Sartre: una vida apasionante
Megalómano, logorreico, espiritualista, pensador cíclico, polígamo, derrochador a manos llenas, incansable, despreciador de su cuerpo, polémico, segundo Voltaire, canonizado finalmente, pero, ante todo, escritor, un gran escritor que llenó cuarenta años de la vida cultural de Francia y del mundo y que aún sigue dando que hablar.
Un clásico ya: editado en La Pléiade, ese impresionante panteón literario, summa de las belles lettres no sólo francesas, y ahora, Sartre revivido y reconstruido en el magnífico libro de Cohen-Solal [1], al que puede agregarse con provecho el de otra mujer, otra Anna: Anna Boschetti [2], cuyo titulo no revela la riqueza de un contenido también biográfico, aunque parcial respecto del de Cohen-Solal, que pretende cubrir la vida entera de Sartre: 1905-1980.
El hombre Sartre
Por fin una biografía intelectual, una reconstrucción de la gestación de las ideas y del proyecto literario de Sartre. No deja de ser curioso que, hasta ahora, hayan sido sobre todo mujeres las que se hayan encargado de la tarea. Por supuesto, Simone de Beauvoir, la Grande Sartreuse, como llegó a ser llamada con toda la malicia de los cenáculos parisienses, que no nos ahorró ni el más mínimo detalle de la vida cotidiana de Sartre: todas sus manías, todos sus movimientos, su horario al dedillo y aun todas sus miserias fisiológicas del triste y decadente final. Ha hecho, como observa Cohen-Solal, «un relato meticuloso y clínico». En realidad, ha sido fiel a sí misma: su extensa autobiografía no es sino una implacable recopilación de diarios llevados día a día, hora a hora, en donde nada queda fuera o al menos esa impresión agobiante se tiene al leerla. Ganas entran de pensar que Sartre escribió Les mots como una forma relativamente gentil de darle una lección: Madame, una autobiografía se escribe así, no transcribiendo sin perdonar cuanto chisme y anécdota sucedieron.
Colette Audry, vieja amiga de ambos, también intentó [3] el esbozo de su pensamiento a través de una selección de sus textos. Para no evocar a Iris Murdoch, que le dedicó dos libros [4], en cierto modo adelantada de las biografías sartrianas. Ahora, estas dos, Cohen-Solal y Boschetti. Cierto que Jeanson es la excepción masculina a semejante dominio matriarcal sobre la vida y obra de Sartre. Por su divulgado librito, Sartre par lui-même, que ya tiene más de treinta años, pero también por otros dos, mezcla ambos de tímida biografía con decidida tarea hermenéutica [5].
Las ventajas de esta biografía de Cohen-Solal son varias: en primer lugar, el hecho de ser la primera post-mortem, pudiendo así disponer del ciclo cerrado de la existencia de Sartre, aunque no de su obra, ya que se ha presentado una extraña situación de competencia, sino de disputa, por ver quién publica más inéditos del filósofo: si la hija, Arlette El Kaim-Sartre, albacea en realidad de Sartre, o la inevitable Beauvoir, el fiel Castor, que también dispone de una buena cantidad de escritos, pues Sartre, como es bien sabido, no hacía economías a la hora de darle a la pluma: «J'ai toujours considéré l’abondance comme une vertu», le escribió un día a Simone.
Otra ventaja del libro de Cohen-Solal es que ha podido manejar aún a tiempo ciertos testimonios de gente próxima a Sartre; por ejemplo, recogió bien oportunamente los testimonios de Aron, y también celebrar diversas entrevistas que, hasta ahora, jamás nadie había logrado (otro ejemplo notable, Dolores Vanetti, la famosa M. del entusiasta viaje de Sartre a los Estados Unidos, aún en plena guerra). Para no mencionar testimonios de personalidades: Giscard D’Estaing, Gallimard, Moravia. También ha podido compulsar Cohen-Solal documentos que acerca de Sartre o su familia se encuentran en archivos de no fácil acceso, como los de la Academia Nobel, en Estocolmo, los de la Marina francesa, en el fuerte de Vincennes, los de las ediciones Gallimard y hasta los del FBI, que cubren los Departamentos de Justicia, de Estado y de la Fuerza Aérea, de los Estados Unidos. Semejantes posibilidades de acceso se explican por la influencia del impulsor original del libro de Cohen-Solal, un editor neoyorquino, que, en combinación con Gallimard, fue quien encargó la obra, saliendo ésta primero en la edición francesa.
Pero, con ser de talla, ésas serían apenas las ventajas materiales del libro de Cohen-Solal. Las principales, específicas de la obra, y plenamente atribuibles a la capacidad de la autora, son el poder de síntesis, la facilidad con que se mueve entre terminología y conceptos filosóficos y un cierto sentido del humor, que se traduce más que nada en una separación y aspecto de la figura consagrada de Sartre, en forma tal que crea el suficiente alejamiento como para poder lograr un juicio desapasionado, algo hasta ahora jamás logrado por ninguno de sus biógrafos o comentaristas, probablemente porque todos (Audry, Jeanson, para no hablar de Beauvoir) estaban demasiado unidos al pequeño gran hombre. En ese sentido, es simplemente delicioso el relato de la visita de Sartre a la casa de campo de John Huston, en Irlanda, y la absoluta incomprensión que surgió entre dos personalidades tan distintas.
Se ha dicho que el Sartre de Cohen-Solal se lee como un libro de aventuras y es cierto, pero ése viene a ser su único defecto notable. Ha insistido demasiado en las peripecias de una vida ciertamente rica en avatares y sucesos, pero al elegir destacar éstos, se tiene la impresión, probablemente falsa, de que toda la vida de Sartre no fue sino una continua agitación mundana, una serie de acontecimientos extraordinarios, un vaivén entre sus múltiples amores y sus numerosas polémicas y compromisos políticos y culturales. Una vida de héroe bien repleta. Y no deja de ser explicativo de esa visión el que Cohen-Solal haya elegido el símbolo de Pardaillan, el personaje de las lecturas infantiles de Sartre, para ponerle corno continua referencia a su inagotable quehacer literario. Qué duda cabe de que Sartre fue un ser batallador y lanzado hacia la búsqueda de la gloria, como él mismo ha confesado en Les mots. Pero conviene no olvidar que alcanzó la notoriedad, y no pequeña, relativamente pronto, a los 33 años, y con la primera novela (La Nausée), que se publica en 1938. Y que, a partir de ahí, sin dejar de publicar y de estrenar, todo fue camino triunfal, en particular desde 1945. Sólo que eso sería lo de menos: cuesta arriba o con facilidad, hubiera podido ser una vida de héroe y nada más. Porque no hay que olvidar que este héroe es un pensador de talla y un escritor de gran aliento y nada de eso se consigue de la noche a la mañana ni dedicándose a conceder entrevistas, conocer bellas mujeres y viajar por medio mundo. Hay un Sartre oscuro, escondido, trabajador incontenible, que es el que explica y alimenta al Sartre público y brillante. Sin el Sartre normalien, sin ese rigor que se adquiere (o se adquiría) en aquella impresionante fábrica de profesores que era la École Normale Supérieure, en donde sólo el primer año estaba dedicado a «hacerse la mano», esto es, a llenar página tras página de copias al azar, con el fin de adiestrarse, adquirir músculos y poder resistir los larguísimos exámenes escritos, que duraban por lo menos ocho horas; sin ese Sartre bûcheur, trabajador, tenaz, hormiguita, no hubiera existido el otro Sartre, el Sartre heroico y exterior que tanto ha atraído a Cohen-Solal. A veces, parece darse cuenta de que también existe aquel Sartre, la máquina, como ella lo describe, trabajando a pleno ritmo cuando le dejan (ejemplo máximo: la drôle de guerre, que le hizo feliz, pues sólo escribía), pero en general pasa a su lado sin la suficiente insistencia. Para sólo poner un caso: nos cuenta la harto sabida adicción de Sartre a los estimulantes (anfetaminas) con el fin de acelerar su trabajo. Pero no nos dice que es el precio que tuvo que pagar por vivir las dos vidas: no se puede impunemente ser célebre y trabajador; el tiempo no da para tanto. En otra ocasión, Cohen-Solal revela un aspecto poco conocido del Sartre juvenil: su dedicación al boxeo; se entrenaba durante horas en ejercitar y desarrollar los músculos de los brazos y del tórax y hasta llegó a participar en algún combate de aficionados. Pero hubiera valido la pena indagar un poco más: es muy posible que detrás de esa momentánea entrega al deporte, y por lo tanto al culto del cuerpo, de la contingencia, incomprensible para el filósofo mentalista que en realidad fue Sartre, se encontrara un recurso material para acrecentar su poder de trabajo, su capacidad material de escritura. Sartre no escribió a máquina, sino a mano, y eso cansa; de ahí, primero, el entrenamiento de la rue d'Ulm (se faire la main) y, luego, el afán por el boxeo. No daba puntada sin hilo. Y el hilo de Sartre fue siempre el mismo: escribir, escribir, pues el día en que no escribía se le prendía el tatuaje que, como no ha dejado de contarnos, llevaba marcado a fuego. Claro que el acceso a ese Sartre es muy difícil y quizá imposible; primero, porque formaba parte de su modo de ser que se llevó al sepulcro y, luego, porque sus próximos tienden a destacar los otros aspectos, los resultados, la personalidad controversial, el hombre del café y no el hombre del estudio, aunque muchas veces coincidieran uno y otro.
Que Sartre fue un auténtico homme à femmes es algo que comenzamos a saber a través de las Cartas al Castor y por los Carnets de la drôle de guerre, escritos íntimos publicados después de su muerte; ahora, Cohen-Solal ha descubierto más de la intensa vida amorosa de Sartre y ha revelado ciertos nombres (como el de la bellísima guía rusa, Lena Zonina), aunque, por razones de comprensible discreción contemporánea, aún vele otros. Y no deja de llamar la atención el paralelo que en este punto pudiera establecerse entre los dos grandes pensadores del siglo, por lo demás tan separados en sus concepciones filosóficas: Sartre y Russell. Ambos «consumieron» (si las feministas permiten el brutal término) gran cantidad de amantes. Hay una carta de Russell, de 1948 (por lo tanto, cuando ya tenla 76 años), dirigida a una alumna que, al parecer, le había manifestado algo impulsivamente su admiración, en la que Lord Russell le advierte que está dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias en esa relación.. También Sartre coleccionó alumnas. Y actrices y amigas de sus amigas, comenzando por Beauvoir, y hermanas de sus anteriores amantes, hasta llegar a formar, aunque no sólo con ellas, una extraña «familia», medio harén, medio sociedad en comandita. Y hasta exaltar a una de esas alumnas-amantes al papel de hija adoptiva, con lo que pudo ver realizada su fantasía del incesto, exaltada en Los secuestrados de Altona y confesada en Les mots. El que Sartre, el que Russell, el que hombres tan prolíficos literariamente, tan creadores, hayan tenido semejante intensa vida amorosa no parece casar muy bien con aquella simplista explicación de la sublimación de la libido a través del arte y la literatura. Al contrario, cuanto más amaban, más producían, y quién sabe si no era más bien a la inversa.
Por supuesto que todos esos amores encajaban en la famosa relación necesario/contingente que Sartre le presentó desde el principio a Simone de Beauvoir, y que revela que era un tanto aficionado al elementalismo del modelo heliocéntrico, a la Bohr: el sol rodeado de planetas, da igual que se aplique al átomo, a las mujeres, o a los sistemas filosóficos, ya que eso mismo es lo que dice en Cuestiones de método respecto del marxismo (sol, desde luego), en torno al cual giran todas las demás filosofías contemporáneas. Sin embargo, lo de unos amores «esenciales» y otros «accesorios» parece que no funcionó muy bien, pues en más de una ocasión, como no deja de subrayarlo delicadamente Cohen-Solal, el Castor se rebeló ante alguna peligrosa rival «esencial» (casos de Olga y Dolores). A su vez, todo esto, tan chismoso y secundario, va encuadrado en la categoría sartriana de la «transparencia», trasunto de la autenticidad de la conciencia, para combatir mejor su natural tendencia al auto-engaño o ejercicio de la «mala fe». Así, en nombre de la fulana «transparencia», Sartre le cuenta a Beauvoir, con pelos y señales, lo que había hecho con ésta o con aquélla. Y de paso, el Castor, al publicar sin recato alguno esas cartas tan personales, ha permitido que se entere todo el mundo. No tiene mayor importancia, pues, bien vista, esa transparencia de Sartre encaja perfectamente en la «vividura» francesa: desde Descartes, que comienza por unas confesiones, hasta el matrimonio Jouhandeau al que le tuvimos que, soportar el relato menudo de sus aburridísimas peleas, los franceses no dejan de exhibirse sin pudor alguno. Literatura de diarios, de confesiones, de sinceramientos, de exposición de la vida interior. O al menos eso nos parece a los que pertenecemos a otra «vividura» muy diferente, en la que el recato, el pudor y aun el secreto forman parte de nuestro modo de ser y de nuestra tradición. Que si la referencia emblemática francesa son las confesiones cartesianas, la nuestra, contemporánea de aquélla, iníciase por un ejercicio deliberado de amnesia biográfica: «... de cuyo nombre no quiero acordarme».
Sartre literato
Sabíase por propia confesión que desde siempre quiso ser escritor, de preferencia, novelista. Por eso, los tímidos ensayos infantiles, primero, juveniles, después (L’Ange du Morbide, Jésus la Chouette, Légende de la Vérité), y con esa intención se preparó, primero, en el liceo Henri IV y en el Louis-le-Grand y, luego, en la E.N.S. En ese momento, hacia los veinte años, sufre la influencia de Bergson, el filósofo de moda entonces, el mimado del gran público, la vedette del Collège de France; el otro grand patron de la filosofía francesa era Brunschvicg, que reinaba indiscutido en la Sorbonne. «Hacer de su vida una creación estética», tal era el plan original de Sartre: vivir su vida como una novela. Fue Bergson quien le dio material de apoyo para conocerse, para comenzar a dominar el plano psicológico, para «anclar su filosofía en su propia experiencia interior», como señala Cohen-Solal. De esta manera, estamos en presencia de otro «realismo», como si fuera inagotable la serie que, desde el XIX, padece la literatura: el de Sartre seria un «realismo psicológico», aquel que conceptualiza su experiencia interior. Por eso y sólo por eso, estudia filosofía, pero nada tiene de extraño que las primeras preferencias se dirijan a la psicología; de ahí el estudio de Jaspers y su interés por la psicopatología, las visitas al manicomio y la experiencia de la mescalina. La filosofía le sirve de medio para lograr su objetivo de ser un gran escritor; lo mismo hará más tarde con la fenomenología. No es casual que comience escribiendo una novela y cuatro o cinco relatos cortos, pues los trabajos filosóficos previamente publicados (L’imagination, La transcendance de Vego) son considerados por Sartre ejercicios académicos en los que arregla cuentas o con la psicología conductualista (Dumas) o con un subjetivismo demasiado estrecho en Husserl. Su verdadera pasión de escribir se concentra en su novela, tantas veces rehecha: Melancholia, que gracias a Gallimard se llamará La Náusea, y, en efecto, vive los primeros años de la sufrida docencia en Le Havre (Bouville) como Antoine Roquentin.
Porque el destino de Sartre quedó marcado desde el momento en que tomó, con su inseparable Nizan, la decisión de no ser profesor; mejor dicho, «de ser cualquier cosa menos profesor, de evitar ser profesor; de no terminar sus días como aquel «Jésus la Chouette», el mediocre y disminuido profesor de provincia, casado con alguna de las damiselas de la región y lleno de hijos: otro pequeño burgués de los muchos que llenan este mundo, aquel mundo. Por eso, sus ataques, sus bromas pesadas en la École Normale, su desprecio al director o, como apunta Cohen-Solal, la división establecida entre la República de los Profesores a la que se enfrentaba la República de las Letras. Probablemente antes, en el hogar, en el enfrentamiento, primero, con su abuelo Schweitzer y, luego, con su padrastro Mancy, había nacido el Sartre provocador, irrespetuoso y subversivo, cuestionador del orden burgués, tan bien representado en la sociedad por el cuerpo académico. Por supuesto, que el mundo profesoral siempre que pudo le devolvió la moneda y lo trató con similar capacidad de rechazo; basta leer el oficio del rector colaboracionista de la Academia de París, expurgado por Cohen-Solal, para darse cuenta de lo irreconciliable de ambas posiciones; allí el Sr. Rector, nombrado por el gobierno de Vichy, asevera que Le mur et La Nausée, las dos obras publicadas hasta entonces por Sartre y que tanta fama le habían comenzado a proporcionar en el mundo de las letras, «por mucho talento que testimonien, no son obras que resultaría deseable ver escribir a un profesor, es decir, a alguien que tiene almas a su cargo. Que M. Sartre medite... y que saque en consecuencia beneficio para su carrera y su existencia». ¡Menos mal que no lo hizo! Claro que Sartre no necesitaba del texto protocolar y hueco de un Rector cualquiera, ni de Vichy ni de la República, para mandar al diablo a todo el cuerpo profesoral y sus almidonadas costumbres. En el poco tiempo en que, por razones pecuniarias, no tuvo más remedio que plegarse al sistema y dar clases en varios liceos, de provincias y de la capital, se distinguió por su rebeldía, por su capacidad de provocación, por su tendencia a trastocar las relaciones alumno-profesor, a no respetar las costumbres instituidas, a ser en suma, siempre, un profesor distinto. De ahí, también, el enorme entusiasmo que despertó entre la mayoría de sus alumnos. Es algo que llega hasta Mayo del 68: Sartre no fue nunca el tipo de profesor estirado, ni siquiera serio, distante, como, por el contrario, debió serlo su camarada y amigo de I’École Normale, Raymond Aron. Esa es la gran diferencia entre ambos y no Hegel o la fenomenología o la política: Aron siempre quiso ser profesor, plegarse al establishment, ser parte de él. Muy propio del judío asimilado, que lleva la asimilación al extremo, a la mímesis perfecta. Mientras que Sartre abominó desde muy joven de la noble institución profesora¡ y luchó contra los salauds que la representaban: era el hijo de esa clase y podía darse el lujo de rebelarse contra ella. Y lo hizo. Y la literatura fue su medio de expresar su desagrado, su asco, su rechazo por quienes concebían la vida como algo serio, lleno de obligaciones, normas y valores.
Pero todo eso es únicamente el punto de partida de Sartre, la razón de su total dedicación a la literatura, primero y, en general, a escribir siempre. En el camino surgen los demás factores: el encuentro con la novela norteamericana, la aplicación de ciertos recursos de la fenomenología y el hallazgo del teatro como medio expresivo de mayor fuerza. Cohen-Solal tiene el mérito de haber buscado un texto poco conocido de Butor, en el que éste recuerda haber asistido en 1944 (otoño: ya liberado París) a una conferencia de Sartre acerca de «Una técnica social de la novela» y, como confiesa el mismo Butor, «es la primera vez que oí hablar de Virginia Woolf, de Dos Passos, de Faulkner ... ». Inclusive antes ya había comenzado la tarea informativa de Sartre: en sus artículos para la Nouvelle Revue Française, en los años que median entre la publicación de La náusea y la ocupación de París, Sartre había presentado a los grandes novelistas norteamericanos y había declarado su admiración literaria por ellos, en particular por el empleo del tiempo narrativo. Así se formó el Sartre escritor que viene a culminar en Les mots, su obra maestra, y que confiesa haber encontrado «le travail du sens par le style», que es mucho más que el manido «el estilo es el hombre». Porque lo que Sartre proclama es la subordinación del significado (espacio semántico) a la ordenación de las palabras (espacio sintáctico); la verdad en función de la belleza; la filosofía al servicio de la literatura.
Tales fueron al menos sus propósitos, su «douce folie», su extraña neurosis, de la que viene a despertar, a curarse, según declara, sólo pasados los cincuenta años. Aunque la verdad literaria es que únicamente en Les mots se cumplieron tan hermosos propósitos; la paradoja sartriana, y no de las menores, es que, pese a todas sus buenas intenciones de creador de belleza, la filosofía se le atraviesa en el camino e invierte la relación: sus obras (novelas y teatro) son la expresión de sus ideas, la corporización de sus filosofemas. Obligado en 1972 a explicar la relación entre su teatro (en particular, Huis clos) y su filosofía (específicamente, El ser y la nada), al momento de publicar el volumen noveno de Situations, no pudo ser más claro: «Mon gros livre se racontait sous forme de petites histoires sans philosophie». En efecto: sus obsesiones metafísicas, la contingencia, la libertad, la conciencia, jamás le abandonan ni a la hora de hacer filosofía ni a la de hacer literatura. El hombre es una conciencia (por tanto, una nada, un agujero, un vacío permanentemente abierto y buscando inútilmente llenarse) perdida en la selva fáctica y viscosa de lo contingente (de lo «óntico», diría Heidegger); o lo acepta y entonces se priva de su libertad, se aliena en el mundo de lo práctico-inerte; o ejerce su libertad en cualquier forma, pero siempre suya, para construir otro mundo, siempre factual y viscoso, pero en el que las relaciones, las normas, los valores los invente y cree el hombre.
Annie Cohen-Solal comienza su impresionante biografía narrando una subasta reciente en la sala Drouot, en la que, entre bibelots, cuadros diversos, notitas de Nerval, libros dedicados y antiguas cartas de amor, se comienzan a vender (sic transit) manuscritos de Sartre. Cuatro años después de su muerte, ya empezó la dispersión de sus reliquias. Y lo más triste es que Sartre se cotiza mal, a bajos precios; no por falta de interés sino por exceso de oferta. Consecuencias de haber sido tan generoso, de haber escrito tanto y, sobre todo, de haber regalado sin ton ni son, a diestra y siniestra. Cohen-Solal se preocupó en particular por un viejo y nunca publicado texto de Sartre. Aquella novela que escribió a los veinte años (Une défaite) y de la que todos han hablado y muy pocos leído o ni siquiera visto. Cohen-Solal al fin la consigue y nos regala la transcripción de un pasaje, unas cuantas líneas que pertenecen a un cuento central de aquella novela inédita, titulado, nada originalmente, «Un cuento de hadas». En él, Frédéric es preceptor de dos niñas de una familia burguesa, y para recreo de sus pupilas y de su madre, a la que buscaba seducir, inventa el cuento de hadas. Es la historia de un príncipe, «de una maravillosa inteligencia y de una exquisita belleza», pero frío, impasible y aun cruel; por no creer que los hombres tuvieran alma, vivía rodeado de autómatas, pero un día, el príncipe malo se pierde en un bosque. Merece la pena traducir al menos parte del pasaje que nos ha transcrito Cohen-Solal:
Ensilló el príncipe a su caballo y partió al galope. Entonces cruzó por su mente un horrible pensamiento: «¿Tienen todas las cosas un alma?». Pasó junto a un prado en el que se agitaban las altas yerbas. «¿Tienen las cosas ... ?» ¿Qué era ese estremecimiento que las recorría como un alma? ¿Qué oscura vida habla en ellas? Ante semejante idea, le acometió un asco infinito. Espoleó a la bestia que, asustada, partió al galope. Agitados los árboles por la velocidad, se le echaban encima para desaparecer como si fueran cuadros... Y todas las cosas parecían vivir, vivir con una vida oscura, odiosa, que le causaba bascas, una vida dirigida hacia su vida. Creía estar en el centro de un mundo inmenso que le espiaba. Se sentía vigilado por los arroyos, por los charcos del camino. Todo vivía, todo pensaba. Y de pronto, se acordó de su caballo: también esta dócil bestia... Sosteniéndose con dificultad en la silla, el príncipe contempló esos seres inmensos y oscuros que tan bien creía conocer y que ahora le parecían monstruosas apariciones: los árboles. Comenzó a gritar...
Más tarde, cuenta Cohen-Solal, descubridora del texto, el príncipe poco a poco se cura: se acostumbra a vivir en un mundo rodeado de almas. «Se hace un hombre como los demás», escribió el Sartre de los veinte años. Tiene toda la razón Cohen-Solal: ese extraordinario cuento es La nausée al alcance de los niños. Es más: ahí están in nuce todos los componentes de la literatura filosófica sartriana: no sólo la náusea ante la existencia plena del en-sí, sino la posibilidad de escapar a la contingencia a través de la libertad de la conciencia. Si es cierto que Sartre siempre supo que iba a ser novelista, no lo es menos que también, desde su juventud, supo cuál era el tipo de filosofía de la que se alimentaría su imaginación de escritor.
Ha inventado Cohen-Solal una cómoda categoría para explicar los cambios radicales que fue experimentando el pensamiento de Sartre a lo largo de su vida, tanto en el orden de las ideas como en el de la acción: pensar por ciclos: «la logique de la non-contradiction n’avait jamais été la sienne, il pensait par cycles, pratiquait la technique du mouvement perpétuel...». Esa «lógica cíclica» es una magnífica excusa para entender los violentos cambios de posición que sobre temas fundamentales sufrió la concepción literaria o filosófica de Sartre.
Así, el gran escritor, el hombre destinado a poseer el mundo por la magia de su pluma, el novelista permanentemente impulsado por Beauvoir, que no dejaba de recomendarle que escribiera relatos en lugar de perder el tiempo en hacer filosofía, es el mismo que comete un doble atentado contra la literatura. Primero, poniéndola al servicio de la lucha política o, cuando menos, encadenándola a la cotidianidad de lo circunstancial. Finalmente, negando su valor, su importancia ante la triste realidad social de que se compone este mundo injusto y desigual. Literatura comprometida, por una parte, y aquello otro, tan traído y llevado de «En face d'un enfant qui meurt La Nausée ne fait pas le poids». Lo primero es más importante («hace más peso») que lo segundo en la concepción literaria sartriana; lo del niño que muere no deja de ser un ex abrupto ante una situación social exasperante. Pero exigir de la literatura un «engagement» es algo más seria Se encuentra perfectamente expresado en e famoso editorial del primer número de Les Temps Modernes, a lo que ese «compromiso» responde es a la concepción filosófica de Sartre. Su horror por la subjetividad pura (su rechazo de Proust, finalmente) y, sin embargo, su impotencia por salir de una filosofía mentalista y subjetivista que privilegia la conciencia le exigieron compensar el desequilibrio metafísico en favor de la mente con un permanente añoranza por el mundo, la alteridad, lo concreto, lo contingente, el dominio del Ser. Recuérdese otra expresión no menos manida: lo de que e hombre es una pasión inútil. Pasión en el doble sentido, de padecer pasivamente la presencia atosigante de las cosas, y de sufrir, como en la mitología cristiana, la muerte de sus proyectos y sus intenciones. Inútil, ciertamente, por cuanto jamás alcanzará el absoluto, lo lleno, la paz del en-sí. está condenado a la libertad de ese agujero que es la conciencia, ni siquiera inerte, sino que tiende siempre (para eso le sirvió la fenomenología y su noción de «intencionalidad») hacia algo fuera de ella, distinto a ella. ¿Qué de extraño, entonces, que la literatura que se construya sobre semejante esquema metafísico exija un permanente «compromiso» con lo circundante? Pues no hay que entender necesariamente ese compromiso en el sentido político o social; basta con leer la clave filosófica que rechaza los estados de ánimo, las interioridades de la conciencia, el onanismo del sujeto feliz contenido en sí mismo, cosificado.
Donde se ve que no es inocente hacer filosofía al mismo tiempo que se quiere ser un gran escritor. Sartre pudo aprender de Hemingway y de Faulkner y en Manhattan Transfer ciertas técnicas narrativas, pero su aplicación estuvo do minada por una metafísica fenomenológica, en la que la conciencia, además de estar permanentemente privilegiada, exige consumir todo cuanto la rodea necesita «comprometerse», esto es, proyectarse, llenarse de contenidos pasajeros. Bastará con algo tan sencillo como eliminar el sujeto narrativo para que al desaparecer la conciencia, desaparezca el problema del «compromiso» literario: es lo que hicieron los escritores experimentalistas del Nouveau Roman, por algo Sartre se apresuró a calificarlo de «anti-novela». Probablemente Proust hubiera empleado el mismo término de haber llegado a conocer La náusea.
1. Annie Cohen-Solal, Sartre, Gallimard, Paris, 1985. [Volver].
2. Anna Boschetti, Sartre et «les Temps Modernes», une entreprise intellectuelle, Les Éditions de Minuit, París, 1985. [Volver].
3. Colette Audry, Sartre et la réalité humaine, Seghers, París, 1966. [Volver].
4. Iris Murdoch, Sartre, Collins, London, 1953: Sartre, Romantic Rationalist, Yale University Press, Yale, EE.UU., 1953. [Volver].
5. Francis Jeanson, «Un quidam nommé Sartre», que es un apéndice de Le problème moral et la pensée de Sartre, Éditions du Seuil, 1966; Sartre dans sa vie, Éditions du Seuil, París , 1974. [Volver].