La esquina de Germán Uribe 

 

De Francoise Sagan

 

 

CARTA DE AMOR

A JEAN-PAUL SARTRE

 

 

Querido señor:

 

Le digo "querido señor" pensando en la interpretación infantil de esta palabra en el diccionario: "cualquier hombre". No voy a decirle "querido Jean-Paul Sartre", es demasiado periodístico, ni "querido Maestro" que es lo que usted detesta, ni "querido colega", que es abrumador. Hace muchos años que quería escribirle esta carta, casi treinta años en realidad, desde que comencé a leer su obra, y sobre todo desde hace diez o doce años, cuando a fuerza de ridiculizarla, la admiración se ha vuelto lo bastante rara como para que uno casi se felicite del ridículo. Quizá yo misma haya envejecido lo bastante o rejuvenecido lo bastante como para burlarme hoy de ese ridículo del cual usted, siempre magnífico, jamás se preocupó.

 

Lo que me interesa es que reciba esta carta el 21 de junio, día fausto para Francia que vio nacer, con algunos lustros de intervalo a usted, a mí y más recientemente a Platini, tres excelentes personas llevadas en andas o pateadas salvajemente - en su caso y en el mío gracias a Dios sólo en sentido figurado - por excesos de honores o indignidades que ellas no se explican. Pero los veranos son cortos, agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario y sin embargo tenía que decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.

 

En 1950 empecé a leer de todo y, a partir de entonces sólo Dios o la literatura saben cómo he amado o admirado a una cantidad de escritores, especialmente los contemporáneos, de Francia y otros países. Más tarde conocí a algunos, seguí también la carrera de otros y aunque aún quedan muchos a quienes admiro como escritores, usted es el único que continúo admirando como hombre. Todo lo que prometió cuando tenía quince años, edad inteligente y severa, edad sin ambiciones precisas y por lo tanto sin concesiones, todas esas promesas usted las mantuvo. Escribió los libros más inteligentes y más honestos de su generación, hasta llegó a escribir el libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al mismo tiempo siempre se ha lanzado de cabeza en ayuda de los débiles y humillados, ha creído en la gente, en las causas, en generalidades, se ha equivocado a veces, eso, como todo el mundo, pero (y en esto contrariamente a todo el mundo) siempre lo ha reconocido. Ha rechazado obstinadamente todos los laureles morales y todas las retribuciones materiales de su gloria; ha rechazado el pretendidamente honorable premio Nobel cuando sin embargo carecía de lo necesario, tres veces le pusieron bombas en ocasión de la guerra de Argelia, arrojándolo a la calle sin pestañear siquiera; ha impuesto a los directores de teatro mujeres que le gustaban para papeles que necesariamente no se adecuaban a ellas, demostrando así pomposamente que, para usted, el amor al contrario podía ser "el brillante duelo de la gloria". En resumen, usted ha amado, escrito, compartido, dado todo lo que tenía para dar y que era lo importante, al mismo tiempo que ha rechazado todo lo que se le ofrecía y que era la importancia. Ha sido hombre al mismo tiempo que escritor, nunca pretendió que el talento del segundo justificaba las debilidades del primero, ni que la felicidad de crear autorizaba por sí sola a despreciar o a ignorar a sus allegados, ni a los demás , todos los demás. Ni siquiera sostuvo que equivocarse con talento y buena fe legitimaba el error. En realidad no se ha refugiado tras esa famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble filo que es su talento, jamás actuó de Narciso, que sin embargo es uno de los tres papeles reservados a los escritores de nuestra época junto con el de petimetre y gran criado. Por el contrario, esa arma supuestamente de doble filo, lejos de atravesarlo con delicias y clamor como a muchos, usted quiso que en su mano fuera liviana, eficaz, ágil; usted la utilizó y la puso a disposición de las víctimas , de las verdaderas, las que no saben escribir, ni explicarse, ni luchar, ni siquiera quejarse.

 

Y sin clamar después por justicia porque no quería juzgar, sin hablar de honor porque no quería recibir honores, sin invocar tampoco la generosidad porque ignoraba que usted era la generosidad misma, ha sido el único hombre justo, honrado y generoso de nuestra época, trabajando sin descanso, dando todo a los demás, viviendo sin lujos, pero también sin austeridad, sin tabúes y sin farras, salvo la de la escritura, haciendo el amor y dándolo, seduciendo, pero abiertamente dispuesto a ser seducido, dejando atrás a sus amigos, excediéndolos en velocidad e inteligencia y brillo, pero volviéndose sin cesar hacia ellos para ocultárselo. A menudo prefirió ser utilizado, ser engañado, a ser indiferente; y también a menudo fue decepcionado sin esperanzas. ¡Qué vida ejemplar para un hombre que nunca quiso ser un ejemplo!

 

Y ahora está privado de la vista, sin poder leer según dicen, y debe sentirse seguramente lo más desdichado que imaginar pueda. Quizás entonces le alegre saber que en todos lados donde estuve durante estos veinte años, en el Japón, en Estados Unidos, en Noruega, en la provincia o en París, he visto a hombres y mujeres de todas las edades hablar de usted con esa admiración, esa confianza y hasta con esa misma gratitud que la que confieso aquí.

 

Este siglo se ha revelado loco, inhumano y podrido. Usted ha sido inteligente, tierno e incorruptible y sigue siéndolo.

 

 

 

 

Escribí esta carta en 1980 y la hice publicar en L'egoiste, el lindo y caprichoso diario de Nicole Wiesnieck. Por supuesto que primero le pedí permiso a Sartre, por interpósita persona. No nos habíamos visto desde hacía veinte años y aun entonces habíamos compartido algunas comidas con Simone de Beauvoir y mi primer marido, comidas vagamente forzadas; algunos encuentros cómicos en deliciosos lugares de perdición por la tarde, donde Sartre y yo fingíamos no vernos; y un almuerzo con un encantador industrial vagamente entusiasmado por mi persona, y que le propuso dirigir una revista de izquierda que él financiaría con sumo placer (pero cuando el industrial entre el queso y el café partió a cambiar su disco de estacionamiento, Sartre se sintió desalentado y tentado de risa; de todas maneras de Gaulle fue llegando poco a poco y ahí naufragó definitivamente ese irrealizable proyecto).

 

Después de esos pocos contactos breves no nos habíamos visto durante veinte años y todo el tiempo quería decirle lo mucho que le debía.

 

Sartre ciego, pidió que le leyeran esta carta y manifestó su deseo de verme, cenar conmigo a solas. Fui a buscarlo al bulevar Edgar-Quinet, lugar por el que ahora nunca puedo pasar sin angustiarme. Fuimos a La Closerie de Llilas. Yo lo llevaba de la mano para que no tropezara y tartamudeaba de timidez. Creo que formábamos el dúo más curioso de las letras francesas y los camareros revoloteaban delante de nosotros como cuervos asustados.

 

Esto sucedió un año antes de su muerte. Fue la primera de una larga serie de cenas, pero yo no sabía nada de esto. Pensé que solo me invitaba por gentileza y también pensé que yo lo precedería en la muerte.

 

Luego seguimos comiendo juntos cada diez días. Yo iba a buscarlo. El ya estaba listo en la entrada, con su sacón con capucha y partíamos como ladrones, cualquiera fuera la compañía. Debo confesar que contrariamente a lo que relatan sus allegados, a los recuerdos que tienen de sus últimos meses, nunca me sentí horrorizada ni molesta por su manera de comer. Por supuesto que todo zigzagueaba un poco en su tenedor, pero era a raíz de sus ceguera, no por chochez. Me dan mucha rabia los que se han quejado en artículos o libros, afligidos y despectivamente de esas comidas. Hubieran debido cerrar los ojos si eran tan delicados y escucharlo. Escuchar esa voz alegre, valiente y viril, oír la libertad con que hablaba.

 

Lo que le gustaba en nosotros, me decía, era que nunca hablábamos de los demás y de nuestras relaciones comunes: conversábamos como viajeros de un andén de ferrocarril. Lo extraño. Me gustaba tenerlo agarrado de la mano y que él me tuviera agarrada espíritu. Me gustaba hacer lo que me indicaba, me importaban un rábano sus torpezas de ciego, admiraba que hubiera podido sobrevivir a su pasión por la literatura. Me gustaba tomar su ascensor, llevarlo a pasear en auto, cortarle la carne, tratar de alegrar nuestras dos o tres horas, hacerle el té, llevarle whisky a escondidas, oír música con él y más que nada escucharlo. Me daba mucha pena dejarlo delante de su puerta, parado, cuando yo partía con los ojos vueltos en mi dirección y un aire desconsolado. Cada vez tenía la impresión, a pesar de nuestras citas precisas y próximas, que no nos volveríamos a ver, que estaría harto de la "revoltosa Lili" - era yo - y de mis farfulleos. Temía que nos sucediera algo, a cualquiera de los dos. Y por supuesto que la última vez que lo vi, en la última puerta esperando conmigo el último ascensor, me sentía más tranquila. Pensaba que dependía un poco de mí, no pensaba que de pronto tendría que depender tanto de la vida.

 

Recuerdo esa extrañas comidas, gastronómicas o no, en restaurantes discretos del distrito XIV. "Sabe, me leyeron una vez su 'carta de amor' - me dijo al principio - y me gustó mucho. Pero ¿ cómo pedir que me la relean para deleitarme con sus elogios?. ¡Me creerían paranoico!" Entonces le grabé mis propias declaraciones - me llevó seis horas, tal era mi tartamudeo - y pegué una cinta adhesiva a la cassette para que la reconociera a tacto. A continuación aseguró que la escuchaba a veces cuando estaba solo en sus noches de depresión - pero sin duda fue para agradarme. Decía también: "Está empezando a cortarme el bife en trozos demasiado grandes. ¿No será que va perdiéndome el respeto?" Y al sentirme atareada en el plato se echaba a reír. "Usted es muy amable, ¿no es cierto? Es un buen signo. Las personas inteligentes siempre son amables. Solo he conocido un tipo inteligente y malo pero era pederasta y vivía en el desierto". También estaba harto de los hombres, de esos antiguos muchachos que lo reclamaban como padre a él, a quien sólo le gustaba y nunca le había gustado otra cosa que la compañía de las mujeres, "Oh me tienen cansado! - decía - ; qué culpa tengo de Hiroshima ... qué culpa tengo de Stalin, qué tengo que ver con la pretensión que tienen, con su idiotez ..." Y reía de todos los subterfugios de esos falsos huérfanos intelectuales, que lo querían por padre. ¿Padre, Sartre? ¡Qué disparate! ¿Marido, Sartre? ¡Tampoco! Amante, quizá. Esa soltura, esa calidez, que aún ciego y medio paralítico mostraba hacia una mujer era reveladora. "¿Sabe? Cuando me quedé ciego y comprendí que no podía seguir escribiendo (escribía desde hacía cincuenta años diez hora por día y fueron los mejores momentos de mi vida), cuando comprendí que eso estaba terminado para mí, me sentí muy afectado y hasta pensé en matarme".

 

Y como no dije nada y él me sentía aterrada con la idea de su martirio, agregó: "Y luego, ni siquiera traté de hacerlo. Ya ve, toda mi vida he sido tan feliz, hasta ese momento era un hombre, un personaje en tal forma hecho para la felicidad, que no iba a cambiar de golpe de papel. Continué siendo feliz, por costumbre". Y yo, mientras él decía eso, oía también lo que no decía: no destruir, para no entristecer a los míos, a las mías. Y sobre todo a esas mujeres, que a veces le telefoneaban por la noche cuando volvíamos de nuestras comidas, o por la tarde cuando tomábamos el té y que parecían tan posesivas, tan dependientes de ese hombre impedido, ciego y desposeído de su oficio de escribir. Esas mujeres que por su misma desmesura le devolvían la vida, su vida de hasta ese momento, su vida de hombre mujeriego, corrido, mentiroso, compasivo o comediante.

 

Luego partió de vacaciones, ese último año, vacaciones compartidas durante tres meses, con tres mujeres, que afrontaba con fatalismo y una gentileza sin falla. Durante todo el verano lo creí un poco perdido para mí. Luego volvió y nos vimos de nuevo. Y esta vez yo era, según pensaba, "para siempre": para siempre mi auto, su ascensor, el té, las cassettes, esa voz divertida, a veces tierna, esa voz segura. Pero otro "para siempre" lo estaba esperando ... para él solo.

 

 

Fui a su entierro sin poder creer que era cierto. Fue sin embargo un hermoso entierro, con miles de personas de todo tipo que también lo amaban, lo respetaban y que lo acompañaron durante kilómetros hasta su última morada. Personas que no habían tenido la desventura de conocerlo y verlo durante todo un año, que tenían en la mente cincuenta clisés desgarradores de él, personas que no lo extrañarían cada diez días, todos los días, personas a las que envidiaba y compadecía al mismo tiempo.

 

Y si por supuesto luego me indigné con esos relatos vergonzosos de un Sartre gagá hechos por algunas de las personas que lo rodeaban, si dejé de leer algunos recuerdos sobre él, nunca olvidé su voz , su risa, su inteligencia, su coraje y su bondad. Verdaderamente creo que jamás me recuperaré de su muerte. ¿Porque qué hacer, a veces? ¿Qué pensar? Sólo ese hombre aniquilado podía decírmelo, era la única persona en la que podía creer. Sartre nació el 21 de junio de 1905 y yo el 21 de junio de 1935, pero no creo - y por otra parte no tengo ganas de hacerlo - no creo que pueda pasar otros treinta años sin él en este planeta.

 

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