LOS CAMINOS DE DIOS SIEMPRE SON LOS MEJORES

por el H.Aureliano Brambila de la Mora

La vida de Marcelino se iba deslizando a gusto en aquella hermosa aldehuela de la comarca de Marlhes. Todo iba viento en popa. Las cosas iban saliendo como a él le gustaban. Bueno, aunque no todas. Pero, en fin, qué más podía pedirse: Gozaba del cariño de sus padres, especialmente del materno ¿No era el benjamín de la familia? Esto siempre acarrea ventajas afectivas. Y su padre, pues era un hombre que sonaba. ¿No había ocupado varios cargos públicos? Era poseedor de una habilidad política innata; y por sus ideas sociales era un hombre de su tiempo. Era el número uno, bueno, tal vez el número dos, de toda aquella región.

Personalmente a Marcelino cualidades físicas no le faltaban. Tenía un cuerpo sano y bien proporcionado. Ya se perfilaba en su porte el hombre alto y fuerte que sería más tarde. En cuanto al aspecto religioso de su vida, las cosas marchaban con normalidad. Su mamá y su tía, ayudadas por el Sr. Cura, atendían con creces ese renglón. Marcelino había hecho su primera comunión y era muy devoto de María. Y luego, en sus prácticas dominicales, pues, ahí estaba, siempre. ¿Qué más se le podía pedir en esta línea? En medio de tanta belleza, había sin embargo, un pequeño grande bache en su vida. Intelectualmente, aunque de una inteligencia natural muy avispada, andaba mal, bastante mal, -por no decir, demasiado-, en cuestión de estudios. Por decisión propia, ante dificultades iniciales encontradas, había eliminado los libros de su horizonte: Así de sencillo. Y a sus padres no les había quedado más remedio que aceptarlo. Su porvenir se centraría en ser un buen granjero, ¡sí, señor! Habilidades para esto no le faltaban. El capitalito que en breve tiempo logró amasar demostrará su olfato para los negocios y su capacidad para la organización, pues hasta uno de sus hermanos entrará en sociedad con él.

¿Qué iba a ser Marcelino con su vida? Bueno, pues lo mismo que hacían todos los de alrededor: crecer, ganar dinero, comprar casas y terrenos.... y luego, claro está, casarse con un linda chica y formar una familia. Y todo ello dentro de una religión bien llevada, ¡sólo eso faltaba! Pero, por ahí, en el verano de 1803, llegó un sacerdote al alejado caserío del Rosey. Traía, sin darse cuenta él mismo, un mensaje muy personal y cariñoso de Jesús a Marcelino: “Déjalo todo, y ven y sígueme”. Y Marcelino lo alcanzó a escuchar, y en su corazón escribió la respuesta al mensaje, y con tinta indeleble: “Seré sacerdote puesto que Dios lo quiere”.

Y de ahí en adelante, ya nada será lo mismo. Ahora vemos que aquel muchacho que por una decisión unilateral y algo precipitadilla (que algunos hoy tal vez llamarían capricho) dejó los libros; ahora, contra viento y marea, se va a dedicar a ellos. Su cuñado, el profesor Arnaud, hombre experimentado en cuestión de alumnos, después de un año de clases particulares tratará de hacerlo entrar en razón: “Mira, Marcelino, qué tal si mejor vuelves a tus corderitos, eh?..” Y sus hermanos, y sus padres: “¿No habías decidido dejar todo lo relacionado con la escuela y los libros? Pues ahora vive las consecuencias de aquella tu decisión que en casa te habíamos aceptado (tolerado?). Te estaba yendo muy bien. Sácale, pues, fruto a tus habilidades prácticas. Olvídate de esto último que pasó en el verano de 1803, es sólo una ilusión. Dios no puede llamar a alguien así”.

Nada, todo es inútil: las decisiones se toman y se mantienen a la medida de los ideales. Marcelino está entrando por un nuevo camino que da al traste con muchos de su paradigmas anteriores. Ahora va a estudiar, y a estudiar mucho. Y posteriormente, (aunque eso aún todavía no lo sabe) hasta llegará a fundar un Instituto cuyo apostolado principal será el de la educación en la escuela. ¡Y todo esto en alguien que había eliminado las letras de su horizonte vital!...

Nuestro Marcelino había empezado a caminar en la vida el 20 de mayo de 1789. Al final de sus días habrá realizado muchas cosas y muy importantes. Había hecho de su existencia algo que nunca había entrado en sus planes. Sí, Marcelino, en su lecho de muerte, y ya a las puertas del cielo, podía muy bien sonreír sobre aquellos sus ideales de niño: “Venderé muchos corderitos, seré rico, y luego...” Aquel 6 de junio de 1840, cerró sus ojos, tranquilo, sintiéndose rodeado de una gran familia de Hermanos, y sabiendo que muchos niños aprendían en sus escuelas a amar a Jesús y a María, y a hacerse poco a poco buenos cristianos y buenos ciudadanos...

Sí, definitivamente, ¡los caminos del Señor habían sido, una vez más, los mejores!.... Moría feliz de haberlos recorrido.

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