Réquiem por la melancolía

 

Por Germán Uribe

 

 

Una extraña pero ciertamente encantadora exposición se llevó a cabo hace algún tiempo en el Grand Palais de la Ciudad Luz. ¿Quién iba a imaginar que sus organizadores ocuparan su ingenio en la curiosa tarea de mostrar a través de 250 obras lo que ha significado para la humanidad a través de los siglos la palabra melancolía? 

 

Sin duda, esta estremecedora invocación de un estado de alma más concreto que subjetivo, ave de paso para muchos, tal vez, pero que anidada en no pocos espíritus ha servido con inagotable fidelidad a la sensibilidad y a la inteligencia creadora de artistas y escritores célebres en distintas épocas, se encontraba en mora de ser depositaria de reconocimientos y homenajes.  

 

Esta muestra llamada Melancolía: genio y locura en Occidente, nos llevaba de la mano por el recorrido que entre la antigüedad y nuestros días ha hecho este excitante sentimiento en los corazones y el empeño creativo de figuras como Durero, Doménico Fetti, Goya, Zoran Music (artista vivo de Gorizia-Eslovenia), el sorprendente australiano Ron Mueck, el noruego Edvard Munch y, en fin, muchos otros entre los cuales no podrían faltar Goya y Van Gogh.

 

Y es que en mi caso personal, y de allí que use como pretexto esta ocurrente exposición parisina cuyo remate cronológico recuerda que en 1988 se empieza a vender el Prozac, hablar de la melancolía me produce una doble sensación. De un lado, temor, tristeza, desasosiego; y del otro, evocación obsequiosa y romántica.

 

La melancolía tiene un origen remoto. Lo latinos la nombraban melancholiam, y los griegos, melankholia (bilis negra). Pienso que por el hecho de haber sido referida en términos fisiológicos al primero de los cuatro humores del hombre -melancólico, colérico, sanguíneo y flemático-, hasta hace algún tiempo se la tenía como una enfermedad, muchas veces mortal. Además, desde el siglo IX y por creencias de escritores árabes, se la relacionó con Saturno, e incluso, el mismo poeta simbolista francés Paul Verlaine mantuvo esta correlación de los melancólicos con dicho planeta.

 

Esta propensión al abatimiento y la congoja que Durero inmortalizara en un grabado a través del cual simbolizó la ineficacia de la ciencia, es definida por el diccionario como una "monomanía en que dominan las afecciones morales tristes".

 

Hoy día, sin embargo, y aunque parezca discordante, se la considera casi como un artículo de lujo, o como una extravagancia que está por fuera de cualquier contexto racional del hombre moderno. De la melancolía existen múltiples sinónimos, siendo los más sensibles a su interpretación la aflicción, la tristeza, la pesadumbre, el desconsuelo y la cuita.

 

Pero con el discurrir de los años pocas cosas se mantienen en su sitio y todo se altera. Incluso, el concepto de melancolía. Ella, en tanto que pasaba de moda, cambiaba de nombre. Identifiquémosla: es un estado anímico, una idea obsesivamente sentida, un sentimiento que bien pudiera ser mandado a recoger, puesto que se quedó como tal, anclado en el pasado. Es decimonónica, o al menos allí tuvo su auge más publicitado, y sólo puede producirnos ahora, con fruición, aunque no se crea, una cierta añoranza. Los tiempos modernos agobiados por un mundo vertiginoso, y las mudanzas de siglo y de milenio, no le ofrecen lugar. ¿Quién puede tener por estos días agotadores, próximos más bien al aguante vital y a la sobrevivencia a secas, espacios para la melancolía?

 

Se me ocurre pensar que en el siglo XXI la melancolía, que tantas inspiraciones y suicidios aportó y causó a la humanidad, pasará a ser simplemente un recuerdo insólito pero de grata remembranza.

 

Es difícil entender su agridulce sabor; tampoco, por qué afectaba señaladamente a los genios, a los artistas, a los poetas y a los escritores. Supongo que pudo haber sido por cierta tendencia natural en ellos al masoquismo como venero de energía creativa. Víctor Hugo afirmaba que la melancolía era la dicha de estar triste. Exacto: masoquismo apremiante, vivificante e instigador. Y Alfredo de Musset, orgullosamente, recalcaba: Yo no lucho contra la melancolía: después de la ociosidad, es el mejor de los males. Porque no hay que olvidar que para la melancolía, el gran estimulante, la savia vital de su existencia, era el ocio. Por ello mismo no se podría concebir a un melancólico inmerso en una guerra, ni trabajando a brazo partido en una fábrica, ni amaneciendo con el pulso nervioso y los ojos rojizos 'ad portas' de un descubrimiento científico. ¿Cómo imaginarse a un inventor, a un astronauta, a un cirujano en medio de un patético trance de melancolía? 

 

Sin embargo, insisto en que lamento este entierro de pobre que paulatinamente se le viene dando a una expresión de la emoción que con dolores de parto, endulzaba muchas veces el alma de quienes la sufrían. Y no es de poca monta la tajante advertencia de Cioran: "En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a eructar".

 

La melancolía, pues, y muy a nuestro pesar, pasó de moda y cambió de denominación. La melancolía, definitivamente, ha muerto.

 

Angustia es su nuevo nombre.

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