Germán Uribe

guribe@cable.net.co

 

 

Mi vida

 

 

 

 

 

 

 

 

He intentado descubrir yo mismo,

 desde el comienzo, de pequeño,

lo que estaba bien y lo que estaba mal,

ya que nadie a mi alrededor podía decírmelo.

Y ahora reconozco que todo me abandona,

que necesito que alguien me señale el camino

y me repruebe y me elogie,

no en virtud de su poder, sino de su autoridad.

Necesito a mi padre.

 

Albert Camus

 

 

Me he negado siempre a hacer vida de escritor.

Nunca he dictado una conferencia,

nunca he firmado ejemplares en librerías,

me niego a cualquier clase de presentación pública,

y más si es en radio o televisión.

 Probablemente yo no sea un hombre de este tiempo,

porque la verdad es que esos actos de exhibición

me parecen inmorales.

 

Gabriel García Márquez

 

 

 

 

 

 

 

 

Una fugaz mirada

a mí mismo

 

  

Nací en Armenia, una población cafetera enclavada en el corazón mismo de lo que con justicia se denomina el Triángulo de Oro de Colombia, el 22 de abril de 1943, probablemente a la una de la tarde de aquel Jueves Santo y probablemente de la mano de un médico pariente de nombre Tomás Uribe Bernal. Esto lo sé, como todo lo que sabemos de aquellos tiempos remotos, por el recuerdo prestado y manipulado de los mayores. A Armenia siempre se la ha llamado la Ciudad Milagro, pero ello no me autoriza, ni autoriza a nadie, para pensar que por haber sido engendrado en ella precisamente aquella fecha sacrosanta, actualmente celebrada como el día de la Tierra y por añadidura vísperas del día del Idioma, goce de condiciones mesiánicas, o sea, yo el producto privilegiado y premonitorio de un hecho extraordinario. Nada extraordinario debió haber tenido aquel puñado de coincidencias, lo digo yo, a estas alturas, con plena autoridad.

 

Hijo entre doce, el quinto de abajo para arriba, tuve siete hermanos mayores que me dificultaron un crecimiento feliz. Ni siquiera, como mayor de cuatro, pude ejercer el dominio opresor del que fui víctima y al que a veces, por placer o por venganza, me creí con derecho. La infancia entre numerosos hermanos me marcó desagradablemente. Llegué a ser objeto de sus desmanes violentos. No sé si a todo el mundo le ocurra. No sé si ello puede ser justificado por un autoanálisis o explicado por un sicoanalista. Lo cierto es que a mí no me gustó y no quisiera repetirlo o ver sufrir a otros semejante experiencia. Mi niñez, como quiera, fue un desastre. Me causa dolor el sólo recordarla y me espanta la idea de tenerla detrás, calentándome la nuca, asida a mi espalda como un fardo incómodo que, sin embargo, habré de cargar por el resto de mi vida. Jamás quisiera reincidir en ella en lo que queda de los tiempos, si es que nuevos tiempos con viejas lacras se atrevieran a venirme. No me permitiré entonces revivir un sólo instante más esa infancia de la que nunca, lo sé, podré curarme.

 

Fui víctima de niño de la más obscurantista de las educaciones. Crecí, lo recuerdo bien, asustado por todo y convencido de que todo estaba mal. Por doquier estaba presente el pecado. El Diablo era la sombra que nos cubría e influía día y noche. Todo, absolutamente todo, era anormal, peligroso, pecaminoso, dañino, sospechoso. Sólo la austeridad, el silencio, la resignación irracional, y la oración, la obediencia y la fe, podrían hacer de aquel niño un ser bueno protegido de la maldad. Porque me enseñaron y me metieron en la cabeza que nacemos malos y debemos purificarnos en la vida a través del sufrimiento. El destino señalado para pagar cualquier equivocación que atentara contra la religión o la moral, era el infierno. El leviatán constantemente al acecho. Y el pandemónium ahí, asfixiante, de centro vital en la casa, en la calle, en el colegio. Y lo raro de todo esto, lo incomprensible entonces para mi lampiña inocencia, era que tenía que entender y aceptar que cualquier falta, cualquier conducta extraviada, el más mínimo desvío de la ortodoxia creyente y casi mística que con sus tentáculos lo cubría todo, sobre todo aquello que vulnerara la santa voluntad de los padres, era perdonada y hasta olvidada, siempre y cuando aceptáramos sumisos una bendición eclesiástica, el doblegarnos ante un confesionario, la concurrencia a la misa en el templo, o la entrega muy recogida y sincera a las oraciones, particularmente al Padre Nuestro.

 

La felicidad y la dicha eran un derroche y un lujo normalmente alcanzado únicamente por los impíos, pero con la consecuencia gravísima de tener que pagarse con el castigo eterno. Todavía a estas alturas libro una tenaz batalla por desprenderme de aquellos complejos que no me dejan dormir. Me entrenaron para ver con aprehensión el mundo, para recelar sin pena, límite o fatiga. La malicia era la norma. La enfermiza y corrosiva malicia...

 

No sé cuánto durarán las simientes y los cimientos de esta malhadada educación, ni si su infeliz influencia me acompañará hasta la muerte. Pero, definitivamente, no le deseo a nadie este trance educacional en la niñez. Pareciéramos destinados, de generación en generación, a irnos sucediendo padres e hijos en el manejo de la maraña obscurantista que unos tratamos de desenredar mientras se van los viejos y llegan los nuevos. El hombre está condenado a hacer más por enturbiar su alma y su mente que por clarificarla. Puede suceder que sea más fácil pero sus consecuencias son funestas. Sólo cuando dejemos de transmitir de padres a hijos los sombríos y enrevesados conocimientos y las falsas creencias religiosas, o incluso tribales, y cuando nos percatemos de una vez por todas de que los que vienen después de nosotros serán mejores si no les colgamos a su cuello nuestras insuficiencias y confusiones, comenzaremos a hacer algo por desterrar el miedo de los hombres que nos sucederán en la tierra y convertirlos de tal manera en mejores seres humanos. 

 

Soy el hijo de un muerto, al igual que Sartre, al igual que otros, al igual que tantos. Cada cual con sus privativas y peculiares consecuencias, pero yo también con las mías, las muy mías. Y las mías consisten en que a los doce años, cuando apenas lo había visto a mi padre, cuando apenas le había tocado, cuando apenas había registrado el aroma de su piel humana, cuando apenas lo había percibido y comenzado a querer y a admirar, y cuando apenas yo lograba captar al mundo y confirmar que la existencia es una realidad que se concreta a través de nuestros actos, y que ciertamente se puede concretar, me enteré horrorizado de que él se había ido, muerto asesinado por la violencia política colombiana de los años cincuentas. A Joaquín Uribe Angel lo mató la barbarie cuando hacía uno de sus acostumbrados recorridos sobre su caballo en medio de un tupido cafetal. Fue muerto varias veces, primero a bala y luego a machete, hasta que sólo la persistencia de los asesinos se vino a ver colmada y calmada con la saciedad que aquellos ríos de sangre les proporcionaba. Quedé, por lo tanto, huérfano no sólo de protección y afectos sino de símbolos a los cuales apelar. Caí en el fondo de una soledad sin remedio, tan extraña e injusta para la fragilidad de un niño y comencé a sentirme desde aquel instante un sin igual, un intruso, un extraño, un único a partir del cual y por sus propios medios, todo empezaría. He ahí en gran parte el origen de mi confesa y renombrada pasión sartriana y de mi dedicación absoluta a la vida y obra de Jean-Paul Sartre, el sustituto platónico del padre perdido, el símbolo ideal y sublime de la paternidad extraviada. Me iniciaba como bastardo...

 

De mi madre sólo sé que me obliga a comprenderla un poco el hecho de que habiendo tenido doce hijos y creo que tres más, pero muertos recién nacidos o muy pequeños, no era precisamente espléndido el tiempo que le quedaba para mí. No supe del frescor ruborizante de uno de sus besos, ni conocí de sus caricias vivificantes y alentadoras. Ni siquiera de sus aprobaciones. Sólo de sus reproches. Por ello recuerdo bien, y casi que a toda hora, su respuesta a una queja mía por falta de dinero. Me dijo tajante, convencida y sin titubeos: A usted, mijo, quién lo mandó a meterse de poeta, ¿ah? Pero todas estas crispadas convulsiones de la memoria realmente no me aclaran o explican demasiado, ni mucho menos justifican nada. Por eso ahora creo sospechar la razón por la cual, para estos casos, ciertos consejeros, magos de sicologías ya agotadas, se empeñan en ofrecer sus viejas fórmulas marchitas. ¡Es que es tan fácil explicar el llanto que se vierte sobre la leche derramada! 

 

Me considero, pues, un hijo legítimo de la soledad y el desamparo. Un heredero integral de todos los desarraigados que han sido en este mundo. Y, desde luego, una criatura abandonada que por fortuna estuvo protegida hasta la edad adulta por algunos recursos económicos que le hacían un tanto más llevadera su situación. Y es precisamente a mi padre a quien le debo también esa protección póstuma. En fin, creo que esta historia no pasa de ser un asunto que eventualmente podría mejorar los ingresos de un sicoanalista, pero que a mí, particularmente, en nada me beneficia. Pongámosle fin entonces, de una vez por todas, a este lacerante recuento, a esta imperdonable historia.

 

Estudié mis primeras letras en la casa de un señor de Armenia, don Bernardo Gutiérrez, quien recogió a finales de los años cuarenta a un pequeño grupo de burguesitos locales con la idea inicial de ocuparse en algo y de paso atender el gravoso sostenimiento de su hogar. Y, sin embargo, casi cincuenta años después, y tras haber visto lo que en esta vida he visto en materia de educación, pienso que nada más relevante pudo haberme ocurrido para mi posterior formación cultural. He reflexionado mucho desde hace unos años para acá sobre la posibilidad de que haya sido don Bernardo Gutiérrez, aquel señor austero, de alto porte y gruesa contextura, bondadoso y paciente, quien de la mano y con cariño, a mis cinco años de edad, me introdujo en el mundo de las palabras y quien me inició en su amor por ellas. Porque fue desde entonces que las palabras comenzaron a embriagarme y a crearme la idea de que nada distinto a ellas podría salvarme en esta vida. O que si no me salvaban, al menos se constituían en un confortable soporte para mi soledad. Luego, terminé primaria en un colegio de hermanos maristas, quienes sin haberme logrado corromper con su devota y secular vocación por las malas mañas, por lo menos me dieron, lo que les agradezco, los fundamentos necesarios para desconfiar con razón, el resto de mi vida, de algunos de aquellos que llevando sotana, o a nombre de ella, enseñan por el mundo inapelables e infalibles principios morales. Más tarde, en Ibagué, la capital del departamento del Tolima, la ciudad musical de Colombia, a donde mi padre nos había trasladado en busca de un mejor clima para su salud, hice mis años de bachillerato en el colegio de San Simón, una institución educativa fundada en el siglo XX por el ingratamente recordado hombre de las leyes, general Francisco de Paula Santander. En aquel momento ya había comenzado mi afiebrada lucha por vencer el desaliento y los temores, por derrotar los horrores de mi desprotección y de mi aislamiento desde las trincheras de la cultura, que me ofrecía inesperadas y variadas posibilidades. Comencé a vivir con ardor una transición entre el oscurantismo cultural inexplicable de mi hogar y un mundo intelectual rico en contingencias y sueños. Me interesé desde entonces y para toda la vida, sabrá Dios por qué razón, abandonándome a ellas, específicamente por las letras, la filosofía, la música y la pintura. A la poesía la he conservado como amante, no como guía. Al cine, el arte total, vine a descubrirlo y a abrazarlo, muchos años después, pero me ha dejado el sinsabor constante de hacerme sentir un director frustrado. A la política la tengo como una ciencia práctica, imprescindible para el hombre. Y gracias a mi indisciplina, a mi rebeldía -no hay que olvidar que me sentía un huérfano incomprendido-, al trueque fervoroso que hice de todas las materias por una sola, la literatura, y a la tozuda incomprensión de las directivas del claustro, terminé siendo estigmatizado como poeta, intelectual, raro y extraño incorregible y, consecuentemente, no merecedor a la distinción de ostentar el título de bachiller de tan prestigioso colegio cuando apenas me faltaban pocos meses para alcanzar aquella codiciada presea. Incluso me ocurrió allí, cuando cursaba quinto año de bachillerato, que mi profesor de filosofía, un desagradable y descuidado cura de sotana negra y reputación no desmentida de homosexual, cuya única charretera moral era la caspa y quien, por añadidura, despedía de su cuerpo un insoportable olor a húmeda crin de caballo gangrenado, por pillarme leyendo el periódico El Tiempo en plena clase, determinara inquisitoriamente que debía abandonar de inmediato el salón y soportar por el resto del año lectivo un redondo cero en su materia. Volvieron, pues, a jugar en mi destino, los pastores de rebaños. Y no pude menos aquel día que retirarme avergonzado de la clase, entre la burla de mis compañeros, y prometer para mis adentros que transformaría aquel atropello en un motivo de gratitud. Algunos años después me iría a París, a la Sorbona, a estudiar Filosofía. Para poderme surtir del mencionado cartón de bachiller, años más tarde, luego de numerosas intrigas, debí valerme de la intervención amorosa de una dama que por entonces regía los destinos de un colegio femenino en Bogotá.

 

Hacia 1962-63 tuve acceso a la obra de Jean Paul Sartre. Lo conocía vagamente del colegio pero fue por esta época en que vine a dejarme seducir por él. Era Sartre, junto con Fernando González, el inolvidable filósofo antioqueño de Otraparte, el escritor modelo de los nadaístas, un movimiento literario en boga que se aprovechó, entre otros aspectos, de su vida y de su obra para justificar, desde una proclama seudorevolucionaria, hasta un poema nauseabundo o una pinta extravagante, pasando por las más tenaces borracheras de licor y marihuana y por los más estrambóticos escándalos sociales. Pero me propuse no preocuparme tanto de su influencia existencialista en el vestir, por ejemplo, como de los recursos que me ofrecía para mejor comprender mi dura condición humana de expósito deshabitado. Logré aliviar un tanto, desde La náusea o El Muro, e incluso desde Los caminos de la libertad, la angustia existencial que me invadía, porque hacía mías las desgracias, las zozobras, los sueños, las luchas, los combates y las explicaciones que él les instrumentaba a sus personajes para que no se siguieran mintiendo a sí mismos.   

 

1963 y 1964 fueron quizás los años más importantes de mi vida como quiera que me provocaron bruscos remezones intelectuales, religiosos y sentimentales. Los intelectuales, suscitados por la enorme fuerza argumental de Sartre, de la cual estaba prendado, y de cientos de lecturas y descubrimientos más, que me llevaron a comenzar a escribir en serio y a pensar solícito que la filosofía y la literatura eran mi destino irremediable. Publiqué en Vanguardia Dominical del diario Vanguardia Liberal de Bucaramanga un cuento que creo extrañar más por lo perdido -no he podido recuperarlo desde entonces- que por lo bueno. Fue mi primer cuento impreso. Se trataba de Claro-oscuro hombre carnaval. No retengo su argumento pero lo cierto es que lo añoro. El remezón religioso consistió en la imprudente interrupción que junto a dos amigos hice de una procesión del Viernes Santo en Ibagué, habiendo sufrido como consecuencia de ello, la amenaza de una excomunión por parte del señor Obispo, decenas de injuriosas y humillantes homilías de los curas de la ciudad que se rociaron desde los púlpitos sin cansancio sobre nosotros durante un largo tiempo y la firma constreñida de una carta de arrepentimiento que me mandara Monseñor Jáuregui hasta el lecho de enfermo. Además, una nota periodística burlesca en The New York Time, una noche en la cárcel y varios días en el hospital con la cabeza rota producto de un brutal culatazo con que me obsequiara un policía. Efectivamente, así por las buenas, no me quedaron muchas ganas de continuar la tradición católica de mis antepasados. Y el remezón sentimental, configurado por lo que en medio de todo esto le puede causar -y pasar- a uno, circundado por una pléyade de muchachas en flor que alborotan y revolotean entre la carne y el espíritu de unos sensibles e inquietos veinte años. Todas estas fascinantes y dolorosas experiencias vendrían a quedar plasmadas algunos años después en cuentos como Vitola -¿la procesión inconclusa?- y Pensión cariño.

 

A finales del 64, a los veintiún años de edad, atiborrado de emociones, tomé en Cartagena un barco, el Virginia de Churruca, y me dirigí a Europa tras el rastro del rostro del amor de una amiga, María Mercedes Carranza, hija de un admirable poeta colombiano, quien desde Madrid, España, en donde acababa de instalarse, me hacía carantoñas para que le siguiera el juego de su apremiante pasión adolescente. Viajaba yo con una maleta colmada de ilusiones, pero eso sí, bien parapetado detrás de una única, obsesiva y excitante idea: conocer personalmente a Sartre. Ingresé a la Sorbona en donde adelanté estudios de Filosofía y Letras. Aferrado a los libros, amparado, espoleado y alentado por una bohemia espiritual y docta bien articulada, exaltado por los perfumados amores de las mujeres francesas y de tantas otras latitudes, me hundí durante aquellos años maravillosos en un sueño increíble de vivencias apasionadas y descubrimientos culturales frenéticos. De aquel sueño, es cierto, aún no puedo despertar, no quiero despertar. O si pudiera y quisiera, que Dios no lo permita.

 

¡Y saber que fue otra, esta vez una infeliz y desdichada mujer para el enconado recuerdo sin fin, la que logró arrancarme a tirones parte de aquel sueño! 

 

Fui discípulo de Raymond Aron, Jean Wahl, Roger Garaudy, Maurice Duverger y muchas otras portentosas inteligencias del mundo universitario francés. Entablé diálogos, y en algunos casos amistad, con Pablo Neruda, cordial, humano, enorme; Jean Rostand, genio hasta en su figura; Alejo Carpentier, agudo, acogedor, un tanto paternalista; Nicolás Guillén, un poco engreído pero con su siempre sensitiva espontaneidad musical; Miguel Angel Asturias, la figura bonachona y el consejo preciso de un padre; Rafael Alberti, soberbio en su estampa, en su trato, en su obra y, Mario Vargas Llosa, ese estupendo escritor, esa babosa política que no amerita un comentario sentido, y de quien guardo un manojo de cartas cruzadas que testimonian al endeble diablo ideológico. Atisbé, sin despintarles el ojo por entre las congestionadas calles del barrio Latino, exultante y asombrado por la facilidad de aquellos encuentros, a Robert Kennedy, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Bob Dylan, Ives Montand, de Gaulle, Mirian Makeba y decenas más de políticos, cantantes, estadistas, músicos, filósofos, poetas, escritores, pintores y luminarias del cine universal que me avivaban una emoción tal con su presencia física, ahí, a unos metros o en medio de roces físicos no imaginados, que casi me hacen olvidar la búsqueda de Sartre, el objeto supremo de mis devaneos de entonces y la razón perentoria de mi viaje a París. La avalancha de personalidades mundiales que se me ofrecían fáciles a la vista para que constatara su existencia real y me desprendiera de una vez por todas de la existencia imaginaria que desde los primeros años de colegio les atribuía, no me había permitido detenerme con claridad en el hombre sesentón, bajito, bizco y feo que salía presuroso en busca de un taxi del café Dôme o de su vecino La Coupole, acompañado de Simone de Beauvoir, su amor esencial, de Michelle, la mujer de Boris Vian, de Liliane Siegel, una de sus tantas amigas contingentes, o de Arlette Elkaïm, su hija adoptiva. Pero recuerdo que cuando desperté una tarde de abril de 1965, luego de la visión imposible del hombrecito y su amante -cualquiera, para el caso entonces no importaba-, me dí sin fatiga y sin descanso a la tarea de sobrepasar la barrera de la visión por la del contacto directo. Seguí a Sartre por conferencias, mítines políticos, por los cafés y en las calles, pero muy particularmente en la recepción de su revista Les Temps Modernes en donde logré amistarme con aquella recepcionista, rubia y rolliza, que no me logró liberar nunca de cierta sonriente mirada de compasión. Un día, en una esquina del Boulevard San Michel, frente a un escaparate de libros en saldo acomodados en la acera, lo perdí por unos escasos segundos. El tráfico vehicular era de tal magnitud en aquella hora pico que debí resignarme a observarlo desde el otro lado de la avenida sin poder disimular, creo, una ansiedad tal, que cualquier transeúnte hubiese podido jurar que aquel muchacho portaba en su rostro una evidente marca de locura peligrosa. Más tarde, cuando Sartre me mandó razón con la recepcionista para que fuera a su apartamento por un libro que yo le había enviado para que me firmara, mi inconsciente asustado cambió la fecha y yo terminé cumpliéndole aquella cita pero el día equivocado. Una muchacha del servicio me recibió en su apartamento, y al entregarme Situations VI con una breve dedicatoria manuscrita, estampada en tinta azul y con su inconfundible letra menuda, me dijo: que lástima, el señor Sartre lo estuvo esperando ayer en la tarde para entregárselo personalmente. Y por último, en uno de los varios viajes que hice desde Berlín -en donde más tarde viví por algunos años en calidad de diplomático- para continuar en su búsqueda, me lo encontré a comienzos de 1977 en la terraza del café Dôme con Pierre Victor (Benny Lévy) y a dos mesas de distancia de la mía. Y ahí sí fue Troya. El valor se me acabó y el terror me hizo añicos. Lo dije algunos años después en una entrevista: Pienso que a Sartre siempre lo vi tan colosal que consideraba un atrevimiento sentarme a conversar con él, importunar su grandeza. Porque lo que me produjo la sola idea de acercármele fue pánico, y no me avergüenzo de ello. Como dice Thomas Mann: Son seguramente los dioses los que de tal modo paralizan nuestro valor a la vista del objeto amado. 

 

Siendo 1967 regresé a Bogotá justo a tiempo para enterarme indignado y afligido de la captura y asesinato en Bolivia del Che Guevara. Yo acababa de publicar en la revista Mundo Nuevo, gracias al interés que puso en ello Emir Rodríguez Monegal, otro amigo de aquella época esplendorosa, La visita, mi primer relato en limpio. Y acababa también de obtener, por primera vez, remuneración económica por un escrito. Veinte dólares. Independientemente del bagaje cultural y las lecciones existenciales que había acumulado en París durante aquellos años, una de las cosas que más me aportó Europa fue mi descubrimiento apasionado de que América Latina era un solo país y que nada de lo que se sucediera desde México hasta la Patagonia podría dejar de importarme como colombiano. Hice conciencia latinoamericanista. Comencé a valorar los procesos de cambio de nuestros pueblos y a defenderlos. Y todavía ahora, sigo defendiendo las luchas populares, las causas revolucionarias, admirando a Fidel y amando a Cuba. En apariencia, aquel descubrimiento no tiene importancia, pero sé que los nativos de este lado que han vivido por algún tiempo en Europa, han visto a partir de aquella experiencia de manera distinta a Latinoamérica y comprenden muy bien lo que digo.   

 

Para el año de 1974 fui nombrado primer Secretario de la embajada de Colombia en la República Democrática Alemana y Cónsul en Berlín. Me trasladé a la antigua capital política y militar del mundo llevando a mis dos pequeños hijos, Federico y María Fernanda, hoy el uno, arquitecto de la Universidad de Los Andes, inteligente y exitoso, y disciplinado lector, y la otra, una sicóloga de la Universidad de Cartagena, con tácita vocación de escritora y una manifiesta sensibilidad social. Allí viví hasta 1977 y allí conseguí, sin duda ninguna, cierto grado de madurez política. Porque, ¿cómo no me iba a ser útil, cómo no me iba a servir para una toma de conciencia seria, el escarmiento traumático que sufrí cuando entre mil absurdos y arbitrariedades más, me enteré por ejemplo un día, en tres líneas de la parte baja de una página interior del Neues Deutschland, el más importante periódico de la RDA, que el fascista Martín Heidegger acababa de fallecer? Así de simple, así de sencillo, así de infame se registraba en aquel sistema el fallecimiento de uno de los hombres que, gústenos o no, y a mí particularmente no por su emanación nazista, más le aportó al pensamiento filosófico del siglo XX. ¡Pobre Wagner, pobres tantos otros, pobre humanidad que condena obras portentosas e inmortales a través de cuentas de cobro por lasitudes políticas! Sin embargo, en otros aspectos, cuánta gratitud no guardo a los alemanes que, entre otras cosas, ya me habían proveído desde los días de París, de la filosofía y la música, acaso sin par dentro del contexto de los pueblos del mundo. 

 

Aunque toda una vida he mantenido un recio y quizás terco temperamento político, antes de mi permanencia en Berlín había practicado la política con la susceptibilidad y el consiguiente sectarismo con que se llevan siempre las cosas que sentimos a flor de piel. Quiero decir: llegué Partido y salí con el alma partida. Y es que fue sólo hasta entonces cuando vine a darme cuenta, frente al sistema que observaba, que a la política no se la puede concebir y atender con simples enunciados o propuestas idealistas, o con propaganda y a la fuerza, sino que mientras no se le reconozca y mientras ella no exija que se le reconozca una identidad concreta, una práctica real basada en resultados que modifiquen y mejoren todos los aspectos sociales e individuales del hombre sin menoscabar sus libertades fundamentales, lo que entendemos por política no es más que un conjunto de emociones y sueños sesgados. Pero fue en Berlín en donde, pese a mi inmersión total en el análisis de la filosofía y la praxis política, escribí mi primer libro de literatura -ya antes en París había depositado cuidadosamente en las profundidades del Sena los fracasos narrativos precedentes-, un libro de relatos que denominé Vitola y que trabajé de a ratos entre mi apartamento y un sofisticado café de la famosa Kurfurstendam, y que también fue en Berlín en donde vine a conocer, leyéndola con deliciosa minucia y sobresaltada pasión, a buena parte de la prodigiosa literatura rusa.

 

Pero regresemos al origen de mi vocación por las letras. Mi interés por escribir se dio más o menos a los trece años. En 1956, un año después de la muerte de mi padre, no pudiendo emocional y mentalmente responder a mis compromisos académicos con el colegio, me vi abocado a hacer algo con mi tiempo libre, que lo era todo, y resolví inventarme un periódico que armaba con recortes de prensa y con una que otra frase mía para torcerle el cuello a la noticia que no compartía. La foto del Papa, recortada con meticulosidad con unas tijeras de las que debía apropiarme a hurtadillas por aquello de cuidado se corta, era pegada en el centro de una hoja en blanco y sometida al titular que me pareciera, salvo que el del periódico cumpliera con mis requerimientos. Mantuve aquello oculto por alguna idiota razón de vergüenza familiar, como si fuera un delito ante los ojos de mi madre o una afectada expresión de mi personalidad ante la hombría de mis hermanos mayores, y salvo una vez que lo mencioné tangencialmente a un tío y a una amiga, nunca lo había confesado. Para entonces, frente a mi familia, yo veía que aquello más que un pecado era una deshonra. Sólo ahora, casi cuarenta años después, reclamo dicha arrojo como una hazaña, como una intrepidez meritoria y definitiva en mi formación y constato con amargura una cierta lucidez en mí frente al concepto que me habían inculcado, a la brava, sobre la idea de Familia. Cuánta razón tiene Althusser en su autobiografía El porvenir es largo cuando no se sacia combatiendo las inventadas maquiavélicas bondades de la institución familiar y de su círculo infernal, llegando a afirmar: ... del terrible, horroroso y más espantoso de todos los aparatos ideológicos del Estado que es, en una nación donde naturalmente el Estado existe, la familia... Y, luego, rematando con justa ira:  ...¿Hay que añadir ahora que además de las tres grandes heridas narcisistas de la Humanidad ( la de Galileo, la de Darwin y la del inconsciente ) existe una cuarta aún más hiriente, porque su revelación es absolutamente inaceptable para cualquiera de nosotros (puesto que la familia es desde siempre el lugar mismo de lo sagrado, y, por tanto, del poder y de la religión) y porque la realidad irrefutable de la Familia aparece sin duda como el más poderoso de los aparatos ideológicos del Estado ?      

 

Hacia 1961-62 incursioné como columnista del diario ibaguereño, El Cronista. Allí y en Ariel, la revista del colegio San Simón, de la cual fui su director, publiqué mis primeros artículos. Alcanzo a hacer memoria de los dos iniciales. Se trataba, el de El Cronista, de una pomposa crítica que le hacía al grupo teatral La Carreta, quien venía de montar en el teatro Tolima, bajo la dirección de mi amigo de juventud Jorge Alí Triana, con el título de Los fusiles de la señora Carrar, la famosa obra de Bertolt Brecht. Aquel día de su aparición amanecí, untado de tinta hasta el pelo, en los talleres del periódico junto a los linotipistas y demás empleados noctámbulos, supervisando el más mínimo detalle de su armada. Todavía siento el corrientazo de la emoción de aquella histórica madrugada. El segundo, no me cabe la menor duda, fue el muy mayúsculo y candoroso y arrogante La Música como estímulo del espíritu que apareció, con toda clase de ostentación y después de reincididas ceremonias etílicas, en Ariel, a finales de 1962. Y, desde luego, ahí y con aquello, comenzó todo.

 

Nada ni nadie ha podido calmar esta fiebre. Seguí poco a poco publicando artículos en diversas revistas y periódicos del país, y a estas alturas creo haber publicado ya en casi todos los medios escritos nacionales. Pero no contento con ello, en marzo de 1970 fundé también el mío propio, que en la primera época se llamó Esquina liberal y más tarde, hasta el año de 1990, Esquina Popular, amén de una que otra revista que si no había fundado, al menos llegué a dirigir. Pero claro, como cualquier periodista que se respete, habría que concretar en libros tantas ganas de escribir. ¡Y, Dios santo, la emoción del primer libro!  Debería concretarlo a como diera lugar, sin más demora, sin permitirle a la pereza y a la inseguridad que se siguieran enseñoreando como atenuantes inútiles en el pecho de esta lumbrera nonata. Para ello, de inmediato hice uso casi que indebido del pensamiento político de un amigo de infancia, a la sazón uno de los líderes más promisorios e inteligentes del partido liberal, algunos años después candidato a la presidencia de Colombia, y para justificar mi autoría, luego de atestarlo con sus artículos, sus discursos y sus tesis, me inventé un reportaje con él que alargué lo que más pude para amortiguar mi vergüenza. Así salió, en 1974, bajo la impronta editorial de Esquina Liberal, El ideario de una vocación política. 

 

En 1980, impreso por Carlos Valencia editores, salió el ya mencionado libro de cuentos Vitola, que contiene los siguientes relatos: El absurdo mundo de Segismundo, La pesadilla, Sietemesino y Vitola, narración extensa ésta que en su momento fue considerada por la crítica como novela corta y que se encuentra dividida en cuatro partes. El libro viene precedido de un prólogo escrito por Germán Santamaría titulado Ya ni muertos hay en la literatura colombiana. Este introito provocó por aquella época, luego de que fuera reproducido en su integridad y con gran despliegue en el suplemento dominical del diario El Tiempo, uno de los debates más encendidos que se haya visto sobre la literatura contemporánea colombiana. Enfrentó, y se recuerda bien, por primera y quizás única y última vez, al crítico Isaías Peña Gutiérrez con el cronista y escritor Santamaría. El incidente, es cierto, favoreció la divulgación del libro pero a mí personalmente sí que me benefició: me puso a madrugar y le exigió a mi estado atlético un mayor esfuerzo, mejorando con ello la salud de mis pulmones repletos de nicotina, tras el siguiente consejo que me diera Isaías Peña en su libro La narrativa del Frente Nacional: Claro que todo el libro podría fundirse en una novela y Germán Uribe, si no pierde su ímpetu, si entrena todos los días, si sale a trotar todas las mañanas, podría darnos un día de estos una novela como estos cuentos que se pasean entre la furia y la tristeza, la mayor herencia que podamos dejar nosotros los nacidos en la década del cuarenta.

 

Dos años más tarde, en 1982 -cabe anotar que todos mis libros han visto la luz desde 1974 hasta hoy, cuando el albur y el capricho confabulados han querido romper esa regla, en años pares -doy comienzo a un proyecto que consiste een recoger bajo el título de Literatura y Política todos mis escritos sueltos, unos publicados en revistas o periódicos y otros inéditos y sobre temas diversos, circunstanciales la mayoría, y las críticas a mi obra más las entrevistas que con motivo de ellas me han hecho. Así es como bajo el sello editorial de mi propia empresa, Ediciones Esquina 2000, aparece en el 82 Literatura y Política I, con un abrumador prólogo del poeta y narrador José Luis Díaz Granados y la revelación de mi correspondencia personal, hasta entonces inédita, con Mario Vargas Llosa. Contiene, además, la reproducción de mis columnas en diversos diarios [La Patria, El Espacio, La República, etc] denominadas Esquina de Túpac, Esquina Crítica y Esquina Liberal; un reportaje sobre la crisis social y política en Latinoamérica que le hiciera a Vargas Llosa a mediados de los años sesenta, y artículos sobre Elsa Triolet, Francois Mauriac, la guerra de Argelia, Debray y, naturalmente Sartre.

 

En 1983 La Fundación para la Cultura Testimonio, con sede en Pasto, publica el libro El luto del vecindario y otros relatos que recoge los once cuentos finalistas de su concurso correspondiente al año anterior. Allí aparece mi cuento Los secretos retozos de Fedra, la niña-vieja como consecuencia del fallo del jurado del II Concurso Nacional de Cuento, compuesto por Jaime Mejía Duque, Otto Ricardo y William Ospina.

 

Es en abril de 1985 cuando se me registra por primera vez en una antología del cuento Colombiano. Aquel año, la editorial Plaza & Janes pone a circular, bajo la responsabilidad del acreditado crítico y antologista Eduardo Pachón Padilla, el tercer tomo de su obra que en esta oportunidad titula El cuento colombiano Contemporáneo -Generación 1970 y en el cual se le daa cabida en su totalidad a mi explayado relato Vitola.

 

En 1986, unos amigos, los hermanos Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo, ambos escritores, me publicaron en su empresa Pijao editores, con las mejores intenciones del mundo, un cuento largo al que pusieron a circular, en 57 páginas, como una novela breve. Se trataba de El ajusticiamiento. Cuando lo tuve impreso entre mis manos sentí que el destino me acababa de hacer una insólita mala jugada. Constaté, entre divertido e inquieto, como era más cruel, evidente y real el ajusticiamiento al que literalmente habían sometido a mi pobre texto embadurnándolo de errores y contrasentidos tipográficos, omitiendo incluso la dedicatoria que de él le hacía a mi padre, que el mismo ajusticiamiento al que literariamente yo había sentenciado a mi protagonista. Me pareció, debo confesarlo, más cierta y cruda la muerte que le habían prodigado a mi libro que la que yo le destiné a mi personaje. Desde aquel día me hice el propósito de resarcirme y resarcirlos a todos: a los queridos pero inadvertidos editores, a las distraídas mecanógrafas, a los despistados linotipistas y encuadernadores, a los dichosamente escasos lectores de aquella infausta edición y, por sobre todo, a mi rigurosamente fusilado protagonista. Y para poder hacerlo satisfactoriamente, me vi obligado a escribir otra novela que, para serle fiel a la tristemente condenada, no abandonara el espíritu de su historia. Es así como la novela que acabo de terminar en este mes de julio del 94, ocho años después, y cuyo título no he podido decidir entre Cuestabajo o Carne de Cañón, es la verdadera novela del malhadado protagonista de El ajusticiamiento. Pero, en fin, éste era mi cuarto libro y mi primera novela. Pese a los contratiempos y al disgusto que me causaron aquellas pequeñas desgracias, tenía que hacerle un nuevo guiño a la suerte y seguir adelante.

 

Fue tal vez el producto de mi afán por expulsar, expresando lo más rápida y brevemente posible el acumulado intrigante de mi formación filosófica y el alborotado pathos de mis debilidades poéticas, lo que me llevó a escribir y publicar en 1988, alentado por varios amigos, pero sobre todo con la tierna y definitiva complicidad de María Clemencia Torres, Detrás del silencio. Es un libro que recoge 280 aforismos, reflexiones o pensamientos sobre temas enunciados en el nombre de cada uno de sus capítulos así: 1] De la soledad, el miedo y el silencio. 2] Sobre el amor y la mujer. 3] Del oficio de vivir. 4] Sobre Dios, la muerte y el destino y, 5] El pensamiento detrás del silencio. Y para este libro quiso la suerte que un amigo, a quien ya le había hecho la trastada de usurparle la autoría de un libro, Ideario de una vocación política, para compensarme por aquella acción, fuese su padrino, su prologuista, su eficaz divulgador y su más entusiasta animador, y por añadidura, el gestor financiero que le permitiera a Esquina 2000 su publicación.      

 

Aquel mismo año de 1988, el más productivo en materia bibliográfica, publiqué dos títulos más. Una nueva novela y el segundo tomo de Literatura y Política. Haré un corto recuento del origen de El semental, esta nueva novela. Estando en Ibagué, en 1984, durante el Festival Nacional del Folclor en la casa de Campo Elías Martínez, un viejo amigo que ofició toda una vida de anfitrión y mecenas de la más auténtica bohemia de sabor provinciano, escuché por en medio de una estridente banda de músicos, de labios de uno de los contertulios de mesa, la historia menuda de un viejo ancestral de la región, cabeza de una prestante familia. Mi vecino ocasional puso tal pasión y tal imaginación en su historia, que terminó por absorber mi atención concentrándola exclusivamente en ella y haciéndome olvidar de la fiesta. Aquella historia, mitad verdad, mitad ficción, pero en todo caso de ascendencia cierta y para colmo creíble dado el conocimiento que yo tenía del mítico personaje al que se refería, me dejó embelesado. Y, además, me la habían contado en el momento preciso. Yo sufría por aquellos días, desde las entrañas de una intensa bohemia, de una terrible depresión causada por el remordimiento que me producía el hecho de no haber tenido ni el valor, ni la imaginación, ni la disciplina para retomar mi trabajo de escritor. Detrás estaban el Ideario, Vitola y el primer volumen de Literatura y Política. Poca cosa, en verdad. Así que esa misma noche me devolví para Bogotá, atizado, con el corazón lleno de propósitos y la cabeza a reventar de ideas, y al otro día, enseguida de sobreponerme a la insoportable resaca, hice lo que venía haciendo cuando trabajaba: abastecerme de abundante café y cigarrillos sobre el escritorio, de una o dos resmas de papel muy cerca de la máquina de escribir -nunca he comprendido por qué me aprovisiono de tanto papel si tan poco he requerido -, desconectar el teléfono y colocar por millonésima vez los conciertos de Vivaldi hasta agotar las existencias de una de las más completas colecciones del fenomenal veneciano que sin modestia alguna yo conozca. Comencé a escribir entonces con furor y a destajo durante varios meses. No importaba la hora. Bien podían ser las once de la mañana, las cinco de la tarde o las dos de la madrugada. Había que ganarle al tiempo sus afanes, a la voluntad sus flaquezas, a la imaginación sus veleidades. Sentía la fiebre de la creación y en muchas oportunidades me olvidaba de comer o me sentía seriamente irritado por el hecho de tener que hacerlo perdiendo con ello el tiempo. En el baño disponía de todo lo necesario para no distraerme del trabajo. Sobre la tapa del tanque del inodoro arrumaba libros, diccionarios y papel, y acomodaba cuidadosamente en el espacio sobrante el café, los cigarrillos y el lápiz. Y desde allí seguía produciendo en forma delirante mientras combatía la tiranía de las horas. Como resultado de aquello me vi, hacia finales de 1986, dos años y medio después, casi que encartado con más de un millar de páginas. Y releyendo y corrigiendo llegué a la conclusión de que en aquella novela larga se habían instalado cómodamente dos novelas muy precisas ambas y de buen tamaño y cuerpo las dos. Y fue cuando a comienzos de 1987 me propuse efectuar la operación correspondiente ayudando a la madre, como cualquier parturienta, a dar a luz sus mellizos.  Y ocurrió el milagro. Tenía que ocurrir después de aquel frenesí. Nacieron el par de hijas: El semental y Bruna de otoño.  

 

Pero había que buscarles editor, quizás la más fatigante, deshonrosa, degradante e injusta de las tareas del escritor, si se le agrega a éste la trágica desventura de no haber producido anteriormente un libro de precisas connotaciones comerciales. No obstante, en esta ocasión corrí con la suerte de que la Editorial Oveja Negra, la misma que hasta hace poco tenía los derechos exclusivos para América Latina de Gabriel García Márquez, se interesara en El semental. A Bruna de otoño la tenía por esos días en riguroso y dispendioso tratamiento de adobos

 

Por suerte, la crítica se prodigó con El semental. Fueron muchos y muy favorables los comentarios sobre esta obra a la que yo consideraba como mi primera novela en serio, luego del fracaso de impresión de El ajusticiamiento. De entre los comentarios más destacados cabe señalar el muy amplio que le hiciera en El Nacional de Caracas, con una caricatura mía ilustrándolo, el importante crítico venezolano Alexis Márquez. Refiriéndose a ella dice que...está situada en la línea de lo real maravilloso... es de por sí atractiva y puede verse en ella el desenfado con que Uribe maneja el lenguaje y la habilidad en convertirlo en escalpelo para la disección despiadada y certera...

 

Y el tercer libro publicado en el 88, Literatura y Política II, vino a cerrar un ciclo que si no se cierra no sé a dónde me hubiera llevado. Esta vez también me vi determinado a hacer uso de Ediciones Esquina 2000 y aprovechándome de ello, ordené que se le estampara sobre una portada roja la estremecida y encantadora caricatura de Sartre que Levine hizo circular por todo el mundo. Le entregué los manuscritos al poeta Luis Vidales y esperé por su respuesta. Un día cualquiera me llamó para que fuera a su casa por ellos y me entregó al tiempo un texto suyo que tituló Boleta de entrada y que me ofreció como prólogo al libro. Ahí está, me dijo, ponga a circular de nuevo sus vainas. Para dar una idea del contenido de Literatura y Política II, voy a señalar algunos aspectos tratados en él y a referir su estructura. Se divide en tres partes. La primera, que se refiere a la literatura, aborda casi en su totalidad a Sartre e incluye un extenso y resonante artículo que publiqué en Lecturas Dominicales del diario El Tiempo el 2 de noviembre de 1986 bajo el título de Los últimos días de Sartre: El infierno son los otros. La segunda parte tiene que ver con la política. Abarca una serie de escritos cortos con los cuales intento participar en el debate de las ideas en boga por esos días. Y la tercera, denominada Entrevistas y comentarios, trae textos y reportajes sobre mi obra de entre otros: Jaime Mejía Duque, Eduardo Pachón Padilla, Isaías Peña Gutiérrez, Gonzalo Guillén, Fernando Linero, Jorge Eliécer Pardo, José Luís Díaz Granados y Germán Santamaría. Por último y como anécdota, debo contar que en su prólogo, el poeta Vidales, orgulloso militante comunista hasta el día de su muerte y Premio Lenin de la Paz, desde el fondo de su estricta naturaleza octogenaria y de su afecto hacia mí, se tuerce de la rabia por mi sartrismo a ultranza llegando a señalarme en el remate de su escrito como ... el sartrólogo número uno de la Colombia elitista, cosa que crispó a algunos de mis amigos pero que a mí me permitió medir el sacrificio al que hay que llegar cuando uno encuentra su verdad y sin pena ni enmienda está dispuesto a defenderla.

 

Como consecuencia del éxito de crítica, pero muy especialmente por la cantidad sin precedentes de comentarios de prensa que obtuvo El semental, que incluso hizo afirmar al entonces gerente de la Oveja Negra que sólo Gabo, de su amplia lista de autores, había podido obtener algo semejante, la editorial resolvió publicar Bruna de otoño en 1990.

 

El último de mis libros publicado hasta el momento se titula Con tu perfume de mujer, aparecido en 1992, también con el sello de Ediciones Esquina 2000. Este libro contiene nueve cuentos escritos en París, Bogotá y Berlín en diversas fechas, así: 1] Tras el rastro del rostro de Oma Full (1983) 2] Pensión cariño (1983) 3] Los secretos retozos de Fedra, la niña-vieja (1981) 4] Sueño de una noche de silencio (1984)  5] Isolda despierta maravillada (1983) 6] La visita (1966) 7] El absurdo mundo de Segismundo (1975) 8] La pesadilla (1975) y 9] El trueno que descolgó a la ardilla (1982).

 

Ya para terminar, quiero indicar que he tenido como norma inquebrantable no caer nunca en la tentación de explicar mis libros y por eso espero que lleguen hasta el final de mis días y después de éstos, aceptados o rechazados, pero eso sí, con explícitas condiciones de criterio libre de quienes tengan la oportunidad de leerlos. La sola solicitud, la mera sugerencia grotesca de que los explique, la tomo como una provocación y me produce roncha. Me daría pena y me parece irrespetuoso señalarle al lector lo que he querido decir e indicarle lo que él está en la supuesta obligación de percibir. Por ello a este tema, antes de que dé  comienzo, antes de que lo acaricien aunque sea imaginariamente, ya le he puesto punto final. ¡No va más! Asimismo, sólo soy un escritor, no un literato. Tampoco soy un académico. Ahí les propongo esas cosas, a ver... Pero no me meto más con los lectores. Allá ellos. Suya es su responsabilidad que míos ya son suficientes el esfuerzo, los deseos, las dudas y los miedos. Y como no creo que lo que haya escrito salve a nadie, y menos aún, me salve a mí, me parece innecesario hacerme matar o que se hagan matar por una dilucidación, por una interpretación, por una conjetura. Mi estilo es ese, es éste, y lo empuño y lo apetezco y lo protejo así. A los críticos, a los lectores, muchas gracias por ocuparse de mí. Pero, en todo caso, ellos allá, porque lo que soy yo, sigo aquí, así.

 

En fin...

 

En los años 93, 94 y 95 trabajé en varias obras ayudado grata, casi que sensualmente por el computador, al que vine a tener acceso en enero de 1993, gracias al constructivo y desprendido amor de Margarita Obregón, mi mujer, y al desvelado interés suyo por mi trabajo. Ha sido tal el impacto que me produjo este aparato, que no vacilo en señalar, determinar o establecer mi vida entre la que fue antes y la que es hoy, después del computador. Vivo entre los varios miles de libros que componen mi biblioteca y que ya se tomaron por asalto mi propia alcoba, y estoy a toda hora rodeado por una colección de pinturas originales -ya casi cercanas al centenar- que he venido reuniendo con el paso de los años y que, pese a la rapacidad y a la depredación de la misma mujer que estrangulara mis sueños de París, pesadilla infinita digna del más inflexible desprecio y por fortuna ya sólo el recuerdo remoto de una antigua mala compañía, ha logrado mantenerse importante en volumen y calidad. Los libros, pues, y estas pinturas, son mi único capital reconocido y mi mayor orgullo. Y escribo indistintamente, pero siempre en pijama como para hacer rabiar, ulcerándolos, a los normales y civilizados, o bien en mi escritorio que está a menos de un metro de mi cama, o bien dentro de la misma cama y arropado hasta la barbilla, sólo liberando de la tibieza de las mantas este par de manos mías. Soy un tímido irredento. Le huyo a las grabadoras, a la disposición para los retratos y fotografías, y una eventual entrevista por radio o televisión me mandaría al hoyo del desasosiego causándome eventualmente al tiempo una seria taquicardia. Cómo no agradecerle a García Márquez su explicación y su defensa frente a este fenómeno cuando me ofrece en bandeja de plata esta excusa: Me he negado siempre a hacer vida de escritor. Nunca he dictado una conferencia, nunca he firmado ejemplares en librerías, me niego a cualquier clase de presentación pública, y más si es en radio o televisión. Probablemente yo no sea un hombre de este tiempo, porque la verdad es que esos actos de exhibición me parecen inmorales.

 

Mi única recreación de ahora la constituyen los viajes a Alekos, una pequeña finca que poseo en la Sabana de Bogotá en donde disfruto del verde paisaje de sus colinas circundantes, de las flores, los frutales, el aire puro, los pájaros, y de un perro Pastor Alemán sin pedigree, pero con apellido, al que llamo Goyo San Román. Y, por supuesto, también de las vacas, de Anaïs, de Pitán, de Simona, de Vitola, de Margareta...      

 

En razón de la tiranía de un mocosuelo vecino cuyo deporte favorito, auspiciado con largueza por su madre divorciada, no es otro que el de lanzar una pelota contra la pared de mi cuarto durante todo el día, desde hace unos dos años para acá vengo escribiendo entre las tres y media de la mañana y la hora matutina -nueve, diez, no importa- en que el pequeño sicario de la paz y el silencio lo permita. A estas alturas de mi vida ya no escribo acompañado por la música. Será el deterioro de la capacidad de concentración, no sé. O la selectividad caprichosa de los años. Pero hasta el último de mis libros publicado, Con tu perfume de mujer, todas las cuartillas que he llenado en mi vida han estado arrulladas por la música de Vivaldi. Siempre he corregido sobre el papel y a mano. Y lo hago una y mil veces, compulsivamente. Soy un perfeccionista enfermizo, a veces molesto y peligroso. La única manera de evitar las correcciones, de acabar, es teniendo ya en mis manos el texto impreso, al que por cierto le tengo pavor. No leo mis artículos y confieso que no tengo el valor suficiente para leer un libro mío. Después de publicado lo abandono a su suerte no sin dejar de sentirme un tanto desleal con él. Allá esa cosa que ya no me pertenece, le reprocho. Ya sólo concierne, incumbe a los otros, a los lobos, a las ovejas. Que se defienda solo. Pero, ¿leer un libro mío? ¡Jamás! El resto de mi tiempo lo dedico, en concreto y en resumen, al cine y la televisión, a la lectura y a la música, todo ello sin dejarme presionar nunca por el acoso de los requerimientos callejeros o los compromisos sociales. Mi bohemia de ahora está circunscrita a los fines de semana, pero avisada de que tampoco debe salir de mi hábitat, despojarme de él. En Alekos la atiendo, ad libitum, debidamente acompañado de mi mujer y de algunos amigos cercanos. Por estos días le doy los últimos toques a dos novelas que, sin embargo, ya están terminadas. Pero me ocurre lo de siempre. Necesito que se impriman, que estén circulando para convencerme de que ya no hay nada qué hacer, que están condenadas al antojo del azar y que, liberándome de su responsabilidad, son ellas la que tienen que entrar a velar por mí. La primera, a la que ya hice referencia con la duda de su título es Cuestabajo o Carne de Cañón, y la otra es, El último trance de los desertores. Son, como Bruna de Otoño y El semental, hermanas gemelas, aunque los expertos se obstinen en llamarlas sagas. También he terminado, si de terminar puede hablar un escritor alguna vez, un libro de escolios, o aforismos, o máximas, o sentencias que titulo Reflexiones existenciales, semejante a Detrás del silencio, con 653 pensamientos filosóficos alusivos al amor, la vida, el hombre, el tiempo, la muerte y las circunstancias. De igual manera trabajo otros tres libros, pero éstos con menor dedicación, a ratos: Diario, una especie de recuento cronológico de la trascendencia mínima de mis grandes intrascendentes vivencias; Esta rosa fue testigo, o Todos los cuentos con que cuento, un nuevo libro de relatos, por dificultoso, muy abandonado el pobre, aunque el hecho de reunir todos los cuentos que he escrito hasta la presente y uno que otro inédito, no debería acarrearme ninguna fatiga que sólo le achaco al pavor que le tengo al género cuento, y Literatura y Política 3.   

 

Eso es todo. En verdad, repito, no es mucho.

 

En cuanto a las preocupaciones sociales o políticas en su sentido tradicional, por las que todo el mundo se pregunta y se cuestiona, debo confesar con toda honestidad que hace mucho rato dejaron de ser para mí eso, preocupaciones. Hoy, todas ellas se constituyen en una vergüenza desafiante que no me deja vivir en paz y que me hace dormir de pie. Espero poder aclarar esto diciendo, no sin antes advertir lo que ello puede causarme en descrédito, al menos transitoriamente y sólo por estos tiempos, que no vislumbro para el mundo un futuro social libre, progresista y justo sin marxismo, ni un feliz desarrollo individual del ser humano sin abundantes elementos anarquistas y sartrianos. Pero, ante todo, confío en haber podido ser más explícito acerca de lo que he dicho, de lo que siento, pienso y sueño, en el contenido minucioso de mi obra.

 

Bogotá, 1995

 

 

Inicio

Index

1