"La ira del hombre tibio"
I
Las arañas de patas metálicas se incrustaron en lo más profundo de su
cerebro y despertó como si almacenase una pulpa deforme dentro del cráneo.
Lo peor era que la masa parecía crecer e intentaba expandirse más allá de
los límites óseos. Despejó un poco más la niebla del sueño y la realidad se
hizo evidente. Lo primero que vio fue la botella de coñac mediada que
reposaba sobre la mesa junto a una copa sucia y vacía. Cuando la memoria se
quitó de encima todo el sopor que la atrofiaba, Sabas despertó por completo.
Le dolía la espalda y el cuello. Dormir sentado, aunque sea en un sillón
mullido y ancho, no procura más que tensiones inadecuadas a los músculos y
al cerebro, pensó. Fue al incorporarse cuando notó el primer mareo y una
arcada que contuvo, pero al pensar en Verónica inició una carrera al baño y
expulsó los restos que flotaban en su estómago. Se desnudó con rabia y
dolor, y la ducha fría logró que su mente comenzase a colocar las cosas en
el sito habitual para el entendimiento. Minutos después, desnudo y mojado,
hizo un viaje sin sentido al salón en el que había dormido. Dejó que sólo la
luz del pasillo iluminase la estancia. El reloj de la pared avisaba de la
hora temprana: las seis y media. Sabas recordó que las manecillas
fluorescentes del chivato del tiempo habían gritado las tres de la madrugada
cuando, adormilado y aún borracho, escuchó la entrada de Verónica con pasos
cargados de sigilo hasta la habitación. Después, el alcohol tragado en la
soledad de la espera le hizo caer en la inconsciencia de un sueño no
deseado. Era una rememoración confusa de la noche pasada, como todas las que
vienen envueltas en coñac, pero cierta y con el sabor mucho más amargo que
el padecido ahora por el dañado estómago.
Transcurría despacio Octubre, y la noche no tenía intención de sucumbir en
un amanecer para el que aún faltaban casi dos horas. Sabas, desnudo, mojado
y apoyando la frente en el cristal de la ventana, no veía la calle solitaria
iluminada por los blancos faroles que procuraban una isla de luz a la
pequeña urbanización de casitas adosadas. Sabas tenía los ojos en su
interior, viviendo los recuerdos.
La tarde anterior, cuando llegó a su casa, y tras guardar el viejo Fiat en
la cochera, recibió la llamada de Verónica. Ya había notado la ausencia del
otro coche, el de ella, por lo que esperaba el sonido de pitidos melodiosos
que le requirió al teléfono para la oportuna explicación, que, en cualquier
caso, ya suponía. Ella estaba en la ciudad, quizá se habían cruzado, le
dijo. Su padre había regresado a casa tras la operación en el hospital y
convalecía doliente en su propia cama. Se iba a quedar con él hasta tarde.
No sabría decir la hora. Todo correcto. No, no hacía falta que él fuese
también. ¿Para qué?
Se encontró ridículo en la oscuridad del salón, la frente apaciguando la
calentura en el cristal de la ventana, desnudo y con el frío de la humedad
entrando en su cuerpo debilitado por los efectos colaterales de la bebida.
Fue hacia la habitación en la que dormía Verónica para vestirse en silencio,
aunque era muy improbable que ella despertase, no sólo debido a la hora de
su regreso, sino por disfrutar siempre de un sueño apacible y profundo.
Sabas se alegró, sin intentar comprender su cobardía, por no tener que
enfrentarse ahora con su mujer. Prefería dejar las preguntas para más tarde.
Lo cierto es que esperaba que fuese ella quien diese las respuestas sin que
las dudas hubiesen sido formuladas. Las verdaderas respuestas, pues cuando
la noche anterior él había llamado sobre las once a sus suegros, Verónica
hacía poco que se había ido.
—Sin cenar —le informó su suegra—, pues dijo que lo haría contigo.
—Y el viejo, ¿bien?
—Mejor, gracias.
Pero Verónica no llegaría hasta la madrugada.
Sacó el coche a la calle y emprendió el corto viaje hacia su trabajo en la
ciudad. Era demasiado temprano, pero no podía soportar el silencio de la
vivienda ni el tranquilo dormir de su mujer. Dejó atrás las casitas adosadas
que imitaban un pequeño pueblo perfecto y cuadriculado, como crecido de
pronto en medio de los pastos, pero a sólo unos minutos del centro. Sea
usted feliz en plena naturaleza y al lado de su ciudad; pero ellos no habían
sido felices a pesar de la insistencia que aún mostraba el cartel
publicitario en el límite de la urbanización.
Sabas recordó que fue al poco tiempo del traslado a esta nueva residencia
cuando comenzaron las ausencias de Verónica, aunque ninguna tan evidente
como la de esa noche. Hasta entonces habían sido algunas tardes que él
llegaba más temprano de lo habitual y ella, horas más tarde, hablaría de una
amiga que la llamó, de una visita a la peluquería, de… Aunque lo peor eran
los silencios dentro de la nueva casa, las noches que ella se acostaba más
tarde que él, cuando ya le suponía dormido, los fingimientos de ella para no
enterarse cuando rozaba su cadera bajo unas mantas que se convertían en fría
y húmeda escarcha. Así era desde hacia unos meses. Y ahora, una noche fuera.
Habría una razón sin duda. Verónica se la explicaría esta tarde cuando él
volviese. Siempre se pueden explicar todas las cosas. También esta.
Sabas no tardó más que unos minutos en ver el cielo nocturno del cercano
horizonte pintado por las luces de la ciudad. Ese fulgor rosado quebrantaba
la oscuridad difuminándose en ella y hacía presentir los edificios que en
poco tiempo le absorberían. Al ser una hora temprana, no encontró el tráfico
habitual de los coches que como el suyo se sumergían a diario en las calles
que los llevarían a destinos muy poco variados. El trabajo amanecía para
todos a la misma hora.
Pasó frente al edificio en el que vivían sus suegros, y aunque no le hacía
falta miró la hora enmarcada en el reloj del salpicadero. Poco más de quince
minutos era lo que se tardaba en llegar de una verdad a una mentira. Deseó
no pensar más en ello. Quería que la mañana pasara sobre él concentrado en
su trabajo para, con el momentáneo olvido, ignorar el dolor de un matrimonio
enquistado en los silencios, las dudas, el aburrimiento y, probablemente,
las mentiras. Aunque no sólo su relación con Verónica era la que anunciaba
la catástrofe, también su vida se había convertido en un paseo tranquilo
pero desganado y plagado de dudas para las que no sabía tan siquiera hacerse
las preguntas adecuadas. Sabas hizo un gesto de rabia al tiempo que frenaba
con violencia ante un semáforo en rojo. No pensar más, esa era la solución
inmediata. Al menos serviría como paliativo las próximas horas. La
existencia también puede ser así: vivir por plazos de unas pocas horas.
Dos semáforos más en rojo, y después enfiló el coche hacia el aparcamiento
subterráneo en el que todos los días reposaba hasta el fin de la jornada
laboral. Rodó, hundiéndose por la rampa, pasó la tarjeta por el automatismo
que elevaba la valla y buscó un hueco, fácil de encontrar a esas horas,
entre largas filas de metal inmóvil. Aparcó, por fin, al lado de un Mercedes
negro, apagó el motor y abrió la puerta con descuido para saltar fuera del
coche. Con la suya, golpeó levemente la puerta del otro vehículo, y Sabas
quedó unos segundos inmóvil en su asiento, con una pierna en el suelo y la
otra dentro. Echó un vistazo con disimulo al Mercedes y le pareció ver un
minúsculo roce, apenas perceptible. A continuación miró hacia el interior
del otro coche y vio que su ocupante estaba dentro, por lo que se mantuvo a
la espera de la posible reacción del dueño del Mercedes; pero como esta no
se produjo, acabó por salir de su Fiat verde botella, cerrarlo y ponerse a
andar en busca de la salida como si nada hubiese ocurrido. Tras unos pasos,
oyó a su espalda abrir y cerrar la puerta del coche dañado. Ralentizó su
paso por no sentirse un cobarde en plena huida, pero no escuchó, tal como
esperaba, voz alguna proveniente del supuesto perseguidor. Aún así, no
soportó más su actitud de vil escapista y se giró para encararse al otro
conductor. Lo vio avanzar con los pasos torpes de las personas muy gruesas.
Se trataba de un tipo alto y gordo, veinte años mayor que Sabas por lo
menos, vestía un traje elegante aunque arrugado y llevaba un maletín en la
mano; su rostro era serio, pero inspiraba simpatía. No parecía prestarle
atención, así que Sabas, en un arranque de inesperada honradez, de la que él
mismo se sorprendió, detuvo el caminar del otro.
—Lo siento, no vi que estuviese dentro del coche.
Era mentira, pero se podía entender como una justificación para iniciar la
disculpa tardía.
—¿Cómo dice?
El gordo agarró fuerte el maletín que llevaba y giró con dificultad su
enorme cuerpo para alejarse, parecía inseguro y preocupado, aunque no
asustado. La mano que le quedaba libre se ocultó bajo la chaqueta. Sabas sí
estaba algo nervioso y ya se arrepentía de su exceso de civismo, pero no
podía rectificar.
—Es que temo haber golpeado su coche al abrir mi puerta. Estas cosas suceden
aquí con frecuencia. A mí también…
El otro no le dejó terminar la frase. Volvió hasta su vehículo, miró con
rapidez la puerta sin mostrar mucho interés y enseguida volvió hasta Sabas,
que le esperaba quieto, aguardando el dictamen.
—Amigo, yo no veo nada. Claro que mi vista ya no es lo que era.
—Creo que tiene un roce muy pequeño, con un disolvente desaparecerá. Debí
prestar más atención al salir, lo siento.
El gordo se le quedó mirando unos segundos. Sus ojos no pestañeaban, y Sabas
los sintió hurgar dentro de su cerebro como expertos sabuesos. Por fin, el
dueño del Mercedes pareció tomar una decisión. Sonrió sin esfuerzo, y dijo:
—Ser tan honrado no puede traerle nada bueno, joven.
El viejo gordo parecía ahora más relajado y resultó dado a la palabra fácil,
y como Sabas era un buen oyente y poco propenso a dar a luz sus
pensamientos, en el corto trayecto desde el subterráneo a la calle lograron
una rápida compenetración. Así Sabas se enteró de que el otro se llamaba
Zenón Hidalgo, le gustaba la cocina vasca, aunque era madrileño, o quizás
por eso mismo, dijo él, y que se dedicaba a sus negocios al igual que las
mujeres se dedican a sus labores; toda esta información fue adornada con
disertaciones complementarias que hacían su discurso ameno y afable. Al
salir del aparcamiento, una vez subidos los pocos escalones que permitían
llegar a la calle, Zenón detuvo su perorata con un último comentario.
-Parémonos un momento, que me ahogo. ¡Malditas escaleras! ¿En provincias no
conocéis la utilidad de los ascensores?
—Había uno, ¿no lo vio, usted?
—¡Cojones que no! Llevo dos días perdiendo el aliento y resulta que tenéis
escondido un ascensor sólo para los lugareños.
—Será para los minusválidos y los que portan peso; las escaleras son cuatro
y no merece la pena...
—Muy gracioso, amigo mío. Después de arruinarme el coche, me llama usted
inválido y gordo.
Sabas, como era corriente en él, no supo responder a la ironía o la broma,
pues no acertaba a diferenciarlas de la seriedad precisa con la que medía
las pocas palabras que usaba.
—No ponga esa cara, muchacho, que era guasa. Ya veo que contando chistes no
tengo futuro con usted. Y me los sé de toda España. Desde los cachondos del
sur hasta los sutiles del norte, y no hablo de los que salen por la tele o
los que braman los borrachos en los bares. Hasta conozco alguno catalán,
pero muy malo.
Sabas sintió la obligación de justificarse, y aclaró que no sabía ningún
chiste y además no solía encontrarles mucho sentido, pero a media
explicación fue interrumpido por su inesperado acompañante, el cual, a parte
de dicharachero, parecía muy perspicaz a pesar de que aparentaba estar
siempre distraído con su sempiterno parloteo.
—No, no me lo explique, cada uno tiene sus desgracias; la mía está en la
barriga y la suya en la cabeza, pero de todo tiene que haber en la calle. Y
cambiando de conversación, es muy temprano para que empiece a trabajar, ¿no?
Malo cuando uno madruga sin motivo. O se acuesta muy temprano, y pierde la
alegría de media noche, o lo echan o escapa. No, no me diga cual es su caso.
Solo tengo que verle la cara. ¿Qué le parece si tomamos un café mañanero?
Sabas estaba intentando asimilar todo lo escuchado cuando se encontró
arrimado a la barra de un bar mientras Zenón pedía dos cafés.
—El mío negro, bien cargado y con diez gotas de anís; para mi amigo sólo
negro y más cargado. Por cierto, ¿cómo se llama usted?
—Sabas, me llamo Sabas.
—Nuestros padres debían estar borrachos cuando escogieron los nombres. ¿Y
qué habrá de bollería en este garito?
Sabas volvió a perder mucho tiempo buscando palabras para los comentarios
dispares del otro, según parecía ser su hábito, así que no tuvo tiempo para
decir nada, pues Zenón reemprendió lo que ya se había convertido en un
monólogo.
—Hablo mucho, muy rápido y cambio de un asunto a otro zampándome hasta las
comas, ¿verdad? Si eso le desconcierta, consuélese; les ocurre a todos. Mi
mente es un torbellino. Solo me callo cuando como o me preocupo por algo
serio. Ahora, cuando empiece con el cruasán, podrá cantar todo cuanto
quiera.
A continuación tomó de encima del mostrador el anunciado bollo y comenzó a
comerlo con poco recato y mucha glotonería. Sabas poco tiempo tuvo para
hablar; sólo hizo algún comentario sobre su nombre y la bondad del tiempo
ese mes de Octubre, pero el otro le interrumpió enseguida, mientras se
quitaba con la mano las últimas migas alrededor de la boca.
—Bueno, muchacho, he de irme. Tengo una cama de hotel para dormir dos horas.
Con eso ya está Zenón como nuevo.
Soltó sobre el mostrador un billete de diez euros, dio una palmada en el
hombro a su nuevo y efímero amigo, y salió con sus andares tan ladeados como
torpes. Sabas pronunció un sorprendido adiós antes de encontrarse solo, a
excepción del distraído camarero, al que tuvo que explicar que la generosa
propina era de quien acababa de irse, no suya.
Seguía siendo temprano para acudir a la oficina de Seguros Ónix, que dos
portales más allá ocupaba toda la primera planta del edificio, lugar en el
que Sabas esperaba pasar una mañana y parte de la tarde en la tarea de no
pensar más que en su trabajo. No sería fácil, pero de momento tenía una
buena disculpa para engañar los malos recuerdos: la enorme figura del tal
Zenón bien podía ocupar todo el espacio de sus pensamientos. Su capacidad
reflexiva era lenta e insegura, pero constante. Rememoró con detalle el
encuentro del aparcamiento, sus dudas y miedos para confesar el pequeño
golpe en el Mercedes, el gesto de Zenón sujetando con fuerza el maletín, su
otra mano buscando algo bajo la chaqueta: ¿qué podría ser? ¿Una pistola? No,
un hombre tan amable no tendría ese acto reflejo por hablar con un
desconocido... y menos llevaría una pistola. ¿Y el maletín? ¿Tan valioso
sería? Lo cierto es que no lo soltó ni para zamparse el cruasán ni tomar de
dos tragos el café. Sebas decidió que eran muchas cábalas para las que
únicamente la imaginación perversa tendría solución, por tanto, mejor sería
no persistir en roerlas. Tomó el penúltimo sorbo de café y miró el reloj.
Faltaban veinte minutos para las ocho.
Entró Adrián en la cafetería y, tras una leve duda en el entrecejo, se
dirigió hacia Sabas con un teatral gesto de extrañeza. El acodado en la
barra, que aún luchaba por no pensar en nada más que su café, se vio
sorprendido por la mano en el hombro de su compañero y jefe inmediato en el
trabajo.
—Ya somos dos madrugadores, Sabas.
El nombrado padeció un segundo de sobresalto, pero pronto reconoció a su
amigo. Ambos habían empezado al tiempo en Seguros Ónix, los dos estaban a un
paso de los cuarenta, habían estudiado juntos en la universidad, se habían
casado con meses de diferencia y ninguno tenía hijos. La disparidad estaba
en que Adrián llevaba dos ascensos en los últimos tres años y siempre
sonreía.
—Hola, Adrián. Hoy parece ser que no tenía sueño y me planté aquí demasiado
temprano.
—Lo que tienes es mala cara. ¿Te ha ocurrido algo que yo no sepa?
Sabas retuvo la respuesta con un sorbo de café, alargó el silencio mientras
apartaba la taza y después miró su reloj para dilatar la reflexión. Durante
esos segundos sopesó confesarse con su amigo, desahogar el daño que le
minaba, compartir el peso para darle apariencia más liviana, pero su natural
mutismo se impuso con esa mezcla de vergüenza y desgana que siempre
prevalecían en su vida; por eso, su respuesta fue otra de sus huidas.
—Estoy bien, ¿Y si nos vamos ya?
—Faltan quince minutos para las ocho. Espera a que enfríe mi café. Si lo
tomo como está, se me va a quedar una cara como la tuya.
Sabas no rió la gracia, aunque el otro sí exteriorizó el humor que siempre
le rodeaba como un aura. Adrián lanzó al eco de las paredes su risa, después
tomó un sorbo de la humeante taza y, antes de depositarla en el mostrador,
manoteó sobre éste para limpiar las migas de un cruasán.
(c) José Manuel Fernández Argüelles