco porque hasta ahí llegaron ustedes, Vitola
y Alida, con la mediación de Dantón, cancelaban la primera confrontación de
principios sobre la eutanasia con la impresión general de que Alida era un
gallo para estas materias de la vida y la muerte.
El licor rueda, escasea y obliga a Dantón a traer de su propio Mercedes dos botellas de whisky, una de brandy
Courvoisier y la que le guardaba a Feliz de ron añejo. La mezcla se imponía más
por escasez de recursos que por un supuesto propósito de buscar locura colectiva.
O bebemos o nos vamos con las nenas para la procesión, dijo sin ánimo de decir
nada distinto el moderador de la gallada, el coordinador de embarradas, el
hombre mosca, el pobre Vitola. Pero lo que importaba, habiendo trago, era la
presencia ahora intelectual y no sexual de Alida. Su espíritu incisivo, su
cultura universitaria y sus largas experiencias en cierto grupo de
intelectuales de la capital - su amante por aquella época fue un conocido
director de teatro - la convirtieron, en el término de sólo tres botellas
vacías, en el epicentro de todas las disquisiciones, controversias, charlas y
polémicas. Pero la salvó, de que para ella también se cumpliera el
presentimiento generalizado de vaina y borrachera, su imprudente arremetida
filosófica contra el criterio de Mono de que lo social prevalece sobre el
individualismo rapaz, egoísta y asesino. Aunque Alida, el individuo es la
máxima expresión de vida que ustedes los comunistas quieren asfixiar con la
idea de que el confort no se refiere al hombre en sí sino a la colectividad
pervirtiendo su concepción creadora y su derecho a tener, sólo, un gusto
estético que bien puede ser el reflejo de lo que sucede en su contorno aunque
exprese calamidades sociales pero salidas de una interpretación personal, ¡ignorante ! y pese a que Mono, si no nos
debemos en todo y sobre todo en eso del arte al trabajo colectivo por qué
estamos aquí y para dónde vamos y no me diga que se va a acostar sola hoy, y
Feliz no se arriesgue y modere su lenguaje que mi hermana no es una puta
cualquiera que si lo que quiere es meterse conmigo salga para fuera y le doy en
la jeta y Mono cállese que estoy discutiendo con una persona crecidita que
incluso vea que se atreve a salir con estas cosas. Total, Alida sale, fuera del
ring, puesta en cubierto por el propio Dantón quien la llevó hasta su casa con la doble finalidad de
evitar una pelea, un escándalo ya advertido por la Perica y sacarle jugo en su
casa, en su cama a la tremenda rasca de la inquieta Alida. La suerte y el sexo
los privó de los acontecimientos posteriores.
Desde las dos y media de la tarde comenzaron a correr los primeros
rumores venidos del callejón posterior escuchándose los tañidos de las
campanas; con una leve inclinación sobre la ventana del fondo, a través de sus
cristales empolvados, podía verse con alguna claridad, y oírse, desde luego,
todo movimiento exterior. Un run-run creciente invadía la callejuela. Fue
necesario que Vitola apagara la radio y llamara al orden. Algo pasa afuera,
exclamó afanosamente colocándose la mano izquierda detrás de su oreja y dejando
entrever en su estrabismo una incipiente preocupación. - No me extrañaría una
nueva manifestación de protesta - declaró optimista y satisfecho Mono, perdido
a causa del licor de toda relación de tiempo pero con su constante
revolucionaria gravitando en él. Se corre la cortina. La gallada se precipita.
Unos a otros se empujan, atropellan. Las cábalas no esperan. Suena el teléfono.
- Al diablo con él - se exaspera Manfred... A Joashim le interesa la botella de coñac.
La rasca apremia. Una copa rueda mientras la botella se desocupa. El lino de la
cortina absorbe las gotas del Courvoisier. El vaho del ansia empaña los
vidrios. No es nada grave pero por lo menos extraño, advierte Manfred. El ánimo
excitado sugiere, alarma, inventa. De pronto, a cualquiera de ellos le parece
ver, oír, sentir un relámpago de cosa rara. Cursio lee, tras borrar con su puño
el vidrio empañado, lo más insólito: Los recoletos abandonamos el convento para
adorar al Cristo de los Milagros.
Una desteñida bandera da comienzo, hace vanguardia a la más
espectacular, a la más paradójica de las visiones jamás tenida por los
muchachos. Todos adivinan el verde y negro del trapo. Nadie sabe de qué se
trata. Vitola repite: Los recoletos
abandonamos el convento para adorar al Cristo de los milagros. Las miradas
se cruzan. Cuántas miradas expectantes en tan pocos ojos, cuánta incredulidad
en tan estrecho círculo, en fin, cuánta razón comienza a debérsele
a las damas de la Sociedad de Amor, al señor Alcalde y a la Perica. Desde lo más
profundo de la calle viene - y se escucha - el ascendente y metálico
murmullo de diez voces, cincuenta voces, trescientas voces, mil voces encajonadas
en el largo trayecto de la estrecha callejuela.
Oh Cristo con tus dolores
tus
gracias y tus perdones
te
robas los corazones
de
justos y pecadores
siempre
nos haces favores
sin
mirar nuestra maldad.
Vitola contorsionado, ¿ qué pasa compañeros ?
Su cabeza da vueltas, su ojo se embizca y baila, no entiende nada, nada
asimila. Feliz sugiere prender la radio, o nos quieren fastidiar o nos están
mamando gallo pero lo cierto es que la vaina está curiosa, arquea su boca y
reafirma su impaciencia con un certero escupitajo sobre la pesada alfombra
alcanzando a dibujar un minúsculo torbellino de polvo. Los asientos de fieltro
de la casa de la Perica ruedan por el suelo, sus preciosos discos se desparraman, el florero y las dos
porcelanas revientan contra el suelo y de una vez por todas su siempre acariciado
vínculo con el señor gobernador, la
cabeza del tocadiscos con su aguja de falso diamante, vuela en mil
pedazos, los tapetes se recogen y se tuercen, los vasos, las copas y botellas totean como
pólvora, el escándalo no era una caprichosa invención de la anfitriona, el
escándalo es un hecho, empieza a dar asco, empieza a declarar en lo cierto el
empecinamiento de doña Clotilde Espiga de Arizabaleta: se trata del más
protervo de los locales de la ciudad, una rutilante caverna de masones,
pendencieros, rémoras, sicópatas y lacras, ¡ habría que degollarlos, mija !
Pero quién dijo miedo. Vamos a la calle, miremos de cerca lo que pasa,
espetó ebrio y testarudo Vitola. En la puerta, tambaleantes, se arremolinan.
Pasa un taxi.
- ¿ Libre ? - consulta Vitola al chofer.
- Sí - afirma éste componiéndose en el manubrio.
- Viva la libertad - ríen los gallos, se crispa emocionado Mono.
Si porque divisó algún amigo o pariente, no se sabe, Joashim el turco
emprendió raudo la retirada, sin despedirse, sin excusarse, sin darles tiempo
para que lo atraparan y para dónde vas turco de mierda. Y cuando veían al
desertor doblar la esquina para tomar la callejuela, un grupo de niñas del
colegio regentado por las clarisas abordada y cubría todo el frente de sus
nauseabundas miradas llevando en lo alto una pancarta con un texto que exasperó
a Mono Hágase la paz y la paz fue hecha y la entonación de un nuevo
canto que, al silbido de las palabras de las cejijuntas chicuelas, hacía bailar
la luz amarillenta de las velas provocando caprichosas sombras sobre sus
vestiditos azules, sobre sus caritas blancas, sobre sus manitas rosadas.
No quisiste que en las llamas
tu
imagen se consumiera
y
para que el mundo viera
con
qué inmenso amor nos amas
el
sudor que allí derramas
cura
toda enfermedad.
De Dantón se suponía que se encontraba extasiado mimando y tecleando los
finos, dulces y acompasados pezones de
Alida, ¿ pero de Manfred ? Nadie se enteró. Se esfumó,
se evaporó misteriosamente. Después también supieron que su estrategia fue la
más sencilla pero la más audaz. Sobre sus tacones dio un giro de noventa
grados, divisó una puerta por la que creyó haber salido unos minutos antes, vio
al fondo la luz azul-violeta de una lámpara, pensó en el inmaculado e intocable
tálamo de la Perica, último obsequio del ingeniero-gobernador para
que vea que no soy tacaño y para que quedemos en paz, pero eso sí ay del que la
mancille, se dejó caer sobre el edredón amarillo y, es cierto, durmiendo en
la mismísima cama de la Perica había logrado la más descomunal y controvertida
proeza, más levantisca y arriesgada que el zapateo español sobre la mesa de
vidrio o que el holocausto de destrucción a que habían sometido la casa de la
Perica como preámbulo a su memorable participación en la procesión del Señor
Caído. Y a Cursio no le quedó más remedio que repetir una de sus frecuentes
náuseas sobre el vidrio delantero de la camioneta de Feliz y descolgarse
suavemente al suelo para cubrir su retirada. Mono lo arrastró hasta la esquina
tirándole de un brazo, localizó un taxi y lo empacó con la previa recomendación
de que lo deje en el barrio Primavera, ¡ up ! en la casa de ¡ up ! sí señor, no
es la primera vez que me tropiezo con este muérgano, su tío que ¡ up ! que hasta fama ya tiene de
vomitarse en todos los taxis... y como un bólido parte el último afortunado, el
último de los prófugos de la vaina, aunque no de la borrachera...
Multiplicas los portentos
curas
mudez y sordera
gota,
cáncer y ceguera
mil
cuitas y sufrimientos
cuántos
pródigos contentos
regresan
con tu amistad.
El espectáculo queda en manos de los tres espectadores y actores de un drama no figurado, de una
comedia no inventada, de un teatro exento de bastidores pero abundante en escenarios, palcos de
proscenio y comediantes, corre por cuenta de Vitola, Mono y Feliz
coincidencialmente los únicos de la gallada sin fuerzas suficientes para romper
el cordón umbilical de la dependencia económica que les mantenía atados a sus
propias madres, los únicos hijos de beatas, los únicos retoños de católicos,
los únicos con el peligro inminente de ver a sus progenitoras encabezando una
congregación o con la delicada y pesada misión de agregar a sus visiones
celestiales el peso de un hábito claustrofóbico que tocaba romper por donde era
¡¡¡ madre !!!, los únicos a los que la superstición les fue fiel hasta la
sangre, los únicos protagonistas de su propio vaticinio cuando los vaticinios
eran inocentes malabarismos verbales, los paganos que pagarían religiosamente
todos y cada uno de sus agüeros. Vitola hunde sin precisión su mano en el
bolsillo trasero, toma el manojo de llaves que Feliz le había descolgado allí y
con dificultad el metal entra en la ranura de la puerta del chofer. Se deja
caer sobre el asiento en un intenso afán
por quedarse dormido, por tirarse ahí perdido del mundo y de la razón, por
realizar su inconsciente sueño de ser nadie, nada. Mono pretende conducir y el
forcejeo lo despierta. Da arranque al motor y se dirige hacia arriba, hacia
cualquier parte. La calle paralela a la amplia avenida de la procesión los
coloca en pocos minutos sobre la misma plaza principal, frente a la cafetería,
diagonal a la Catedral Mayor, en medio de la calle y de boca a la multitud que
se vislumbra abajo. Las botellas pasan de mano en mano y el entusiasmo febril
que les provocó la visión del ciclópeo alumbramiento religioso los hace entonar
un no quiero verte llorar, no quiero ver que las penas se metan en tu alma
buena, que anuncia, ya sin duda, la proximidad de la gran vaina.
Bajo la mirada inquisidora de Vitola, Feliz y Mono, frente a sus ojos
perdidos y borrachos y tambaleantes y progresivamente agresivos, muy cerca de
sus irreverentes fachas, primero zigzagueantes y ahora desafiantes, de lado a
la camioneta, desfila la más patética, paradójica y truculenta representación de
mitología católica, dogmatismo religioso y ortodoxia cristiana. Un millón de
espermas, susurra Vitola mientras escupe el cigarrillo y observa cómo del
firmamento a la tierra todo el espacio toma un color amarillo.
Tercera parte
El orden de las primeras comunidades es casi perfecto como debía
corresponder a los miembros de las congregaciones presentes allí, ilustres y santos hijos de la disciplina monacal. Todo
era tan excepcional que se corrió el rumor de que debían ser preparativos para
la presentación de un milagro porque de lo contrario nadie entendía cómo se
dejaban ver en plena calle, a la vista de todo el mundo, hombres y mujeres de
claustro y convento perpetuo. Y la anciana siempre limpia y cuidadosa, regaba
su bata de cera hirviente sin importarle nada, sólo el anuncio de que quince
cuadras atrás venía el mismísimo Cristo de los Milagros, en persona, que pronto
cubrirían el marco de la plaza los Recoletos diosmío que esto si más bien
parece el anuncio del juicio final que se nos vino encima
Señor-ten-piedad-de-mí.
Ocupaban la vanguardia del fanatismo en el orden de la interminable
procesión del Viernes Santo o Santo Sepulcro o Viernes Doloroso, los
inconfundibles responsables del traslado del milagroso Cristo: una comisión especial
de los redentoristas que pregonaban en oraciones ininteligibles su formidable e
iluminada osadía. Detrás, con toda clase de objetos de oración y piedad - y
debo aclarar que esto fue por orden de arriba pese a que nadie supo de quién - como candelabros bañados en oro, imágenes
surtidas de antañosos brocados, vírgenes tejidas en las más finas sedas con
orlas de terciopelo morado, láminas con fondo malva importadas de Italia - en
honor a la verdad, exentas de impuestos - y un cuadro del Sagrado Corazón de
Jesús con marco de plata repujado, otrora donado por el gobierno nacional a su
Santidad el Nuncio Apostólico como acto central del Tedéum celebrado en la
Catedral Primada con ocasión de una nueva consagración de la patria y ahora
prestado a la Ciudad Progreso para su magna procesión, venía, repito, detrás,
en apretada comunidad, la humilde delegación de las hermanas clarisas, unas,
mirando al suelo para confirmar su presencia en la tierra cuando alguna letanía
les hinchaba el pecho de emoción haciendo caso omiso de sus zapatos de cuero de
vaca, y las otras con su mirada dirigida al firmamento, en ademán de vuelo y
éxtasis, las manos extendidas arriba y el grito.
Señor que por tu bondad
quisiste
bajar del cielo
sácanos
de este infierno
a
nuestra gloria final.
Servían de guardia pretoriana - pues los acólitos, monaguillos y
sacristanes cumplían para tal ocasión el oficio de sirvientes personales de los
obispos, párrocos, presbíteros, monseñores y capellanes llevándoles sus misales
o tirando de sus largas capas de abigarradas pedrerías - la más variada
profusión de curas, clérigos, abates,
frailes, arciprestes, canónigos, prelados y seminaristas de todos los colores,
de todas las órdenes, de todas las edades de Dios. Las autoridades militares,
por acuerdo del Concejo Municipal y decreto del Alcalde, dispusieron una severa
escolta de catorce piquetes con treinta y siete hombres cada uno cubriendo las
cuatro armas. Había agentes del orden con sus marcas de policías; defensores de
la soberanía nacional, la Constitución y las leyes con sus pesados alias de
soldados; vigilantes de costas y mares, espoleados por sus náuseas marineras
con sus insignias de lobos de mar; aviadores de tierra con complejo de culpa
por la confusión maldita entre Pilatos y pilotos, y la infalible presencia
socarrona de los detectives disfrazados de rapavelas, cirio en mano.
Un poco más atrás aparecieron, en verdadera vendimia conventual, los
hijos amados de casi todas las comunidades. Hacían corte a sus obispos o a los
obispos de otras cortes, sin nombrarlos a todos, desde luego,
los jesuitas
los dominicos
los salesianos
los capuchinos
las hermanas de la caridad
los maristas
las carmelitas
las benedictinas
las adoratrices
Y más atrás, mucho más atrás, como justificando con su bizarrería su
presencia de extravagante humildad o exhibiendo un manto de solapada vergüenza
y trágica culpa que constituía su absurda presencia allí, en la pecaminosa calle, a los ojos de la turba, de la chusma, de la plebe, del
populacho, de la canalla, venían, amalgamadas, las hermanitas Ursulinas que
abandonaron a los niños - que debían educar - y a los enfermos - que debían
cuidar - con el visible único propósito de noveleriar al Cristo de los Milagros
un propio Viernes del Santo Sepulcro. Aunque lo más insólito e inusitado de
todo este desbordamiento de pasiones organizadas - ¿ desde
arriba? nadie
sabe - uniformadas, ordenadas, fue la presencia por primera vez, ante los ojos
del hombre, de los cartujos. Cuando San Bruno en 1084 los enclaustrara no pensó
que 876 años después negaran el espíritu de sus votos por el único afán de ver,
así fuese a la distancia, al Cristo de los Milagros en una procesión del
Viernes Santo en la opaca y pecaminosa Ciudad Progreso.
Más de diez mil quinientos meses, cuarenta y dos mil cuarenta y ocho
semanas, cerca de quinientos mil días de retardo en la visión del mundo y de la
vida.
Luego, arrastraban su desconcierto los beneficiarios del Cristo
Milagroso; ciegos que ahora ejercen el oficio de relojeros, mudos devenidos
locutores deportivos, sordos en el papel de soplones, cojos con su pecho
cubierto por medallas olímpicas, pesistas evadidos de las leproserías,
hidrópicas que ya se ganan la vida promoviendo en cuñas para cine y televisión
cremas embellecedoras y cuántos más que
en un momento dado estuvieron en las oscuras e insondables puertas del
cementerio rezando indulgentes y resignados toda clase de gracias espirituales.
De Vitola, Mono y Feliz se puede decir con justicia que quedaron turulatos.
Una pastosa visión apocalíptica les corría por dentro y por fuera de toda su
geografía vital, convulsionaba su sistema neurovegetativo, los sacaba de
casillas. Toda esa interminable procesión de figuras ¿ era
fantasmagórica ?
Toda esa sinfonía de imágenes, voces y formas, ¿
medievales ? Esa concurrencia de visiones que se atropellan ¿ unas simples chispas de tiras cómicas ? Los cartujos y recoletos, que ni siquiera
miran adelante para no perder el hilo de su honda meditación, ¿ producto de una intoxicación alcohólica o de una
imaginación ebria ? Sí, todo ese lujo y ese orgullo amparados por la prédica y
la adoración a un Cristo ordinario y desteñido, cubierto de pátina por los
siglos de uso y abuso; a un Cristo bañado en sangre helada, su torso doblado y
con una profunda expresión de dolor en su rostro y en sus contraídos músculos;
a un Cristo arrancado de aquel aposentillo que decían octagonal y
nicho-santuario en donde estaba bien porque su paz y su amor se prolongaba
desde allí, quieto, en el tiempo; a
un Cristo que no merecía esa suerte de pompa, gala y lujo a que lo sometían en
el más cruel de los artificios; a un Cristo, en fin, que se asesinaba sin
escrúpulos frente a los ojos idos - pero no del todo - de Vitola, de Feliz, de
Mono.
Plañideras de todos los rincones hacían eco a las plegarias; peregrinos,
fieles y devotos, devocionarios bajo el brazo, enajenados de la gloria de Dios,
sumaban su misticismo a la histeria colectiva y el sancto sanctórum
impertérrito entre la muchedumbre traumatizada que se abría como una sandía al
golpe de un manotazo desparramándose sobre el amplio espacio de la plaza
principal, invadiendo los prados y las bancas y estropeando los pequeños
puestos de los vendedores de veladoras, iconos, cirios, camándulas, variadas
estampas descoloridas de la tipografía local y cuantas zarandajas sirvieran
para la ocasión, ubicados desde tempranas horas en todas las aceras próximas a
la Catedral Mayor.
Los parlantes anuncian desde lo alto de la torre y por entre los ramajes
de los centenarios arbustos el comienzo inminente del sermón de las siete
palabras. La Cruz irrumpe, triunfalmente, a lo largo de la soberbia nave
central en medio de un cuadro que el profano - en plástica, naturalmente -
describe como púrpuras, birretes, baldaquines, solideos, palios relucientes,
bonetes, custodias y estolas recién
almidonadas, alterada su rigidez por la codicia apremiante de los más próximos
que lo zarandean sin contristarse, que quieren a todo trance estar cerca del
Nazareno, desgonzado por el peso de veinte siglos de abyección, que no respetan
ni confesionarios ni a los fervorosos creyentes hincados a sus pies con un yo pecador me confieso en sus labios y
sin una absolución concluyente, que asaltan las naves laterales, que bloquean
las caracoleadas escalerillas del púlpito estrambóticamente tallado en finas
maderas, que se toman desde el porche hasta el altar toda la ostentosa mole de
adoración, de idolatría, que son los únicos reos de las tres caídas del Señor y
del pisoteo inmisericorde de la mitra de uno de los obispos que rodó como una
pelota por los cuadrados baldosines de la iglesia.
Vitola recostado sobre el azul brillante de la camioneta, perseguidos y
acosados por una nostalgia turbia que le tuerce no sólo su ojo sino su carácter
y le descubre en lentas proporciones su propia condición de poca-cosa, asume,
con lo que le queda de visión y de conciencia, ese conflicto casi congénito de
la maniquea educación de los primeros meses, de los primeros años.
Quiere pisotear, a toda costa, la realidad, para sentirse en la vida y
no ahí en donde la manada está. La existencia, sin saberlo, deja de
preocuparlo. Lo que le importa es la vida. Por eso cuesta. Y él sabe, además,
que es a la vida a la que se puede emborrachar. Mira todo ese ininterrumpido desfile
de fe que ahora no sabe si metafísica o qué, si concreta y cómo, si verdadera y
de dónde. Los velos violetas de las once mil vírgenes se le reúnen
caprichosamente en un solo burato que sostiene, con su negro de velo, la
última, definitiva, sangrante y quebrada quijada de su padre muerto-asesinado,
hoy más grande, hoy más corpulento, hoy más tentacular que nunca. Las imágenes
se le cruzan en un constante flujo de quebrados recuerdos que él se esfuerza
por componer, por armar, por arreglar y que de pronto lo despiertan al
inescrutable mundo de la hipocresía del hombre.
La tarde cae, avanza con la amenaza de una voraz tormenta. Vitola
escucha las palabras del pastor que se
riegan en un horizonte ahora para él más prolongado que nunca: El esclavo
debe resignarse a su suerte, amadísimos hermanos, porque como lo decía San Juan
Crisóstomo en De Verbis Apostolisis, al obedecer a su amo, obedece a Dios...
Y esto ya estaba bueno, colmaba la copa, pintaba suficiente. Toma un
cigarrillo, lo aprieta entre un rictus inconfesable y se dirige al diácono
alto, el del cirio grueso y lagrimón. Calmadamente acerca su cara a la
prominente llama, de una chupada y sin decir palabra, lo enciende. Alguien
observa el curioso movimiento, la audaz maniobra. Las gentes no alcanzan a
molestarse, apenas se extrañan. Se miran unas a otras. Feliz y Mono celebran la
arriscada travesura con una resonante carcajada. El presbítero de la derecha se
inclina al oído de su acólito particular. Alguien grita que quiten la camioneta
que si lo que quieren estos comunistas es armar la bronca que respeten un
poquito que esto es sagrado y con la religión nadie se mete. El acólito,
solícito, se deshace en segundos del fino evangelio y de la vestidura blanca de
encajes, se los entrega a un anciano que marcha a su lado con sus manos
prendidas atrás, un poco más arriba del cóccix y se viene en ruda embestida
contra Mono. Vitola se corre e intenta abordar la camioneta. Cae. Se lanza
adentro. Ensaya a prenderla y esta no da juego. Ve desde el parabrisas el
basculeo de la gente. Un musculoso sacerdote tira al suelo su crucifijo para
levantar a Feliz por el cuello, lo asfixia, lo ahoga, lo mata. Mientras los
pescozones van y vienen se divisa a Mono doblado hacia delante. El
acólito-detective le golpea su estómago con un fuerte rodillazo. Alguien corre para todos lados como un loco.
Es el capellán de la policía que abandona el rosario y despide con un
movimiento rápido su sobrepelliz. Consigue, en treinta segundos, un piquete
completo de treinta y siete agentes del orden. Se viene encima. Vitola brinca
de la camioneta y se pierde calle abajo, torna su mirada y percibe a Feliz,
desencajado, cabizbajo entre un arco de fusiles y bolillos. Lo golpean
duramente. Regresa, nunca se supo por qué, y toma a un policía por las solapas.
No pueden matar a Feliz. Su borrachera se confunde con el miedo y el valor y el
ateísmo y el odio. Y la gran vaina comienza. Y esto era lo que pasaba, lo que
se presagiaba, lo que pintaba cuando Dantón es
que hoy amanecí con una piquiña, con una premonición de borrachera y vaina.
Pero los recuerdos se esfuman. Un golpe duro, seco, en la frente de Vitola, le
sacude todo el cuerpo. Se resiste a caer
y se pega a la pared. De tres o cuatro patadas lo meten a un local
abierto, justo en la misma calle del escándalo. Las gentes de la procesión,
cuántos miles de católicos, quieren ver la sangre que al Cristo se le secó hace
ya tantos siglos. Vitola, trastabillando, desprende en cantidad suficiente para
ambientar la fiesta, para que nadie quede defraudado, para que vean que sí pasa
algo, aunque sea sangre. La procesión momentáneamente cancelada. Las gentes se
vuelcan, febricitantes, sobre el local. No sólo quieren mirar, gritan,
abuchean, vociferan linchamiento en honor del Cristo que, simbólicamente, esta
tarde entierran. Los curas y monaguillos, las monjas y frailes, las damas de la
Sociedad de Amor, los policías y detectives, los maridos y sus concubinas, los
políticos y el Alcalde, el Obispo y Monseñor, los hijos de papi y de puta, los mendigos
y ladrones, todos cambian sus plegarias y jaculatorias, sus ruegos y sus
oraciones por una exigencia gritada de venganza, de castigo, de sangre, de
muerte. Un profesor les grita: ¡ iconoclastas ! Los
teléfonos repican en toda la ciudad. El cuento cunde. Sólo la Perica y sus
amigas no protestan: callan. Liza llora. Pide perdón y confiesa su amistad con
el ateo, con el mierda ese. Aparece un furgón repleto
de policías. La muchedumbre enardecida los sacude sin que los sofiones y
bufidos produzcan sobresalto alguno en los anonadados antisociales. La brillante y engalanada guardia pretoriana se viene
toda, es necesario castigar a estos hampones pero en forma lenta con una
prolongación de tortura física y moral. El piso queda bañado en sangre. Vitola
en el suelo. Mono y Feliz a su lado y una apretada comisión de policías dentro,
para evitar una fuga, armados de fusiles, revólveres,
matracas y bolillos, por si acaso. En el calabozo se siente el rumor primero,
la impresión después y la protesta por
último. Las mujerzuelas y los marihuaneros golpean los barrotes de hierro, que
cuidado que ese muchacho se está muriendo que no lo dejen desangrar que no sean
asesinos hijueputas que no es para tanto que cualquiera se emborracha y se mete
en vainas. Mono unta su mano en la sangre caliente que brota a borbotones de la
frente de Vitola. Feliz busca entre la multitud de curiosos a sus parientes
importantes. Nadie viene, a nadie distingue. Y mientras Mono borracho de
verraquera y comunismo pinta con grandes letras su revolución viva carajo y
abajo la oligarquía, Vitola jura vengarse algún día de su mediocridad. Pobre
Vitola: hace una mueca de satisfacción cuando se ve, por primera vez, fuera de
lo común, tirado en el suelo, en una cárcel, bañado en sangre restañada y reclamado
por todos los católicos de su ciudad para
verlo sacrificado en aras del amor a Cristo nuestro Señor.
Lo que pasó después fue lo de menos. Hospital, interrogatorios, coacción
de parte de los honorables políticos de la ciudad para que bajo el efecto de la
anestesia, firmara una carta jurando su fe cristiana, su amor a Dios y su
obediencia perenne para con la santa religión católica, apostólica y romana;
visitas de sus amigas y de las amigas de sus amigos para ver de cerca a un
comunista, mami.
Y la lectura, ésta sí no licenciosa, del enjundioso sermón del señor
obispo, impreso a la carrera para ser distribuido en todas las iglesias,
colegios, conventos, cuarteles y, en fin, a toda la ofendida grey: Yo clamo, compungido el corazón, la mano en
el pecho en prueba de equidad de sentimientos, mi más encendida
protesta por el escándalo protagonizado antier, viernes santo, por una pandilla
de delincuentes comunes que ultrajaron en acto impío, que será cancelado a su hora y en su exacto
valor por nuestro Dios Todopoderoso, la imagen
redentora del Cristo caído en el más sacrílego de los desmanes del
hombre. Como Pastor de Almas que sigue el camino del Señor le digo ¡ Ay de vosotros, escribas y fariseos, idólatras y ateos que mancillaron a la Iglesia que es el cuerpo de Cristo en la
tierra ! Que esta excomunión sea la sublimación de la fe ofendida. Que esta
pública condena caiga sobre sus
espíritus vacíos de moral y de bien como
llamas de fuego que devora sus almas diabólicas en las insondables
profundidades del infierno. ¡ Ad Majorem Dei Gloriam !.
Se levantaron acusaciones, sumarios, estigmatizaciones, maldiciones,
excomuniones, protestas, expulsiones, calumnias y odios. El trío de los
comemierda, el trío de los sacrílegos, debía de retractarse por escrito mis hijos para que quede constancia y nadie
diga que ustedes no se arrepintieron de verdad o que son unos
descaracterizados, unos desalmados sin buena crianza, abandonaron la ciudad
y expiaron muy lejos todas y cada una de sus culpas. Nadie imaginó entonces que
ni de tal manera podría romperse la unidad monolítica de la gallada. Nadie
sospechó que sólo la suerte particular, el destino personal e imprevisible de
cada uno pondría fin, cualquier mañana, cualquier tarde, cualquier hora de
cualquier día, a ese concierto de camaradería, de escándalos, de borracheras y
de vainas.
Vitola salió de la ciudad pero volvió a los pocos años con el importante
oficio de agente visitador médico. Mono tuvo un destino singular, ese sí, leal
a su constante presentimiento: se voló de la casa, rodó sus principios
políticos de izquierda por numerosas tenidas bohemias en la capital, ingresó a
una célula de la guerrilla urbana, organizó manifestaciones, dirigió la toma de
la televisora nacional, fue encarcelado y puesto en libertad por falta de
pruebas cuando se le acusó de incendiar el carro del gerente de un banco y una
buena mañana se perdió, hasta que, años después, su nombre lo vimos impreso en
letras de molde y a dos columnas que superpuestas a su fotografía resaltaban la
noticia, como jefe de una columna del Frente Revolucionario y Popular. Y desde
que nos enteramos que había sido él mismo quien en una pausa de la guerrilla
rural había ajusticiado, personalmente, a un desertor de nombre Parmenio
Hincapié y permanecía haciendo la revolución, ahí... nos conformamos pensando
que era el único de la gallada con un
destino preciso.
Feliz siguió con sus versitos, con sus nadaísmos, con sus sueños. Le
agregaron el mote de pesadilla porque
cuando regresó era tema obligado de su conversación el cuentico de que me soñé esto y aquello y todo, siempre
con elementos de vértigo, que los hombres se habían vuelto invertebrados, que
todo era una babosa, que los lápices se le partían en las manos, que se pasó
una culebra cascabel de una oreja a la otra y siempre diciendo yo no leo
surrealismo yo no entiendo surrealismo, si me lo soñé es por algo.
Vitola, bueno, se pasaba de vez en cuando por el café Lietra pero no
volvió jamás a donde la Perica. Tomó la costumbre del vodka. Las gentes se
acostumbraron a verlo en el Old Navy Bar, solo, con un vaso en la mano,
pensando nadie sabe en qué y con una tristeza que reflejaba en su cara la
amarga existencia de un payaso en receso forzoso. El pobre Vitola por fin
entendió bien lo que quería decir un don nadie, un
poca cosa, un pobre diablo, un hombre mediocre, un hombre capaz de sentarse a
pensar desde la mesa de un bar en unas cuantas jugadas de básquetbol, en el
tiro y en la cesta. Pobre Vitola.
Cuarta parte
Decir que los unos tenían un destino marcado y previsto, y los otros no,
sería inexacto. Decir que a Mono le fue fiel y a Manfred desleal, sería mentir
demasiado. Decir que Vitola fue su víctima, que Joashim no estaba señalado por
él, que a Feliz se le mantuvo esquivo, a Dantón indiferente y a Cursio sumiso,
sería exagerar un poco. La verdad es que el destino figuraba para todos como un
objetivo preciso y claro, que todos pensaron en él, más los unos que los otros,
en cualquier momento de su vida. Se prendían
de las más triviales discusiones para declararse comprometidos con él.
Pero nunca esquivos, sumisos, indiferentes, señalados, víctimas, leales o
desleales. Lo que habría que considerar para desentrañar esa relación
existencia-contingencia-destino se refiere a la insuficiencia vital demostrada a
lo largo de 17 años por resolverse a cambiar su vida modificando el objetivo
que suponían tenerle asignado. Con sus posturas heroicas, no rebasaban la
voluntad lineal y uniforme de que dispusieron siempre.
En su verticalidad personal frente a la vida había mucho de logística. ¿ Qué si no esos desplazamientos del Lietra a donde la
Perica, del Lux a la Pensión Cariño y la misma barricada del Old Navy Bar ? ¿ Cómo si no su soterrado y táctico enfrentamiento con las
damas de la Sociedad de Amor tantas veces burladas por el flanco derecho? ¿ Con el alcalde, la
policía y toda la omnipresente burguesía de la Ciudad Progreso minándoles su
flanco izquierdo ? ¿ Y qué de sus acuerdos, alianzas y
compincherías con la mayoría de las meretrices circundantes ? Y, en fin, su
guerra de guerrillas contra un enemigo numeroso y bien concentrado, el más
portentoso de los enemigos terrenos y ultraterrenos del hombre, de la gallada,
ametrallándole sus resortes morales, disparándole anatemas e imprecaciones y
destruyéndole desde el Solio de la borrachera su fisonomía empalagosa,
avasalladora, aunque fuera por un solo instante cuando todos los devotos
pensaron más en la sangre de Vitola que en la sangre y los milagros del Cristo,
más en Vitola crucificado que en Vitola cosificado.
Berlín,1975
Si la oficialidad no se hubiese enterado, como se enteró, de todo tu
pasado, incluyendo tu origen fetal, nadie en los alrededores de Armieta se hubiera
atrevido a gritarte en la cara sietemesino de mierda. No hubieras pensado jamás
en un diván, ni apretado las manos farmacopeutas del brujo Colacho, ni
acariciado el lomo de tantos libros de sicología, ni cohabitado con la
sicoterapeuta aquella. Si el descabellado afán materno y sus convulsiones
supersticiosas se hubieran aguantado un poquito, verbigracia dos meses, coño,
las cosas te estarían favoreciendo ahora. Pero esta vida puñetera que arrastras
desde cuando en Armieta se regó la bola de ahí va el sietemesino, te
contorsionó de tal manera que cuando te miras en el espejo - muy cerca para no
perder detalles, detalles que de un tiempo acá te van haciendo la vida
insoportable cuando nunca habías pensado que pudieran servir para nada - cuando
te precipitas al espejo, digo, no puedes menos que reconocerte como el
sietemesino de mierda de la oficialidad. Y eso que has buscado la manera de
sacarle el cuerpo a tus desgracias. Durante más de nueve meses nadie puede
afirmar, sin faltar a la verdad, que Manfred no se nos volvió mudo. Mudo, sí.
La gente de reojo observaba tu silencio cuando te arrellanabas en la silla del
granero que daba a la esquina de la plaza, dándote tantos alientos y
demostrando tanta lujuria en tu posición, que la confusión de la oficialidad no
fue porque un ratón se le comió la lengua
sino porque el pobre encalló en la derrota. Hedía a
gallinazo triturado ese silencio, esa mudez en que creías encontrar sosiego. Te
veían morir lentamente en la más irrisoria desolación. Tú, puedes creérmelo,
alicorto, descaracterizado, abúlico, dabas la impresión de una cosa que se
desintegra por dentro y por fuera. La boca no la abrías sino para expulsar,
intermitentemente, grandes bocanadas de humo. Y de tabaco, para fastidiar a
todo el mundo. Dejar la gallada, tu vieja barra, para confrontar tu destino con
el cuentico aquel sembrando algodón se va
a tapar de plata, fue la peor equivocación de tu vida. Cómo pudiste
discutir de aquellas cosas con el tramposo del soy el doctor Plubio Santos, abogado titulado, juez promiscuo Municipal
y me tiene a sus órdenes objetívele y verá que nada le conviene más que un
amigo de verdad que le ayude a mirar la vida de frente como corresponde a un
hombre de su inteligencia y sin pensar en esos laberintos que nos inventan con
cuentos, relatos, novelas y libros para hacernos regresar al medioevo, para
entretenernos, tras perentorias amenazas, en una espiral de divagación
apocalíptica sin comienzo ni término, mejor dicho, mire usted, a las épocas
cavernarias, objetive su futuro y en poco tiempo usted será el doctor Manfred,
dueño sí, con pragmatismo, como corresponde, de usted, de su destino y del
molino de los Giraldo.
Y tú, qué bien doctor, un amigo así, consintiendo ingenuamente tu propia
señalada frustración, tú, carajo, que siempre tuviste los archivos afectivos al
día, que en tu tarjetero anotaste siempre, cuidadosamente, las curvas
ascendentes y descendentes de tus sentimientos, que nunca faltaste a la
palabra, que todo, todo lo creías en orden, lo bueno y lo malo, ¡ ah ! y lo
feo, como en las películas; que te irritaban igual las mujeres chillonas que
los coloquios entre sabelotodos, que usabas gomina luego del champú, que te
peinabas cuatro o cinco veces al día y te cambiabas dos veces de camisa, que
nunca tuviste una alteración arterial, que soñaste con la gola, la saya y el
turquí del gran imperio, que revisabas con meticulosidad todos los escaparates
de las librerías sin la más mínima
intención de leerte un libro, que compraste radiola, televisor, y hasta
lavadora automática, todo con cómodas cuotas mensuales, que estuviste a punto
de viajar a Cambridge por un título; tú, tú, tú viniste a caer en manos de
estos pobres diablos que te degluten, te estrangulan, te miran, te dicen, te...
y reiterativo Manfred habló cuando tuvo que hablar, calló cuando tuvo que
callar y se jodió cuando tuvo que joderse.
Un catorce de octubre a las dos y cuarenta y cinco minutos de la tarde
se descolgaba de una vieja y destartalada camioneta un hombre rubio, alto,
musculoso, con un rostro que denotaba a la legua su afición por la cerveza por
esos ojos colorados que denuncian al beodo
y ese tufo inconfundible que lo concretiza, que lo particulariza, que lo
acusa. Camisa azul de cuadros blancos, pantalón de lino blanco, botas cerreras,
maleta carmelita empuñada a su diestra. ¿ Y a ese doctor-hacendado se le pudo decir algún
día, en plena cara, sietemesino de mierda ? ¿ A este
hombre de porvenir, serio, inteligente y aureolado por una pinta inconfundible
de alemán ?
En la distancia ve venir en carrera a Régulo Medina cogiéndose el bazo
con la mano y con una mueca de fatiga, agente para la localidad de la
maquinaria Ferlkzet, representante de los tractores Mursen, proveedor de los
repuestos para rastrillos, arados,
segadoras, etcétera, presidente del Club Campestre y anfitrión de
siempre en las visitas esporádicas del señor gobernador. No era político pero
le jalaba a los discursos de coronación de las reinas y en alguna oportunidad,
inflado el pecho y a grito vivo por el corte repentino de la planta de luz,
aquí lo que pasa amigos es que el progreso
es lento por no meterse en la cabeza que si no mecanizamos toda la agricultura
y que perdone la señorita esta breve
alusión a la economía regional, aquí lo que pasa repito es que están perdiendo
la fe en mis repuestos y en mis máquinas con el cuento de que salen muy caras
si precisamente es lo contrario y ese es el motivo por el cual no tengo
inconveniente en donar a los organizadores de este majestuoso e inolvidable
festival cuatro carretillas Zoteris para vincularme al progreso o al aseo que
por algo tiene que comenzar el impulso modernizador de un pueblo pujante y
venturoso como éste. ¡ Viva la reina ! he dicho.
Y entonces viene el apretón de manos, el qué hubo compañero, cuanto me
alegra tenerte por acá, el cómo te agradezco sobre todo lo de la pieza y el
vamos a ponernos este pueblo de ruana que ya vas a ver quien es el que manda
aquí, ¿ no ? Manfred se instala plácidamente en los
altos del restaurante chino, con ventana a la plaza y a la calle del viejo
sastre, anarquista confeso.
Iniciaste las diligencias pertinentes para el establecimiento de tu
empresa. Con meticulosidad. Invertiste todo tu dinero en los abonos, en la
maquinaria y en el alquiler de tierras.
Con tus ojos rojizos de borracho cervecero, con tus zancadas de
alpinista advenedizo, con tu geografía muscular a prueba de fatiga, sol y
soborno, es decir, digo, insobornable tu ambición, impertérrito tu ánimo,
desafiante tu aliento conquistador, tu porte, estrenando sombrero de paja con
sus alas superfluas, retas de una sola vez todas y cada una de las vicisitudes
que te puede costar el porvenir. Te puedes
atrever a todo. Todo, como el barco que se hace a la mar, te puede
suceder, te puede ser. ¿ Qué, si no, te significa una
fama de gringo, de raro, de verraco ? ¿ Qué, si no, te
puede representar prestigio, tu compadrería con don Régulo, con el doctor
Plubio Santos, con los azorados espectadores del abrazo fraterno de un hombre
nuevo en un pueblo pujante ?
Se paseó una, dos, tres, mil veces por las calles del centro, por los
cafés de la barriada. Se hizo famoso. Referido con respeto en numerosas mesas
de café o salas de recibo de respetadas familias. Mirado con calculado interés
por los miembros del Directorio Liberal Municipal, por el Comité de Renovación
Conservadora - CORECO -, por el Movimiento de Integración Socialista - MIS -,
por las Brigadas de Acción Católica - BAC -, y hasta por el mismo partido
Comunista, sin contar los coqueteos por parte del sastre, la unidad más valiosa
del GAC o Grupo Anarquista Clandestino que lo comprometió en lecturas, charlas
y, con el dedo acusador, dígame jovencito
en dónde empieza la libertad, ¿ ah ? - lo que pasa
es que usted me está confundiendo señor Garay, yo no soy agente secreto - le
explicaba Manfred.
- De ninguna manera - reiteraba el viejo ácrata - no se me haga el gringo, usted está dejándose influenciar por el dueño
del restaurante chino y eso sí que no le conviene, permítame que lo oriente
mejor, por donde debe ser. Mi
experiencia de 35 años en esta brega me dicta el orden de mi didáctica
ideológica por el problema fundamental del hombre, por la libertad, ¿ ve ?.
- Se equivoca - dijo con fastidio Manfred - su experiencia no puede
servirme para nada porque no deja de ser el cúmulo de sus errores pasados así
como la mía será mañana la suma de mis equivocaciones de hoy.
- Yo no intento orientar su vida con mi experiencia y me importa un pito
si le parece que son mis errores acumulados - se encabrita el viejo -. Escuche,
don Manfred, usted mata el tiempo y yo me ejercito, ¿
entiende ? Entonces siéntese ahí y respóndame, en dónde empieza la
libertad, en dónde...
- Nunca había pensado en eso y le confieso que no me ha hecho falta para
comer - contesta Manfred arrojando a la oscuridad de la noche exterior todo el
humo de su tabaco calentano.
- Está bueno - se enfurece el sastre - pues a tiempo comienza jovencito.
Y te explica, te arremete con su desteñida dialéctica, con su soberbia
dignidad, con su infinita honradez.
Nosotros estamos en el mundo por chiripa, o mejor dicho, por azar,
puesto que Dios no existe y como la existencia así resulta inútil, cómo
explicarle. ¿ Un hombre chupándose un limón le parece
muy útil, o qué ? En fin, el mundo está de más y podríamos pensar en
suprimirnos o suprimirlo o al menos en que no le hacemos falta y si no
comprende interrumpa no más, y bien, tiene que haber alguna puerta de escape,
no podemos cargar impunemente con la responsabilidad de existir y usted me dice
que la libertad no le da de comer; repare bien las cosas, necesitamos un camino
y ese camino tiene una meta que se llama libertad que sólo conseguimos cuando
hacemos conciencia de la responsabilidad, de la obligación que tenemos de
escoger para ser libres a través del compromiso, de la decisión, usted verá mi
querido don Manfred que si usted llegó a
Armieta a sembrar, a montar una finca y a hacer plata estaba escogiendo una
alternativa, responsabilizándose de ese capricho y comprometiéndose a ser libre
aunque sea económicamente en su mundo burgués, que no me venga pues con el
invento de que la libertad para qué si no es para escogerse uno mismo en la
libertad su propio destino y no sigo hoy porque va a terminar loco y sin
entenderme nada y eso que no le he querido hablar de la fuerza del trabajo o de
la religión y el fetichismo o de las relaciones de producción porque vaya uno a
saber si le cala o termino sapiado y entre barrotes.
No obstante, guardaste el equilibrio.
Todos lo grupos organizados y las mejores y más destacadas unidades -
incluidos el ejército y la policía - te tuvieron afecto, respeto y confianza.
Pero curiosamente te inclinaste del lado de los militares. Te aproximaste a
ellos con una voluntad empalagosa, progresiva, viendo desde la ventana de tu
habitación, durante varias horas, cuando la cerveza, el calor y la pereza te
alejaron de tus negocios y le dieron un toque nostálgico a tus disminuidas
ambiciones económicas - ¿cosas del incisivo sastre ? ¿
remordimientos de tu putería alcoholizada con el
Plubio Santos ? ¿ contagio de la quiebre moral del
Régulo Medina ? ¿ desgaste de las simpatías para aquí y para allá ? - viendo
desde tu ventana, sí, los entrenamientos de la compañía, el orden militar
reinante en el cuartel, las banderas izadas a los acordes del himno nacional
luego del toque a formación, el corneta con su clarín de madrugada, la
imperiosa distinción del Capitán Cuevas Gumercindo José Antonio en su traje de parada
o de campaña, sí, trasplantando en sueños a tus fracasados cultivos de algodón
todo ese orden, todo ese progreso, toda esa marcial progresión hacia el dominio, sí, la libertad es una
buena alternativa pero con un poquito de cerveza, de poder y de fanfarria, sí,
yo soy libre de comprometerme en la escogencia de mi destino y de ser libre en
él - ¡ qué memoria, qué facultad de asimilación ! - pero como me dé la gana y
no como sea, sí, que carajos, yo soy sobre todo un alemán...
Te alejaste de la clase social y política con la que almorzabas domingo
a domingo en el Club Campestre, dejaste de frecuentar a tu novia, la hija del
alcalde, y a la que habías hecho toda clase de confidencias desde tus remotos
orígenes en el vientre de tu madre pasando por la apretada y querida gallada de
la Ciudad Progreso y concluyendo en tus esquizofrénicas discusiones con el
sastre Garay que, dicho sea de paso, nadie se explica cómo no paró en la
cárcel.
Se alejó del doctor Plubio Santos cuando ya le había contado hasta el último
detalle de su vida, llegando incluso a gritarle desde la radiola de una cantina
y mientras metía en su ranura varias monedas para varias canciones, no le vas a
contar a nadie lo de sietemesino que de pronto va. Y el doctor Plubio,
empinando el codo, en boca cerrada no entran moscas.
Peleaste con Régulo cuando le dijiste en la próxima cosecha te pago.
- Ni de vainas compañero estoy a punto de quebrar, mejor te recibo lo
que tienes invertido y fírmame estas letras.
- Pero de dónde, Régulo querido, de dónde crees tú que yo pueda sacar
dinero para cancelar esa cantidad de letras.
¿ El mal hepático dictaba el humor de Régulo ?
- De tus ambiciones, cabrón.
Y fue expulsado del Club, excluido de toda simpatía, mirado con
desprecio, criticado sin compasión y tratado de embustero, estafador,
petulante, sicópata, sañudo, peligroso y, ¡ alemán !
Pero mientras esto ocurría, su acercamiento con los militares del
regimiento acantonado en el Mirador del Diablo iba creciendo. Toda la
oficialidad llegó a reunirse en el comedor principal del casino para departir con el compañero y amigo una cena de
fraternidad. Y el Capitán Cuevas, se supo después por un altercado con el
señor alcalde, usted no puede decir que lo amparo, que lo protejo, que lo
consiento porque aunque no estoy autorizado para comunicárselo - firmes - he
recibido instrucciones para hacer de este borrachito un contacto con los
grupúsculos de izquierda que operan en la zona y particularmente con la unidad
urbana del Frente Revolucionario Popular que como usted verá desde hace algunos
meses venimos siguiendo junto a él y a su amigo un tal Mono de sus mismas
inclinaciones y con su permiso - taconazo - me retiro.
Desde luego que no llegaste a sospechar jamás que tú, Manfred, podrías
ser sospechoso de izquierdista, de contacto, de unidad, de revolucionario. Un
fracasado en los negocios, un cervecero, un putañero empedernido, un hombre que
no entiende la palabra libertad sino cuando le dicen que se refiere al derecho
a ser ricos, no puede ser jamás un revolucionario, un izquierdista, un
contacto, una unidad... Escasamente y con razón, podrían acusarte de... ¡ alemán !
Armieta desprende desde temprano un sofocante calor de llano y algodón,
de pueblo tropical equidistante entre cordillera y río, de reverbero de
pasiones, odios, dinero, represión y conjuras. Si allí el sol era presencia
imperativa no podía pensarse que cubriera también la miseria y el dolor de
situaciones sombrías. Un ciclo vacío de sombras absorbiendo desde arriba todo
el algodón del llano. De reinados y clubes, de clases sociales, de toques de
queda y estado de sitio, de militares, de jueces borrachos y prevaricadores, de
alcaldes y funcionarios venales, de curas y monjas prosaicos, de, en fin,
pasquines que anuncian secuestros y tiran hacia las páginas sociales el
comentario del día: Los Galindo reunidos
en un expectante y nervioso ambiente familiar llegaron a la conclusión,
anunciada media hora después de la cena en mención, en la precisa hora del
café, que pagarían de rescate por su hija Etelvina, de 12 años de edad, hasta
la suma de doscientos mil, pero que si las negociaciones se mantenían sobre los
quinientos, allá ellos, porque de dónde podría sacarse esa enormidad y, además, no creían que el rescate valiera esa suma,
pues eso significaría la venta de todos los novillos de engorde...
Se dispuso todo el rigor de las medidas de seguridad. El Capitán Cuevas
estaba resuelto a celebrar su cumpleaños como Dios manda. Que un solo día de
una sola semana de un solo mes de un solo año se quiebre la disciplina para
unos cuantos muchachos no es mucha cosa. El gerente de la agencia de licores
ofreció, espontáneamente, y luego de aceptar gustoso la invitación a la fiesta,
colocar esa misma tarde en el Casino de oficiales treinta y nueve cajas de
aguardiente, catorce de ron y una de whisky para
las damas, mi Capitán. Al Sargento Bedoya y al Teniente Sanabria les
correspondía el imposible encargo de velar por el orden dentro de la fiesta sin
un solo trago sí mi Capitán, sin
derecho a baile como ordene mi Capitán,
sin probar bocado a sus órdenes mi
Capitán y metiendo a la guandoca a todo soldado borrachito o que comience
cualquier bronca, ¿ no ? su mandar mi Capitán.
Se extendieron tarjetas de invitación al señor alcalde, a las bancadas
liberal y conservadora del concejo municipal, invitación que fue leída por el
propio presidente del Cabildo y que arrancó los aplausos encendidos no sólo de
todos los miembros de la magna corporación sino de las barras que vieron en
ello un gesto de patriótico reconocimiento del poder militar a la democracia
representativa de acuerdo a la epónima alocución de agradecimiento a cargo del
honorable concejal Matus Varón Otoniel - tomado del diario local El Cronómetro -, al presidente y demás
miembros de la junta directiva del Club Campestre de la ciudad, al señor cura
párroco de la localidad, al señor responsable de las Brigadas de Acción
Católica - BAC - al señor director de la Junta Social por el Embellecimiento de
Armieta - JUSEA - a la presidenta, vicepresidenta, fiscal y tesorera del Movimiento
Femenino por el Progreso Armietano - MOFEPA - y a las secretarias de juzgados,
tesorería, alcaldía, personería, Empresas Públicas Municipales, Valorización,
todas en riguroso orden de belleza y disponibilidad. Varias cuadrillas de
dragoneantes se dedicaron durante una semana a la limpieza de pisos,
embetunando los mosaicos para facilitar el baile, sembrando matas y
trasplantando flores, pintando paredes y cubriendo de cascajo la entrada
principal del Casino para dar la impresión de un mantenimiento como corresponde, ¿ no ? a las
carreteras, calles y caminos que nos
encomiendan para su cuido, sí. A las ocho en punto de la noche la orquesta
abrió el baile con un vals de Strauss. El Capitán Cuevas, por un ruego que se
inició en murmullo y terminó en aclamación, tímido todavía, sin el valor
multiplicado de varios vidrios de aguardiente, rompió el baile. Se inclinó
cortésmente, dejó caer una de sus medallas que había colocado en su uniforme de
gala, produciéndose un ruido de campana sobre los adoquines lustrosos, pero
recogida presta por el edecán personal de esa noche, el cabo Safra. Tomó de la
mano a la presidenta del MOFEPA, dio vuelta con una medio inclinación de
agradecimiento por los aplausos que le dirigían y se apoderó de las
circunstancias. Esa noche fueron muchos los caídos. Uno, dos, tres, muchos.
Primero fue el betún, sobre el pulido adoquín, después el aguardiente y por
último las trompadas. Bedoya y Sanabria, los muy cabrones, no daban abasto para
recoger cuerpos, y lo hacían, de tal manera rápido y bien, que fueron varios
los invitados que pasaron inadvertidos de tales escándalos. Todo transcurría
normalmente pese a los vidrios de vasos y botellas que eran triturados por las
enormes botas de oficiales y soldados hasta que el amigo Manfred, tú, el camarada
entre comillas Manfred-alemán-borracho-cervecero, con puesto en la mesa
principal y a sólo cinco sillas de distancia del Capitán, ahíto de aguardiente,
frustración, fracaso y soledad, sin haber bailado una sola pieza pues creíste,
y con razón, que ninguna mujer te saldría, escuchaste que el doctor Plubio
Santos le decía al oído mi Capitán
sietemesino aunque usted no lo crea y aquí está Régulo y pregúntele o vaya mi
Capitán, tómese el otro, baile con la hija del alcalde y lo verá. Y el
Capitán pero si eso parece un cuento
cruel, sietemesino el pobre mierda y tú apretabas el vaso, te despeinabas,
bebías, bogabas de eso, aguardiente, de eso que te hacía tanto daño y ¿ esa
crápula es a lo que usted mi Capitán distingue en la mesa de honor, en medio de
la oficialidad ? razón tenía el señor alcalde en la carta privada que le
dirigió al presidente del concejo y tú, Manfred, esto sabe a ron me están cambiando el trago y la gente observa el
pararse parsimonioso y zigzagueante del Mono, del borracho, del cervecero, del
alemán, del Manfred, y el Capitán que
risa éste sí es un cuento y la gente mira y nadie pierde detalle sólo el
Capitán y sus áulicos no ven y tú, botella en mano, y el grito mi Capitán usted es un hijueputa y más
sietemesino es la madre que lo parió no sea cobarde y párese le rompo la jeta
y el Capitán: ¡ Sanabria ! ¡ Bedoya ! cabrones, ¿ qué pasa, se van a dejar joder de
éste ? ¿ no ven que se está tirando la fiesta ? y es
usted pero del miedo Capitán Güevas y la gente brinca y la bronca se arma. No
menos de cuarenta y dos personas sobre
ti. Y primero el rumor, después la entonación y por último el grito cacofónico SIETEMESINO
DE MIERDA. Era toda la oficialidad, en fila de protección, dos pasos
adelante del Capitán, entonando el insulto.
No obstante por encima del honor castrense estaba la responsabilidad
estratégica y militar. Orden perentoria de no tocarlo y dejarlo ir. Y tú, dando
tumbos, dejas el casino y te das por vencido.
Los días siguientes fueron de miedo. No necesito recordártelo. El escándalo
se regó. El periódico publicó una fotografía tuya en donde apareces saliendo de
la famosa fiesta, bajo el título de a la
ciudad le ha salido un sietemesino. Los noticieros radiales hicieron chiste
y entrevistaron al médico para que le explicara a la amable sintonía cuál era
el fenómeno en sí, en qué consiste, doctor. El tema fue, pues, de rigor en toda
conversación durante nueve meses de mudez, tú, en que Manfred, te viste a gatas
para arreglar tus asuntos económicos y abandonar el pueblo.
Si la oficialidad no se hubiese enterado como se enteró, nadie te
hubiera gritado en la cara: sietemesino
de mierda.
Berlín, 1975
Por lo demás, no sé qué extraña fuerza me mueve a escribir. Este viaje
absurdo, el humo asfixiante, los paisajes deformados por la velocidad y el
ruido, un rumbo al garete que pretende determinar en mi libreta los horizontes
perdidos, soñados y perdidos mil veces en la trastienda de mi conciencia.
Cuando pienso en el vaso sucio con residuos de Cointreau - el aguardiente ya
agotado y el vino y la cerveza y el Campari, ¡ por
Dios ! - volcado sobre mi mesa de noche, culpo sin rigor al desorden de una
vida atropellada por la más ordenada sucesión de contingencias.
Pero la razón de este viaje, del tren, de tantas estaciones sin nombre,
de la angina, del crepitar no siempre subjetivo del ansia, la libreta sobre mis
piernas inquietas, los rabillos de tantos ojos pasándose indiscreta,
inmisericordemente sobre mi viejo gabán, o quién sabe, sobre la hoja
multicopiada de un eslogan subversivo que asoma apenas por la rota boquilla del
bolsillo, o mi barba de ocho días sin guillete, mi barba de ayer o de mañana,
siempre desafiando el entrecejo de los orangutanes, y yo, sin atenuantes, Ana.
Desde la ventanilla observo tu melancólica destreza. No puedo hablar de
tu nostalgia, gatica. Tu ir y venir sin luz ni
movimiento, rompiendo nada, escudriñando nada, como sin presencia. ¿ Te acuerdas de aquel 26 de julio ?
El hombre de gorra azul, de chaqueta azul, de pantalón azul, de timbre
azul deja caer su perezosa voz y su ridícula mirada azul sobre mi cara adusta,
sin reclamarme nada, exigiéndomelo todo: un billete que cayó a mis manos y que
entrego a este hombre todo azul mientras el vagón baila sobre las infernales
esferas de hierro. Alguien me extiende un cigarrillo que me recuerda tu marca,
tu mano, tu brazo, y al médico aquel, cómo pude olvidarlo, al viejito de
mierda, zalamero, farisaico, sobándose las manos mi amigo que la revolución socialista no es un estado de ánimo sino de
depresión a tu edad ineluctable tránsito en el proceso biológico de los
poca-cosa, Ana. Y cuántas estaciones quietas en medio de poblados desolados
de historia. Y yo ahí, como cualquier prófugo de la razón, desconcertado, sin
lógica. Esas ráfagas de viento que golpean mi rostro, el rostro cruel o
desapacible de mis vecinos y esa ventana arbitrariamente abierta por el soldado
mayor todo de negro como una salmodia de muerte. Y el sonido que continúa
rítmico, dormilón, el sonido que invierte mi pasmo en sueño sin lujuria y el
sonido que como catártico pugnaz me duerme y me despierta de ese mismo sueño
que no sé, no reconozco. Intento recurrir a lo real, al Cardenal que al morir
obligó a un gobierno a decretar, con el alma en la mano, bañado en pena el
suelo patrio, llevándolo además, a ordenar la izada de la bandera nacional a
media asta durante nueve días, y ofreciéndole los sacrificios de su Estado de
Sitio, arrodillando a los altos jerarcas de las Fuerzas Armadas y declarando
sin empacho, luto nacional, la penosa muerte de su eminencia reverendísima.
Todo el mundo, digo yo, Ana, menos yo, Ana, se frunció con la noticia. La
fruición fue mía. A mí me importa un
carajo que se reviente el alma de los buenahora
pero en cambio me sopla un leve infarto de la nuca al dedo meñique cuando el
germen de una revolución se frustra así no más sin que nadie se conmueva, sin
que nadie diga nada, sin que nadie, Ana, suspire con angustia, sin que nadie
nada. Y recuerdo, Ana, cuando el timbre sonó una sola vez, seco y profundo.
Agudizando el oído dejé a un lado la revista, mi Magazine Fourier, mi lectura
de cada semana. Siempre me ha puesto en guardia cualquier infausta novedad proveniente
del vibrante y ensordecedor tono del famoso timbre de la puerta, o del
marrullero y sofocante ring-ring del teléfono. Tienes razón. ¿Cuántas veces el
no descolgarlo me significó tu ausencia ? Pero esto no
importa ahora. Te decía, un hombre, aparecía cubriendo el marco de mi puerta. Y
una mujer, supongo su mujer, ambos
de mediana edad, de aspecto corriente, sin el menor detalle que pudiera
distinguirlos del corriente de la gente, que pudiera, por ejemplo, serle
particular a quien desde la terraza de un café observa el discurrir de los
transeúntes. Ella y él con caras de cordero sacrificado, fofos,
orquestalmente ridículos en su figura y en sus rostros, entonces lívidos,
impresionantes, indicando con violencia una invariable mueca de desazón y, por
añadidura, con cara de luna llena. Rompen mi monotonía con un permiso que no se
deja esperar pues me alcanza desde la propia sala por en medio de mis viejos
muebles y mis porcelanas Meissen. El
hombre y su mujer toman asiento apresuradamente; empujando a un lado mi
revista, la mujer descarga su respetable trasero precisamente en la poltrona
carmesí de junto a la ventana, se acomoda suspirando de tal manera que mi
pensamiento voló a ti, Ana, recordando tus goces de niña sexualmente iniciada
cuando creías que si no parábamos allí, caeríamos en un espasmo al otro lado de
la calle, agarrándote de tal forma que sufro ahora porque la mujer no vaya y me
pregunte ¿ qué le da de comer a la gatica, dónde duerme la pobre, lo araña,
señor ?
El hombre circunspecto, aunque con toda clase de prolegómenos
memorizados, repite una lección impecable en retórica. Se trata de algo
molesto, me dice suavemente como queriendo reconocer la estupidez de su
irrupción. Su mujer ya le había aprobado con un por supuesto la última variante del prologuillo y, dueño de la
situación, de la de su mujer al menos, me pregunta qué opino. ¿ Yo ? realmente créame, no entiendo, oh, sí, naturalmente,
puede usted continuar, usted sabe que con esta lluvia nadie tendría interés en
mojar su ropa - y mucho menos yo, Ana. Y es no solamente, yo diría sin exagerar
demasiado, algo grave, ¿ ah Rosa ?
Por supuesto interviene maquinalmente la mujer del trasero. Es,
señor, un problema que sólo usted y yo podemos arreglar. Esto ya me preocupaba.
Empecé a sentirme incómodo en mi propia silla de quince años.
El trepidar del tren y el chirrido de sus frenos en esta vieja estación
que mis ojos adormilados no alcanzan a distinguir, me
levantan de un salto. Puede ser que ya estemos en Princeton, da igual. Pero lo
cierto es que yo nada tenía que arreglar con ese individuo o por lo menos nada
que pudiera ser importante. ¿ Pero de dónde acá piensa
que sin habernos visto jamás debamos usted y yo arreglar ningún asunto, así, de
buenas a primeras ? Y de pronto, Ana, me asaltó el mal de San Vito, mi cuello
no paraba de torcerse, se estiraba y se encogía sin que yo pudiese hacer nada.
El hombre lo tomó primero como un síntoma de disgusto, luego, pensó que se
trataba de una chanza, de una burla, de una forma irónica de despedirlo, y
mientras me agarraba el cuello de la camisa para dejar en libertad mi nuca,
para que pudiera respirar libremente mirando aquí y allá, al hombre, a la
ventana, al bronce del obrero, a mi vieja porcelana del zapatero, a los
arañetazos de mi gatica en la poltrona carmesí, a la mujer, a su trasero, éste
reventó de un colérico aullido el vidrio de mi consola - que se repartía en
pedazos por la sala - y con un violento usted lo que pasa es que está loco,
arrastró a su mujer precipitadamente hasta el rellano y sin darme tiempo a que
cerrara la puerta me soplaba su desconcertante preocupación en el sentido de
que usted y yo, solamente, podemos arreglar este problema un poco serio, yo
diría incluso grave, Ana.
No puede ser, ya habíamos pasado Princeton, apenas íbamos allí, y de
repente la estación indica Serrato. Aprieto primero las piernas, después la
libreta, después el paso, atropello a los mirones del primer pasillo, de un
brinco atrapo el siguiente vagón, corro y ya en el tercero o el cuarto o el
quinto me precipito sobre la toilette,
empujo, la niña grita, ¡ qué horror ! exclama la vieja de la banca vecina, hoy
en día ni las necesidades se pueden hacer tranquilas y súbitamente presiento
con indignación que me culpan cuando apenas me urge entrar a un baño y deshacerme
de las miradas estrábicas, de las miradas blancas y penetrantes de bochornosos
ojos afanosos, urgidos de sentenciar, condenar, castigar, reprobar, acusar,
vituperar y censurar a quien no quiere que se le reviente la bragueta, la
vejiga o el cuello tieso, almidonado de su camisa primavera.
Pero a todas estas, Ana, recuerdo El
pequeño príncipe, tu lectura infantil y elemental tan dulce con tu bello
acento francés bajo aquel legendario árbol a la orilla del Sena en la Isla de
San Luis. Tu aire coqueto y tu temperamento gatica. Cuando me dijiste a mí no me importa que el retoño sea niño o
niña aunque tu madre te exigía una niña, y fue. Y la situación que se te
presentó. Cómo podrías desprenderte de ella. Tú nunca diste con la forma
adecuada. Te cogieron, te tiraron al suelo, te sacaron eso y ni siquiera
pudiste protestar. Y con todo, nuestro retozo, los conciertos de Vivaldi,
el descubrimiento de Le Wezzeck, de Webern, de Schönberg, la bilis que provocamos con tanta
chocolata, y el Embajador aquél, ¿ te acuerdas ?, que
no le gustaba el tango, que no me gusta la música africana, que Santana ni
hablar y que nosotros no le preguntamos que qué música le gusta Embajador
porque sabíamos que clásica, ¿ no ?
Pero, ¿ y por qué todo este recuento amargo,
gatica ? Ana, a qué tanta reminiscencia en medio de un tambaleo medio ciego,
sin rumbo fijo. Del médico quería indicarte - no sé si es esta maldita angina
lo que me lleva a ello - cómo mientras te explicaba que el sujeto de la Ofrenda musical de Bach, mi amiga, es el rey Federico
el Grande que la interpretó e éste cuando en mayo de 1747 lo visitó en Potsdam,
yo reventaba de esta enfermedad Ana, que me está matando y el viejo, que se
tome una aspirina, que yo no tengo tiempo de verlo, que lo mejor es que se
opere, que para qué fuma tanto y bebe tanto y come tanto y expulsa tantos
espermatozoides y habla tanto el palúdico ese y a mí, Ana, era con consejos de
te debes cuidar un poco, no salir de noche, ojo con las borracheras y no te
metas a las manifestaciones buscarruidos-tirapiedras-pocacosa. ¡ Ah ! viejito zalamero, ¡ah viejito del diablo ! Dejarme
así no más en este tren al garete, vomitando una angustia que no es subjetiva,
un ansia más concreta que la mierda. Y tal vez por eso mismo te cuento lo del
Cardenal. ¿ No lo sabías ? Sí, me ocurre pensar ahora
que las estaciones que me quedan - no sé cuáles, no sé cuántas, no sé en qué
geografía - y este paisaje desteñido o teñido por el recuerdo de cosas
horribles, me acerca a su eminencia reverendísima en aquello de encontrarnos
pronto con una máscara de muerte, delicadamente humana en cada una de sus
manos, de mis manos... Y de todo, gatica, fíjate, no me queda sino El pequeño príncipe, este tren sin rumbo
y esta larga noche...
Toco las cosas y como babosas resbalan de mis manos, todos los animales,
todos los hombres, todos los objetos invertebrados, suaves, resbaladizos,
tiernos, dulzones, almibarados, toda esa sinfonía de existencias que van y
vienen, que ahora me parecen un supuesto, una postura artimañosa, una vivencia
vaporosa, Ana, y todo se me parte, el lápiz en mis manos, esta banca inmunda
del tren, los roídos marcos de la ventanilla y toco mi gabán y estos libros y
ahora me parecen, untuosos, cohesivos. Me viene a la memoria el Cardenal, el
médico, los militares y esa extraña visita del hombre y la mujer que me dicen
todo y no me dicen nada y rastreo en su trasero sobre nuestra poltrona carmesí
y el vértigo me invade y me obliga a retirarme un poco, a no tocar nada, a ver
lo que veo ahora, un inmenso museo lleno de pequeños museos, el lápiz, una
pieza fina de museo y el sombrero del hombre una extravagante muestra
prehistórica y estos libros sobre mis piernas que estallan, un museo dentro del
tren. Pero, el tren es un museo tan lejano, tan distante y tan ausente, Ana.
Y entonces, ¿ por qué ? Me levanto y grito,
asalto el pasillo y corro al próximo vagón, se me ausenta la memoria, se fuga
sin remedio, se me va de las manos, me precipita a los abismos de una edad, de
una era, de una civilización, de un tiempo, de una cultura que desconozco, que
no logro reconocer ahora; una memoria huidiza que no tiene derecho a usurpar mi
existencia y mi siglo y tu presencia de niña, de gatica, ¡ de
Ana ! Abordo la toilette, intento
expulsar, fuerzo por defecar la neurosis, apreso el grifo y bebo sin término,
siento pasar por mi garganta un horrible coctel
campari-vino-aguardiente-cerveza y un se me revienta todo que consterna e
incomoda a la gente, que la altera, pero que, en últimas, la obliga...
12197 ltros Uh Len
Princeton agosto 25 354-86 1.15h
Ana: La cosa se complicó punto posibilidades trabajo mínimas punto
recomiéndote gatica haga necesidades por fuera coma destruye muebles todo punto
qué pesadilla diosmío.
Feliz Buenahora
Berlín, 1975
DE SEGISMUNDO
Sé que no me convendría romper el silencio con yo no sé cuantas
cuartillas repletas de palabras de no haber asimilado hasta el último de mis
sueños de estos días y de no haber descubierto en ellos un abigarrado juego de
máscaras multicolores que se abrían y cerraban en forma de abanico dejando por
instantes el dibujo patético y locuaz de una máscara mayor, ostensible, que
denotaba la presencia o el recuerdo o el misterio del hombre aquel, de su
rostro gesticulante.
Todo tiene su justo valor en lo
real sólo cuando se nos devuelve la figura como en un espejo y nos proyecta la
única máscara de que estamos provistos que no es, desde luego, la que nos llega
del plateado vidrio sino la que proyectamos, aunque algunos piensen lo
contrario, y por ello recurren a toda clase de cosméticos, pinturas y
decorados.
Y así nació la decisión de esta historia, de esta confesión. Cuando la
fatiga me llevaba a altas horas de la noche hasta el espejo del cuarto de baño,
me inicié en una rebelión que hasta hoy termina. Lo que fue mi trabajo
cotidiano de varios años, quizás de muchísimos años, de tantos que nunca sabré
cuántos, su profundo sentido, las transacciones y concesiones a que me obligaba
con la vida teórica, emocional e intelectual que creía tener asegurada, fueron
deviniendo con el tiempo en una especie de nerviosa lujuria calificada primero
como neurastenia y luego como alineación. Pero cuando desde el espejo, erigido
por mí cuidadosamente como tribuna de la autocrítica, comencé a sospechar de
todo y a descifrar en la desdibujada figura la presencia irreversible y
concreta de la coloreada máscara del hombre aquel, se perfiló entonces el
retroactivo proceso a que haré mención.
Alguien podrá decir que bastarán dos líneas, y que señalando por
ejemplo, fui corrector de pruebas pero el
propietario de la editorial, un próspero y extraño empresario, me tomó como su
secretario privado y su investigador intelectual de cabecera, conduciéndome al
inapelable dictamen de loco que tanto yo como el siquiatra terminamos
resignadamente aceptando, cancelaba esta extravagante historia. Sería
fácil, claro. Y es que todo el mundo habla de la hostilidad del tiempo y hasta
de la hostilidad del destino, ¿ pero quién ha
desentrañado ese implacable y hostil obstáculo del hombre que son las
palabras? De allí que haya llegado a convencerme, en
determinado momento, de la pueril teoría de que no hay realismo distinto del de
las palabras, puesto que los objetos son apenas sus útiles de referencia. Y se
lo dije pausadamente al recién destituido corrector de pruebas, aquel que
desplazaban para abrirle camino a mis brazos caídos: no son los lingotes sino
su tinta impresa lo que importa, son las palabras que usted, querido amigo, por
la vista, por la rabia, o por la mala paga, ha venido desatendiendo o
confundiendo, ¡qué sé yo!
Y es que él sufría una delectación irresistible por el plomo fundido,
arrastraba en los bolsillo de su chaqueta varios centenares de gramos y
mientras su mujer cosía pegada a la lámpara de su mesa de noche, la bata
grasienta y mojada del trajín diario de la cocina, las piernas cruzadas y sobre
ellas, entre sus manos, los calcetines rotos de su esposo - nunca se casaron
pero fueron siempre marido y mujer - se recogía él en posición de buda justo
bajo el bombillo del centro del cuarto, sus ojos puntillosos limando durante
horas los perfiles perfectos de sus maniáticos lingotes. Le valieron, por
deducción, la destitución fulminante bajo la acusación precisa de robo.
Rebuscada impugnación del gerente: robo en vez de indelicadeza. Y ni así logré
convencerlo de la gravedad de las palabras y la intrascendencia de los
lingotes.
En fin, lo cierto es que tomé su puesto previa
una prolongada entrevista con el gerente de la Editorial. Mis recomendaciones
sirvieron de mucho. Por lo menos eso creo. En ellas se decía de mi preparación
autodidacta, una cierta predilección por la música de cámara (que hizo fruncir
el ceño al gerente, estirarse en su silla giratoria y confiarme su completa
colección de discos y cintas magnetofónicas), una ortografía a toda prueba, un
ensayo inédito sobre la lingüística, vocación
paciente de investigador y el apodo determinante y definitivo de ratón
de biblioteca.
El hombre no se ubicaba en la periferia de lo específico, de lo
esencial, de lo práctico. Iba al grano. Era uno de esos gerentes que nacen y
duran, su más acabada encarnación, todo un malabarista de las finanzas y el
arte. Encontró en mí una preocupación particular, excesiva y obsesiva por las
palabras, lo que para él era secundario y prefirió indagar mis conocimientos
históricos. Aún no sé por qué, para qué.
Situémonos, dijo, en 1943 y dígame joven para usted que significa ese
año. Hube de relacionarlo, no sin esfuerzo, entre la guerra y la literatura. ¡ No podía perder el puesto ! La
victoria rusa en Stalingrado, dije, la muerte de Simone Weil, la capitulación
de Italia, la aparición de El Ser y la
Nada, de Sartre, la batalla de Guadalcanal y le confieso, expliqué con
cierto temor, que no sé hasta que punto pueda ser necesario un examen de esta
índole para ingresar como simple corrector de pruebas, la verdad es que yo no
aspiro a la dirección literaria de la Editorial y para ocupar este cargo de
sustento y algo de distracción o morbo, si usted quiere, no veo por qué he de
darle la vuelta al mundo. Al hombre
le gustó mi remate, me extendió un papel, me dio su estilográfica plateada y,
con un firme aquí, quedé, se fundió mi curioso próximo destino.
Pero si al gerente le importaban poco las palabras, si su preocupación
iba entre la música de cámara y el retal de papel en los talleres, al
propietario de la próspera Editorial la
Vuelta al Mundo, no. Me inclino a pensar que era un esclavo de ellas, un
obsesionado, un poseso de su tentacular poder, un chupa-letras, un roepalabras
delirante y embrujado. Hombre sin contenido heroico ninguno, sustraído desde
1945 de toda beligerancia que no fuese verbal, de toda violencia que no fuese
escrita, de toda guerra que no fuese de palabras, de toda presencia que no
conllevase una composición complicada de letras, de todo arte que no fuese una
plástica del vocabulario. Concibió la curiosa teoría, pocos años después de la drôle de guerre, de que las palabras
hacen la paz o hacen la guerra, dejándome a mí, luego de varios años de trabajo
en la Editorial, cuando me nombró su secretario privado, el difícil desarrollo
de la relación entre las palabras y la música y ordenando sacar en limpio
borradores míos, producto de durísimas desveladas de estudio, para publicarlos
en su imprenta con la ridícula y urticante tirada de dos ejemplares lujosamente
presentados: uno para su biblioteca personal, secreta, y el otro para un
esotérico e invisible corresponsal en Lyon, Francia.
Cuando el nacionalsocialismo hitleriano acechaba a Europa y de él se
hacía una cursi pantomima en algunos puntos distantes de la tierra, don
Raimundo Piñeiros y Cock llevó a Colombia uno de los mejores autos de la época.
Escandalizó a Bogotá, pero con tan mala suerte, que antes de cumplirse un año
de la novedad y notoriedad motorizada, su lustrosa limousine rodó por una precipicio muy
cerca del Salto de Tequendama salvando milagrosamente su vida. Consecuencias:
invalidez permanente, su brazo derecho paralizado, un ojo de vidrio, tullido,
medio ciego, o casi, medio paralítico, o mucho, hombre de silla de ruedas
incapaz de hacer nada distinto a pensar. Y es cierto: no puede pensar sino en
palabras. Se encerró desde entonces en su casa de campo, la que acondicionó a
su nuevo talante, retiró acciones de la bolsa y transformó el sentido
financiero de sus progenitores. Montó la más grande editorial del país y
continuó ampliando a nuevas empresas el marco de sus negocios hasta el punto de
instalar una fábrica de calzado con el fin exclusivo de financiar, con sus
ganancias, las pérdidas elocuentísimas entonces de su flamante casa editora.
Mucho caviló el señor Piñeiros y
Cock al respecto de sus desgracias, y como era un estudioso, o al menos
un rabioso lector de cualquier libro, de todos los libros que cayeran a sus
manos y que su tiempo de financista secular le permitiese recrear, se decidió
por darle a su vida un destino propio, suyo y amarrado, ya que el destino, el
otro, le impidió realizar su sueño de construir todas las viviendas que fuesen
necesarias para barrer de plano el déficit habitacional de Bogotá y surtir de
paso sus arcas de tal forma que le quedara garantizada esa vida sibarita y
trashumante con la que anhelaba ponerse de acuerdo para siempre.
Mis primeros días, semanas y meses fueron más o menos pobres, de esos
que llamamos de más, con horario regular, salario suficiente para no morirme de
hambre y liquidar uno que otro capricho de mi soltería y la más refrescante
camaradería con mis compañeros de trabajo. A los dos años de no pasar nada
distinto, cometí la indelicadeza de contraer matrimonio y colmar de vanidad las
ceremonias religiosa y social al costo total de mis cesantías parciales. El
jefe de talleres, en gesto solidario, se prestó para una compinchería que tenía
para mí, en ese momento, carácter de perentoria e inaplazable ayuda: una noche
me asignó a un obrero y dejó
instrucciones netas al portero para que me permitiese mantener las luces y los
equipos prendidos hasta terminar un importante
trabajo que había quedado pendiente. Se trataba de la meticulosa
elaboración de las tarjetas de participación e invitación a mi matrimonio. Tomé
de la oficina del jefe la cartulina de moda hasta donde llegara el límite de la
sospecha en el arrinconado arrume. Las otras, las imprimí en la que el jefe de
talleres me había señalado hasta por
doscientas. A las tres de la madrugada salía con un paquete de quinientas
tarjetas cuya confección hubiese envidiado el propio gerente para el matrimonio
de su hija.
Se consumaron los actos correspondientes a la ceremonia religiosa y al
acto social. Casi todos los invitados fueron a la recepción y todo parecía
dentro de lo normal hasta cuando, en la cama de un hotel de lujo, la primera
noche de bodas, mi mujer me extendió un cable que le había entregado su madre
por la ventanilla del auto y que yo en mi nerviosismo y en mi quiebra había
tomado por un cheque.
- ¡ Ah !, es un cable - le dije con un
vergonzoso desdén.
- Sí - me contestó -, del señor Piñeiros, creo que te interesa.
Salté de la cama con él en la mano. Me acerqué a la ventana por donde
entraba una luz de neón pálida e intermitente que fincaba la presencia de una
gran compañía de seguros en la que, cabe anotar, también tenía velas el señor
Piñeiros. Me acordé rápidamente de que no sólo no se había hecho presente con
un regalo sino que ni siquiera nos había enviado flores. Pero al cable ya
abierto le atribuía la importancia de la tabla del náufrago. Lo leí en alta
voz; era mi primer contacto con el misterioso potentado:
Permítome congratularle punto Contenido
correcto cuidadoso singular texto sus tarjetas así como impecable impresión
llévanme pensar su fino y particular interés por las palabras punto Sugiérole
presentarse mi despacho próximo 21 de septiembre a las nueve horas punto Saludo
R. Piñeiros y Cock.
Es cierto que hay detalles que no interesan pero tampoco podría por
economía, o en gracia a Gracián, decir simplemente: ese cable me impresionó. No. Lo entiendo como la aparición original
del fantasma verbal en toda la extensión de mi presencia vital, a lo largo y
ancho de mi vida. Lo transcribo en su texto completo porque en él no sobra ni
una sola palabra y menos falta alguna que no describa minuciosamente mi destino
a partir de aquella noche. No hubo en adelante un solo día de mi vida en que no
luchara contra la negligencia del estilo verbal, contra la pobreza del
vocabulario o contra la desproporción de los términos. Ese cable juzgaba
implacablemente mi vida dándole un solo y definitivo sentido que me creaba unas
relaciones imposibles con el mundo social acostumbrado. La sentencia
faulkneriana de que la ambición del hombre se limita a ciertos actos precisos: comer, evacuar, fornicar, vivir el poco
tiempo que nos fue acordado, respirar, estar vivo y saberlo, dejó de ser mi
preocupación preponderante. Y no me inicié, luego de su lectura, en una vana
pretensión mallarmeniana pensando que el rigor del lenguaje, su perfección, me
conducirían al absoluto. No, pero sí empecé a darle a las palabras el valor y
el sentido y la dimensión que más tarde me alienarían.
En la fecha y hora señaladas me presenté ante Piñeiros, el señor
Piñeiros y Cock. Para la ocasión me ajusté un traje que cortara con mi ingenua
ambición. Terno azul a rayas, chaleco y mocasines negros de hebilla. El hombre
me indica con un gesto frío y distante una silla. Me siento. No estoy seguro de
su mirada, no logro atraparla o la esquivo, no lo sé. Sólo escucho la perfecta
dicción en su mesurada bienvenida:
La salvación del hombre está en el
lenguaje. Si la sociedad se pierde es por su culpa. El lenguaje debe abandonar
la lógica para tomar un camino creador. Todo fracaso está relacionado con su
abuso o con su mal uso. Supongo que su criterio no dista mucho del mío. ¡Ya veremos ! Antes de entrar a fondo quiero que sepa que
me he enterado durante las últimas semanas sobre su espectacular - tose y
se reafirma en el término - aplicación en
el trabajo. El gerente me ha mantenido al tanto... etc. Me explicó su
situación de hombre-en-sí-mismo, de hombre-por-las-palabras. Me citó a
Montherlant, me dijo en un francés admirable - y después averigüé que con su
corresponsal de Lyon se escribía en francés -: Je n´ai que l´idée que je me fais de moi pour me soutenir sur les mers
de néant. Me aclaró cuál era su fracaso, cómo lo entendía y qué le había devuelto
el verdadero sentido de su destino. Me explicó la quiebra moral, el nuevo
contenido casi erótico del pensamiento:
Son las palabras que van y vienen, que
vienen y van sin fin y dejan al cabo una estela de ideas disolventes cuando el
contenido que las estructura se renueva por el tiempo, por la fuerza
transformadora de un hombre como yo, ¿correcto?.
Me enumeró a casi todos los autores franceses de este siglo cubriéndose
de dicha al señalar cuáles habían escrito lo mejor de su obra precisamente entre
el 36 y el 50. Me dijo, Malraux sí, Malraux habla de una erotización de la
voluntad y de una sicología puesta el servicio de la mitología, pero ¿cómo
puedo yo desenmarañarlo, me dijo, me repitió, si el juego de palabras me
confunde en todas estas suntuosas frases, si su significación de ayer no es la
misma de la de hoy? Y me dijo a Sartre lo detesto, abusa de ellas y desde luego
yo tosí, me acomodé en la silla muelle de felpa verde, solté una risa nerviosa,
de esas que no se pueden cancelar, para indicarle su venia señor, deseo fumarme
un cigarrillo y lo de Sartre perdón y entonces, no, me dijo, eso no importa, no
se trata de filosofía, de ideologías, créame y me salió con Butor en un afán
que al rompe entendí como de querer decirme cuidado jovencito con lo que dice
cuando le dé el uso de la palabra. Más de una hora con esto y aquello y en el
fondo y siempre las palabras y luego Robbe-Grillet y en medio Céline y el
lenguaje y luego hizo una mueca de máscaras, calló por un instante
interrumpiendo su frase el abuso del
argot en el vocabulario para luego, y por último, sorprenderme con un
quiero saber, ahora mismo, cinco autores de ópera alemanes, cinco me bastan, y
yo, lo juro, no estaba pensando en eso, estaba embebido en su masacrada figura,
en su rostro de patíbulo, en su cuerpo de jorobado deslenguado, en su brillante
voz operática y claro, caí en cuenta,
refresqué en segundos la memoria, me le fui con Wagner rompiéndole la línea de
menor resistencia, lo seguí con Beethoven como era natural, me le metí por
Strauss, no faltaba más, me empantané con Weber y no pude pronunciarle
claramente a Meyerbeer.
Sabe Dios cómo Piñeiros no pensó en un sexto que me hubiese dejado
noqueado y sin la recurrente pretensión de invocar esta absurda historia. Como
ya era tiempo de cobrar cierta confianza, recogí de su propio escritorio un
pequeño cenicero de porcelana Rosenthal que coloqué calmadamente en mi mano
izquierda. Absorbí con gusto todo el humo posible de mi cigarrillo, y no bien
acabado de extenderse éste por el ensombrecido despacho, me dijo, muchas
gracias, lanzó con tino hacia la escupidera del piso una oscura y verdosa
flema, se pasó descuidadamente sus manos por el incipiente cabello y me insinuó
con voz baja, a partir de mañana queda usted
contratado como mi secretario privado, en este papel se le indican las
condiciones del nuevo trabajo, buenos días.
Salí, desde luego, con un sueldo triplicado, sin horario fijo distinto
del de la entrada diaria de las ocho a.m., oficina nueva con intercomunicador
en la primera planta de la casa y con puerta a la gran biblioteca del primer
piso y el signo fatal en adelante de hombre misterioso. Yo también. Empecé
pronto a sentir como si se me hubieran embargado todos los sentidos que antes
le había arrancado a la vida.
De modo que ni siquiera puedo hablar de una novedad, de una expectativa,
de la frescura estimulante, de una aventura que se inicia. No tuve tiempo para
ello. A las ocho en punto de la mañana del 22 de septiembre encontraba sobre mi
reluciente escritorio una nota mecanografiada en donde se me indicaba que
debería subir al despacho del hombre aquel, antes de las cinco de la tarde, los
antónimos de cuarenta palabras y se me sugería, en posdata, indagar para las
ocho en punto del día siguiente en qué libro aparece, por primera vez, la
sentencia bíblica del Memento, homo, quia
pulvis es et in pulverem reverteris. Fue la primera y última vez que sin
decírmelo, sin ordenármelo, me obligó a trabajar de noche. El horario fue su
primera trampa.
Por entonces me pareció escasamente mortificante y tedioso mi nuevo
oficio. Cuando a las cinco en punto descargué en su escritorio la compleja lista de antónimos,
recordé la posdata. Me deslicé hasta la biblioteca con el ánimo de acabar en
media hora, de una vez, con los asuntos del día. Confieso que fue ésta también
la primera trasnochada consciente, real de mi vida y la primera noticia que
tuve sobre mi desafecto religioso y mi propensión atea. ¡Desentrañaba la finitud, aprendía sobre ésta
y la otra vida !
Del gerente no volví a saber nada salvo que esporádicamente visitaba en
compañía de su mujer y su sobrina el salón de música de Piñeiros a donde
aportaban las últimas grabaciones de Schönberg, Weber, Hindemith, Berg,
Teleman, etc. El gusto, el regusto de Piñeiros por Vivaldi sólo pudo ser
vencido por el constante apego del gerente por la obra de Teleman. Recuerdo que
durante los últimos meses, cuando el exceso de trabajo, el surmenage según mi médico,
empezó a dar muestras serias de arteriosclerosis, mareos, dolores de cabeza,
taquicardia, palpitaciones, y confusión de ideas, palabras y objetos, me era
imposible distinguir entre Vivaldi y Teleman. Este fue mi primer grito de
alarma al que no he debido ponerle tanta atención por cuanto era insignificante
frente a mi posible deducción al final de mi experiencia con relación a las
cosas más nimias. Confundí un tango estilizado con el Concierto a la memoria de un ángel. Entonces, cuando sólo comenzaba
a encontrarme cansado, cuando aún no sabía el desenlace de todo este frenético
trabajo y en vista de la heterogeneidad y la diversificación de los oficios,
recurrí al amigo de la sobrina del gerente, un hombre culto y desocupado. Lo
contraté de mi sueldo para trabajos que podía desarrollar en su casa. Le
descargué uno que me mortificaba especialmente y que se refería al estudio
minucioso de la vida y la obra de Julien Gracq. Para Piñeiros, aparte de la exclusividad de sus trabajos, había
ciertas normas mínimas por cumplir. De éste usted no debe excederse de las
quinientas palabras. De aquel - la síntesis de La Regenta - media cuartilla a doble espacio, de este otro - el
estudio etimológico de la contingencia - un mínimo de 14 cuartillas y, en fin,
rebasó todos los límites de lo posible, de lo racional, cuando me dio tres días
para agotar el tema de las relaciones entre la palabra y la música a través de
la historia, sugiriéndome desde su despacho privado y mientras observaba sin
afán la tibia lluvia que golpeaba los cristales de sus amplios ventanales, que
este trabajo era de carácter secreto y no debía comentarlo con nadie. Cuando le
reclamé el exceso, la imposibilidad absoluta de adelantarlo sin colaboración y
la penuria a que ya tenía sometida su biblioteca del primer piso, no sólo no
quiso acceder a que hiciera uso de la suya privada sino que me manifestó que me
encontraba extraño en los últimos días y un poco reticente frente al
apasionante estudio de las palabras para lo cual él me había contratado sin
economía alguna. Me ofreció, como otras veces, nuevas prerrogativas. Esta vez
fue un auto con chofer con el fin exclusivo de que me llevara y me trajera
diariamente y la promesa de que ese año me daría las vacaciones acumuladas en
los últimos tres. Sé bien que ya se
merece un descanso, me dijo. Y comencé a ver, ese día, físicamente, los
fantasmas que rondaban por su despacho.
Un hombre que cree en las palabras como en su propia causa y fin de
existencia parecería irreal, pero un hombre que afirma que antes de la
plusvalía, antes de que esta palabra fuera puesta en boca de los obreros, no
había mayores problemas de reivindicaciones, huelgas y revoluciones; un hombre
que sostiene que es la palabra la que le da contenido de existencia y de lucha
y de razón y de conciencia y de historia a la presencia concreta del ser social
sobre la tierra; un hombre que subordina la guerra, la paz y el amor al dominio
de las palabras; un hombre para el cual todo son palabras: los sueños, los
pensamientos, los discursos, la productividad, la balanza comercial, el encaje
bancario y el misterio de la Santísima Trinidad, un hombre así, me pregunto yo
y les pregunto a ustedes, ¿ es un hombre desequilibrado, anormal, loco ? Fue
tal el apego mío, el contagio con este terremoto de pasión e idolatría por las
palabras que terminé creyendo que realmente como dijo Sartre lo que complica un
partido de fútbol es el equipo contrario y que, así las cosas, yo ya no tendría
alternativa.
- El hombre no puede ser
irresponsable sin las palabras y son las palabras las que lo vuelven irresponsable,
ellas son una especie de control de la realidad, ¿ qué
hacer ?, ¿ negar a Dios como el ateo para invocarlo todo el tiempo ? ¿ Para hacerlo más
presente ? O hacer de las palabras el Dios de nuestro capricho y de nuestra
semejanza -, me atreví a decirle en
plena cara, inclinado mi cuerpo sobre su escritorio con las palmas de mis manos
puestas en la fina madera. Me salió con un sartal de cosas, me señaló el
asiento con su dedo nicotina, me brindó un brandy acompañado de una minúscula
cápsula que me tranquilizaría pronto, me habló de su corresponsal en Lyon - por
primera vez -, me dijo de los volúmenes que había publicado al respecto, me
prometió dejármelos leer durante el tiempo de mis próximas vacaciones, me
felicitó por la eficacia de mi trabajo, me dijo que entre él allí y su mundo de
negocios había una distancia infranqueable, que el sudor de los hombres no se
derramaba en vano porque tarde que temprano daría con la teoría que echaría a
pique las filosofías anteriores, que la fe, la confianza, la persistencia, no
carecían de sentido ni de recompensa, que comprendía mi situación puesto que a
mi edad la barrera de lo imposible era una aventura fácil mientras que a la
suya, a su edad, esa barrera ni siquiera existía, que él era el interlocutor de
las palabras del Hombre y que nunca había sentido un vacío de destino como era
la moda, que él no era la especie de hombre claudicante que espera cinco años,
diez años, veinte años para ser razonable ante la vida sin traicionar un mañana
enfrascado y con rótulo de consumo, que me sentara de nuevo y me fumara el
paquete si quería pero que lo que ahora me decía no me lo repetiría nunca, en
fin, qué no me dijo.
Solicité algunos días después autorización para visitar un médico
siquiatra. No eran sólo mis mareos o los dolores de cabeza o la neurosis o las
interminables noches de insomnio o los fantasmas que juro haber visto en el
despacho de Piñeiros. Lo que me ofuscaba con frecuencia era la confusión de
ideas y palabras en que caía a cada momento y una irritación cada vez más
trascendente con todo lo que fuera pensar en una sola idea y dejarla que
rebotara en palabras sobre mi cabeza como una bola de ping-pong.
Como el siquiatra había ordenado reposo total enviándome a casa, pasé
varios días entre el anonadamiento y la irascibilidad. Mi mujer soportaba con
estoico temple femenino las mutaciones desconcertantes de mi ánimo.
Aprovechando la reclusión obligada de mi propio hogar y a partir de una frase
que recogí de cualquier libro en la que se afirmaba que el mundo sólo sería
salvado por lo inconformes, se me ocurrió justificar con ella los progresos
selectivos en materia de investigación lingüística del señor Piñeiros. Era
quizás un inconforme que se había dado a la tarea de revolcar el mundo desde
uno de sus ángulos aparentemente inofensivos. Pero después comencé a atrapar mi
relación con las palabras a través del trabajo éste y a descubrir una
perspectiva de inusitada importancia en lo que atañe a mi educación, a mi
infancia y al certero y definitivo toque de mi personalidad adobado en el feudo
de mis propios padres. Se me ocurrió papá caprichoso y violento. Mamá todo lo
contrario de una santa heroína, combatiente y decidida a no ser desplazada de
su personalidad y a mantener la salvaguarda de su orgullo inútil. Reviví
cuadros de la niñez desesperada, de la más trágica y desdeñable de las edades
del hombre. No sé si mi padre y mi madre se odiaban pero pude confirmarlo a
través de la palabras que me llegaban de entonces. Mi
padre era tímido y volcada sobre el hogar toda la libido de su represión
social, quería explicarme el siquiatra de ojos de rana que tres mañanas de cada
semana me ocupaba dos horas. Expulse de
la ratonera de su infancia todo lo puerco que pudo haber en ella, me decía
con crueldad, pero utilizando una voz suave y melodramática. Yo le manifesté
que me sentía agotado y agobiado por el peso de las palabras, que ya no sabía
qué era orgullo y que, mal podría identificar a la madre de ese niño como tal y
menos tímido a mi padre, si la timidez podría ser buena, ser regular o ser mala
según el lente, de acuerdo al ángulo, por lo que se me hacía difícil creerle o
más precisamente entender sus explicaciones. Que si la dialéctica termina
cuando el equipo contrario se retira del estadio y si la contingencia sólo
tiene presencia cuando le desentrañamos un sentido, de qué valía mantener esa
lucha por la significación de los términos. Que me autorizara para darle a las
palabras el sentido que me diera la gana y probablemente así saldría bien
librado de ese trance. Que mi problema eran las palabras y mi enfermedad su
contenido siempre mutable. El hombre renunció a las consultas y durante dos
semanas no vino a casa. Sospeché que mi mujer lo mantenía informado por
teléfono sobre la evolución de mi desequilibrio emocional. Alcancé a escuchar,
y de ahí mi deducción, que hablaba con alguien sobre el nihilismo y decía tumbado, vacío de existencia interior,
subjetivo, disolvente, obsesivo por sus regiones secretas, en fin, neurótico y loco.
Encontré en el cajón de su mesa de noche una boleta que anunciaba mi
internamiento en la clínica siquiátrica de La Caridad a partir del once de
noviembre y las instrucciones que debía seguir ella para hacer menos dolorosa
mi reclusión. Ese día, para sorpresa suya y de los verdugos que vinieron a
recogerme, los recibía con mi mejor traje, afeitado, impasible y serio. Me
obligué a no pensar en nada mientras me señalaban el furgón, que no sería nada grave y que pronto sanaría.
No se atrevieron a esposarme, a amarrarme, a trincarme. Les demostré
respetabilidad aunque con cierta pena por cuanto en sus rostros vi reflejada la
frustración que siente quien no puede adelantar su oficio como toca. El señor Piñeiros me envió al hospital una tarjeta en
la que me informaba que sus investigaciones progresaban y que algún día la
humanidad sabría de mi trascendental aporte en sus descubrimientos. Que yo
había entrado ya por la puerta grande de la historia y que era yo en ese
momento su apóstol y el mártir inmortal de toda revolución. A los dos meses me
hizo llegar un paquete de libros con dedicatoria manuscrita en la que anotaba
con fina caligrafía que ese era el tercer volumen de los trabajos secretos
publicados por él. El corresponsal de Lyon - me soltó el misterio de su
reclusión en una casa de reposo francesa - y yo, teníamos el privilegio de
conocer, los primeros y los únicos, el avance de sus trabajos. Le hice, pues,
aumentar a tres la tirada de sus obras. Y me quería allí, por su cuenta, como
al amigo francés.
La terapia de la reclusión en el manicomio me sirvió hasta el punto de
haberme permitido una cura que me orientaba nuevamente en el sentido justo y
natural de la vida social y me convertía en un experto jugador de dominó.
Cuántas veces no repartíamos el tiempo entre jugada y jugada. Sólo me exasperaba,
a veces, la franqueza con que asumían los partidos algunos de mis colegas. Hubo
uno que se atragantó con una ficha. Dijo: Si
me la como, me la como. Supe que había terminado sus días en la sala de
operaciones de una policlínica. Creí que el contagio con los compañeros locos
me iba a desequilibrar más, pero la experiencia inicial de un cruce de pocas
frases con ellos y la convicción inmediata de que sus términos y sus ideas
estaban muy lejos de la del señor Piñeiros, y al mismo tiempo la conciencia que
yo adquiría de ello, me indujeron a pensar que no era tan seria mi
inestabilidad y que el fantástico diagnóstico del precipitado siquiatra no era
ahora para mí, y lo veía así cada mañana, un diagnóstico precipitado del
fantástico siquiatra. Sólo cuando concluí, con razón, que en verdad sí se
trataba de un precipitado siquiatra con su fantástico diagnóstico, pedí ser
dado de alta al punto.
De regreso a casa comenzaron los sueños y el espejo y las máscaras y los
fantasmas y por todas partes el señor Piñeiros con sus palabras y sus ideas. Me
propuse acabar con todo. Dejé la lectura. No volví a sentarme en mi escritorio
ni siquiera para redactar notas de cortesía - trabajo que agradaba mucho a mi
mujer -, desconecté el teléfono para no tener la tentación de discutir con
nadie sobre nada y me esforcé, todo lo que pude, para no pensar más allá de los
condimentos de la buena cocina, las fórmulas del postre y las audaces jugadas
de dominó que me servían para figurar con vida, presente, en existencia a
Frida. Olvidaba decir que tal era el nombre de mi mujer.
Hoy por hoy no puedo ni siquiera asegurar que fueron cinco o doce años
los de esta horrible experiencia. Sólo recuerdo algunas fechas, los rasgos ya
trazados, la evolución del caso, al pobre linotipista gozoso de sus lingotes,
al gerente cuyo nombre olvidé o nunca supe, la biblioteca agotada del primer
piso, los manuscritos que se perdían y que me parecía leer después en lujosas
ediciones, los golpes de la tibia lluvia sobre los desproporcionados cristales
del despacho siempre en penumbra del señor Piñeiros, la cara de frustración de
los gorilas que debían arrastrarme al manicomio y la presencia sin importancia
de mi mujer en todo este episodio cruel, real y alucinante de mi vida. Sobra
advertir que ni siquiera puedo afirmar que don Raimundo Piñeiros y Cock fue el
descrito aquí o que el señor Piñeiros que aquí describo fue el mismo don
Raimundo Piñeiros y Cock. Sólo puedo dar fe, para tranquilidad del lector, de
la real y abrupta batalla mía con las palabras en cualquier sentido que se
acomode a la imaginación y al espíritu de quien llegue en la lectura hasta esta
última palabra, hasta esta última idea: mi nombre es Segismundo, no estoy loco,
husmeo, no pienso, y aguanto el belicoso devenir de este absurdo mundo.
Berlín, 1975
Fin