La parábola de Pablo, el libro de
Alonso Salazar J. sobre la vida de Pablo
Escobar Gaviria es quizás, hasta ahora,
la más completa biografía del capo del
narcotráfico. Aunque bien escrita, con
juiciosos análisis de contenido político
y sociológico sobre la realidad
colombiana, lamentablemente por falta de
espacio o de tiempo el autor se refiere
con demasiada rapidez y sin detalles
mayores a acontecimientos de gran
relieve que tuvieron que ver con la
reputación que alcanzó Escobar,
reputación que lo llevó a convertirlo en
el hombre más buscado del mundo por las
autoridades y en uno de los más ricos
del planeta. Este bandido, como
él mismo gustaba llamarse, ha despertado
en mí desde siempre una admiración
morbosa. Aspectos de su carácter, de su
personalidad, de su inteligencia, de su
temeridad, imaginación, malicia,
generosidad y frialdad, así como del
arrojo en su estilo de vida, los he
calificado sin titubeos como rasgos de
un hombre excepcional, fuera de serie
que, si los hubiera puesto al servicio
de una causa revolucionaria en beneficio
del pueblo, hubieran hecho de él un
líder político histórico. Sin embargo,
dentro de esos rasgos humanos admirables
en Pablo Escobar, Alonso Salazar y otra
veintena de autores ya leídos por mí y
que han escrito libros sobre su periplo
humano, destacan su ternura familiar, su
infinito amor por Victoria, su mujer,
por su madre y por sus hijos Juan Pablo
y Manuela. Nadie imaginaría en un
criminal de su talla tal derroche de
amor. Amor que de por sí debilita y hace
permeable a quien lo siente y
manifiesta. Pero en él pudo más este
sentimiento hacia su familia que su
propia vida. Prueba de ello es que no le
importó dejarse matar por la policía, o
suicidarse en el tejado de una casa del
barrio Los Olivos de Medellín,
con tal de tener el placer de reafirmar
su amor filial estando en contacto
telefónico, hasta el último minuto de su
vida, con uno de sus hijos.
Y
ese amor suyo por los suyos siempre fue
generosamente correspondido. Trae
Salazar, como ejemplo de ello, la
trascripción de una carta de Victoria,
su mujer, escrita pocos días antes de su
muerte y que retrata la profundidad de
los sentimientos que los unieron
siempre, desde cuando ella se le entregó
en cuerpo y alma a la edad de quince
años:
Te extraño tanto, me estás haciendo
tanta falta. Me siento débil. A veces se
apodera de mi corazón una soledad
inmensa. ¿Por qué la vida nos tiene que
separar así? Me duele tanto el corazón.
¿Ves posibilidad de verte o no me
ilusiono con eso? ¿Cómo estás? ¿Cómo te
sentís? Yo no te quiero dejar, mi amor,
yo te necesito mucho. Quiero llorar
contigo porque hoy me siento triste. Son
la ocho a.m. y pienso en ti, en lo mucho
que te quiero. Terremoto (su hija
Manuela) te reclama todo el tiempo.
En estos días recortó tu foto grande de
la revista Semana y la pegó en el cuarto
y te dice: “Mi negro, te quiero mucho”.
¿Cuándo te voy a volver a ver? Mi amor,
sé que como María, tengo unas
obligaciones, pero como esposa otras.
Lucharé con todas las fuerzas de mi
corazón por tí. Te lo prometo. Nuestra
historia tendrá que continuar. Te abrazo
fuerte, te beso, te necesito.
A
lo que Pablo, en medio del asedio brutal
de la policía y de sus enemigos, y de la
más sanguinaria guerra, transmitiéndole
algo de tranquilidad y optimismo, le
responde:
Mi
amor, un beso. No te preocupes que todo
saldrá bien y llegará el momento en que
todos podamos estar juntos como lo
merecemos. Yo estaré muy pendiente de
ustedes. Los quiero y los recuerdo
mucho.
Te
quiere tu esposo,
Ese era el prodigioso y sorprendente
amor que cargaba en su cuerpo. Ese era
el colosal amor que colmaba el alma del
hombre que desató más odios, que odió
con mayor intensidad y que fue el más
odiado en la historia contemporánea de
Colombia.