La foto es
conocida: Sartre está en un sofá o sofá-cama (un lugar en que se
adivina dormitaría a veces su anfitrión) y se inclina para encender
su habano. El que le da fuego está en una silla fuerte, una silla de
hombres con mando y poder, y la altura de la silla es mayor que la
del sofá, motivo por el que este personaje mira desde arriba al
otro, a Sartre. También es más alto. También es más bello, cosa nada
difícil ya que Sartre es, decididamente, feo. También es más joven.
Admira a Sartre, pero no deja de hacerle sentir que el hombre de
acción es él y que, por serlo, la historia es asunto suyo. No en
vano es Sartre quien ha cruzado el océano para hablarle, no al
revés. El hombre de la silla-poder es Ernesto “Che” Guevara.
Extiende su brazo derecho y le da fuego a Sartre: enciende su
habano. Hoy, ellos dos, que tanto se equivocaron según gustan
señalar a izquierda y derecha todo tipo de voces, que tan superados
están, que tanto eluden o silencian los académicos, no citando jamás
a Sartre y haciendo del Che una momia devenida, son uno de los pocos
símbolos genuinos de la rebeldía humana. ¿Qué más dice la foto?
¿Guevara le da su fuego a Sartre? No, Sartre tenía el suyo propio y
valía y quemaba tanto como el del Che. Guevara le da fuego al habano
de Sartre, dado que, sin duda, acaba de entregárselo y quiere que se
lo fume, que se fume un buen cigarro cubano, que por algo se ha
cruzado el océano, se ha molestado tanto, maestro. La foto dice:
Sartre y Guevara comparten el fuego. El fuego es el de la opción por
los oprimidos. Sartre lo lleva por los caminos de la filosofía y la
literatura. Guevara no. Los lleva por los de la acción y, en
Bolivia, entre el asma y la desesperanza, o la soledad, y, para
peor, equivocado, terminará ardiendo en él. ¡Qué poca sensatez
tuvieron estos dos hombres! Sartre, casi ciego, terminará subiendo a
toneles en fábricas embravecidas y hablándoles a los obreros
palabras fuera de moda. De Guevara, ni hablar. Padeció y murió como
un Cristo, asesinado por un sargento torpe y aterrado. Es cierto eso
que se ha dicho: la elección de Guevara era crística, quería morir.
La de Fidel, política: quiere durar y todavía, casi a tientas, con
reflejos cansados de tigre viejo, dura. ¡Cuánto se equivocaron!
Así exclaman quienes los miran desde la vereda del poder neoliberal
o de la sensatez académica. Vargas Llosa, en un reciente artículo,
compara a Sartre con Aron. Ya, en un libro, creo, llamado Desafíos a
la libertad, se había ocupado de matar otra vez al Che, declarándolo
obsoleto y, muy especialmente, fracasado en cuanta causa
emprendiera. Ahora, otra vez (ya que es un tic que tiene), se arroja
sobre Sartre y busca ponerlo en su lugar. Le sorprende la exposición
Sartre y su siglo que los franceses le han dedicado a quien tanto
supo denostarlos al optar por Argelia y no por ellos. (“Ustedes
parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su
nombre”.) De hecho, Vargas ha salido enfermo y confundido de esa
exposición, a la que no pudo ver en completud: así es de vasta,
desmedida como el hombre al que rinde homenaje. Se consagra entonces
a mencionar errores de Sartre, frases algo terribles o decididamente
incómodas. (Sartre, es cierto, escribió que un colonizado se
humaniza al asesinar a un colonizador. Guevara escribió el casi
truculento Mensaje a la Tricontinental. A los dos critiqué en mi
libro contra la violencia: La sangre derramada. Pero desde adentro.
Una cosa es un canalla y otra, un rebelde que se equivoca.) Lo que
más abruma a Vargas es lasoledad de su personaje dilecto. De “su”
intelectual paradigmático: Raymond Aron. Según parece también se
cumplen cien años del nacimiento de Aron. Vargas escribe: “¿Por qué,
entonces, el glamour del ilegible Sartre de nuestros días sigue
intacto y a casi nadie parece seducir la figura del sensato y
convincente Aron?”. (Un desvío: hay aquí un fallido. Sartre, para
Vargas Llosa, no es “ilegible” hoy, lo ha sido siempre. Nunca conocí
al escritor peruano-español-ciudadano del mundo. Será porque jamás
fui a alguna de las innumerables cenas-homenaje que se le hacen.
Pero, en caso de encontrarlo alguna vez, tendría un par de preguntas
que hacerle. Porque, sospecho, Vargas conoce a Sartre, no por su
pensamiento filosófico, magnífico, que llegó a su punto más elevado
en la critique, al mixturar a Marx y a Heidegger en una dialéctica
crítica, una dialéctica de la libertad, sino por sus obras de
teatro, sus novelas y, sobre todo, sus actitudes y declaraciones
públicas. Es decir, no lo conoce, Habla de él como enemigo político.
Semeja, así, a la junta argentina -.neoliberal hasta los huesos– que
anunció la muerte de Sartre, en 1981, como la de un “subversivo”.
Qué honor tan merecido, maestro. Aquí, en la Argentina, lo mejor de
una generación fue masacrada al amparo de ese concepto.) Volvemos a
Vargas: ¡qué adjetivos tan escasamente glamorosos le ha endilgado al
pobre Aron! Ha escrito: “El sensato y convincente Aron”. ¿Qué admira
tanto en Aron? La lozanía y la actualidad de su obra. ¿Dónde las
encuentra? Con vulnerable ingenuidad, confiesa: “(En) su defensa
tenaz de la doctrina liberal, de la cultura occidental y de la
democracia y el mercado (sic), en los años en que el grueso de la
intelectualidad europea había sucumbido al canto de sirena del
marxismo”. Agrega, por si hiciera falta, que todo esto se confirmó,
que la historia bendijo estas ideas con “la caída del Muro de
Berlín, símbolo de la desaparición de la URSS, y por la conversión
de China en una sociedad capitalista autoritaria”(?). ¿Cómo es,
entonces, posible que Aron esté olvidado, que no tenga glamour para
nadie? Y recuerda la célebre frase de los años sesenta: “Es
preferible equivocarse con Sartre que tener razón con Aron”.
Oscar Terán, en un texto que publicó en Radar, también se
indigna por la frase que elige el error junto a Sartre antes que la
razón junto a Aron. Pero Terán conoce bien a Sartre. (Lo sé porque
fuimos compañeros de estudio y cierta vez, creo que él tiene algunos
años más que yo, me impresionó en el Bar Florida de la calle
Viamonte hablando sobre el maestro “del agujero en el seno del
Ser”.) Terán, a lo Vargas, dice que, hoy, la frase sobre Aron es
patética e impúdica. Caramba, qué duro. Esto, sin embargo, no le
impide hacer otro balance que el de Vargas. Observemos su justeza:
“En el balance primó la defensa de los oprimidos no sólo del Oeste
sino también de quienes padecían el poder comunista (...) la de
estar habitando un mundo crasamente burgués de rasgos insoportables
que tenía su base en la ‘escasez’ (el preciso uso de este concepto
revela que Terán, sí, leyó a Sartre) de los más frente a la enorme
saciedad de los menos, y ante el cual el intelectual debía como la
conciencia fenomenológica ‘estallar hacia el mundo’ para encontrarse
‘en el camino, en medio de la muchedumbre, cosa entre las cosas,
hombre entre los hombres’”. La muerte filosófica de Sartre –a partir
de mediados de los sesenta– se acompaña con la pulverización de la
conciencia, que ya no estalla “hacia afuera” sino hacia ninguna
parte. Como los intelectuales, que sólo estallan dentro de las
academias, en medio de papers, becas, subsidios y seguridades
varias. Los hombres ya no son “hombres entre los hombres”, son
elementos de las estructuras o son relegados por los juegos del
lenguaje, los que, como todo juego, son infinitos y no “estallan
hacia afuera”. Duermen la siesta íntima de la seguridad
académica. ¿Por qué Sartre y Guevara tienen más glamour que Aron?
Porque eligieron la causa de los oprimidos. Porque se equivocaron
muchas veces (¿quién no se equivocó en la catastrófica historia del
siglo XX, quién no viotraicionados sus sueños o envilecidas sus
opciones?), pero siempre desde la orilla de los oprimidos. Si Sartre
se equivocó con la “revolución cultural” de Mao, peor (y más
mediocremente) se equivocó Aron en su defensa del “mercado” o de la
“doctrina liberal”. Por eso, hoy, todavía, uno prefiere equivocarse
con Sartre a tener razón con Aron. Y sobre todo con Vargas Llosa.
Que, además, no la tiene.
Tomado de Página/12
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