Compañía de Jesús - Colombia, S.A.


Centro Ignaciano de Reflexión y Ejercicios - CIRE

Después de pasar quince días en San Pablo, sur de Bolívar, escribí este cuento que recoge algunas de las experiencias que viví estando en esta parroquia tan complicada de nuestro país y teniendo como telón de fondo la memoria de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador (El Salvador), pastor y mártir de América Latina.

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LA TRANSFIGURACIÓN DE UN SUEÑO

Me extrañaba que conservara en su habitación, junto a las fotos de su familia y de sonrientes niños del pueblo, una rosa roja, marchita y seca, pegada a la figura desteñida de un obispo. Nunca me había preguntado por la historia que habría detrás de este raro símbolo que compartía ese espacio de alegrías y amistades que era su corcho.

Esa mañana, en la que Segismundo se marchó de nuestro lado para siempre, se explicó no sólo este misterio, sino el misterio de su vida y de su muerte. Como un relámpago en medio de una noche cerrada, se transfiguraron las sombras en imágenes claras y distintas. Se reveló para mi la verdad última de su vida y la pasión última de su muerte. Por eso, aunque sé que estás muy lejos, quería contarte lo que mis ojos vieron, lo que mis oídos oyeron y lo que mi corazón sintió en aquel momento.

Hacía varios meses estaba un poco inquieto. Su trabajo habitual en medio de la gente sencilla de esta parroquia le tenía muy preocupado. Siempre había vivido un poco mal las tensiones naturales que traían sus labores. Señal clara de ello era esa úlcera que lo atormentaba en el silencio de las noches cálidas y espesas de este pequeño pueblo. Muchas veces me despertaban sus vómitos sangrantes de media noche. Trataba de no hacer ruido, pero sus arcadas dolorosas y la inconfundible queja sorda que emitían sus entrañas, aparecían como viejos y conocidos personajes en medio de mis habituales pesadillas.

Al día siguiente, su rostro, ya de por sí descolorido por este clima hirsuto y macilento, se teñía de un tono grisáceo, más parecido al color de los cadáveres después de cuatro días de estar bajo la tierra. Muy seguramente el muerto de Betania había tenido mejor semblante aquel día en que su amigo, entre lágrimas y sollozos, quiso gritar, desde lo más hondo de sus entrañas, ese bendito: "¡Lázaro, sal fuera!".

No era algo concreto y definido lo que le hacía sufrir. Era el conjunto de una realidad más dura que su alma, que le iba carcomiendo la esperanza desde dentro y lo iba encerrando, cada vez más, en su soledad acompañada de cada día.

Pasaba la mañana delante de ese viejo armatoste que algún día mereció el nombre de máquina de escribir y que seguía funcionando porque la necesidad de la gente supera incluso las leyes de la mecánica. Una tras otra, iban llegando las solicitudes de partidas de bautismo o defunción, lo mismo que las intenciones para la misa vespertina, que cada día tenía una lista más larga de 'almas benditas' que rescatar del segundo y definitivo purgatorio.

Si sólo fuera eso, la cosa sería pan comido; lo complicado era que en el fondo de todas y cada una de las tantas visitas diarias al despacho parroquial, había una historia llena de penas y dolores que él iba ayudando a cargar. Como un cirineo colectivo, Segismundo se iba echando encima, una a una las pesadas cruces desgarradas de su gente, y en el mismo movimiento, iba repartiendo entre los rostros que salían de este sencillo encuentro, una sonrisa amanecida de esperanza.

De vez en cuando le oía cantar el más hermoso de sus versos, al que un trovador popular le había regalado una bella melodía que acompañaba su rima solitaria:

"Yo no tengo más oficio

Que remendar corazones;

Cerrar la sangrienta herida

Que está manando dolor;

Aunque la mía entre tanto,

Mientras curo las ajenas,

Se vaya abriendo a jirones,

Como el botón de la flor...

Se vaya abriendo a jirones,

Como el botón de la flor..."

Era más que su retrato. Era su vida detenida y arrebatada esplendorosamente en una cadencia sin tiempo. Su oficio divino y diario, a horas y deshoras, mientras comía, dormía o trabajaba, era ser una trinchera humana y cálida para resguardar el miedo y la fragilidad de una humanidad "agobiada y doliente"; parecía la encarnación del sueño del salmista que repite incansable:

"Sé tú mí roca de refugio,

el alcázar donde me salve,

porque mi peña y mi alcázar eres tú."

Esta vocación de baluarte y protector, era la respuesta de Dios a un pueblo sumido permanentemente entre los abismos de una conmoción interior. Además de los dolores íntimos y silenciosos de cada uno de los rostros que pasaban por sus ojos diariamente, Segismundo cargaba el sufrimiento secular de una sociedad desarticulada y enferma; una sociedad enfrentada por la guerra irracional que muchas noches se dibuja de bombas y metrallas, o se enciende entre granadas y esplendores, que oscurecen aún más la horrible noche que no acaba de cesar.

Hacía muy poco tiempo habían caído asesinados por la guerrilla, casi en el marco de la plaza, un teniente y dos soldados. Pocos días después enterrábamos, en medio del llanto y los gritos desesperados de una madre herida, a un joven que prestaba su servicio militar en otra zona del país. Había tenido la suerte, según el parecer popular, de morir al pisar una mina quiebrapatas. Otros siete compañeros quedaron para siempre mutilados, con un brillo de odio inextinguible entre sus ojos.

La víspera de la fiesta de la Virgen del Carmen, los soldados que custodiaban las sombras de la noche, asesinaron a Carlos. Había bajado de los sembrados de coca que están más allá de las montañas, para celebrar con una sola borrachera sus diez y seis años y el encuentro definitivo con la muerte.

Esta complicada acumulación de circunstancias lo habían llevado a estar más tiempo del habitual hincado ante el doloroso Cristo que preside nuestra iglesia. No es una talla bonita, ni tiene una proporción medida. Es el Cristo que trajo a cuestas cuando lo enviaron a esta parroquia. Los almanaques ya olvidaron el tiempo transcurrido. Cada uno de sus fieles, siente a Segismundo como nacido en este pueblo, retoño agradecido de una palmera de aceite.

Muy de mañana, el día anterior, a la hora del café negro y amargo que nos rescata por fin de las garras de la noche, llegó llorando a nuestra puerta la esposa de Esteban, el de la escuela. A las dos de la madrugada, habían allanado su casa. Sin mediar palabra, se habían llevado a Esteban a la estación de policía. No era la primera vez que esto pasaba. En muchas ocasiones Segismundo había ido hasta el cuartel pidiendo libertad para algún preso. Sin embargo, la respuesta era la misma: "¡El detenido está incomunicado! No hay orden de soltarlo hasta que responda a los interrogatorios a los que debe ser sometido según la ley".

Era un muchacho bueno. Después de su primera comunión, siguió colaborando en la parroquia. Poco a poco Segismundo lo había visto crecer delante de Dios y de su pueblo. Siempre inquieto, quiso quedarse de maestro, cuando casi todos sus compañeros levantaron el vuelo en busca de mejores horizontes, atraídos por las metrópolis seductoras. Su 'centro' estaba aquí. Al lado del camino. Donde se encuentra el herido campesino que ha sido despojado y maltratado por los siglos de los siglos. Su trabajo era sencillo y ordenado. No le bastaba que los niños aprendieran a sumar y a leer; quería que aprendieran a volar. Comunicaba con su enseñanza algo más que la materia obligada del ministerio. Les encimaba el Espíritu. Un maestro total.

Era valiente al denunciar las injusticias y era muy claro al condenar toda violencia. Sabía estar al lado de los pobres campesinos que venían de vez en cuando en romería. Llegaban caminando o en camiones, pidiendo solución a sus problemas. Traían solamente sus tristezas y una fe de carboneros, más descalza que sus pies. Era un trabajo peligroso. Un hombre de verdad, en medio de una cueva de mentiras Un hombre de justicia, en torno a un carrusel sin caballitos para todos.

Cuando llegamos al cuartel ya habían sacado su cadáver. No supo soportar los habituales estímulos de un interrogatorio despiadado. Tampoco supo responder a sus preguntas. No supo mentir, vender a sus hermanos, perder su dignidad, dejar de ser humano... No supo... No supo...

El comandante responsable, escribió en el informe su versión del 'accidente': "Quiso atacar al soldado que lo custodiaba y éste, en defensa propia, lo desnucó de un garrotazo en la cabeza". Otra explicación habría que dar a las quemaduras en las plantas de sus pies, o al agua que todavía respiraba en sus pulmones.

Esa tarde lo velamos en la iglesia. Todo el pueblo quedó paralizado. Los niños de la escuela le hacían guardia. La tensión podía palparse en todas partes. En los bares, las esquinas de la plaza, en la cocina rutinaria de la tarde, la vida de Esteban se hacía denuncia desgarrada.

Segismundo perdió el habla todo el día. Parecía una represa sosteniendo con sus fuerzas el torrente. Sólo así pudo mover más tarde, las pesadas turbinas de la luz y la esperanza. Su silencio era paciente. Su dolor era infinito. Las preguntas le asaltaban como avispas, cada vez con aguijones más dolientes.

Cuando al fin llegó la noche a cubrir nuestra vergüenza y nuestro sueño, pudo verse desde lejos el resplandor palpitante de las velas, los velones y velitas que se iban derritiendo de tristeza a las puertas de la iglesia.

Como era mi costumbre, aseguré las puertas del templo y pasé las trancas que protegen las ventanas de la casa. Sentí lo que sintieron los apóstoles aquella noche triste en el cenáculo, después de la pasión de su maestro. Mientras tanto, Segismundo seguía adormilado y arrullado en su rítmica mecedora de caoba, único rincón donde sabía reclinar su cabeza. No me atreví a molestarlo; a lo mejor desde su cama no habría podido entrar confiado hasta el silencio de sus sueños.

El primer canto del gallo me despertó antes de las cinco. Ese día preparé yo el café, que Segismundo seguía tomando en contra del parecer de los galenos. Nunca les hizo caso. Bueno, en realidad no sólo a los médicos, tampoco hacía caso al señor obispo, ni se paraba ante ninguna autoridad. Fue un esclavo de su Señor Jesucristo, y el resto: "¡que se arreglen como puedan!", solía decir. Fue un rebelde manso y un protestante muy católico.

A las diez de la mañana estaba todo listo. Mucha gente había llegado hasta la Iglesia. Los soldados en la plaza, con fusiles desafiantes, tenían una mirada de vergüenza. El calor se iba haciendo insoportable. Los ventiladores del techo, giraban con un ruido cansado y parecían incapaces de mover el aire que se iba haciendo poco a poco más espeso.

Los maestros prepararon la liturgia. Después de la proclamación del Evangelio, lo primero que se oyó, como un lamento, fue un voz sorda que gritaba: "¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!" Era la voz de Crisóstomo, el bobo del pueblo, primo hermano de Blasillo, el que conociste en Valverde de Lucerna. Siempre estaba en primera fila y repetía frases a su antojo. Segismundo, pausadamente, llegó hasta el púlpito. Se agarró con fuerza para no caer. Las palabras, apretadas en su garganta, como espadas de dos filos, no acertaban a salir.

Por fin su inconfundible tono paternal, rasgó el silencio de arriba a abajo: "Hermanas y hermanos, voy a salir unos minutos del templo. Os pido encarecidamente que permanezcáis aquí, entonando algunos cantos de resurrección, mientras regreso". Sin más explicaciones, bajó del presbiterio. Se acercó al féretro donde yacía el cuerpo inmóvil de Esteban y le dio un beso. Caminó lentamente hacia la puerta. La gente todavía sorprendida, fue girando a su paso, hasta que se perdió de mi vista entre la multitud. Poco a poco se fue extendiendo entre nosotros una suave melodía resucitada:

"Nada nos separará...

Nada nos separará...

Nada nos separará...

Del amor de Dios..."

No sabíamos lo que estaba sucediendo. El tiempo fue pasando lentamente, adornado con cantos y plegarias. Cuando el reloj del campanario dio las once, me acerqué al micrófono y pedí a tres miembros de la comunidad que me acompañaran para ir a buscar a Segismundo. Estaba muerto sobre la calle polvorienta y bajo un sol canicular, justo en frente del cuartel que había sido testigo de sus últimos gritos y dolores. Los soldados no habían querido salir por temor al pueblo. Esperaban llenos de miedo dentro del edificio a que llegara la turba descontrolada a tomar venganza.

Uno de los soldados, como el centurión romano del Gólgota, reconoció en Segismundo la voz y el rostro de Dios. Él, que lo vio desplomarse con el corazón estallando entre su pecho, me repitió más tarde las últimas palabras que salían como ráfagas de su boca, poco antes de morir: "¡NO MATARÁS! ¡NO MATARÁS! ¡NO MATARÁS!

No era el único lugar que había visitado; antes había caminado hasta el puerto y se había metido entre las cantinas y tiendas que frecuentan los compradores de pasta de coca. Llegan casi a diario en las chalupas. Vienen escondidos detrás de unas gafas de sol y con cadenas de oro grueso que cuelgan de sus cuellos. Les gusta ir luciendo el arma 'camuflada' que llevan entre el cinto y los fajos de billetes de todos los colores. Van y vienen transportando muerte. Llevan droga para matar lejos y traen billetes manchados de sangre para alimentar a un pueblo que se hace matar por vivir.

También visitó los bares, a la salida del pueblo, donde pasan largas horas vigilando, militantes de los grupos guerrilleros de la zona. Por todas partes lo vieron revestido con casulla blanca; brillaba más que el mismo sol que caía inclemente sobre el pueblo. Su voz, recordaba el brazo fuerte y extendido del Dios de Moisés, que era incapaz de soportar la esclavitud de Egipto. Pero, al mismo tiempo, hacia sentir la brisa suave que refrescó el rostro de Elías en el Horeb. Todos los que lo vieron caminando y gritando por el pueblo, supieron que Dios había querido poner de nuevo su tienda entre nosotros. Todos supieron por qué aquel pequeño pueblo había sido bautizado con el extraño nombre de "Monte Tabor".

Después de varios días de llanto y desconcierto, hemos ido entendiendo, y sobre todo sintiendo, lo que hizo estallar en mil pedazos su fuerte corazón. En su pequeño escritorio, entre cartas amigas y una biblia que se ha ido deshojando lentamente, encontré a los pocos días un libro abierto en la última página. Era una colección de homilías. Era la historia de una vida, como la suya, crucificada con su pueblo. Tenía subrayado con lápiz rojo las últimas palabras de un obispo adolorido:

"Hermanos, son de nuestro pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: NO MATAR (...) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!"

Aquella rosa roja, marchita y seca, que había ido estallando en jirones de esperanza, era el secreto de su vida; era el símbolo más sagrado de todo su santoral; había sido robada a los pies de una tumba abierta y resucitada para siempre, en el fondo de una catedral que sigue pidiendo justicia para todos.

Guarda este recuerdo de tu amado Segismundo y no dejes de contar a tus amigos en esas tierras lejanas, las pascuas sufrientes y resucitadas de tu pueblo. Un abrazo.

Teófilo

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Madrid, 10 de abril de 1996

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