Apretada evocación de
Manuel Puig
Germán Uribe
El cine es un espejo pintado.
Ettore Scola
Cuando
en Cuernavaca y al lado de su madre, Manuel Puig, de 58
años, aún no daba término a la novela que perseveró en
llamar Humedad relativa: 95%, se vio inexorablemente
atrapado por una repentina y un tanto misteriosa muerte.
Derrotada su brillante vitalidad, aquel 22 de julio de 1990
el gesto de la parca fue explícito: un guiño cómplice que lo
invitaba a una nueva andadura, pero esta vez en los terrenos
de la trascendente memoria del hombre, es decir, a la
eternidad, que como afirma Adolfo Bioy Casares, es una rara
virtud que con frecuencia emana de la literatura.
Ya se sabe que toda muerte es la imposibilidad y la negación
a una existencia en proyecto. Se sabe también, o al menos
así lo creo desde la orilla de mis convicciones filosóficas,
que la muerte es el simple regreso de nuestra materia a la
naturaleza. Pero esto me da pie para pensar que aunque toda
muerte lleva implícita una desgracia personal, no todos los
muertos arrastran consigo y para siempre, en las entrañas
del tiempo, de la memoria y de la Historia, esa terrible
momentánea desgracia. Y ese es el caso de Manuel Puig, del
que me ocupo ahora, pero también de tantos otros que nos van
dejando en el camino alimentos y herramientas espirituales
con las que bien podríamos también nosotros transformar ese
regreso a la naturaleza del que hablara Sartre, por la
incursión pródiga y placentera en la memoria del hombre
histórico. El artista, con su trabajo, hace repercutir y
perpetuar su efímera existencia material. De ahí que tan a
menudo toda muerte de artista termine evolucionando hacia la
prolongada vida trascendente de aquellos efímeros huesos del
“desgraciado” que enterramos.
Manuel Puig experimentó siempre, disfrutándolo
endiabladamente e incluso llegando a los límites
alucinantes del obseso, una apasionada y enriquecedora
atracción por la mixtura tan de moda -y creciente- entre la
literatura y el cine. De cada uno de ellos extrajo, para el
otro, elementos que le fueran útiles en la carrera
perfeccionista de su oficio creador. Sus novelas, ocho en
total, y no es de extrañarlo, tenían todas acertados y
efectistas títulos de películas: La traición de Rita
Hayworth (1968) considerada por Le Monde como la
mejor novela del período 1968-1969, Boquitas pintadas
(1969), The Buenos Aires Affaire (1973),
El beso de la mujer araña (1976), Maldición
eterna a quien lea estas páginas (1980),
Sangre de amor correspondido (1982), y su última y
muy publicitada, Cae la noche tropical (1988)
Hay quienes afirman que fue sólo en 1975 -cuando el
argentino Héctor Banbeco llevó al cine El beso de la
mujer araña, dándole la oportunidad a William Hurt
de obtener un Oscar como mejor actor, y más tarde
proyectándola mundialmente con una célebre comedia musical
en Londres y Manhattan bajo la dirección de Harold Prinz-, y
sólo a partir de aquel año, que quienes nos interesamos por
la literatura latinoamericana pusimos los ojos en la obra de
Puig. Quienes así lo señalan quizás olvidaron el impacto que
en nuestras letras causó por allá a finales de los sesentas
la irrupción técnica y temática de dos de sus obras que
todavía perduran como franco reto al boom de
entonces. Me refiero, claro está, a las que me iniciaron por
casualidad en el mundo novelístico de este gran escritor
argentino (nació en General Villegas, Provincia de Buenos
Aires, el 28 de diciembre de 1932) y lo promovieron a la
fama y el reconocimiento universal: La traición de
Rita Hayworth y Boquitas pintadas.
De la primera comentó en su tiempo mi amigo e impulsor
intelectual y literario de mis años mozos en París, el
crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal: Una de las
novelas más originales que se han escrito recientemente en
América Latina. Es no sólo original en cuanto al tema (la
alienación por el cine de una familia de provincia), sino
por la estructura que el autor maneja con absoluta maestría.
De la otra, Guillermo Cabrera Infante, enardecido
admirador de toda su obra, y quien destaca su exitosa visión
del cine en su literatura, aunque exalte mayormente su
condición de novelista, nos pone en conocimiento del génesis
de estas “boquitas” con estos pormenores: “...
El siguiente libro de Manuel fue Boquitas pintadas,
que subtituló Una serie, como se entiende en
televisión. Es decir, una telenovela, un novelón, un
culebrón. En vez de en cine, Manuel hurgó ahora en el mundo
de las novelitas sentimentales, de amor: un género en todas
partes, aunque algunos puristas retóricos lo llaman
subgénero. Boquitas pintadas coge su título de un
verso del tango-foxtro de Gardel-Le Pera en la película
Tango en Broadway (1934). Dice el verso de Rubias de New
York, que Manuel cita como epígrafe en la Tercera entrega
(entrega, como en las novelitas, en vez de capítulo):
“Deliciosas criaturas perfumadas, quiero el beso de tus
boquitas pintadas”.
De todos modos, de mejores y más sustentados argumentos para
la literatura que para el cine, o viceversa, baste observar
una breve reseña biográfica suya para comprender los aportes
mutuos que Puig y el cine se hicieron para desembocar lo
suyo en una formidable obra novelística que con tanta
audacia y talento supo aportarle al cine:
“En 1946 se trasladó a Buenos Aires para empezar como pupilo
en la escuela secundaria. Comenzó por entonces su temprana
fascinación por el cine, asistiendo regularmente a las "matinées"
de cine de los domingos. En 1951 inició sus estudios en la
Facultad de Filosofía y Letras. Viajó luego a Roma, en 1956,
con una beca para estudiar dirección en el Centro
Sperimentale di Cinematografía. Pasó luego por Londres y
Estocolmo, donde enseñó español e italiano, trabajó como
lava-copas, y donde escribió sus primeros guiones para
películas. Entre 1961-1962 trabajó como asistente de
dirección en diversos filmes en Buenos Aires y Roma...”
Estas líneas, en fin, tienen un muy contundente e inequívoco
propósito: son una apuesta a la posteridad de Manuel Puig y,
de paso, el homenaje emocionado a los otros grandes
seductores de la literatura argentina.