Buenos Aires-Argentina, 17 Abril 2005

 

En 1974, La Opinión, el diario de los simpatizantes de la izquierda intelectual, anunciaba la publicación del “Autorretrato a los 70 años” (una entrevista a Sartre, ya ciego) y recomendaba a los lectores que reservaran su ejemplar. El diario, efectivamente, se agotaba; los lectores, efectivamente, reservaban su ejemplar. Nota de tapa
El Ser y la Patria

Hace cien años nacía Jean-Paul Sartre, filósofo, narrador, dramaturgo y activista que se convertiría en el paradigma del intelectual comprometido del siglo XX. Mientras la Biblioteca Nacional de Francia le dedica en París una gigantesca muestra-homenaje, Radar conmemora el aniversario reconstruyendo el formidable impacto que el autor de La náusea tuvo en el mundo intelectual argentino en los años ’50, cuando sentó las bases de una cultura crítica que aún persiste. Sobre la fertilidad, los vaivenes históricos y la vigencia de la decisiva marca sartreana escriben Horacio González, José Pablo Feinmann, Oscar Terán, Nicolás Casullo y Tomás Abraham.
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Por Sergio Di Nucci

Una de las características más desconcertantes de los acontecimientos latinoamericanos es la tendencia a convertirse en mitología antes de llegar a ser historia. Para generaciones de argentinos, el filósofo, ensayista, novelista, dramaturgo y activista francés Jean-Paul Sartre encarnó como ninguna otra figura del siglo XX el mito del intelectual comprometido. Sólo en los veinticinco años que siguieron a su muerte empezó a imponerse una visión más sobria, menos encarnizada, más histórica en suma. Hay que decir que no es seguro que esto lo desfavorezca.

Si para la generación de los años ‘50 en Argentina, el intelectual dominante fue Sartre, para las del ‘60 y ‘70 lo fueron, en grados desiguales, los estructuralistas Claude Lévi-Strauss, Louis Althusser y Jacques Lacan. Esta es la opinión de uno de los más fervientes admiradores de Sartre por aquella década, y uno de los pocos que le fueron fieles en las que siguieron: el entonces veinteañero Juan José Sebreli. Entre las primeras obras de Sartre traducidas al castellano se contaban los relatos de El muro, la novela La náusea, la conferencia-panfleto “El existencialismo es un humanismo” y el Teatro, todas ellas publicadas por editorial Losada por los años 1947 y 1948. Sin embargo, casi una década antes, José Bianco había traducido el cuento “La chambre” (bajo el título “El aposento”) para la revista Sur, que a lo largo de los años continuó reproduciendo con alternancias la evolución del filósofo parisino.

Un iracundo ensayo aparecido en la revista Contorno en julio de 1956, titulado “Sur o el antiperonismo colonialista”, demostrará la universalidad argentina de Sartre. Oscar Masotta –que junto a Carlos Correas formaron, como gusta decir Sebreli, el primer grupo existencialista en Argentina– acusará de espiritualismo hemorrágico a Victoria Ocampo y su grupo apoyándose, justamente, sobre el autor que la revista había introducido al público argentino. Masotta reproduce una cita más o menos larga del San Genet, comediante y mártir.

Aquello que Sartre encontraba de ejemplar en el novelista y poeta Jean Genet, ladrón, presidiario, homosexual, tendrá su paralelo en el redescubrimiento, por parte de los de Contorno, de un escritor grosero y arrabalero, popular y extremado, Roberto Arlt. En los ‘60, Masotta publicará Sexo y traición en Roberto Arlt, un libro todavía sartreano con contratapa de Sebreli. Pero ya por entonces se orientaba hacia el estructuralismo y el lacanismo. La evolución de Masotta fue ejemplar de las ideas y creencias más prestigiosas en Argentina durante los lustros siguientes: será el espejo de las modas intelectuales argentinas hasta entrados los años ‘70. Carlos Correas, por su parte, escribirá su San Arlt, un libro de cientos de páginas que deberá esperar a los ‘90 para encontrar editorial.

Del existencialismo gozaban de mayor popularidad e institucionalización, en los ‘40 y ‘50 argentinos, los filósofos alemanes Karl Jaspers y Martin Heidegger –en la veta del existencialismo más o menos ateo– y el español Miguel de Unamuno –en la religiosa–. Por eso, como se ha repetido en tonos no exentos de heroísmo, la admiración en Argentina por Sartre tenía un sentido político y antiinstitucional: ahí estaban estos jóvenes que atacaban a la universidad porque allí se estudiaba a los filósofos equivocados que no decían nada de la realidad nacional ni de la vida cotidiana en la Argentina peronista.

Pero ¿qué se sabía, a ciencia cierta, de Sartre y su obra? Según Carlos Correas, bien poco: “La editorial Losada –señala en su excelente La operación Masotta–, próxima a la delictuosidad intelectual, nos ha agraviado con las ‘traducciones’ de Situations y las ya nefastas de L’imaginaire, Critique de la raison dialectique y Les mots (...). Que generaciones de argentinos se hayan formado en estas traducciones es una neta causa, aunque no la única, del desconocimiento de Sartre en Argentina”. “Quien dice filosofía ajena al marxismo dice, en nuestro país, filosofía universitaria”, señala Masotta, al que Eliseo Verón, desde la Universidad de Buenos Aires, le exigirá precisamente adecuarse a valores universitarios: la mesura, la corrección, la conciliación y el profesionalismo a que estaba acostumbrado el mismo Verón.

Lo que reclamaba la generación que luego fue llamada “denuncialista” –un término que no disgustaría hoy a ninguno de los integrantes de la revista Contorno– está en sintonía con el título del libro al que Sartre, según él mismo, le debe su propio programa vital: Hacia lo concreto, de Jean Wahl. Por supuesto, las dicotomías en Argentina eran un poco injustas y estaban polarizadas en torno del peronismo. Porque otro sartreano a su modo era Carlos Astrada, entonces jefe del Departamento de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, y los debates sobre Sartre pasaron en buena medida por las páginas de la revista Cuestiones de Filosofía. Por otra parte, Miguel Angel Virasoro, profesor de Filosofía Contemporánea, tradujo El ser y la nada. En el bando enemigo ubicaban, con apresuramiento, a la revista Sur y la mayoría de sus colaboradores. Según Sebreli, que colaboró en ambas publicaciones, había más continuidades que rupturas entre las izquierdas y derechas de las dos revistas. El mismo David Viñas, que dejará sentir la lectura de Sartre en su obra narrativa y crítica, publicó en Sur. Los colaboradores de ambas revistas admiraron, con diferentes énfasis, a H. A. Murena y su ensayo clave “Reflexiones sobre el pecado original de América Latina”, inspirado a su vez en otro ancestro común, otro ensayista de la realidad nacional, Ezequiel Martínez Estrada.

Lo que se llama una “cultura crítica” en la Argentina, en la década de 1950, se debe entonces al impacto que produjo, en las zonas laterales a las instituciones, el existencialismo de corte sartreano, que para conservar su capacidad revulsiva será fusionado en los años siguientes con el marxismo. Ese impulso sartreano se irá extinguiendo en la década del ‘60 merced al éxito del que gozó en Argentina el estructuralismo. Para aquellos que no abandonaron las enseñanzas de Sartre y Marx, se trataba de un éxito cimentado en el derrumbe de estalinismo y la exaltación del tercermundismo.

En 1974, La Opinión, el diario de los simpatizantes de la izquierda intelectual, podía anunciar que publicaría “miles de palabras” con Sartre y recomendar a los lectores que reservaran su ejemplar con el “Autorretrato a los 70 años”, una entrevista al filósofo ya ciego que después integraría la décima serie de Situaciones, palabra clave del existencialismo que presidió las sucesivas recopilaciones de sus escritos dispersos. El ejemplar, efectivamente, se agotaba; los lectores, efectivamente, lo reservaban. Eran lectores que entendían la alusión: esas “palabras” de la convocatoria despertaban el eco de otras, Las palabras, el título de las memorias de Sartre. Por entonces, otro autor de los círculos de Sur y de Borges, Patricio Canto, hermano de Estela, publicaba en la editorial Tiempo Contemporáneo una traducción de la última obra voluminosa de Sartre, El idiota de la familia, un análisis “total” de la vida y la obra de Gustave Flaubert, novelista “burgués” y “artista” por excelencia del siglo XIX francés. Esta edición anunciaba los tiempos por venir: los revisores técnicos de la traducción se llamaban Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo.

En los ‘70, y hasta su muerte, Sartre había recuperado en la Argentina sus fueros de intelectual comprometido. Había defendido al único acontecimiento latinoamericano del siglo que había gozado de repercusión permanente, la revolución cubana. En el horizonte de 1973, ya la Noche de los Bastones Largos de Onganía había ahogado las esperanzas universitarias de la Argentina intelectual. El antiuniversitario Sartre volvía a valorarse. Las esperanzas revolucionarias de 1973 se ahogaron a su vez en 1976, y después de 1984 el ambiente intelectual era nuevamente universitario. En los ‘90, Carlos Correas podía reseñar El Siglo de Sartre, la biografía crítica de Bernard-Henri Lévy. El libro no lo entusiasmaba. Uno de los reparos que le hace se vincula con la Argentina: el desconocimiento de la relación del filósofo con una muchacha argentina. Para entonces, Sartre había entrado en la historia.


 
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