El suicidio de André Gorz
y su mujer
Por
Germán Uribe
A
ninguno de los dos nos gustaría
sobrevivir a la muerte del otro.
Desde
mediados de los años sesenta, cuando
adelantaba mis estudios de Filosofía y
Letras en la Sorbona, he mantenido por
André Gorz -el hombre y su obra- la más
viva y fiel admiración. En algunas
ocasiones lo vi esperando un taxi en
Montparnasse, o en la terraza del café
Dôme, o en La Coupole, aferrado a una
copa de vino o a un café expreso que
apuraba con cierto nerviosismo mientras
departía con sus amigos, todos ellos la
flor y nata de la intelectualidad
francesa de la época, incluidos, desde
luego, Sartre y Simone de Beauvoir.
En
los últimos años, enfrascado como he
estado en el enredo bestial de esta
Colombia incomprensible, fue muy poco lo
que de él volví a saber, hasta que hace
poco más o menos 7 meses regresaron a mí
como una bofetada su sonoro nombre y su
enjuta figura. André Gorz acababa de
suicidarse. Y conocido el final que él
escogió para su vida y la de su mujer,
mi admiración, con todo, se acrecentaba.
Si bien el suicidio no goza de la
aprobación y ni siquiera de un mínimo de
comprensión por parte de la sociedad,
también es cierto que un acto de tamaña
dimensión humana, de tal dramatismo y en
el que va implícita la determinación de
una voluntad individual libre que a
ultranza reclama un derecho, no puede
menos que permitirnos reconocer en ello,
con reverencial respeto, un acto de
valor supremo. Y más cuando se cumple en
un hombre que hacía de su autonomía un
principio filosófico de vida que lo
singularizó como a un "renegado
inclasificable". Kundera lo dijo: "Todo
el mundo tiene derecho a matarse. Es
parte de su libertad." Y tampoco hay que
olvidar los suicidios de Stephen Zweig y
su segunda mujer, y el conmovedor de
Arthur Koestler y Cynthia. O los de
Henry de Montherlant, Cesare Pavese,
José Asunción Silva, Jack London,
Horacio Quiroga, Manuel Acuña, Alfonsina
Storni...
Hijo de judío austríaco, filósofo y
periodista, Gérard Horst, su verdadero
nombre, nacido en Viena
en 1923, fue uno de los más brillantes
teóricos y pensadores de su tiempo.
Permaneció durante la Guerra en un
internado en Suiza. En 1940, tras la
dominación nazi, decidió hacerse francés
no volviendo a hablar su idioma natal,
el alemán, hasta 1984. Ya en París, en
1949, en plena posguerra y en medio de
la más febril agitación intelectual
parisina, conoce a Sartre quién lo
acogería con toda calidez como amigo y
discípulo, llevándolo en 1961 a hacer
parte del Comité de Dirección de la
revista Les Temps Modernes. En 1964,
junto a Jean Daniel, funda el
prestigioso Le Nouvel Observateur.
Escribe bajo el seudónimo de Michel
Bosquet. Pronto sería referente
indiscutible de la nueva izquierda
francesa. Después de mayo del 68 se mete
de lleno en los temas de la ecología
política. De personalidad en extremo
discreta, hasta el punto de tenérsele
como filósofo secreto y marginal,
ejerció una relevante crítica social con
discernimientos anti-autoritarios y
anticapitalistas haciendo gala de una
aguda penetración en todos los aspectos
de la problemática del trabajo.
Fue
un empecinado divulgador del pensamiento
radical germano de mediados de siglo, de
la Escuela de Fráncfort, Horkheimer,
Marcuse, Habermas, Adorno, y a la moda
con sus contemporáneos, iba igualmente a
la búsqueda de una moral que confrontara
los dilemas provocados por unas
ideologías en crisis.
En
1980 escribe "Adiós al proletariado",
que origina un gran escándalo en toda
Europa, apuntalándolo como un teórico
político imprescindible. Además, entre
muchas otras de sus obras, están "El
traidor", prologado por Sartre,
"Estrategia obrera y neocapitalismo",
"La ecología como política",
"Metamorfosis del trabajo, demanda del
sentido", "Capitalismo, Socialismo,
Ecología", "Crítica de la razón
económica" y "Socialismo y revolución".
Desde 1990, aislado, André Gorz se
entregó al cuidado de la frágil salud de
Dorine, su mujer. Vivía en una casa de
la pequeña aldea Vosnon en la región del
Ausbe. En octubre de 2006, viéndola
consumirse por una enfermedad terminal,
escribe su último libro, un libro de
amor de 80 páginas, "Carta a D":
"Recién acabas de cumplir 82 años. Te
has encogido seis centímetros, no pesas
más de cuarenta y cinco kilos pero como
siempre sigues siendo bella, graciosa y
deseable. Hace 58 que vivimos juntos y
te amo más que nunca. Hace poco volví a
enamorarme de ti una vez más y llevo de
nuevo en mí un vacío devorador que sólo
sacia tu cuerpo apretado contra el mío.
Por la noche veo la silueta de un hombre
que, en una carretera vacía y en un
paisaje desierto, camina detrás de un
coche fúnebre. Es a tí a quien lleva esa
carroza. No quiero asistir a tu
incineración; no quiero recibir un
frasco con tus cenizas. Espío tu
respiración, mi mano te acaricia. A
ninguno de los dos nos gustaría tener
que sobrevivir a la muerte del otro… "
Anudados por la devoción mutua, terminan
decidiendo de común acuerdo abandonar
este mundo. A su edad, ella 82, él 84,
ya eran irremediablemente un solo ser.
"Si te mueres, yo estoy muerto". Ninguno
quería seguir viviendo sin el otro y es
cuando sellan su pacto hacia la
eternidad. Es una muerte convenida,
bendecida por el amor y ennoblecida por
la dignidad.
El
sábado 22 de septiembre de 2007,
escogida la fecha para evitar al intruso
que quisiera salvarlos, consumen una
mezcla fatal de medicamentos. El lunes
siguiente, un amigo se acerca a
visitarlos encontrando en la puerta de
la casa un aviso que decía "Avisen a la
policía". Y, entonces, descubre los
cuerpos sin vida de la pareja de
amantes, el uno tendido junto al otro.
"Seremos lo que haremos juntos", le
había dicho Gorz.