Por
una restitución valorativa
de
Mardoqueo Montaña
Germán Uribe
A
finales de 2006 murió en Bogotá el escultor y caricaturista
Mardoqueo Montaña. De manera inexplicable, el silencio mediático
a raíz de su desaparición fue total por aquellos días,
persistiendo aún hoy. El registro de su muerte sólo alcanzó el
"privilegio" de un par de líneas en la sección de "Cultura y
Entretenimiento" del diario El Tiempo, un anuncio en el mismo
rotativo en el que Magola, su esposa e inagotable compinche
consignaba su fallecimiento e invitaba al sepelio, y un conciso
texto mío impreso en un publicación de su tierra natal, el
Tolima. Nada más, que yo recuerde.
Y,
entonces, cómo no recurrir aquí -aunque en sentido y sentimiento
contrarios-, a la ya legendaria frase con la que el maestro
Eduardo Carranza le presentara nuestro país al poeta Pablo
Neruda en su primera visita:
"Esta
es Colombia, Pablo".
Pero
afortunadamente, y gracias a este hecho en particular, cada día
sabemos más y dimensionamos
mejor los fundamentos de estos mutismos que, con todo su
contenido de iniquidad, nos dan licencia para evaluar con
propiedad y ponderación, y sin sesgos oportunistas, la medida
precisa de quien después de muerto, o dispara los mecanismos de
la algazara y las alabanzas, o simplemente se va en medio de un
silencio, éste con toda razón, doblemente sepulcral. Son
variados pero siempre entrecruzados por algún interés
ideológico, social, comercial, amiguero o político estos
impulsos para despedir a los artistas. Se van en silencio los
intelectuales, los artistas o los creadores de cualquiera de las
artes o ciencias que no lograron hacer parte del exclusivo
"boom" de los consentidos por el "establishment", o los que no
transigieron con la élite social y económica de su época, o los
que por causa de su timidez no lograron "promocionar" su perfil
humano y artístico, o porque la bohemia les hizo reprochables
entre sus contemporáneos o, simplemente, porque sus ideas de
izquierda reducían la calidad y hacían condenables los
propósitos y el resultado de su obra ante los ojos de quienes no
pensaban igual. Y se van coronados y entre ensordecedores
aplausos todos los otros que sí supieron del manejo, las
ventajas y "virtudes" de estos "elaborados" asuntos.
Aunque
en el caso de Mardoqueo Montaña, a más de darse todo este cúmulo
de "impedimentos" que al final de sus días le hicieron sufrir el
impedimento de cobrarle a la fama y a la gloria lo suyo, habría
que tenerse en cuenta que también pesaba sobre él,
dificultándole sus andaduras de artista y estorbándole en sus
hombros y nuca como un fardo maldito, los pocos miramientos que
sobre sus trabajos tuviera la exigente pero a un mismo tiempo
excluyente Marta Traba.
Le
faltó, pues, en su momento, es decir, en el período ciertamente
esplendoroso en el que la autorizada comentarista disponía qué
trascendería y qué no en el arte colombiano, lo que le sobró a
no pocas protegidas y publicitadas “figuras del arte” de su
época: una estimulante y generosa mirada por parte de la
prestigiosa crítica argentina.
Por
ello, he decidido desde esta Esquina cultural proponer su
restitución valorativa, su "rescate" del inmerecido olvido al
que se le ha condenado. Ojalá otras voces que supieron de la
indiscutible atmósfera histórica en que se desenvolvió su labor
-pienso, por ejemplo entre tantos otros en el poeta y ensayista
Eduardo Gómez-, le extiendan con palabras o letras el auténtico
y definitivo certificado de sobrevivencia artística que él se
ganara con su larga vida de exquisitos trabajos, porque esta es
sólo una aislada y muy personal evocación del Mardoqueo Montaña
escultor, caricaturista, artista a ultranza y bohemio puro,
nacido ibaguereño en 1922, con la cual he querido insistir en su
presencia por sobre el paso del tiempo, reiterando mi criterio
de que con su muerte, Colombia perdió a uno de sus más
acentuados valores culturales del siglo pasado.
Mardoqueo Montaña no supo en vida del resplandor de las
medallas, de las condecoraciones o de los certificados de
méritos y "buena conducta" que arbitrariamente acostumbran
expedir las instituciones, los gremios, los clubes de esto y
aquello, o la prensa, y tampoco de los premios y salones que
como festines organizan las "roscas", o de las lisonjas de
algunos "críticos" que se pasean impávidos por la cuerda floja
de la venalidad.
Repito,
entonces, lo que escribí en aquel periódico de su ancestral
Tolima: "Siento la complacencia honrosa de haberlo conocido en
medio de una camaradería breve en el tiempo, pero “brava” en
intensidad bohemia y admiración por su vida y su obra".
En el
café Automático de Bogotá, su segunda casa, quedó para siempre
vacía una silla irremplazable.