Una de las características más desconcertantes de los
acontecimientos latinoamericanos es la tendencia a convertirse en
mitología antes de llegar a ser historia. Para generaciones de
argentinos, el filósofo, ensayista, novelista, dramaturgo y
activista francés Jean-Paul Sartre encarnó como ninguna otra figura
del siglo XX el mito del intelectual comprometido. Sólo en los
veinticinco años que siguieron a su muerte empezó a imponerse una
visión más sobria, menos encarnizada, más histórica en suma. Hay que
decir que no es seguro que esto lo desfavorezca.
Si para la generación de los años ‘50 en Argentina, el
intelectual dominante fue Sartre, para las del ‘60 y ‘70 lo fueron,
en grados desiguales, los estructuralistas Claude Lévi-Strauss,
Louis Althusser y Jacques Lacan. Esta es la opinión de uno de los
más fervientes admiradores de Sartre por aquella década, y uno de
los pocos que le fueron fieles en las que siguieron: el entonces
veinteañero Juan José Sebreli. Entre las primeras obras de Sartre
traducidas al castellano se contaban los relatos de El muro, la
novela La náusea, la conferencia-panfleto “El existencialismo es un
humanismo” y el Teatro, todas ellas publicadas por editorial Losada
por los años 1947 y 1948. Sin embargo, casi una década antes, José
Bianco había traducido el cuento “La chambre” (bajo el título “El
aposento”) para la revista Sur, que a lo largo de los años continuó
reproduciendo con alternancias la evolución del filósofo
parisino.
Un iracundo ensayo aparecido en la revista Contorno en julio de
1956, titulado “Sur o el antiperonismo colonialista”, demostrará la
universalidad argentina de Sartre. Oscar Masotta –que junto a Carlos
Correas formaron, como gusta decir Sebreli, el primer grupo
existencialista en Argentina– acusará de espiritualismo hemorrágico
a Victoria Ocampo y su grupo apoyándose, justamente, sobre el autor
que la revista había introducido al público argentino. Masotta
reproduce una cita más o menos larga del San Genet, comediante y
mártir.
Aquello que Sartre encontraba de ejemplar en el novelista y poeta
Jean Genet, ladrón, presidiario, homosexual, tendrá su paralelo en
el redescubrimiento, por parte de los de Contorno, de un escritor
grosero y arrabalero, popular y extremado, Roberto Arlt. En los ‘60,
Masotta publicará Sexo y traición en Roberto Arlt, un libro todavía
sartreano con contratapa de Sebreli. Pero ya por entonces se
orientaba hacia el estructuralismo y el lacanismo. La evolución de
Masotta fue ejemplar de las ideas y creencias más prestigiosas en
Argentina durante los lustros siguientes: será el espejo de las
modas intelectuales argentinas hasta entrados los años ‘70. Carlos
Correas, por su parte, escribirá su San Arlt, un libro de cientos de
páginas que deberá esperar a los ‘90 para encontrar editorial.
Del existencialismo gozaban de mayor popularidad e
institucionalización, en los ‘40 y ‘50 argentinos, los filósofos
alemanes Karl Jaspers y Martin Heidegger –en la veta del
existencialismo más o menos ateo– y el español Miguel de Unamuno –en
la religiosa–. Por eso, como se ha repetido en tonos no exentos de
heroísmo, la admiración en Argentina por Sartre tenía un sentido
político y antiinstitucional: ahí estaban estos jóvenes que atacaban
a la universidad porque allí se estudiaba a los filósofos
equivocados que no decían nada de la realidad nacional ni de la vida
cotidiana en la Argentina peronista.
Pero ¿qué se sabía, a ciencia cierta, de Sartre y su obra? Según
Carlos Correas, bien poco: “La editorial Losada –señala en su
excelente La operación Masotta–, próxima a la delictuosidad
intelectual, nos ha agraviado con las ‘traducciones’ de Situations y
las ya nefastas de L’imaginaire, Critique de la raison dialectique y
Les mots (...). Que generaciones de argentinos se hayan formado en
estas traducciones es una neta causa, aunque no la única, del
desconocimiento de Sartre en Argentina”. “Quien dice filosofía ajena
al marxismo dice, en nuestro país, filosofía universitaria”, señala
Masotta, al que Eliseo Verón, desde la Universidad de Buenos Aires,
le exigirá precisamente adecuarse a valores universitarios: la
mesura, la corrección, la conciliación y el profesionalismo a que
estaba acostumbrado el mismo Verón.
Lo que reclamaba la generación que luego fue llamada
“denuncialista” –un término que no disgustaría hoy a ninguno de los
integrantes de la revista Contorno– está en sintonía con el título
del libro al que Sartre, según él mismo, le debe su propio programa
vital: Hacia lo concreto, de Jean Wahl. Por supuesto, las dicotomías
en Argentina eran un poco injustas y estaban polarizadas en torno
del peronismo. Porque otro sartreano a su modo era Carlos Astrada,
entonces jefe del Departamento de Filosofía en la Universidad de
Buenos Aires, y los debates sobre Sartre pasaron en buena medida por
las páginas de la revista Cuestiones de Filosofía. Por otra parte,
Miguel Angel Virasoro, profesor de Filosofía Contemporánea, tradujo
El ser y la nada. En el bando enemigo ubicaban, con apresuramiento,
a la revista Sur y la mayoría de sus colaboradores. Según Sebreli,
que colaboró en ambas publicaciones, había más continuidades que
rupturas entre las izquierdas y derechas de las dos revistas. El
mismo David Viñas, que dejará sentir la lectura de Sartre en su obra
narrativa y crítica, publicó en Sur. Los colaboradores de ambas
revistas admiraron, con diferentes énfasis, a H. A. Murena y su
ensayo clave “Reflexiones sobre el pecado original de América
Latina”, inspirado a su vez en otro ancestro común, otro ensayista
de la realidad nacional, Ezequiel Martínez Estrada.
Lo que se llama una “cultura crítica” en la Argentina, en la
década de 1950, se debe entonces al impacto que produjo, en las
zonas laterales a las instituciones, el existencialismo de corte
sartreano, que para conservar su capacidad revulsiva será fusionado
en los años siguientes con el marxismo. Ese impulso sartreano se irá
extinguiendo en la década del ‘60 merced al éxito del que gozó en
Argentina el estructuralismo. Para aquellos que no abandonaron las
enseñanzas de Sartre y Marx, se trataba de un éxito cimentado en el
derrumbe de estalinismo y la exaltación del tercermundismo.
En 1974, La Opinión, el diario de los simpatizantes de la
izquierda intelectual, podía anunciar que publicaría “miles de
palabras” con Sartre y recomendar a los lectores que reservaran su
ejemplar con el “Autorretrato a los 70 años”, una entrevista al
filósofo ya ciego que después integraría la décima serie de
Situaciones, palabra clave del existencialismo que presidió las
sucesivas recopilaciones de sus escritos dispersos. El ejemplar,
efectivamente, se agotaba; los lectores, efectivamente, lo
reservaban. Eran lectores que entendían la alusión: esas “palabras”
de la convocatoria despertaban el eco de otras, Las palabras, el
título de las memorias de Sartre. Por entonces, otro autor de los
círculos de Sur y de Borges, Patricio Canto, hermano de Estela,
publicaba en la editorial Tiempo Contemporáneo una traducción de la
última obra voluminosa de Sartre, El idiota de la familia, un
análisis “total” de la vida y la obra de Gustave Flaubert, novelista
“burgués” y “artista” por excelencia del siglo XIX francés. Esta
edición anunciaba los tiempos por venir: los revisores técnicos de
la traducción se llamaban Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo.
En los ‘70, y hasta su muerte, Sartre había recuperado en la
Argentina sus fueros de intelectual comprometido. Había defendido al
único acontecimiento latinoamericano del siglo que había gozado de
repercusión permanente, la revolución cubana. En el horizonte de
1973, ya la Noche de los Bastones Largos de Onganía había ahogado
las esperanzas universitarias de la Argentina intelectual. El
antiuniversitario Sartre volvía a valorarse. Las esperanzas
revolucionarias de 1973 se ahogaron a su vez en 1976, y después de
1984 el ambiente intelectual era nuevamente universitario. En los
‘90, Carlos Correas podía reseñar El Siglo de Sartre, la biografía
crítica de Bernard-Henri Lévy. El libro no lo entusiasmaba. Uno de
los reparos que le hace se vincula con la Argentina: el
desconocimiento de la relación del filósofo con una muchacha
argentina. Para entonces, Sartre había entrado en la
historia.