CUENTOS TAN CORTOS
(Colección de microcuentos)
Parte 2
© José Manuel Fernández Argüelles
Perdido
No tardó en desorientarse durante el recorrido inseguro por la ciudad de insospechadas e inverosímiles calles. La dirección que llevaba apuntada en un papel no era útil en medio de un idioma que no comprendía. Cuando acabó por detenerse a descansar en el banco de un florido parque, se percató de que a su lado, en el suelo sentado, estaba mirándole un mendigo. Probó, sin esperanza, a preguntarle, y para su sorpresa el otro le contestó, en un idioma reconocible, que las calles son las que le encuentran a uno, que sólo tenía que permanecer allí sentado el tiempo suficiente.
Un metro cuadrado
Lo quería mullido, dos metros de largo por medio de ancho, en madera noble. Nadie temió mi ira. No cumplieron. Ahora me ven en sus delirios aullando mi descontento por este mísero ataúd.
Sobre el altar de roca primigenio que elevo a tu amor, deposito la ofrenda de carne, piel y sueños.
En lo alto, una estrella fugaz detiene su tránsito durante un breve destello y escucha mi canto nocturno.
En mi derredor cunde la vegetación más espesa, se prolonga de manera interminable el bosque denso y, en el claro que enmarca este altar de piedra, mis plegarias se expanden por el contorno y a lo alto.
Ya el camino que he seguido hasta ti se ha borrado, cubierto de nuevo por esas zarzas y otros extraños vegetales que todo lo circundan y parecen moverse en un ritmo temporal ajeno al conocido.
Limpio el altar con ahínco, pues la nueva ofrenda espera. Froto, me esmero en la limpieza como signo de devoción.
La luz lunar provoca el frío que la brisa nocturna transporta, y mi cuerpo desnudo tiembla cuando se tiende sobre la piedra plana del ara.
Me ofrezco.
Soy cuerpo a la espera de quien invoco.
Amor rudo
Me dijo que se iba, que me abandonaba. Lo di por bueno, aceptándolo con tristeza, y no contesté. Oculté un íntimo dolor, aunque ella debió de notarlo, pues desvié un momento mis ojos de los suyos, yo, que siempre la miraba de frente; pero como persistí en un completo mutismo, ella se sintió obligada a explicarme su huida. Así dijo que se había cansado de mis escasas palabras carentes de expresiones bellas, de mis silencios cuando sus oídos necesitaban declaraciones de amor, y también de mis gestos bruscos y un tanto rudos al hacerle el amor, que se había acabado por sentir dañada por la fuerza de mis arrebatos al amar; en fin, que no obtenía de mí la delicadeza de un sentimiento sensible y suave, que no era suficiente con el éxtasis violento, si no que anhelaba la ternura quieta aun a costa de disminuir el placer. Pues bien, así sea, pensé, pero seguí guardando silencio. Y ella, que deseaba oír de mí alguna queja, alguna palabra de daño, algún ruego, una frase de dolido amor despechado, seguía allí sin irse, explicándomelo todo una y otra vez. Que si la abrazaba con gestos bruscos, que si la acariciaba oprimiendo sus pechos y sus muslos con rudeza, que si mis besos en su cuerpo dejaban marcas rojas y duraderas, que si movía y giraba su cuerpo rodándolo por sobre el mío en un frenético baile de acoplamientos violentos. En fin, que pedía una delicadeza, una lentitud y suavidad de la que yo carecía, y que necesitaba de bellas palabras que le contasen mi amor a su belleza. Yo seguía callado. Por fin, tras decirme que no era suficiente con que mis ojos me traicionasen durante unos segundos para mostrar mi dolor y que necesitaba escapar de mi rudo amor y buscar otro de bellos gestos y hermosas palabras, se fue casi a la carrera. Se fue, en efecto, y la puerta, al cerrarse tras su marcha, sonó como un disparo directo a mi pecho, pero no me moví, no salí corriendo tras ella, aunque la adiviné esperando al otro lado de la puerta cerrada, pues no escuché, sino hasta algo después, sus pasos descendiendo por la escalera.
Ha pasado el tiempo. No mucho, sólo unas semanas. Yo la sigo queriendo, y sigo sin saber decírselo: la voz se me niega. Me duele su lejanía, pero no sé ir a buscarla con abrazos o flores y decirle palabras de esas que le gustan. Sólo sé quedarme quieto, esperando que se canse de sus afeminados cantores y poetas, que añore las cálidas noches de esfuerzos sudorosos y gratos donde la cama nos quedaba pequeña. Pero decírselo de esta manera sería empeorar las cosas, supongo.
Los años del amor
Ha pasado el tiempo y mis ojos ya no son los mismos, pero tú sí. He visto cómo la ciudad crecía y algunas costumbres cambiaban y en torno a mí surgían novedades que poco a poco me apartaban y me ignoraban. El entorno amable y natural que siempre acogió mi oculta inseguridad fue desprotegiéndome, y quedé en el desamparo ante paisajes y modas que ya no son las mismas, pero tú sí, tú permaneces igual que entonces, como cuando antes, tal que ayer.
He visto cómo amigos y antiguas amantes perdían la sonrisa lozana, la inocencia del gesto desmedido y alegre, el sueño lejano de la mirada ida en el último confín. Mis amigos y mis novias de antes son ahora serios viandantes que me saludan desde la otra acera con gesto rápido y sin detenerse, pero tú no, tú aún caminas a mi paso y en tu gesto todavía surge la sonrisa y el ademán despreocupado del feliz inocente.
También he visto cómo mi cuerpo se resiente por el frío o el calor, por el esfuerzo o la torsión, cuando antes, hace poco, tal vez ayer, corría desnudo entre la escarcha helada del amanecer o frotaba mis músculos sudorosos contra otros cuerpos ardientes, retorciendo las articulaciones en busca de placeres cada vez más lejanos. Todo ya parece perdido y reducido a movimientos apagados y leves, menos tú, que aún juegas con tu cuerpo junto al mío y giras, te contorsionas y te enalteces en la desnudez de cualquier amanecer.
Veo, día a día, las ansias de mi ardor dilatarse en una espera sin prisas, sin la urgencia que antes rompía las normas y la ropa, y ahora se sienta y espera con la paciencia de quien ya no busca, de quien ya conoce y ha perdido el asombro y el desespero y la rabia y la angustia y el placer del arrebato; pero tú no, tú todavía gimes y gritas, me desgarras y me empujas, me buscas con la necesidad de la urgencia y la impaciencia de quien descubre cada vez un sueño y un placer.
No te veo envejecer, amada, más al contrario, tiras de mí con fuerza para retenerme junto con tu tiempo detenido en la alegre inconsciencia del asombro, en la fuerza inmensa de la pasión, en el descubrimiento continuo del cuerpo, de los sueños, del frío o del calor, de la ciudad, de todo lo que nos rodea y que por ti es nuevo y siempre acogedor.
He besado la rosa oscura de tu boca con su rictus de amargo desengaño. He sentido tu frío atravesarme dientes y lengua, y llegar hasta la garganta y penetrar más adentro, donde asientan su peso los órganos internos, las tripas y los conductos del misterioso maquinar que empuja la vida.
Tu aliento gélido pasó, en el beso, a mi interior, y lo sentí como el filo de una fina daga que desgarra por dentro. Noté cortar los engranajes aquellos de la vida. Por eso, cuando nos separamos, enfrentados aún tras el abrazo, no pude hablar. Tampoco pronuncié palabra alguna cuando el silencio acompañó tu despedida.
Quizá creíste que yo también había dejado de amar.
Cuerpo
Solo el cuerpo humano es cierto, porque es tangible, mensurable, desprende olor, crece, se deteriora, se reconstruye, sufre y se puede amar.
Tu cuerpo es real porque cede al ser presionado por la fuerza de mi ansia, y gira o se contonea, según los designios de la lujuria compartida.
Tu cuerpo es el calor que tengo en mis manos durante el abrazo, y en ese instante comprendo que es la materia de la que están hechas todas las cosas que son verdaderas.
Tu cuerpo es la única verdad que reconozco, y no me importa su debilidad ante el tiempo, los golpes y los virus; no me desalienta su falta de eternidad, pues lo efímero de la verdad hace de ella, de tu cuerpo, el bien más escaso y más preciado. El tránsito breve de tu cuerpo por mi vida la hace intensa y la justifica.
El espíritu no se toca, ni se mide, no varia su forma y no sufre ni se ama, porque el espíritu es el sueño del cuerpo amado cuando este se ausenta. Cuando tu cuerpo se aleja de mí, entonces el deseo lo sueña y lo inventa, miente su presencia, y así el espíritu es la mentira y el engaño necesario.
Tu cuerpo es lo único real en un universo de apariencias.
Te amo y te seguiré amando por encima del tiempo y de tu propio amor. Serás mi obsesión cotidiana aún más allá de lo que puedas soportar.
Te querré tanto como a mí mismo y mucho más de lo que tú te puedas querer. Serás mi sueño continuamente idealizado hasta el punto de no distinguir realidad y fantasía.
Te veré como la culminación de todos mis tabúes quebrantados, y en tu cuerpo realizaré el sacrificio de mi inteligencia, supeditada siempre a la ilusión grandiosa que de tu imagen he formado. No te podrás reconocer en esa imagen que de ti tengo, por que tu fantasía jamás alcanzó cimas tan elevadas.
Serás mi dueña mientras aceptes cumplir todos mis más asombrosos deseos. Serás mi esclava para no provocar mi furibunda ira si no obedeces el más caprichoso de mis designios. Yo para ti seré el animal en perpetuo celo, que te lame con mimo hasta el extremo del asco y la repugnancia, y aún así no detendré las caricias con que te he de cubrir.
Seré por ti el perpetuo sexo encendido que buscará cada gemido tuyo hasta conseguir el último, y todavía seguiré porfiando por más. Te obligaré a los actos más ruines y salvajes por deseo de mi placer y querré que tu grites con el mismo frenesí. Querré oír tu grito prolongado cuando el orgasmo nos alcance y entonces sentiré el deseo irreprimible de morder tu cuello y tu hombro y tu mejilla y tu pecho. Y con premura, aún la respiración entrecortada y el cuerpo dolorido, querré comenzar de nuevo.
Finalmente, exigiré tu muerte de placer cuando no soporte más tanta dicha.
Donde la noche acaba
Donde la noche acaba se inicia tu mirada de cielo abierto y surge el reencuentro, siempre sorprendente, de sol y de vida.
Ensenada de aguas tranquilas, ajena de tormentas y plena de luz, tu camino corto, sendero a la nada, es tránsito de fe en vacío que no daña.
Ausencia de sabiduría y también de lucha y ambición, carencia de destino concreto, ofreces el universo, que ni sabe, ni lucha, ni ambiciona, ni conoce su fin, pero es reposo y vida de todo lo que en él permanece.
Donde la noche acaba se inicia el descanso de mi amor en tu mirada.
Edad
¿Qué edad tengo?, preguntas. Te sacaré de dudas. Tengo la edad de cuando era virgen y buscaba la forma de ahorrar dinero para ir con una puta que me enseñase algo de lo mucho que imaginaba. Tengo la edad del asombro ante el hecho de que los pezones de una mujer se tornen duros de repente. Tengo la edad de cuando se está seguro de que en todas las partes del mundo viven, piensan y sufren o ríen como yo. Tengo la edad del egocentrismo altruista. Tengo la edad de mentir y que se me note, y de la risa cómplice entonces. Tengo esa edad buena en la que todo está a punto de suceder: el hoy es un segundo que tiembla inseguro, el pasado no ha existido y el mañana no es sólo todo lo que queda, sino que también es lo único que llena el pensamiento. Mi edad es la de quien sonríe sin saber por qué, pero que se sabe feliz: sí, la del tonto, si quieres verlo así. Y es que tengo la edad que tenía cuando me enamoraba en cada esquina. En serio, tengo la edad de los veranos que no se acaban y de las fiestas que están a punto de empezar, de las palabras vacías pero llenas de promesas, de las miradas de miedo inseguro y gesto altanero. Tengo esa edad que nunca termina y que siempre está amando.
El Padre
Miré de soslayo a mi padre, reposando en el ataúd, y vi su gesto adusto incluso en la muerte. Cuando niño, yo tenía en el entrecejo de mi padre la referencia del castigo, más o menos grande cuanto mayor su fruncimiento. Una tarde de mi infantil miedo, él dormido, me acerqué a su cara para poder verla sin el gesto serio de siempre. Despertó de pronto y vi en sus ojos el susto e incluso el miedo. Yo sentí terror. Pero esa vez no me castigó. Creo que desde entonces no volvió a hacerlo. Y ahora, cuando me arrimo a su mortaja, veo en su rostro el mismo rictus de aquel atardecer mientras dormía. No sé porqué, pero si ahora despertase ya no me asustaría.
El encuentro
No he visto cómo mueren los hombres al ser desgarrados por las violencias. Jamás me he acercado al borde de la realidad tranquila que configura mi entendimiento. No he conocido el dolor por el túnel profundo que en la piel y la carne provoca el cuchillo ni sé cómo quema el hueco que la bala deja. No he asistido al acto animal en el que un ser aniquila a otro. Por supuesto, ese otro nunca he sido yo. Tampoco el de agresor ha sido mi papel jamás.
Nunca he padecido infortunio de violencia salvaje sobre mí. Ninguna parte de mi cuerpo ha sido rota ni dañada por golpes brutales y reiterados. No sé lo que es la locura del dolor interminable.
Soy el ser feliz que ve y lee lejanas noticias de dolientes humanos, tan distantes, que parecen sacados de una película con final triste.
Soy el que un día, al amanecer, vio ante sí el cuerpo tendido de un hombre sobre la acera. Nadie transitaba. El día iniciaba su luz. Soy el que se apartó del bulto arrugado e inmóvil, en postura confusa y extremada en sus giros, como si sus articulaciones estuviesen dislocadas provocando dobleces inverosímiles en brazos y piernas.
Soy el que pensó en su prisa y su tiempo, en su cómoda rutina, en su segura distancia y lejanía. Soy el que, huyendo, se dijo que aquel encuentro debería de ocurrirle, un poco más tarde, a otro.
¿Es amor?
De alguna manera creo que te quiero. Bueno, me parece quererte. No sé, es difícil entenderlo, porque yo no lo entiendo al menos. Vamos a ver, sé que estoy bien contigo, que te conozco lo suficiente como para justificar tus tonterías, tus errores e incluso tus maldades. También sé que me aprecias lo suficiente como para disculpar mis debilidades y mis mentiras. ¿Y todo eso junto es el amor?. ¿Y si eso no es amor, qué coño es? Tengo que quererte, es necesario que te ame, de otra manera no podría explicar un montón de cosas. Sí, ya sé que me expreso con vulgaridad, que mi vocabulario es el de la calle, pero mi dolor es tan grande como mi amor y este es tan sublime como el de cualquier poeta, use las putas palabras que use. Pero no quiero desviarme de lo que estaba razonando. Decía que debería de quererte, que es necesario que te quiera, que tengo que quererte porque hemos pasados muchas cosas juntos y nos conocemos muy bien. Tú sabes cuándo finjo y sabes cuándo oculto mis debilidades y cómo pienso en mi infancia al decir aquello de que "ningún verdadero hombre imita a su padre". Sí, intimidades, secretos, complicidades entre tú y yo que van más allá de lo que dos amantes podrían confesarse. Eso debe de ser amor, ¡maldita sea!
Gestos
Gírate, mueve tu cuerpo hacia mí con la inocencia fingida del acto casual. Y después ladea la cabeza y, con la mano, aparta hacia atrás el cabello en gesto que descubra tu cuello, como si el pelo te estorbase para hablarme, como si el giro de la cabeza y el vuelo de la melena fuese el movimiento de una danza espontánea. Después, mírame como si yo ocupase toda la capacidad que de ver tienes, llenándome de tus pupilas que se agradan y se fijan en mí con interés exclusivo. En un momento dado te pintarás la boca con lenta parsimonia y frotarás un labio contra otro, procurando que yo siga todo el proceso sin perder un detalle. A continuación, tendrás la necesidad de arreglarte el pliegue de tu falda mientras hablas distraídamente de cualquier cosa que ninguno de los dos va a recordar más tarde. Por fin, tropezará tu cuerpo con el mío en el movimiento impreciso de una leve torpeza.
¡Qué cantidad de palabras de amor puedes decirme en el idioma callado que tan bien conocemos!
Quisiera imponerme la disciplina de amarte en silencio, pero no puedo. Tengo que gritar mi amor a cada tercer paso que doy, y así, claro, todos se enteran de nuestro secreto. Y es que la risa de la felicidad se me escapa entre las comisuras de los labios, que se estiran y se tensan hacia arriba, hasta que por fin estallo en una carcajada y grito que te quiero. Y como esto sucede en cualquier momento y lugar, es frecuente que desconocidos a mi alrededor se me queden mirando con asombro, aunque a algunos se les contagia la risa y me acompañan en la felicidad de reír abiertamente. Incluso los hay que me preguntan por ti, pues quieren saber cómo es la mujer que provoca esas locuras. Como yo les contesto que mi amor es un secreto, entonces reímos todos aún más.
Misa negra
Ven y mira, tengo para ti el pan oscuro, el ritual de la misa negra salvadora de los páramos de la vida. Acércate, no sólo te haré poco daño, sino que te ensañaré a aplicarlo en la justa medida para alcanzar el placer tanto tú como tu víctima. No tengas miedo, que conmigo alcanzarás el conocimiento de la mentira y comprenderás así todo lo oculto.
Ven, toma lugar a mis pies, todavía hay sitio libre entre los fieles; con ellos me adorarás y compartirás el placer que anula la razón y sublima el cuerpo. Retoza en derredor mío junto con los míos, y recibirás, de cuando en cuando, el golpe de mi mano o mi pie, y agradecerás esa deferencia que te habrá de causar placer y dolor a partes iguales. Aprenderás que el placer y el dolor surgen del mismo sitio, se complementan y superponen, al final llegan a ser uno solo, y el límite que puedes alcanzar en ambos será el mismo.
Ven y mírame a los ojos, que te cegarán y me amarás.
Tengo en la punta del deseo la necesidad de la querencia que ansío. Quiero poseer el dulce manjar que tras el velo se oculta, y no reprime mi necesidad animal el apetecer primario que mi cuerpo pide.
No quiero ocultar mi apetecer por ti, mi tendencia hacia tu cuerpo, hacia la parte de tu cuerpo que más ocultas y más tienta mi natural instinto primario y animal, fuerte y sano, siempre obligado por nuestra común historia a su acercamiento a ti.
Oración de muerte
Lo dijo el Rey de las Moscas y, antes aún, el Dios Oscuro y, todavía antes, el Innominado Señor. Y tras todos ellos lo repiten hordas de fieles de mirada negra y puñal escondido. Lo repiten en éxtasis los ocultos seres del saber maldito. Lo gritan también todos los habitantes de la ciudad olvidada con sus voces roncas como alaridos de animales. Son muchos más de los que creemos los que oran con esas palabras de fuego negro sin brillo, y son muchos los que aspiran a oler el azufre pestilente cuando invocan, con la oración, todo cuanto de ocaso tiene.
Fue el Rey de las Moscas y antes el Dios Oscuro y aún antes el Innominado, quienes, con la ira del que odia, gritaron al mundo:
-”¡Toda muerte es necesaria!”.
Pliegues
He dedicado mi tiempo al estudio de los pliegues íntimos de tu piel, y apenas ahora comienzo a conocerte. Recorro con el tacto las sinuosas venas de apariencia azul que se insinúan en el dorso de tu mano o en tu cuello, a veces, o en algunas partes de tus blancos senos; las oprimo, las beso, las sigo hasta perderlas porque se ocultan en las profundidades de tu carne. También palpo, acaricio, aprieto la tersura de tu piel sobre las rodillas u otras articulaciones, y percibo la contundencia del hueso sobre el que resbala tu piel y mi mano. Y tanteo con la punta de la lengua y los dedos las pequeñas prominencias que las vértebras dejan en tu espalda, como un vaivén, como tropezones dulces en un pastel. Después rebusco entre la melena que te nace en la nuca, tal que si contase cada pelo; los toco desde su base hasta el extremo, los junto y separo en mechones, juego con ellos hasta escuchar tu quejido oculto en una risa. ¡Tantas y tantas partes distintas y maravillosas! Y es que me gusta descubrirte y asombrarme, y me enamora cada vez más todo lo que tu cuerpo de mujer es.
Te dije "te quiero" y tu contestaste preguntándome si era así de rápido para todo. Me hiciste reír por lo que entendí de segunda mala intención en esa respuesta tuya. Por supuesto no me amilané y persistí en el empeño de enamorarte. Afirmé que bien cierto era que nos acabábamos de conocer, pero que no sabía que había unas medidas temporales que indicasen cuándo uno podía enamorarse y cuándo no. Entonces fuiste tú quien se rió, y tu risa era abierta y explosiva, contagiosa y brutal. Caí rendido de amor, por supuesto; y así te lo dije. Tú volviste al sempiterno argumento de "pero si acabamos de conocernos". Yo sabía que toda tu reflexión se resumía en un solo hecho cierto: no te ibas. Estabas a mi lado, escuchando y rechazando, por prontas, mis apresuradas palabras de amor, pero no te ibas. Así que no perdí el ansia y seguí con mis arrumacos inocentes y con argumentos simples de amor urgente, el cual a ti te parecía imposible y te hacia reír, me llamabas vano y loco, me apartabas un poco de tu lado, pero sólo un poco, con leve empujón, y decías que me callase, pero te quedabas allí sentada a mi lado, y después de quejarte te callabas esperando mis palabras que desmentían las tuyas en un juego pactado tácitamente entre ambos.
Tras cientos de palabras, muchas risas, no sé cuantas negaciones tuyas y mil acercamientos míos, por fin me miraste muy seria, y me dijiste que "aunque me ría, no tomo a broma lo que dices", y yo no pude de nuevo contener la risa, al decir: "siempre supe que me querías".
Antes me sentía avergonzado, pero ya no. Al principio lo ocultaba, iba como uno más a verte, pero ahora ya todos lo saben, pues yo lo proclamo. Ahora digo que te quiero en publico y digo que mi amor por ti es infinitamente más grande que las monedas que me pides a cambio. Ahora espero mi turno con la cabeza alta.
Las noches de fiesta, cuando más difícil es verte, ya me he acostumbrado a esperar y compartirte con otros hombres. Esos días no me importa estar en la barra del bar hablando con los camareros hasta que quedas libre y yo accedo a ti. No, bien sabes que ya no soy celoso.
Por las mañanas respeto tu descanso: nunca insisto en verte. En las mañanas pienso en cómo descansas, en la postura de tu cuerpo dormido y agotado por tantos ansiosos que te quisieron unos minutos la noche anterior. Esa es la diferencia, tú lo sabes. Ellos te aman, porque es imposible no quererte, pero el amor de esos pasajeros dura los minutos de tu alquiler. Mi amor no termina con el fin del tiempo que compré con los billetes que siempre pides. Mi amor se queda a la espera de que pase la mañana en la que duermes. Mi amor queda a la espera de que salgas a la calle de nuevo o te arrimes a la barra del bar habitual. Mi amor es paciente y duradero, y aguarda el turno que me corresponde tras el cliente que me precede.
Mi amor te proclama como la más bella de todas, la más maravillosa de entre ellas. Ninguna de las que se acercan a las ventanillas de los coches o ponen sus pechos sobre los clientes de un bar es tan tierna como tú.
Lo he dicho muchas veces en los últimos tiempos sin ninguna vergüenza: te quiero. Te quiero aunque sea compartida. Te quiero aunque tenga que robar para pagar el ínfimo precio que me pides. Te quiero aunque te rías y me señales el reloj cuando mi tiempo se termina. Te quiero aunque me pidas más dinero del que tengo. Te quiero aunque note tu aburrimiento cuando te penetro. Te quiero aunque me olvides con la siguiente conquista que haces en la calle o en el bar. Te quiero por encima de tus gestos de asco cuando crees que no te veo. También te quiero cuando te vas cansada y sola en la madrugada.
Lo gritaré muy alto y muchas veces. Ya no me avergüenza decirlo.
El tiempo no define la grandeza del amor. Yo te amé durante un día, pero de manera tan intensa que jamás amé tanto a ninguna otra. ¿Eso no te basta? ¿No? Bueno, quieres que sea más explícito, más preciso. Lo seré. No, no digas que también sea sincero, sabes de sobra que siempre lo soy.
Comenzaré de nuevo. Decía que el tiempo y su medida en horas, días, meses, no es quien impone la etiqueta a los grandes amores. Nuestro amor, el mío, concretamente, duró muchas horas, casi un día, si quieres esa precisión temporal que tan árida me resulta y a ti tanto te gusta; y ahora que me voy te sigo queriendo, porque mi amor no termina nunca, aunque cambie de intensidad. Ya sé que me reprochas tantas palabras y tanta retórica, toda esta locuacidad que consideras sólo vacío y que para mí llena la nada. Ya sé que vas a lo concreto y lo práctico, y que mis palabras las oyes como una despedida y no como un canto al amor. Tú lo resumes todo en un "te quedas o te vas". Me voy, sí, pero después de haberte amado durante el tiempo que soy capaz de hacerlo intensamente; aunque eso, para ti, no baste.
Podría agarrar el infinito de los años que me quedan y, con la fuerza de la ira, romperlo en partículas contra tu lápida. Tengo sensación de muerte en los ojos negros de la vida rota y quisiera verte renacer en la luz que inunda cualquier alborada. Quiero sentirte como ave lejana en un horizonte de sol iniciado, y creer que el brillo del rocío sobre el musgo es el anuncio de la luz de tu presencia. Quiero que huyas del paisaje vacío de la tumba y moldear tu figura en el aire que me rodea; que estalles en sonrisas y navegues en palabras que cantan alto a la vida. Quiero que donde acaba el recuerdo de tu mirada comience la vida de nuevo. Quiero que ese recuerdo salve tus claridades, alejándolas del centro de la tierra y que evadas tu olor vivo al espacio donde ahora está el vacío de tu ausencia.
Mi amor sin sentido, irreal como la ausencia misma, se pierde entre sueños y recuerdos, mentiras y soledades tras tu muerte.
Viernes
Porque hoy es viernes amanecerá diez minutos antes, y el sol formará esa bruma alegre y luminosa en la mañana incipiente. Y es que, porque hoy es viernes, sabré de ti y de tu horario preciso, podré hallarte al conocer tu momento y el lugar exacto. Pero antes amanecerá con mi despertar ansioso, esperanzado en el encuentro; destellarán las primeras luces, descubridoras de las efímeras brumas, anunciando el resurgir de todo lo que tiene la capacidad de amanecer. Será así el inicio de un día, que es viernes, en el que sabré encontrarte. Te hallaré entrada la mañana, con la luz invasora de rincones inverosímiles, ya la bruma matutina aniquilada incluso para el recuerdo. Te he de descubrir cuando el día brille en su mayor esplendor y tú lleves el vestido blanco, ese que recoge toda la luz y también todo el aire en el movimiento de los pliegues de tu falda. Así te he de ver, luminosa y etérea, caminando hacia mí en la hora precisa, en el lugar acordado, el día de hoy… viernes, por más señas.
Aves de mal agüero
Como en un cuento infantil, sucedió que en el día de mi nacimiento tres pájaros sobrevolaron mi cuna. El vuelo de las tres aves sirvió para darme, entre graznidos, las previsiones que atarían mi destino.
De las tres aves que volaban sobre mí, una, la de color blanco, pero con un ala negra, me dijo que mi vida sería triste y anodina, infeliz y sin amor: uno más entre los seres que recorren su existencia de forma tan simple que su historia se escribe en una página en blanco.
De las tres aves, la segunda, la roja con un ala azul, me dijo que mi vida sería intensa y agradable, feliz y llena de sorpresas, amores y maravillas: un ser extraordinario de vida sublime en cada minuto que disfrutase de su paso por esta tierra de fantasías.
La tercer ave, azul toda ella y de ojos intensos y negros, esperó al silencio de las otras dos para graznar y decirme que cada palabra por mi dicha sería registrada en el Gran Libro, que cada gesto que yo hiciese sería tenido en cuenta por alguien que sólo aspiraba a ser mi Juez. Finalmente, ese tercer pájaro también me dio un consejo:
-¡Nunca te fíes de las aves que, esperando pacientemente, sobrevuelan tu cuerpo!
Borrachos nocturnos
Coro de borrachos que entonáis al negro techo de la noche callejera vuestros eructos derrotados...
Grupo de sucios perdidos en medio de la acera que a ninguna parte va...
Gentes de mirada ida y gesto desmedido y violento, inmotivado e inestable, siempre inoportuno y que evidencia el estado desesperado en el que os halláis...
Seres variopintos que os agolpáis bajo mi ventana en las noches vocingleras de prolongada fiesta...
Tened por buen seguro que reprimo el deseo de ceder a la presión de mi vejiga, que contengo a duras penas el ansia de vaciarla sobre vuestras encorvadas sombras ahí abajo.
Cierto día
Cierto día vi nubes rojas en el confín del cielo que el horizonte brindaba a mi vista. Los montes de formas redondeadas, bajos y verdes, enmarcaban la base del espectáculo de luz rojiza. Sobre ellos, y tras las nubes, el cielo enorme se extendía azul y luminoso. Entonces, de repente, al pronto, comencé a ver cada vez más... En un primer momento tan sólo aprecié que las nubes aumentaron la intensidad de su brillo, perdieron el rojo que las adornaba y se fundieron en el azul del fondo, después, en seguida, fue como si los verdes montes se retirasen hacia atrás y abajo, dejando un enorme hueco abierto para el celeste espacio, el cual pronto lo fue abarcando todo. Y cuando, asustado, miré en derredor mío, puede comprobar que el aire azul del cielo llenaba el espacio hasta el límite de mi vista. Poco después también noté la ausencia de la tierra bajo mis pies.
Fue aquel un día en el que mis ojos me hicieron el regalo de ver aquello para lo que no fueron creados.
Coincidencia para la muerte
Existen seres humanos que están dispuestos a matarme. Realmente están dispuestos a matar a cualquiera. Ya antes lo han hecho, pues he oído de sus sangrientas acciones. Ahora mismo, alguno de ellos, puede actuar con violencia sobre cualquiera de los que permanecemos vivos. Puede ser que tengamos algo que quieren o quizá nos tropecemos con ellos en un día que estén de mal humor. Lo cierto es que si llega el momento inoportuno, en el lugar preciso, aunque casual, que me encuentre con el ser iracundo que me enfrenta... se habrá desencadenando el acto legendario entre el cazador y la víctima. Y es que yo no soy violento, ni siquiera tengo reprimida la violencia en lo más oculto del cerebro. Yo nuca puedo ser el que da caza. Seré siempre el que recibe el navajazo, aquel que sufre el golpe en la nuca, al que le estallan junto a la cara los fuegos de la locura.
Él está ahí, esperando en un lugar cualquiera al lado de la carretera; se encuentra a la expectativa sin ni siquiera saberlo. Puede que ahora mismo haga planes para otras muertes, pero el momento que le enfrente a mí tan sólo está pendiente de la coincidencia de nuestros dos cuerpos en un lugar todavía indeterminado.
No es seguro que llegue ese instante. Tampoco tengo la certeza de que no llegue.
¿Qué ocurre?
Iba yo de viaje con mi vehículo. Viajaba sólo y entretenía el lento circular, a causa de varios camiones grandes y lentos que me precedían, mirando ahora el paisaje lateral a través de las ventanillas, después la trasera del camión de delante (Frutas Fulano) y más tarde, por el espejo retrovisor, los coches que llevaba detrás. Me fijé en la cara del conductor que iba tras de mí. También viajaba sólo, era delgado, su rostro parecía demacrado, de facciones angulosas y mofletes hundidos; sus ojos iban cubiertos por unas grandes gafas oscuras a pesar de ser un día nublado, y su boca mostraba un rictus amargo. Comencé a desviar la vista cada poco tiempo hacia el retrovisor y mirar a aquel individuo. Me imaginaba cosas terribles de él.
En un momento dado del viaje, la circulación se hizo más lenta aún si cabe. Un control policial era el motivo. La policía, apostada en un arcén de la carretera, había colocado señales para reducir la velocidad, barras en el suelo para obligarte a esa reducción, e iban mirando, o eso me parecía a mí, fijamente a todos los coches que pasaban, aunque no vi que detuviesen a ninguno de los tenía delante de mí. Enseguida deduje: "A éste que llevo detrás seguro que lo paran". En eso pensaba cuando un policía se pone delante de mi vehículo y me da el alto, después me indica la dirección del arcén. Mientras aparco donde se me ordena, veo que hacen señales al coche del sujeto mal encarado, que llevaba detrás, para que siga su camino y no se detenga. "¿Pero qué cara tengo yo para que resulte más sospechoso que aquel sujeto?", pienso mientras bajo la ventanilla y, con mi peor sonrisa, pregunto al policía que, arma en mano, se me acerca: "¿Qué ocurre?".
Yo no pienso cometer ningún delito, por tanto la ley está de mi parte. ¡Qué pensamiento tan sencillo! Es una forma de vida cómoda y simple. Es una filosofía fácil de entender y de asumir. Puede ser el principio de la felicidad. Lástima que para poder llevarla a cabo sea necesario suprimir a todos los que no están de acuerdo con ella. Para eso cuento con la ley misma.
He denunciado al que aparcó su coche en doble fila, al que me devolvió dinero de menos en el cambio tras en una compra, al que me vendió de menos en el peso de un kilogramo de carne, al que me insultó por denunciarle por el mal aparcamiento de su coche, al que pintó su puerta de color distinto del resto de vecinos, al que arrojó basura ante mi puerta, al que mendigaba en la calle donde vivo, al que fumaba jachís en el bar de la esquina, al que producía un ruido insoportable con su motocicleta, al vecino que tenía el sonido de la tele muy elevado, al que se sentó en el capó de mi coche, al borracho que encontré tendido en la acera, al camarero que vendió una mezcla de ginebra y refresco a un menor de 18 años, a dos niños que estaban fumando, a un señor que arrojó un papel al suelo, a una mujer que hablaba en voz alta en la biblioteca, a un joven que pintaba con un bote de espray en una pared, a un policía que no detuvo a un coche que me adelantó excediendo el límite de velocidad, al coche que me adelantó tan rápido (y del que tomé la matrícula), a la compañía telefónica por cobrarme demás, a la compañía de la luz por cobrarme de menos, otra vez a mi vecino por persistir en su empeño de poner el volumen de la televisión muy alto, a un vendedor ambulante al que pedí la licencia de venta y no me la mostró, a cinco individuos que estaban cantando y gritando como locos bajo mi ventana, a la taquillera de un cine por no tener cambio de un billete grande y negarse a venderme el tíquet correspondiente para ver la película, al mecánico del taller de coches que no me dio la factura correspondiente tras la reparación de mi vehículo, a la compañía de transporte publico por hacerme caer, en el interior de un autobús, tras un frenazo brusco, a un señor que estaba fumando en una zona para no fumadores…
En fin, creo que contribuyo a que la vida sea más fácil para todos aquellos que seguimos los dictados de la ley, ¿no les parece? No tengo muchos amigos, es cierto; pero debe de ser porque aún no me conocen. Quien respeta la ley no puede ser una mala persona, ¿no creen?
¿Estoy vivo?
A veces sospecho que he perdido la vida, pero no puedo estar seguro. Si me preguntan, no sé decir con seguridad si estoy vivo o muerto. Ya sé que se me dirá que si hablo (o escribo, da igual) es que no he muerto aún, pero es que tampoco puedo afirmar que yo esté hablando o escribiendo. Si soy sincero, creo que sois vosotros, los que oís y leéis, quienes me dais vida, y por eso hablo o parece que hablo (o escribo, que es lo mismo). No quiero levantaos dolor de cabeza, no deseo que perdáis un minuto de vuestro valioso tiempo con mis dudas, pero ya que me escucháis, o leéis, me creo con derecho a seguir hablando y escribiendo.
Lo que está claro es que cuando todos decidáis dejar de escucharme y leerme sabré, por fin, si estoy muerto o no, pues mi pervivencia no dependerá de vosotros, sino sólo de mí, y si yo no existo sin vuestro pensamiento... pues será que estoy muerto. ¿Es todo esto muy complicado para alguno de mis oyentes y lectores? Bueno, para mí sí es difícil de asimilar, al fin y a cabo me va la vida en ello, así que no puedo tomarlo a la ligera y no me resulta fácil pensar con frialdad. ¿Lo comprendéis? Tampoco quiero ofender a nadie, pues pudiera ser que gracias a cada uno de vosotros yo siga con vida.
Lo que tengo por cierto es que mientras continúe hablando (escribiendo, es lo mismo) y alguien me escuche (me lea, es igual), yo seguiré con vida (al menos para quien me escuche o lea). Pero a pesar de que de momento todo va bien, de que me leéis y me oís y parece agradaos, no puedo evitar que me corroa la duda sobre mi existencia. Es que habréis de comprender lo poco grato que es suponerse sólo vivo en vosotros y para vosotros...
¡Cuidado!, alguno sé que no me está comprendiendo, incluso me parece que se aburre y en cualquier momento dejará de prestarme atención; eso es algo que temo y deseo a un tiempo, pues significará morir un poco, quiero decir que si alguien abandona mi lectura y deja de oírme y por tanto yo desaparezco de su mente, entonces podré saber si existo fuera de vosotros.
¡Qué profundo y angustioso dilema! Por un lado temo la comprensión de mi muerte si todos ignoráis mi letra o mi voz, y por otro, deseo saber si puedo prescindir de los lectores para seguir vivo.
Ten en cuenta, y esto te lo digo sólo a ti, que cuando no me leas (o escuches) y me olvides, para ti yo habré muerto y para mí mismo quizá también, si eras el único... pero eso nunca lo sabrás.
Ojos de gato
Ojos de gato negro reflejan el misterio de la noche que la magia trasmuta en luz. Ojos que en su brillo agudo definen el miedo de corazones inseguros, que ven, más allá de las tinieblas, lo que al otro lado de la oscuridad con celo se oculta y amenaza.
Ojos de gato negro que algunas personas poseen, antaño alimento de la hoguera y que ahora aún inspiran desconfianza. Seres silenciosos de mirada fría, que parecen reflejar en su pupila algo distinto de lo que miran. Ojos a los que el día parece dañar y que en la noche cobran vida con un brillo plateado y lunar. Con su silencio y misterio, la belleza y una gota de maldad, asombran e intimidan, atraen e inquietan al incauto que los admira.
Hospital
Velé a mi abuelo la larga noche antes de su muerte. Ninguno de los dos habló en aquellas inmensas horas de dolor y miedo. De aquel tiempo interminable, sólo me quedan estos pensamientos:
“Blancas paredes pulcras rodean el dolor de tu enfermedad y te aíslan y encierran en claustro de limpia soledad.
La muerte que te acecha, tratada por expertas manos frías, pierde su gran misterio, y es reducida al simple hecho de una cama finalmente vacía.
Tu cuerpo, expresión máxima de milenios de inútil evolución, es roto y es cosido y limpiado, vaciado y llenado como odre de escaso valor. Tu cuerpo, expresión máxima del calor que alguna vez tuve, es palpado, apretujado, puesto en duda con gestos de disgusto. Y todas sus funciones, siempre naturales, desde el agua que recibe el estómago hasta la que vacía tu vejiga, son controladas y puestas en entredicho por gentes que dominan tu dolor.
Aislado de todo, incluso de tu propio ser, pues ya ni me sientes a tu lado ni te recuerdas a ti mismo, te sometes a la conjura de pequeños dioses que esta noche van ha decidir el límite de tu cuerpo.”
Aléjate un tiempo, pero no mires la maravilla que te rodea durante el viaje. Piensa tan sólo en el regreso. A quien te hable, mírale torvo sin responder. Finalmente, a la mujer que se acerque con voz dulce, dile que su contacto es frío.
Cuando regreses no recuerdes nada. A quienes te pregunten por tu ida dales la espalda, pero antes haz un gesto despectivo. A la mujer que aguardó tu vuelta dile que has olvidado su nombre, que en la distancia sólo pesabas en ti mismo.
Una vez en tu casa, solo y en la penumbra de la sala más pequeña, cierra bien la puerta y las ventanas, apaga todas las luces menos una pequeña vela. Siéntate en el suelo y niégate a soñar mientras pierdes la mirada en las tinieblas de una esquina.
Entonces llegará la noche y, desde la calle, los amigos te llamarán asustados. Ignóralos. Y cuando sea la dulce amante, que superando el dolor y el daño, te llame, concentra tu atención toda en la vela y sus sombras raras sobre las paredes y sigue guardando silencio.
Tras el paso del tiempo, y una vez que todos te han abandonado, sal a hurtadillas y siéntate al amanecer en medio de la calle. Comprobarás, durante el transcurso del día y hasta que la noche llegue, que todos te ignoran, y en sus ojos notarás la mirada oblicua de quien te desprecia.
Por fin, el silencio será tu única compañía y la soledad tu fiel amante.
Así alcanzarás el más infeliz de los egoísmos.
El niño quedó maravillado. Era la primera vez que le ocurría, o al menos la primera que él recordase. Era como cosa de magia, pero magia que a él le sucedía y que él mismo parecía provocar. ¡Y todo era tan simple! Primero leía un poco de aquel libro, después cerraba los ojos… ¡y veía en su cabeza lo mismo! Fuese lo que fuese, ya castillos, caballos, soldados antiguos de armaduras muy brillantes, todo lo que leía, después, al cerrar los ojos, lo tenía él dentro, lo veía como si fuera real. Era cosa de magia, sin duda, pero tan fácil y maravilloso que el niño no podía dejar de leer y, al poco, cerrar los ojos para imaginar.