HOMILÍA de Juan Paulo II durante la misa de canonización, 18 de abril de 1999
«Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24, 30-31).
Acabamos de escuchar estas palabras del evangelio de san Lucas, que narran el encuentro de Jesús con dos de sus discípulos en camino hacia la aldea de Emaús, el mismo día de su resurrección. Ese encuentro inesperado alegra el corazón de los dos viandantes desconsolados, y les devuelve la esperanza. El evangelio dice que, después de reconocerlo, «al momento se volvieron a Jerusalén» (Lc 24, 33). Sentían necesidad de comunicar a los Apóstoles «lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24, 35).
Del encuentro personal con Jesús brota, en el corazón de los creyentes, el deseo de dar testimonio de él. Es lo que sucedió en la vida de los tres nuevos santos, a quienes hoy tengo la alegría de elevar a la gloria de los altares: Marcelino Benito Champagnat, Juan Calabria y Agustina Livia Pietrantoni. Abrieron sus ojos a los signos de la presencia de Cristo: lo adoraron y acogieron en la Eucaristía, lo amaron en sus hermanos más necesitados, y reconocieron las huellas de su designio de salvación en los acontecimientos de la existencia diaria.
Escucharon las palabras de Jesús y cultivaron su compañía, sintiendo arder su corazón en el pecho. ¡Qué fascinación tan indescriptible ejerce la presencia misteriosa del Señor en los que lo acogen! Es la experiencia de los santos. Es la misma experiencia espiritual que podemos hacer nosotros, peregrinos por los caminos del mundo hacia la patria celestial. El Resucitado también sale a nuestro encuentro con su palabra, revelándonos su amor infinito en el sacramento del Pan eucarístico, partido para la salvación de toda la humanidad. Que los ojos de nuestro espíritu se abran a su verdad y a su amor, como sucedió con Marcelino Benito Champagnat, Juan Calabria y Agustina Livia Pietrantoni.
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?». Este deseo ardiente de Dios que tenían los discípulos de Emaús se manifestó vivamente en Marcelino Champagnat, que fue un sacerdote conquistado por el amor de Jesús y de María. Gracias a su fe inquebrantable, permaneció fiel a Cristo, incluso en medio de las dificultades, en un mundo a menudo sin el sentido de Dios. También nosotros estamos llamados a fortalecernos con la contemplación de Cristo resucitado, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.
San Marcelino anunció el Evangelio con un corazón ardiente. Fue sensible a las necesidades espirituales y educativas de su época, especialmente a la ignorancia religiosa y a las situaciones de abandono que vivía particularmente la juventud. Su sentido pastoral es ejemplar para los sacerdotes: llamados a proclamar la buena nueva, también deben ser verdaderos educadores para los jóvenes, que buscan un sentido a su existencia, acompañando a cada uno en su camino y explicándoles las Escrituras. El padre Champagnat es, asimismo, un modelo para los padres y los educadores: les ayuda a contemplar con esperanza a los jóvenes y a amarlos con un amor total, que favorece una verdadera formación humana, moral y espiritual.
Marcelino Champagnat nos invita, además, a ser misioneros, para dar a conocer y hacer amar a Jesucristo, como lo hicieron los Hermanos Maristas incluso en Asia y Oceanía. Con María como guía y Madre, el cristiano es misionero y servidor de los hombres. Pidamos al Señor un corazón tan ardiente como el de Marcelino Champagnat, para reconocerlo y ser sus testigos.
«Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos» (Hch 2, 32).
«Todos nosotros somos testigos»: el que habla es Pedro, en nombre de los Apóstoles. En su voz reconocemos la de los innumerables discípulos, que a lo largo de los siglos han hecho de su vida un testimonio del Señor muerto y resucitado. A este coro se unen los santos canonizados hoy. Se une don Juan Calabria, testigo ejemplar de la Resurrección. En él resplandecen la fe ardiente, la caridad genuina, el espíritu de sacrificio, el amor a la pobreza, el celo por las almas y la fidelidad a la Iglesia.
En este año dedicado al Padre, que nos introduce en el gran jubileo del año 2000, estamos invitados a dar el máximo relieve a la virtud de la caridad. Toda la vida de Juan Calabria fue un evangelio vivo, rebosante de caridad: caridad hacia Dios y caridad hacia sus hermanos, especialmente hacia los más pobres. La fuente de su amor al prójimo eran la confianza ilimitada y el abandono filial con respecto al Padre celestial. A sus colaboradores solía repetir las palabras evangélicas: «Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33).
El ideal evangélico de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los humildes, los enfermos y los abandonados, impulsó también a Agustina Livia Pietrantoni a las cumbres de la santidad. Sor Agustina, formada en la escuela de santa Juana Antida Thouret, comprendió que el amor a Jesús exige el servicio generoso a los hermanos. En efecto, en su rostro, especialmente en el de los más necesitados, resplandece el rostro de Cristo. «Sólo Dios» fue la «brújula» que orientó todas sus opciones de vida. «Amarás», el mandamiento primero y fundamental, puesto al comienzo de la «Regla de vida de las Hermanas de la Caridad», fue la fuente inspiradora de los gestos de solidaridad de la nueva santa, el impulso interior que la sostuvo en su entrega a los demás.
En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados «no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha» (1 P 1, 19). La certeza del valor infinito de la sangre de Cristo, derramada por nosotros, indujo a santa Agustina Livia Pietrantoni a responder al amor de Dios con un amor igualmente generoso e incondicional, manifestado mediante el servicio humilde y fiel a los «queridos pobres», como solía repetir.
Dispuesta a cualquier sacrificio, testigo heroica de la caridad, pagó con su sangre el precio de la fidelidad al Amor. Que su ejemplo y su intercesión obtengan al instituto de las Hermanas de la Caridad, que celebra este año el bicentenario de su fundación, un nuevo impulso apostólico.
«Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída» (Lc 24, 29). Los dos viandantes, cansados, pidieron a Jesús que se quedara con ellos en su casa para compartir su mesa.
Quédate con nosotros, Señor resucitado. Ésta es también nuestra aspiración diaria. Si tú te quedas con nosotros, nuestro corazón está en paz.
Acompáñanos, como hiciste con los discípulos de Emaús, en nuestro camino personal y eclesial.
Ábrenos los ojos, para que sepamos reconocer los signos de tu presencia inefable.
Haz que seamos dóciles a las inspiraciones de tu Espíritu. Aliméntanos todos los días con tu Cuerpo y tu Sangre, pues así sabremos reconocerte y te serviremos en nuestros hermanos.
María, Reina de los santos, ayúdanos a poner en Dios nuestra fe y nuestra esperanza (cf. 1 P 1, 21).
San Marcelino Benito Champagnat, san Juan Calabria y santa Agustina Livia Pietrantoni, ¡rogad por nosotros!
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