PATRIMONIO
ESPIRITUAL MARISTA
TESTIMONIOS
MAYORES
HERMANO
SILVESTRE
CEPAM
2000
GUADALAJARA,
JAL
MEXICO
Crónicas
Maristas
IV
Memorias
Vida del
P. Champagnat
H. Silvestre
Presentación
Con el “Abrégé des Annales” del
Hermano Avit, he aquí otro documento de familia: la Biografía del Fundador
escrita por el Hermano Silvestre. Estas dos obras constituirían, con la del
Hermano Juan Bautista, nuestros tres Sinópticos.
1. EL AUTOR
· Juan Félix
Tamet, nacido en Saint-Étienne (Loire, Francia) el doce de enero de mil
ochocientos diecinueve.
· Entra en
el noviciado de El Hermitage el doce de marzo de mil ochocientos treinta y uno.
· Toma el
hábito el quince de agosto de mil ochocientos treinta y uno.
· Recibe, a
petición propia, como consta en sus “Cuadernos”, el nombre de un Hermano joven
que había muerto poco antes: Hermano Silvestre.
· Hace la
primera profesión (por tres meses) el ocho de septiembre de mil ochocientos
treinta y dos.
· Obtiene el
“brevet” en Grenoble el ocho de abril de mil ochocientos treinta y nueve.
· Hace la
profesión perpetua el trece de septiembre de mil ochocientos cuarenta y tres.
· Muere en
Saint-Genis-Laval el dieciséis de diciembre de ochocientos ochenta y siete.
II. LOS “CUADERNOS”
· A) En mil
ochocientos ochenta y seis, ochenta y siete, el Hermano Silvestre redacta once
cuadernillos que se dividen como sigue:
· 1. Un
resumen de la Vida del padre Champagnat en forma de documentos que pueden
servir para la introducción de su causa...: 6 cuadernillos, 220 páginas.
· 2. Una
conclusión o panorámica de la Congregación....: 1 cuadernillo, 30 páginas.
· 3. Un
apéndice: relaciones del Hermano Silvestre con el padre Champagnat: virtudes
del Padre Champagnat y algunas notas...: 4 cuadernillos, 132 páginas.
· B) El caso
del duodécimo cuadernillo.Existe también un duodécimo cuaderno que se titula
“Pequeño Apéndice a la Vida del Padre Champagnat”, en dos volúmenes en dozavo,
primera parte, 91 páginas.
· 1. Lo
publicamos a continuación de los once cuadernillos denominándolo: “Cuaderno
Independiente”(C.I.), manteniendo también independiente su paginación.
· 2. Este
cuaderno está mucho más deteriorado que los otros, sin duda por haber sido muy
utilizado.
· 3. Su
título indica que pretende ser un apéndice a la "Vida" escrita por el
Hermano Juan Bautista, treinta años antes.
· 4. Repite
mucho los elementos de los otros once cuadernos, aunque con diferencias, por lo
que nos hemos decidido a reproducir el texto íntegro.
· 5. La
indicación "Primera Parte induce a pensar que tenia intención de escribir
otras parte, que no han llegado hasta nosotros" han llegado bajo la forma
de los once cuadernillos?).
· 6. Este
Cuaderno Independiente tiene trazas de ser anterior a los otros once. Las
manifiestas muestras de deterioro permiten deducir que ha sido muy utilizado y,
por tanto, que ha debido de ser escrito como respuesta a la Circular del dos de
febrero de mil ochocientos ochenta y seis en la que el Rvdmo. Hermano Teófano
decía: "Ruego a los Hermanos que han tenido la dicha de conocer al padre
Champagnat... que pongan por escrito lo que saben de él".
Se puede admitir la siguiente
hipótesis:
El Hermano Silvestre,
relativamente culto (fue profesor en el Escolasticado), redacta el “Pequeño
Apéndice” con vistas a la introducción de la Causa del Padre Champagnat. Este
cuaderno circula entre los que han conocido al Fundador, pero que no sabrían
escribir adecuadamente sus recuerdos. Mientras tanto, el Hermano Silvestre se
pone a redactar con más detalle sus recuerdos (los otros cuadernos).
En los once cuadernos nunca hace
alusión al “Cuaderno Independiente”; sin embargo, un detalle (el número de
niños en nuestras escuelas: ochenta mil ochocientos veinte, en mil ochocientos
ochenta y seis) que consta en los once cuadernos, no se menciona en el texto
paralelo (página cuarenta y tres) del Cuaderno Independiente. Cuando en la
visión del señor Pompallier, la Sociedad de María es llamada "el ejército
que Dios ha reservado", en el Cuaderno Independiente (página cincuenta y
cinco), en los "once cuadernos" se le denomina "uno de los ejércitos
de élite" (página doscientos cincuenta y ocho). Muy probablemente se ha
sugerido al Hermano Silvestre una corrección que él ha hecho en los "once
cuadernos".
III. FIDELIDAD AL TEXTO
Esta edición se mantiene fiel al
texto, aunque sin el rigor de las ediciones críticas.
El Hermano Silvestre comete pocas
faltas de ortografía, y éstas afectan únicamente a la concordancia o al acento
circunflejo en el imperfecto de subjuntivo. Escribe de prisa, deja acá y allá
huecos en blanco para los nombres propios que son anotados después a lápiz; a
veces tacha para corregir el estilo; detalle que no hemos querido señalar.
Parece normal, en efecto, que las correcciones a lápiz sean todas suyas, aunque
afirmarlo sería un tanto arriesgado.
Por tanto, no nos ha parecido
adecuado reproducir las faltas de ortografía, que irritarían al lector no
especializado y no tendrían posterior utilidad. Así pues, la ortografía es una
ortografía corregida. A veces hemos señalado con una nota tendencias tales como
la de dejar en singular un verbo que tiene varios sujetos en singular, porque
se trataba, en este caso, de una costumbre más que de una negligencia.
En cuanto a la puntuación, hemos
adoptado el uso actual.
Hemos puesto con mayúscula las
palabras: Congregación, Instituto, Orden, Hermano, Provincia, cuando se
refieren a los Maristas.
Hemos mantenido los barbarismos y
regionalismos, así como el empleo defectuoso de palabras (otorgar por asentir),
pero sin llamar la atención con una nota, salvo en algunos casos en que se
hacía más necesario. A veces ponemos entre paréntesis las palabras que faltan,
para que la frase tenga sentido. Hemos conservado las abreviaturas que emplea
el Hermano Silvestre y los títulos de los capítulos, incluso cuando resultan
largos.
La paginación del original se
señala en el margen.
Las notas explicativas o de
rectificación van al final del volumen y remiten a las páginas de los
cuadernos. En la página donde una palabra necesite aclaración, se hallará al
lado de la palabra. Las referencias a las páginas del Cuaderno Independiente
van precedidas de (C.I.).
Al final del volumen se hallará
también un índice de Materias.
PRIMERA
PARTE
Resumen de la vida del padre
CHAMPAGNAT bajo la forma de documentos que pueden servir para la introducción
de su causa.
Esta vida incluye, además, bajo el
nombre de conclusión, una panorámica sobre el estado actual de la Congregación
y un apéndice suplementario.
1886-1887
Saint-Genis-Laval
INTRODUCCIÓN
Al redactar la vida del Padre
Champagnat en forma de documentos, he evitado, en general, transcribir el texto
de ciertas citas, ya a causa de su amplitud, ya porque no es posible
reproducirlas íntegramente, por tratarse sólo de un simple recuerdo.
Me he contentado con dar un
resumen de lo más importante de las mismas. Tal vez se estime que los últimos
momentos de la vida de nuestro Venerado Fundador y otros hechos estén relatados
con más detalle de lo que conviene a nuestro resumen, pero esta prolijidad se
debe al hecho de que yo mismo he sido testigo de lo que relato o de lo que he
oído a testigos presenciales. Se debe comprender también que una vida escrita
de este modo no provocaría el mismo interés ni presentaría la elegancia de
estilo que dan las citas textuales, los hechos más detallados y las reflexiones
más extensas.
Aparte de esto, se encontrará,
creo, lo más sobresaliente y edificante de la vida del Venerado Padre.
PRÓLOGO
Permítaseme, antes de comenzar
esta vida abreviada del padre Champagnat, indicar las fuentes de las que me he
servido. Helas aquí, aunque sin entrar en detalles.
1º. Mis recuerdos de los nueve
años vividos bajo la obediencia del Venerado Padre, es decir, desde mil
ochocientos treinta y uno hasta mil ochocientos cuarenta.
2º. Las conversaciones que mantuve
con Philippe Arnaud, uno de sus sobrinos, carpintero de profesión, nacido en la
parroquia de Saint-Sauveur (Loire); permaneció bastantes años en El Hermitage,
trabajando en su oficio bajo la supervisión del Padre Champagnat, del que fue
confidente en muchos asuntos importantes.
3º. Mis frecuentes relaciones con
el Hermano Estanislao, del que fui ayudante durante casi un año. Este buen
Hermano, cuyo nombre de pila era Claudio Fayolle, nacido en Saint-Médard
(Loire), que ingresó en la Congregación en mil ochocientos veintidós, cuando
ésta no contaba con más de cinco o seis miembros, ha sido siempre, hasta la
muerte del Venerado Padre, su consuelo y su brazo derecho. Sé por él mismo que,
en momentos de expansión íntima, nuestro Fundador le reveló asuntos
confidenciales, o relativos a su familia, y otros, muy particulares, relativos
a la Congregación, de los que sólo él ha tenido conocimiento.
4º. Los relatos del Hermano Juan
Bautista, llegado a la Congregación aproximadamente un mes después que el
Hermano Estanislao. Se que el padre Champagnat le consultaba a menudo porque
reconocía en él un gran juicio, un raro talento para conocer los caracteres y
dirigir las clases. Fue durante varios años mi Hermano Asistente y, antes de
desempeñar este cargo, fui enviado, como ayudante suyo, al Hermitage por el
Padre Champagnat para dar clase a los Hermanos estudiantes.
5º. El querido Hermano Francisco,
primer Superior General y sucesor del Padre Champagnat; los Hermanos Mayores
saben que el querido Hermano Francisco, tras haber presentado su dimisión, se
retiró al Hermitage, donde ejerció durante varios años las funciones de
Director de la casa; ahora bien, por aquella época era yo profesor allí, y
recuerdo que nos hablaba del padre Champagnat en toda ocasión.
6º. El querido Hermano Luis María,
con el que hice mi noviciado; luego fue mi Director en la Côte-Saint-André
durante varios años; mereció, por su piedad y capacidad, ser llamado por el
Padre Champagnat para ayudarle en el gobierno de la Congregación, de la que fue
el segundo Superior General.
7º. En fin, los relatos de los
Hermanos Mayores que vivieron largo tiempo con el padre Champagnat y de los que
más de cuarenta viven todavía. Los citaré algunas veces, en general, porque sus
nombres se han borrado de mi memoria.
8º. Otras personas no
pertenecientes a la Congregación.
9º. Lo que de él nos cuenta la
tradición.
Por lo demás, personalmente estoy
de tal modo convencido de la verdad de lo que expongo en este escrito, que
creo, en conciencia, poder afirmarlo bajo juramento, si no la forma, sí, al
menos, el fondo
C A P I T U L O I
Juventud del Padre Champagnat
1º. Cuantos conocieron al Padre
Champagnat saben, en general, que nació en Marlhes, parroquia de la diócesis de
Lyon, en el pueblo de Rosey, el veinte de mayo de mil setecientos ochenta y
nueve. Enviado a este municipio por el propio Padre Champagnat para dar clase,
tuve la dicha de visitar, no solamente la aldea de Rosey, sino también de
entrar en la casa paterna del Venerado Padre, que, en aquella época, pertenecía
todavía, según creo, a algunos miembros de su familia. Recuerdo que se decía,
hablando de él, que era el más joven de los Champagnat y que su familia era de
las más honorables de la región, muy piadosa, sin ostentación, y muy amante del
trabajo. Existía entonces el molino que explotaban y sé que funciona todavía
hoy.
1º. Fue el día de la Ascensión del
Señor, como él mismo nos lo decía, cuando tuvo la dicha de recibir el Bautismo
que le hizo hijo de Dios y de la Santa Iglesia, Nuestra Madre -ésta era la
expresión de la que se servía casi siempre para nombrarla-. Por lo cual, ese
día hacía celebrar en el Hermitage, con la mayor solemnidad posible, todos los
oficios de esta fiesta. Me parece verlo todavía en este día, radiante de
alegría y de dicha, sobre todo cuando celebraba el Santo Sacrificio del altar.
3º. Philippe Arnaud me ha contado,
y me lo ha repetido el querido Hermano Estanislao que, estando todavía en la
cuna el pequeño Marcelino-José-Benito -éstos son los nombres que recibió en el
Bautismo-, su piadosa madre había visto, varias veces, salir del pecho de su
hijo como una especie de llama que, primero daba vueltas en torno a su cabeza,
después se elevaba, iluminaba durante algún tiempo la habitación y luego se
desvanecía, presagio, sin duda, del celo ardiente que, abrasando su corazón,
haría de él, más tarde, el jefe de una gran familia religiosa que, como él,
inflamada por la salvación de las almas, llevaría la antorcha de la fe a las
regiones más lejanas.
4º. El Hermano Estanislao me dijo
en varias ocasiones que el Padre Champagnat le hablaba a menudo de su piadosa
madre y de su virtuosa tía y que, incluso en su lecho de muerte, se alegraba
pensando que pronto tendría la dicha de verlas, así como a todos los buenos
Hermanos a los que Dios había concedido la gracia de perseverar en la vocación.
En diversas circunstancias, el Venerado Padre le había contado que esta piadosa
tía, antigua religiosa expulsada del convento durante la Revolución, le
enseñaba las oraciones, le hacia recitar el catecismo y le había inspirado una
gran devoción a la Santísima Virgen.
5º. Su madre y su tía, viendo en
él las más felices disposiciones para la virtud, pusieron particular empeño en
proteger su inocencia, inspirándole el horror al mal y formándolo en las
prácticas de la vida cristiana.
No recuerdo que el Hermano Estanislao
me haya hablado de la intervención de su padre en la educación religiosa del
pequeño Marcelino, porque, sin duda, estaba absorbido por los negocios
temporales; lo que sí sé es que era muy habilidoso y que, en caso de necesidad,
hacía un poco de todo.
De él aprendió el Venerado Padre
la carpintería y los otros trabajos manuales que más tarde le serían tan
útiles. (Cuántas veces he visto al Padre Champagnat en el Hermitage, a ejemplo
de su santo patrono San José, garlopa en mano, reparar muebles, colocar
entarimados, etc., y, sobre todo, construir con la destreza de un buen obrero.
6º. Es cierto, según la tradición,
que el joven Marcelino pasó los primeros años en gran inocencia y que hizo la
primera comunión con tal piedad que edificó a toda la parroquia de Marlhes.
Aunque su madre y su tía le dieran
algunas lecciones de lectura, juzgaron, no obstante, que debían enviarlo con un
maestro de escuela; pero él, desanimado al ver los malos procedimientos de
éste, lo abandonó y no se dedicó más que a ayudar a sus padres en los diversos
trabajos, sin pensar en abrazar ningún otro género de vida.
7º. Como por entonces había una
gran escasez de sacerdotes en la diócesis de Lyon a causa de la Revolución, que
los había diezmado o dispersado en gran número, se ordenó a los señores curas
de la diócesis que reclutaran, en sus parroquias respectivas, jóvenes idóneos
para esta sublime vocación.
Por entonces atendía a la
parroquia de Marlhes el señor Allirot, dignísimo eclesiástico, del que todavía
se hablaba cuando yo estaba en esta comunidad; fue el fundador de nuestro
establecimiento. Lo sustituyó el señor Duplay[1], superior
del seminario mayor de Lyon, en el que había reemplazado al señor Gardette,
confesor de la fe durante la Revolución. Bajo la dirección de este venerable
sacerdote estudió el Venerado Padre la Teología; más tarde se convirtió en su
Director extraordinario y amigo íntimo. Gracias a sus consejos pudo triunfar el
padre Champagnat de una seria dificultad que amenazaba con aniquilar la
naciente Congregación, y de la que trataremos más adelante.
Pero volvamos a nuestro Venerado
Padre. Cierto día, un enviado del seminario mayor, oriundo de Marlhes en donde
pasaba las vacaciones, se dirigió al señor Allirot, de parte del señor Courbon,
entonces Vicario mayor y amigo íntimo del señor cura, y le preguntó si no sabía
de algún joven de la parroquia que quisiera estudiar el latín. Este le
respondió, al principio, negativamente, pero luego, pensándolo mejor, le dijo:
"hay en la aldea de Rosey una familia con varios hijos muy formales. Vaya
allí y vea usted". Pasó por allí, efectivamente, y convenció al más joven,
el pequeño Marcelino, para que se hiciera sacerdote, pues la inocencia, el
candor y, sobre todo, la franqueza de este niño le habían complacido singularmente.
Una vez tomada esta decisión, para
él irrevocable, el joven Marcelino puso inmediatamente manos a la obra, aunque
sus padres parecían oponerse, en vista de su poca afición y falta de aptitudes
para el estudio.
8º. Él mismo comprendió que no sabía
leer ni escribir lo suficientemente bien como para estudiar latí, por lo que
pidió a sus padres que le enviaran, durante un año, a casa de uno de sus
cuñados, maestro en Saint-Sauveur, y así lo hicieron.
Pero éste, al comprobar la poca
memoria y los escasos progresos de su sobrino[2], intentó
disuadirlo de sus proyecto. Pero Marcelino había reflexionado y decidido,
definitivamente, su vocación. Desde entonces, ya nada ni nadie habría podido
impedirle seguir su camino. Abandonó, pues, la vida del campo, se portó de un
modo aún más edificante que anteriormente y, sobre todo, intensificó su
devoción a la Santísima Virgen recitando todos los días el rosario. Por esta
época, y después de haber pasado un año en casa de su tío[3], fue
cuando ingresó, en octubre de mil ochocientos cinco, en el seminario menor de
Verrières, cerca de Montbrison.
9º. Muchas veces oí decir que no
obtuvo grandes éxitos al principio, que incluso se pensaba en devolverlo a su
casa por juzgarlo desprovisto de los talentos requeridos para el fin que se
proponía, pero las vivas instancias que él mismo hizo al Superior rogándole que
le retuviese todavía algunos meses, movieron a éste a atender su petición,
pensando, por otra parte, que, al no tener éxito, él mismo dejaría pronto el
seminario; pero su denodado trabajo y su enérgica constancia, junto con sus
fervientes plegarias, probaron pronto a sus maestros que no le faltaban
aptitudes, pues ese mismo año hizo los dos primeros cursos. Lo más llamativo es
que terminó su período de formación, satisfactoriamente, en el seminario menor
y pudo, sin dificultad, entrar en el seminario mayor en octubre de mil
ochocientos doce.
10º. En cuanto a su conducta en
Verrières durante todo el tiempo que allí permaneció, resultaba cada día más
edificante y ejemplar por el interés que ponía en combatir sus defectos y
adquirir las virtudes cristianas tomando, según las circunstancias,
resoluciones prácticas que reafirmaba, cada día, mediante una penitencia
secreta cada vez que faltaba. Se esforzó especialmente en vencer, por la
práctica de una profunda humildad, el amor propio que había resuelto extirpar
hasta la raíz, por largo y dificultoso que pudiera resultar el combate.
Por su piedad, regularidad y
obediencia, mereció toda la estima y confianza de los superiores, de las que le
dieron visibles muestras al nombrarle vigilante de su dormitorio. Añadamos que,
a causa de su carácter alegre, franco y abierto, se ganó las simpatías de todos
sus condiscípulos y de las personas empleadas en el seminario.
C A P I T U L O II
El seminario mayor
1º. Es un hecho, según la
tradición, que el Padre Champagnat, una vez en el seminario mayor, resolvió,
ante todo, observar fielmente el reglamento, que consideraba como expresión de
la voluntad de Dios, única cosa que deseaba cumplir, pues como nos repetía a
menudo: "El que vive según la Regla, vive según Dios". en esto tenía
en el señor Gardette, su superior, un modelo de regularidad que había llegado a
ser proverbial, pues varias veces he oído decir que era la regla encarnada. También
el Padre Champagnat causó la admiración del seminario por el modo escrupuloso
como la observaba constantemente. Por lo demás, encontró tan sabia esta regla
que la tomó por modelo de la que dio más tarde a la Congregación. Varios
sujetos que, antes de ingresar en el noviciado del Hermitage, habían pasado por
el seminario mayor, decían que encontraban en nuestra Regla casi los mismos
ejercicios de piedad y las mismas prácticas de devoción que en el seminario
mayor, y en el padre Champagnat, la regularidad del señor Gardette, su antiguo
superior.
2º. Como durante las vacaciones no
le era posible seguir el reglamento del seminario, se había fijado uno para
cuando estaba con su familia, a fin de controlar la libertad de que habría
podido gozar entonces, y sabemos que lo cumplía con la misma exactitud que el
del seminario. Por escritos que dan fe de ello, se observa que había
subordinado los artículos del mismo al género de vida que llevaban sus padres,
sobre todo en cuanto a las horas de las comidas y en lo que era costumbre en la
familia, sin permitir que se preparase ningún manjar especial para él. Nunca
tomaba nada entre comidas, y se reprochaba incluso el beber agua, comer una
fruta, etc. A este propósito, permítaseme citar un hecho que el Hermano Francisco
nos recordaba con frecuencia. Nos contaba que, un día, al pasar el buen Padre
bajo un cerezo, tomó una cereza para saborearla. Pero, apenas la había mordido,
se reprochó esta falta de mortificación y la escupió como si fuera un veneno.
Yo mismo he visto al Venerado padre propinar severas correcciones a ciertos
Hermanos que, sin necesidad, se permitían coger frutas aun cuando solamente
fuesen unos granos de uva. Llegado el caso, exigía que, en cuanto fuese
posible, le fueran a encontrar para confesarlo antes de presentarse ante la
Mesa Santa, de tal modo consideraba que era impropio de un religioso este tipo
de gula.
3º. Pero volvamos al seminario
mayor. Tras esta resolución que había tomado de observar puntualmente el
reglamento de la casa, emprendió la tarea de continuar el combate contra el
orgullo, que había iniciado en Verrières, defecto que consideraba como su
pasión dominante. Por lo cual, éste fue el objeto del examen particular y
dirigió al cielo fervientes súplicas pidiendo la virtud de la humildad. Pero
comprendiendo que lo importante era concretarlo en la práctica, tomaba, según
las circunstancias, enérgicas resoluciones tendentes a destruir su amor propio
bajo las formas en las que le parecía que se ocultaba, resoluciones que
sancionaba siempre con penitencias y mortificaciones que jamás dejaba de
cumplir y llegaba en ocasiones hasta privarse del desayuno.
4º. Esta táctica, que nos
recomendaba mucho para corregir los defectos y adquirir las virtudes opuestas,
le ayudó a progresar grandemente en el camino de la perfección. Por otra parte,
el seminario mayor no fue para él únicamente un tiempo de estudios teológicos,
sino también una escuela para adquirir toda clase de virtudes y corregir, en su
conducta, todo lo que a sus ojos le parecía defectuoso, en especial cuanto
pudiera molestar a los demás, porque, como él decía: "sin darnos cuenta
podemos ser una cruz para con quienes vivimos". A este respecto nos
contaba que, en el seminario mayor, había tenido que soportar mil contrariedades
a causa de un compañero de habitación: su modo de andar, de sentarse, de
sonarse, de abrir y cerrar puertas y ventanas, etc., le desagradaba sobremanera
e incluso le parecía ridículo, pero que un día, pensando que también él podría,
por los mismos motivos, molestar a su compañero, tomó la resolución de sufrir
estas pequeñas "espinas" con toda paciencia, y lo cumplió, pues
añadía que jamás le había hablado de ello.
5º. Una virtud característica, que
desarrolla particularmente durante el tiempo de los estudios teológicos y cuyo
símbolo se había manifestado cuando todavía estaba en la cuna, fue la
"llama" del celo por la salvación de las almas.
Ya en Verrières lo practicaba de
tal modo que, cuando la ocasión se presentaba, jamás dejaba de incitar a sus
condiscípulos a la práctica de la virtud, de llamarles la atención, si era
preciso, sobre todo si se permitían quejas, a menudo infundadas, contra sus
maestros, y los animaba a proseguir los estudios a pesar del cansancio o de las
dificultades que pudieran presentárseles en cualquier tiempo y lugar.
Hizo lo mismo en el seminario
mayor, particularmente con los que podía tener alguna influencia. Sin embargo,
no hacía consistir el bien que podía hacer tanto en esto como en ofrecer a
todos, en cuanto le fuera posible, el modelo del seminarista que se prepara
para la más sublime de las vocaciones.
6º. Este celo ardiente por la
salvación de las almas se manifestaba, particularmente, durante el tiempo de
vacaciones, pues se le ofrecía un campo de acción más amplio, sea en su
familia, sea en la parroquia, especialmente entre los niños. En efecto, la
tradición nos dice que todos los días hacían en común, en la casa paterna, las
oraciones de la mañana y de la noche, una lectura espiritual y, los domingos y
las fiestas, rezaban, igualmente juntos, el Rosario; él mismo dirigía estos
ejercicios. Tampoco dejaba pasar la ocasión, cuando se le presentaba, de
instruirlos en las verdades de la doctrina cristiana, en las distintas
prácticas de devoción establecidas en la Iglesia, y de darles sabios avisos y
buenos consejos. Después de sus parientes, su principal solicitud eran los
niños. Los reunía, les enseñaba el catecismo, las oraciones, etc. Las buenas y
paternales palabras que les dirigía tenían como principal objetivo inspirarles
horror al pecado y hacerles saborear el gozo de haberse portado bien. Era
querido, respetado y temido por todos. "Su solo recuerdo, decía uno de
ellos, bastaba para impedirme ofender a Dios".
7º. Entre los seminaristas, el
padre Champagnat no era el único al que animaba la llama del celo apostólico.
Otros también, animados del mismo fervor, se reunían de vez en cuando, con el
fin de discurrir sobre los medios para salvar el mayor número posible de almas.
Cierto día concibieron la idea de fundar una sociedad de sacerdotes cuyo fin
sería el de predicar misiones populares y trabajar en la instrucción de la
juventud. Ahora bien, como todos profesaban particular devoción a la Santísima
Virgen, decidieron, de común acuerdo, que la futura sociedad llevaría el nombre
de María.
Al frente de estas reuniones
figuraban en primera línea los señores Colin y Champagnat. Comunicaron su
proyecto al señor Cholleton, entonces primer Vicario de la diócesis, quien, no
solamente lo aprobó, sino que él mismo quiso tomar parte en las reuniones y les
prestó el apoyo de su dirección.
Varias veces en estas piadosas
reuniones, el Venerado Fundador había manifestado el deseo de que, con los
Padres, hubiese también Hermanos, para dar el catecismo a los niños del pueblo.
Como insistía sin cesar en este tema, terminaron por decirle: "Bien,
encárguese usted de los Hermanos, ya que a usted se le ha ocurrido la
idea".
El Padre Champagnat, tomando esta
palabra como una orden del cielo, ya no pensó más que en realizarla lo antes
posible. Éste es, tal como me lo contaron el Hermano Estanislao y otros
Hermanos, el origen de nuestra Congregación en la persona de nuestro Fundador.
8º. La idea de fundar más tarde
una congregación de Hermanos catequistas no era lo único que preocupaba al
Padre Champagnat que, viendo llegar el momento de ser llamado al Orden Sagrado
y comprendiendo toda la santidad de esta vocación, se preparaba con fervientes
plegarias. Por fin llegó ese momento en que el maestro de ceremonias le
comunicó que estaba llamado a formar parte de la próxima ordenación. Así, el 6
de enero de 1814, fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor, recibió, junto con la
tonsura clerical, las cuatro Órdenes Menores y el Subdiaconado, de manos de su
Eminencia el cardenal Fesch, arzobispo de Lyon. Tenía entonces veinticuatro
años y unos meses. Este día fue, en lo sucesivo, privilegiado para él. Recuerdo
que esta fiesta conmemorativa de su incorporación al Sacerdocio era celebrada
en el Hermitage con una solemnidad sin par, en agradecimiento, decía, por tan gran
beneficio. El "roi-bois"[4] que hacía
servir en este día en el refectorio y cuya costumbre se ha conservado hasta
hoy, era principalmente para recordar el acontecimiento a toda la comunidad.
Finalmente, fue ordenado de
Diácono al año siguiente; y el 22 de junio de 1816 recibió la unción
sacerdotal, en virtud de una autorización del cardenal Fesch de Lyon, de manos
de Monseñor Dubourg, obispo de Nueva Orléans. Se comprende fácilmente con qué
piedad, recogimiento y amor celebró su primera misa, tras haberse preparado con
tanto esmero, él, cuyo corazón estaba tan abrasado de amor por Nuestro Señor.
9º. La mayoría de los seminaristas
del grupo fueron ordenados con él. Unos y otros veían aproximarse ya el momento
de la separación, para dirigirse a los lugares adonde la obediencia los
destinara. Prometieron entonces mantener entre sí una correspondencia
continuada, con el fin de llevar a cabo el proyecto lo antes posible.
10º. Como tras de la ordenación,
muchos seminaristas se preocuparan del lugar al que serían destinados, el Padre
Champagnat, totalmente al margen de este problema, nos decía una vez, en el
Hermitage, antes de leer la lista de los destinos que, en circunstancia
semejante, en el seminario mayor, se imaginaba que le iban a mandar a la última
parroquia de la diócesis, que no merecía otra cosa, lo aceptaba por anticipado,
ya que ésa era la voluntad de Dios y de esta forma no veía defraudadas sus
esperanzas. Y, en efecto, así fue, ya que tras su ordenación fue nombrado
coadjutor de la populosa parroquia de La Valla, en el cantón de Saint-Chamond.
11º. Antes de abandonar Lyon fue a
la capilla de Fourvière y, en este antiguo santuario, en el que tantas
oraciones se dirigen a la Virgen, se consagró de nuevo a esta Buena madre, y
puso su ministerio bajo su especial protección. No sé con seguridad si fue por
esta época cuando fue autorizado a cantar una Misa solemne en esta capilla,
pero, en todo caso, según se nos contó en el noviciado, lo hizo con tal piedad,
con un respeto tan profundo y con un tono de voz tan expresivo, que los
asistentes se preguntaban al salir del lugar santo: ¿Quién es este eclesiástico
tan digno y tan piadoso que ha dicho la misa? Es un santo". La misma
impresión causaba en la comunidad cada vez que celebraba el Santo Sacrificio, como
se dirá más adelante.
C A P I T U L O III
Renueva la parroquia de La Valla
1º. Bajo los auspicios de María,
como acabamos de ver, lleno de esta sed desbordante de almas que ya se había
manifestado en Verrières y que había crecido de año en año en el seminario
mayor de Lyon, dotado por naturaleza de un carácter franco, alegre, abierto y,
a la vez, dulce y firme como queda dicho, el padre Champagnat no podía sino ver
su ministerio coronado con brillantes éxitos. Así pues, al decir de ciertos
Hermanos mayores,, reformó la parroquia en la que, junto con una gran
ignorancia, reinaba varios vicios: borrachera, bailes nocturnos, lectura de
libros peligrosos, abandonos de los sacramentos y negligencia de la instrucción
y educación de los niños que, hasta entonces, no habían tenido ningún maestro.
2º. Ya antes de su ordenación se
había trazado un reglamento que se propuso seguir fielmente en el lugar al que
fuese destinado, reglamento que completó en La Valla una vez al corriente de lo
que tendría que hacer allí, y se encontró después de su muerte, entre sus
escritos. Fijó la hora de levantarse a las cuatro; seguía la meditación y a
continuación celebraba la Santa Misa. Todavía lo hacía así en el Hermitage,
cuando yo era novicio. En general, la celebración de la Santa Misa, la oración,
el estudio de la teología, la visita a los enfermos y el confesionario ocupaban
su jornada; se acostaba lo más pronto a las nueve y a más tardar a las diez.
3º. Después de orar y meditar
mucho, ante Dios, sobre los medios más adecuados y eficaces para extirpar los
vicios ya mencionados, se trazó un plan de conducta que sometió al párroco, al
que siempre manifestó la más absoluta sumisión, y nunca hacía nada, por
insignificante que fuera, sin consultarle, siguiendo escrupulosamente sus
avisos, consejos y mandatos.
Digamos de paso que este nuevo
superior no se parecía al Señor Gardette; varios defectos de carácter, sobre
todo una gran susceptibilidad, le hicieron sufrir mucho. Tenía, además, otro
defecto demasiado llamativo que, desgraciadamente, le había privado del
respeto, estima y afecto de los feligreses, cosa que deploraba amargamente el
Padre Champagnat; pero nada le impidió tener con él todos los miramientos y
deferencias posibles.
4º. Antes de poner en práctica la
estrategia que había resuelto emplear para declarar guerra a muerte a los
vicios mencionados, viendo que los habitantes de La Valla eran gentes
sencillas, dóciles y de buen corazón, pero sin instrucción y llenos de
prejuicios contra su párroco, procuró, primero, ganarse afecto, y dado el
excelente carácter de que estaba dotado, pronto consiguió, a través de
procedimientos adecuados a su sencillez y a sus ocupaciones en el campo, una
gran popularidad. Así pues, jóvenes y viejos se complacían en encontrarse con
él, porque siempre tenía una palabra agradable para todos; y si el tiempo se lo
permitía, no dejaba pasar la ocasión de charlar un buen rato con unos y con
otros, a propósito del trabajo, de los asuntos temporales, y siempre, en estas
largas conversaciones, trataba de introducir algún tema edificante, propio para
animar a unos y hacer reflexionar a aquellos cuya conducta dejaba que desear.
Así pues, sus maneras afables y su sencillez llena de dignidad, que hacían
sentirse a gusto a todo el mundo, le ganaron el corazón y la simpatía de los
habitantes de la parroquia.
5º. Sin embargo, todo esto no era
más que los preliminares; de esta manera se proponía atraerlos a sus sermones
que ya comenzaban a tener resonancia. Como en uno de los puntos del reglamento
había establecido que jamás subiría al púlpito sin una seria preparación,
sucedió que en su primer sermón agradó de tal manera a sus oyentes que, al
salir de la iglesia, decían sorprendidos: "Jamás hemos tenido en la
parroquia un predicador como éste". Este renombre, junto con la estrategia
de la que ya hemos hablado, terminó por atraer a toda la población en torno a
su púlpito.
6º. Sin embargo, aun cautivando a
sus oyentes por el encanto de sus palabras agradables, insinuantes y llenas de
entusiasmo, sabía dar a su voz, según el tema de que se tratase, un tono firme,
enérgico y algunas veces tremendo que aterraba a su auditorio, sobre todo
cuando hablaba de la maldad del pecado, del juicio, del infierno y de los
vicios que reinaban en la parroquia. Yo mismo le oí algunos de estos temas
tremendos y pavorosos, y, cuando pienso en ellos, todavía me impresionan y, sin
embargo, me gustaría escucharlos de nuevo. No me extraña que la gente se
informase de los días que él predicaba y que fuese a escucharle en tan gran número
que apenas cabían en la iglesia.
7º. Aparte de sus patéticos
sermones y calurosas exhortaciones, otro de los medios que empleaba para atraer
nuevamente al buen camino a los habitantes de la parroquia y que dio
maravillosos resultados, fue el de encargarse, él solo, del catecismo, lo que
el párroco le concedió de buen grado. La especial solicitud que tenía con los
niños y el amor de predilección que les manifestaba, junto con su aire de
bondad y su rara habilidad para enseñar los elementos de la doctrina cristiana,
producían en todos ellos un a gran afición a acudir a sus catecismos; incluso
desafiaban el frío, la nieve y la lluvia. Venían en gran número, a pesar de las
grandes distancias que los separaban de la iglesia, frecuentemente varios
kilómetros.
8º. La forma de explicar el
catecismo era sencilla, clara y metódica. Primero hacía recitar el texto, tan
perfectamente como fuera posible, a los que eran capaces de aprenderlo, y él
mismo hacía repetir la lección a los que no sabían leer. Después, mediante
"subpreguntas" cortas, claras y precisas, se aseguraba de que la
lección había sido bien entendida, y, en caso de necesidad, utilizaba para
explicarla las expresiones más usuales, comparaciones llamativas y parábolas
sencillas, naturales y hasta humorísticas. Jamás dejaba de sacar de cada
instrucción algunas conclusiones prácticas. Normalmente terminaba el catecismo
con una pequeña historia edificante o una piadosa exhortación. Las recompensas,
más que los castigos, y un entusiasmo del que sólo él conocía el secreto, eran
la causa de la gran emulación y de la notable disciplina que caracterizaban sus
catecismos. La preparación de los niños que debían ser admitidos a la primera
comunión era su principal preocupación y no se concedía descanso ni tregua para
conseguir que realizasen este importantísimo acto de su vida con toda la piedad
y el fervor posibles. Con el fin de conseguir que pensasen en ello mucho tiempo
antes, atraía, mediante piadosos señuelos, a su catecismo, a los que, todavía
muy jóvenes, no estaban obligados a asistir, pero sin obligarles a aprender de
memoria la lección del día. El Hermano Francisco nos aseguraba que él había
asistido a su catequesis desde muy tierna edad.
9º. Los padre, que veían la
diligencia de sus hijos para ir a escuchar al celoso coadjutor, maravillados al
oírles contar las cosas bonitas y las bellas historias que habían oído en el
catecismo, les entraban ganas de ir ellos también. De este modo, pronto se vio
acudir, sobre todo los domingos, a los jóvenes, a las mujeres y a los viejos.
En tales circunstancias cambiaba un poco la forma de la catequesis, para poder
extraer algunas reflexiones prácticas, tendentes a corregir los vicios de la
parroquia y conseguir que frecuentaran de nuevo los sacramentos aquellos que no
lo hacían sino de tarde en tarde. Sus catecismos y pláticas, siempre bien
preparados y precedidos de la oración, dos puntos importantes que jamás dejaba
de recomendarnos para cuando, más adelante, debiéramos hacer lo mismo con
nuestros alumnos, produjeron frutos muy abundantes. Lo veremos cuando hayamos
dado a conocer los medios que empleó para corregir los vicios que reinaban en
la parroquia.
10º. El vicio que con más energía
combatió y que más trabajo le costó desterrar fue la borrachera. Los sermones
impresionantes y la energía que dedicó a este tema, reprobando la conducta de
los culpables, amenazándolos con la cólera divina y, por otra parte, los
diversos recursos de que se sirvió, habrían bastado, normalmente, para
disminuir, en menos tiempo, el número considerable de tabernas y de bebedores,
pero por desgracia, un obstáculo (en el propio párroco) paralizaba sus
incesantes esfuerzos.
El Padre Champagnat, después de
haberle hecho sobre el particular delicadas observaciones, creyó que, para que
resultaran eficaces, debería contentarse con beber sólo agua en las comidas, y
así lo hizo. Por fin, Dios bendijo su celo realmente heroico. Estos lugares de
excesos disminuyeron considerablemente, y los que quedaban llegaron a estar de
tal modo vacíos, que la gente apenas se atrevía a entrar aun en caso de
necesidad.
Tenía una aversión tan marcada por
este vicio que jamás bebía vino puro. A menudo le oí repetir este dicho
popular: "Un hombre bebedor es un don nadie".
11º. Los bailes nocturnos,
verdadera plaga que corrompe las buenas costumbres, fueron objeto de atención
especial. Resolvió, tras haber hablado resueltamente en el púlpito contra este
escándalo, utilizar la astucia para hacerlo desaparecer. Para lo cual se
informaba en secreto de las aldeas donde el baile tendría lugar, y allí se
presentaba para dar el catecismo, desafiando la lluvia, la nieve y los caminos
llenos de barro. Si el baile había comenzado ya, entraba furtivamente y se
presentaba muy serio en la asamblea. Ante su aparición, cada cual trataba de
huir como podía, por la puerta o saltando por las ventanas: tales eran el temor
y el respeto que inspiraba su presencia cuando sorprendía a alguien en falta.
Poco a poco, est desorden desapareció totalmente de la parroquia.
12º. En cuanto a los malos libros,
en sus visitas a las casas preguntaba, generalmente, si tenían libros, y, en
caso afirmativo, hacía que se los mostrasen. Si encontraba alguno poco
recomendable, invitaba a su propietario a quemarlo, pero de ordinario pedía que
se los enviasen, hacía luego con ellos una fogata, y los reemplazaba por otros
edificantes que él daba gratuitamente. Gracias a su solicitud fue creada una
biblioteca en la parroquia para facilitar a las familias las buenas lecturas.
De todos modos, el número de libros pasto de las llamas no debió ser muy
considerable, ya que la mayor parte de los habitantes no sabía leer. De este
modo consiguió contrarrestar en la parroquia el efecto nocivo de tales obras.
Sin embargo, oí decir en una ocasión que con los libros recogidos tuvo para
calentarse un día entero.
13º. A su llegada a la parroquia,
buen número de feligreses, sobre todo los más viejos, no cumplían con el
precepto pascual. Movidos por los sermones del Venerado padre, por las
exhortaciones que hacía en las catequesis, no tardaron en arrepentirse. Pronto
su confesionario, sobre todo en las grandes fiestas, se vio tan frecuentado que
estaba obligado a pasar en él gran parte de la jornada. Según la opinión de sus
penitentes, tenía un don especial para inspirar vivo arrepentimiento de las
faltas; sus conmovedoras advertencias les hacían derramar abundantes lágrimas,
a las que a menudo unía las suyas, a la vista de lo mucho que se ofendía a
Dios, y aún más al ser testigo de su gran misericordia para con los pecadores
arrepentidos.
En cuanto a los empedernidos,
buscaba la ocasión de encontrarse con ellos en el campo o en otra parte; les
hablaba con bondad, los animaba con palabras agradables y, una vez que se los
había ganado, les hacía prometer que irían a confesarse, promesa que,
generalmente cumplían. Es de tradición que la mayor parte de los pecadores
empedernidos que convirtió, perseveraron en la práctica del bien.
Lo que es evidente es que gracias
a su celo apostólico, a sus predicaciones, catequesis, buenos ejemplos, fervorosas
oraciones y devoción a María, cuyo mes había establecido desde el principio de
su coadjutoría, y, tracias también a sus frecuentes visitas a Nuestro Señor, se
produjo una verdadera revolución en la parroquia, hasta tal punto que, pocos
años después e su llegada, había cambiado ostensiblemente en el aspecto
religioso; más aún, el bien que en ella hizo se ha mantenido hasta hoy.
14º. Las frecuentes visitas que
hacía a los enfermos y su diligencia en administrarles los sacramentos, cuando
su estado lo requería, era tal, que pudo decir a uno de sus amigos íntimos,
después de haber dejado la parroquia, que gracias a Dios ningún enfermo había
muerto sin que hubiese llegado a tiempo para auxiliarle espiritualmente. En
circunstancias tales no caminaba, volaba.
Pero antes de emprender este tipo
de visitas u otra cualquiera de las que hacía en la parroquia, jamás dejaba de
visitar al Santísimo, y lo mismo al regreso, si le era posible. Para comprender
las penalidades y los sacrificios que este aspecto de su ministerio le costó,
conviene saber que la parroquia de La Valla -yo puedo hablar con conocimiento
de causa- está situada en las gargantas de las montañas que lindan con el
Pilat. Está constituida por gran número de aldeas, bastante separadas unas de
otras por profundos barrancos; los caminos son, en su mayor parte, escabrosos,
embarrados, estrechos y poco cuidados. Se puede uno imaginar las penosas
caminatas del Padre Champagnat para cumplir las funciones de su ministerio si
se tiene en cuenta que, a la visita de los enfermos, hay que añadir la
preocupación por el cumplimiento pascual de éstos, ya que, por no cansar a su
párroco, se había encargado casi absolutamente de este trabajo. La tradición
nos cuenta que ni la nieve, aun en los casos de las grandes nevadas, ni los
caminos cubiertos de hielo, ni la lluvia torrencial, ni siquiera la oscuridad
de la noche, le detenían cuando se trataba de preparar a alguien para el gran
viaje a la eternidad. (Cuántas veces, al decir de los Hermanos que le
acompañaban, ha tenido que agradecer su salvación a una protección visible de
la Santísima Virgen!. Destaquemos, además, que, al llegar a casa, no tomaba
nada, si no era la hora de la comida, contentándose con calentarse un poquito.
Su fatiga no era menor cuando, en
la época de los grandes calores, tenía que subir a las distintas aldeas y bajar
por sus pronunciadas pendientes. He recorrido algunas de ellas en invierno y en
verano, y comprendo cuánto ha debido de sufrir nuestro buen Padre en esas
caminatas de aldea en aldea. Por lo demás, estas idas y venidas no tenían como
única finalidad la visita de los enfermos sino también la de restablecer la
unión de las familias, reconciliar a los enemigos, aliviar a los pobres,
consolar a los afligidos y atraer al cumplimiento del deber a las personas que
se habían alejado y que no siempre hablaban caritativamente de su pastor, pues
tenía un don natural para reprender y corregir sin ofender nunca. En fin, decía
un día a uno de sus amigos yendo del Hermitage a La Valla: "Si se hubiere
recogido el sudor que he vertido recorriendo las distintas aldeas, creo que
habría suficiente agua como para tomar un baño". Por lo demás, el Hermano
Estanislao y otros Hermanos que le acompañaron, podrían habernos contado las
dificultades y fatigas de toda clase que estas visitas le ocasionaron.
15º. Terminaremos este capítulo
con otro acto de celo cuya finalidad era la santificación del domingo por los
habitantes del pueblo.
Era costumbre en la parroquia
cantar Vísperas inmediatamente después de la Misa mayor, a causa de la lejanía
de las aldeas. Por lo cual, para ocupar la tarde de este día introdujo el canto
de Completas, seguido de la oración de la tarde, terminando con una lectura
espiritual que el padre Champagnat comentaba casi siempre entremezclando
piadosas reflexiones. Este ejercicio despertó gran interés; de este modo, la
clientela de las tabernas disminuyó considerablemente, y éste era precisamente
el objetivo principal que el Padre Champagnat se había propuesto al establecer
este ejercicio que tenía lugar, normalmente, en los momentos de más afluencia
en las tabernas.
En fin, como en la parroquia no
había maestro, trajo uno para comenzar la instrucción y educación de los niños,
totalmente abandonadas o inexistentes, a la espera de que su Congregación, de
la que comenzaba a poner los cimientos, pudiese continuar y perfeccionar esta
importante tarea.
Todo lo que acabo de contar en
este capítulo es tan tradicionalmente conocido entre nosotros, que ninguno se
atrevería a ponerlo en duda.
C A P I T U L O IV
Fundación de la Congregación y
primeros establecimientos
1º. Mientras trabajaba sin
descanso en la reforma de la parroquia de La Valla, el padre Champagnat se
preocupaba, más que nunca, de la misión que le había encomendado la Providencia.
Refiere la tradición que, creyéndose indigno de una obra semejante, tan pronto
pedía al Señor que alejase esta idea de su espíritu, como le decía con toda la
sencillez de su corazón: ¡Heme aquí, Señor, para hacer tu voluntad!. Llevaba ya
mucho tiempo en esta penosa perplejidad, cuando un hecho providencial que oí
contar muchas veces, incluso a él mismo, vino a poner fin de todas sus dudas.
2º. Un día vinieron a buscarle a
toda prisa para que fuese a confesar a un niño de doce año[5] que se
moría. Inmediatamente, según su costumbre, lo deja todo y allá se dirige sin
demora. Pero antes de confesar al pequeño moribundo, quiere asegurarse de su
grado de instrucción religiosa y, con dolor, se da cuenta de que el niño ni
siquiera sabe si hay un Dios. Se sienta a su lado, y durante dos horas, le
instruye lo mejor que puede sobre los principales misterios de la religión y el
sacramento de la penitencia. Después le oye en confesión, le ayuda a realizar
actos adecuados a su estado y le deja para ir a administra a otro enfermo,
prometiéndose a sí mismo volver inmediatamente después. Pero ¡ay!, el niño
murió en el intervalo. Aunque muy afligido por esta rápida muerte, se consuela,
sin embargo, con la idea de que, probablemente, le había abierto las puertas de
la bienaventuranza. Y entonces se dice a sí mismo: ¡Cuántos niños están quizá
en el mismo caso y corren peligro de perderse para siempre!" Muy
impresionado por este pensamiento, no duda más en comenzar la obra de su
Congregación e inmediatamente va a buscar a M. Granjón.
3º. Juan María Granjón era un
joven piadoso sobre el que, desde el principio de su ministerio en La Valla,
había puesto los ojos el Venerado Padre para hacer de él la primera piedra de
la sociedad que quería fundar.
Un día, Juan María vino a buscar
al padre Champagnat para administrar los sacramentos a un enfermo; de camino,
el Padre Champagnat le habló de la importancia de la salvación y le hizo
comprender toda la vaciedad de los placeres y de las riquezas de este mundo. Al
ver que Juan María le escuchaba con gran atención, le hizo venir de su aldea al
pueblo, prometiéndole que le daría algunas lecciones de lectura, lo que Juan
María aceptaría de buen grado, pues no sabía leer ni escribir; ahora bien, hay
que decir que en poco tiempo, dada su buena disposición, adquirió rápidamente
estos conocimientos elementales. Más aún, el padre Champagnat le expuso el
proyecto de que hemos hablado. Lleno de confianza y docilidad para seguir sus
consejos, Juan María Granjón acepta plenamente los objetivos del Padre
Champagnat y se pone en sus manos, dispuesto a lo que decidiese. El Padre
Champagnat se separa de él y le anima, asegurándole que no tardará en recibir
algunos compañeros.
4º. No tardaría en cumplirse esta
profecía, pues un joven de la parroquia, Juan Bautista Audras, leyendo un día
el libro "Pensez-y bien", dócil a la gracia, toma la resolución de
hacerse religioso. Perseguido por esta idea, un domingo se encamina a
Saint-Chamond para entrevistarse con el Director de las Escuelas Cristianas, a
quien comunica sus intenciones. Este le confirma en su resolución, pero le
manifiesta que, en vista de su corta edad, no puede recibirlo por ahora en el
instituto. Algo desilusionado, aunque no desanimado, regresa a casa y el sábado
siguiente va a confesarse con el padre Champagnat a quien comunica la gestión
que había hecho. Este, que reconoció en su penitente a un alma todavía
revestida de la inocencia bautismal, le anima a seguir su vocación, cuando una
luz interior le descubre que este joven será[6] la
primera piedra de su Congregación. Y era verdad, pues desgraciadamente Juan
María Granjón no perseveró, su orgullo le perdió. En ese momento, el Venerado
padre no le comunicó nada; únicamente le invitó a venir a vivir con Juan María
Granjón, ofreciéndose a darle algunas lecciones. El joven Audras lo comunicó a
sus padres que no pusieron ningún obstáculo. Algún tiempo después, el Venerado
Padre le dio a conocer el fin que se había propuesto, y le preguntó si quería
formar parte de la sociedad que había decidido fundar. "Estoy en sus
manos, le respondió; lo único que deseo es ser religioso."
5º. Viendo las excelentes
disposiciones de estos dos jóvenes, el Padre Champagnat, sin dudar más, compra
una casa con un terreno y un pequeño huerto colindantes; el valor del conjunto
ascendía a mil seiscientos francos. Como él no disponía más que de sus modestos
honorarios de coadjutor, tuvo que pedir dinero prestado. Para hacer la casa
habitable, él mismo la acondicionó e hizo los muebles más indispensables.
Después, en este humilde local que recordaba bastante la pobre casita de
Nazaret, instaló el 2 de enero de 1817 a sus dos primeros discípulos. Esta fue
la cuna del instituto que yo tuve la dicha de visitar varias veces; este fue el
grano de mostaza sembrado por nuestro Venerado Padre: veremos en qué se
convirtió más tarde.
6º. Al modo de los antiguos
solitarios, el padre Champagnat estableció como principio fundamental que la
jornada estaría ocupada por la oración, el estudio y el trabajo manual.
Entretanto no perdía de vista a sus dos discípulos; los veía a menudo, les
comunicaba sus planes, los animaba, los instruía e incluso les ayudaba a hacer
clavos, pues éste era su único medio de vida. Así pasaron solos todo el
invierno, en la paz y en la más estrecha unión. En la primavera les llegó un
nuevo compañero, Antonio Couturier[7]. Por su
piedad y buen carácter, este tercer compañero fue para ellos un verdadero
motivo de alegría y edificación.
7º. Poco tiempo después, el
hermano mayor de Juan Bautista Audras se unió a ellos de una manera tan
providencial como singular. Un día vino de parte de sus padres a buscar a su
hermano Juan Bautista. Este, fuertemente anclado ya en su vocación, fue a
encontrar en seguida al padre Champagnat y le rogó que no accediera a esta
demanda. Su hermano estaba esperando, pues no quería regresar solo. Entonces,
el Venerado padre, con aire alegre y lleno de benevolencia, se presenta a él y
le habla de tal modo que le decide a venir él mismo a vivir con su hermano, lo
que hizo, efectivamente, unos días después.
Pronto un quinto postulante,
llamado Bartolomé Badard, tan sencillo como piadoso, vino a acrecentar la
pequeña comunidad.
8º. Por último, llega un día un
niño de unos diez años: se llama Gabriel Rivat; en todos los rasgos de su
rostro resplandece toda su inocencia. Con el hombre de Hermano Francisco
reemplazará más tarde al padre Champagnat y será su sucesor inmediato con el
título de primer Superior General de la Congregación.
Ya hemos visto que, desde muy
joven, frecuentaba la catequesis del Venerado Fundador, que no le perdía de
vista. Hecha la primera comunión, propuso a sus padres llevarlo a vivir a casa
de los Hermanos, encargándose él mismo de darle algunas lecciones de latín, a
lo que los padres no pusieron dificultad alguna, incluso le dejaron en libertad
de unirse a la nueva comunidad si lo deseaba. Su madre, al ponerlo en manos del
padre Champagnat, le dijo que muchas veces lo había consagrado ella misma a la
Santísima Virgen y que, por consiguiente, lo ponía enteramente a su disposición.
9º. Para mantener el espíritu de
caridad en la pequeña comunidad, el Venerado padre quiso que se diesen
mutuamente el nombre de Hermanos. Juan María Granjón, Antonio Couturier y
Bartolomé Badard conservaron su nombre de pila; por devoción[8] Juan
Bautista Audras tomó el nombre de Hermano Luis; su hermano mayor, el de Hermano
Lorenzo, y Gabriel Rivat, tal como ya hemos dicho, el de Hermano Francisco. El
Padre Champagnat, desde el comienzo, imprimió en todos ellos tal temor al
pecado, que la menor falta voluntaria los espantaba, y de ello puede uno
convencerse leyendo sus biografías. Además les dio por modelo que imitar la
vida oscura y escondida de la Santísima Virgen en Nazaret. Por eso quiso que la
humildad, sencillez y modestia fuesen el rasgo distintivo de la Congregación y
que ella llevase el nombre bendito de María, junto con el de “Pequeños
Hermanos”, para recordar siempre a todos los miembros del Instituto que debían
profesar una devoción especial a la Reina del Cielo, y que el sello que los
distinguiría de las otras comunidades debería ser una profunda humildad.
Consideraba tan importante el nombre de “Pequeños”, que las personas que
querían hacérselo suprimir por inútil, jamás lo consiguieron. Por lo cual,
desde hace mucho tiempo, la violeta y el monograma de María son los emblemas de
la Congregación. La práctica de estas virtudes en las que el Venerado padre
ponía tanto empeño en formar a sus discípulos, (hizo que)[9] brillaran
en todos con el más vivo resplandor. Por otra parte, el Hermano Luis se distinguió
por su gran amor a Nuestro Señor; el Hermano Lorenzo, por su celo ardiente por
la catequesis; el Hermano Antonio, por una gran modestia; el Hermano Bartolomé,
por una ingenua sencillez. En cuanto al Hermano Francisco, fue un modelo
perfecto de regularidad, de silencio y de recogimiento. Y puedo hablar con
conocimiento de causa, ya que estuve siete años bajo su dirección después de su
dimisión como Superior general.
Salvo al Hermano Juan María, he
conocido personalmente a todos los demás, y puedo certificar, para alabanza del
padre Champagnat, que hasta el fin de su vida fueron para mí modelos acabados
de las sólidas virtudes que él les inculcó más con el ejemplo que con las
palabras. Por eso, su muerte ha tenido, como la de los santos, todos los caracteres
de predestinación, y mi deseo es tener una muerte semejante a la suya.
10º. Ya hemos dicho, y no nos
cansaremos de repetirlo, que el padre Champagnat era esencialmente hombre de
regla, y comprendiendo que in un reglamento no llegaría jamas a formar buenos
religiosos ni buenos maestros, se impuso el deber de dar uno a sus primeros
discípulos, sin perjuicio de modificarlo más tarde cuando las circunstancias lo
exigiesen. Primeramente, y aunque tuvo autoridad total sobre todo y sobre
todos, quiso que la pequeña comunidad tuviese un Director especial para
presidir los ejercicios de piedad, dirigir a los Hermanos en su conducta
externa y reglamentar todos los detalles de la casa. Quiso que lo nombraran
ellos mismos, mediante votación secreta, resultado elegido por mayoría de votos
el Hermano Juan María que, en consecuencia, fue nombrado para este cargo
importante, por lo que se hacía responsable, ante el Padre Champagnat, del
cumplimiento de la regla y estaba obligado a avisar, reprender y corregir, si fuera
preciso, a los que faltasen incluso involuntariamente. Luego, el padre
Champagnat prescribió los ejercicios de piedad que harían en comunidad, y la
hora de cada uno. Estos ejercicios, además de las oraciones de todo buen
cristiano, comprendían el Oficio Parvo de la Santísima Virgen, la meditación,
la asistencia a la Misa, la lectura espiritual, el examen particular y el
capítulo de culpas. Se guardaría silencio en todo momento, excepto durante los
recreos que se tomarían siempre en comunidad. Se hablaría sólo en caso de
necesidad y, aun así, se haría en voz baja, sobre todo después de la oración de
la noche hasta después de la meditación del día siguiente, lo que se llamaba
"silencio mayor".
El trabajo manual constituía la
principal ocupación, pues era el único recurso de la casa. Había, sin embargo,
momentos de estudio y de clase; el catecismo figuraba desde entonces como una
de las lecciones más importantes. Por otra parte, el padre Champagnat les daba
personalmente lecciones de lectura, escritura, etc., según las necesidades de
cada uno. En el fondo, el reglamento era casi el mismo que el que está en uso
en las casas de noviciado y en la casa madre. Se levantaban a las cinco -más
tarde se fijó a las cuatro-, y el Capítulo General de 1856 lo puso a las cuatro
y media. El mismo Padre Champagnat daba la señal para este primer acto común de
obediencia por medio de una campana colocada delante de la habitación de los
Hermanos, que él tocaba desde la suya, por medio de un alambre que atravesaba
el espacio entre la casa rectoral y la de los Hermanos. Se acostaban a las
nueve, tal como se practica todavía hoy.
11º. La comida era de lo más
frugal; pan sin tasa, pero, Dios mío, (qué pan!: harina basta, mal amasada y
mal cocida; en una palabra, pan hecho por los mismos Hermanos sin previo
aprendizaje; sopa, algunas legumbre y agua por toda bebida. La cama se componía
de un jergón de paja y una almohada rellana de hojas, sábanas de tela basta y
dos mantas de malísima calidad. El armazón de la cama consistía en unas simples
tablas ajustadas por el propio padre. Y, a pesar de esta indigencia, yo sé, por
estos primeros Hermanos, que vivían contentos, alegres y felices, porque el
padre Champagnat dulcificaba estas privaciones con sus buenas palabras, a veces
finamente irónicas, pero siempre paternales.
Por otra parte, el buen Padre,
siempre el primero en lo más duro, les daba continuamente ejemplo de paciencia,
humildad y aceptación de la voluntad de Dios y de todas las virtudes
religiosas. Por entonces, le dio, como a miembros de una corporación, un hábito
semi-religioso; yo conocí a un Hermano cocinero que lo llevaba todavía.
Consistía en una levita azul claro que llegaba a media pierna, un pantalón
negro y un sombrero; de ahí el nombre de Hermanos azules que les daba la gente
y que les dan todavía hoy los habitantes de Saint-Chamond. Sabemos que el color
azul es el de los consagrados a la Santísima Virgen, y ésta es la razón por la
que el padre Champagnat adoptó al principio este color, como signo distintivo
de su Congregación, de la que consideraba a María como primera superiora.
12º. La pequeña comunidad estaba
ya constituida y formaba una verdadera sociedad; sólo faltaba hacerla funcionar
de acuerdo con su finalidad: la enseñanza de la juventud. Ya hemos dicho anteriormente
que el padre Champagnat, viendo casi totalmente descuidadas la instrucción y
educación de los niños de la parroquia, había hecho venir a un maestro, a la
espera de que los propios Hermanos estuviesen en condiciones de tomar la
dirección de la escuela. Este maestro, formado por los Hermanos de las Escuelas
Cristianas, conocía perfectamente su método de enseñanza, que gustaba mucho al
Padre Champagnat. Fue admitido en la comunidad y, en sus momentos libres, daba
lecciones a los Hermanos, les enseñaba a dirigir y disciplinar una clase y el
modo de enseñar a los niños las distintas asignaturas.
Así formados, los Hermanos
estuvieron pronto en condiciones de hacerse cargo de la escuela de La Valla, y
manifestaron su deseo al padre Champagnat. Este, que ante todo deseaba hacerles
practicar la humildad y poner a prueba sus talentos pedagógicos, les propuso
que primeramente fueran a dar clase a las aldeas más importantes de la región,
lo que aceptaron de buen grado. Gracias a Dios, desempeñaron esta función a
satisfacción de sus habitantes y con gran gozo del Padre Champagnat.
131 Entretanto, despedido el
maestro, cuya conducta no era muy ejemplar, el Venerado padre confió su clase
al Hermano Juan María. Hasta entonces, los vecinos no se habían preocupado demasiado
de los Hermanos, pero al ver su escuela tan disciplinada y los rápidos
progresos de sus hijos, comenzaron a abrir los ojos y comprendieron que los
hermanos no eran solamente buenos fabricantes de clavos, sino excelentes
religiosos educadores. Por esta causa, el número de alumnos aumentó
considerablemente. incluso, muchas familias que vivían en aldeas alejadas,
deseando que sus hijos aprovechasen la enseñanza dada por los Hermanos, los
alojaron en el pueblo; pero desgraciadamente, estos niños, que no eran
vigilados suficientemente fuera de la escuela, se molestaban los unos a los
otros. Para corregir esta situación, el buen padre hizo algunas ampliaciones en
la casa y los recibió como pensionistas. Se presentaron también niños pobres, y
el Padre Champagnat, confiando en la Providencia, los recibió a pesar de todo y
se encargó no sólo de su instrucción, sino también de su sustento. A los que le
censuraban, pues todo el mundo sabía que no tenía recursos, él contestaba:
""i la misa quita tiempo, ni la limosna empobrece" y continuó
haciendo buenas obras sin preocuparse de las habladurías.
14º. Hacía mucho tiempo que el
padre Champagnat sentía que su presencia permanente en la Comunidad era
necesaria para formar a los Hermanos en las virtudes religiosas, completar su
instrucción y seguirlos de cerca en el ejercicio de sus funciones, a fin de
poder estar en condiciones de corregir en este aspecto, como en todos los
demás, lo que fuese necesario. Así pues, a pesar de las razones del párroco en
contra de este proyecto, razones referidas sobre todo a la alimentación, al
ambiente que iba a encontrar y a otras, únicamente de tipo personal, hizo caso
omiso de las mismas y vino a compartir la pobreza de los Hermanos y sus
trabajos cuando su tiempo libre se lo permitía.
15º. Es cierto que tuvo mucho que
sufrir a causa de este estilo de vida, pero hacía mucho tiempo que había tomado
la resolución de sacrificarlo y soportarlo todo para proseguir hasta su último
suspiro la obra que la Providencia
le había encomendado.
Cabe añadir que, aunque los
Hermanos le amaban mucho, sin duda porque no se les ocurría, no tenían para con
él los cuidados y las atenciones debidas a un superior. Así, él mismo arreglaba
la cama y la habitación, limpiaba el calzado, etc., sin que nadie se preocupase
de ello. He dicho habitación y (qué habitación, Dios mío! Yo he tenido la dicha
de verla; todavía hoy se conserva. Situada en la planta baja, es, además de
baja, estrecha y malsana. En las paredes se pueden ver aún sentencias de la
Sagrada Escritura, cada una de las cuales encierra profundas reflexiones. En
cuanto a su comida, era casi la misma que la de su pequeña comunidad, y sólo
por razón de conveniencia, su mesa estaba aparte en el refectorio, es decir,
que comía solo.
16º. Dios quiso mitigar un poco
todos estos actos de mortificación que soportaba sin quejarse jamás. El 18 de
febrero de 1822 le llega un postulante de 21 años que iba a ser su apoyo,
confidente de sus proyectos, consuelo en sus penas y providencia visible de la
sociedad. Era el Hermano Estanislao (Claudio Fayolle), nacido, como hemos
dicho, en Saint-Médard. En seguida se dio cuenta de que se carecía de
atenciones y miramientos para con el Venerado padre. Con su permiso, que no
consiguió sino a duras penas, el Hermano Estanislao se encargó de arreglarle la
habitación y la cama, se hizo cargo de la administración de la casa y se
convirtió en el servidor de todos los Hermanos y en especial del Venerado
Padre. Le atendió, casi en solitario, en su primera y también en la última enfermedad,
cumplió para con él todos los deberes de piedad filial que el más solícito de
los hijos pueda tributar al mejor de los padres. Al igual que los demás
Hermanos, destacó en las virtudes de humildad, sencillez y modestia, pero se
distinguió sobre todo por el gran afecto a la Congregación y el celo para
afianzar en ella a los Hermanos jóvenes. Su muerte ha sido de las más
envidiables y de las más sentidas. De él ha tomado la tradición, y yo mismo,
las cosas edificantes del padre Champagnat recogidas en este trabajo.
17º. Ya tenemos, pues,
definitivamente, al padre Champagnat con los hermanos. Seguía, sin embargo,
cumpliendo sus funciones de coadjutor con el mismo celo de siempre, lo que no
le impedía continuar la formación de los Hermanos jóvenes. Se dedicó, sobre
todo, desde los primeros días que estuvo con ellos, a enseñarles la forma de
dar el catecismo a los niños y exigió que se diese todos los días en las
clases, pues el gran número de alumnos le había obligado a hacerlo dos veces en
la parroquia. Se las arreglaba para ir a escuchar a los Hermanos sin ser visto
y después, llegada la hora del recreo, les hacía ver las inexactitudes y los
defectos que había notado en su enseñanza.
18º. Pero para que no perdiesen de
vista el fin que se había propuesto al fundar la Congregación, es decir, la
instrucción religiosa de los niños del pueblo, los enviaba algunos días a las
aldeas de la parroquia, como había hecho antes de confiarles la escuela de La
Valla, no para dar clase, sino sólo para enseñar el catecismo. Al llegar a la
aldea que se les había asignado, los Hermanos reunían en un lugar adecuado el
mayor número posible de personas, hombres, mujeres, jóvenes y niños. Comenzaban
la catequesis con un canto, y a continuación preguntaban a los jóvenes cosas
relacionadas con algunos puntos del catecismo que luego ellos explicaban lo
mejor que sabían, sin olvidarse de sacar, cada vez, alguna conclusión práctica.
La sesión terminaba normalmente con un relato edificante.
Como estas catequesis estaban bien
preparadas y los catequistas ponían en práctica lo que enseñaban, produjeron un
bien real y atrajeron pronto a todos los habitantes de las aldeas donde tenían
lugar.
El buen Padre iba, a veces, a
escucharlos sin prevenirles de antemano y después, según su costumbre, durante
el recreo les hacía notar lo que le había parecido defectuoso.
20º. El Bessat, pueblo grande
situado a dos horas de La Valla y donde abunda la nieve durante el invierno,
fue escenario del celo del Hermano Lorenzo. En esta época, la aldea, autodenominada
parroquia, carecía de sacerdote y, en consecuencia, sus habitantes estaban
sumidos en la mayor ignorancia religiosa. El hermano Lorenzo solicitó el favor
de ser enviado allí para dar la catequesis, favor que el padre Champagnat le
concedió como una recompensa. Subía todas las semanas desde La Valla, llevando
un saco de provisiones para todo este tiempo: ordinariamente pan, patatas y
queso. Se alojaba en una casa particular y él mismo se preparaba la comida, la
habitual entre las gentes del campo y probablemente peor. He aquí lo que me
contaba, cierto día, sobre el particular, con el rostro radiante de alegría.
“Llegado al Bessat, me decía, recorría el pueblo mañana y tarde con una
campanilla que tocaba para reunir a los niños a los que enseñaba las oraciones,
el catecismo y a leer, pues no había escuela. El domingo se reunían todos los
habitantes en la capilla; primero entonábamos un canto, luego rezábamos el
rosario al que seguía la oración de la tarde; después les daba una catequesis
lo mejor que podía. Y ¡qué gozo sentía yo entonces! Ni el cansancio, ni el mal
tiempo -pues a veces había varios pies de nieve-, suponían nada para mí. Estos
días, ¡ay!, demasiado cortos, han sido los más hermosos de mi vida.”
Este excelente Hermano era tan
querido y respetado por los habitantes de la aldea, que jamás se encontraban
con él sin saludarle. Es fácil comprender el bien que hizo en el Bessat y
cuánto debía alegrarse el padre Champagnat. He aquí una prueba.
Un día que el Padre Champagnat
subía al Bessat con nuestro celoso catequista, le dijo que su labor allí debía
de ser muy penosa. El Hermano Lorenzo le respondió que le era, por el
contrario, muy agradable, y que no cambiaría su empleo por todos los bienes del
mundo. El padre Champagnat, sensiblemente afectado por la virtud del discípulo,
sintió por ello un gozo tan profundo que los ojos se le llenaron de lágrimas.
22º. La fama de la escuela de La
Valla, que el Hermano Juan María, siguiendo las directrices del padre
Champagnat, dirigía con tanto éxito, animó a varios párrocos a pedir Hermanos
al padre Fundador. En primer lugar debemos citar al Señor Allirot, párroco de
Marlhes. Atendiendo a su solicitud, el Padre Champagnat le envió dos Hermanos:
el Hermano Luis fue nombrado Director del establecimiento. Formado en la
escuela del fundador, el Hermano Luis, que había encontrado en los niños una
completa ignorancia, puso tanto celo y entrega en formarlos que, al cabo de un
año, buen número de ellos sabía leer, escribir, calcular, etc. Dios había
bendecido visiblemente la escuela, lo que no es nada extraño, pues este
Hermano, esencialmente religioso y de los más fervorosos, daba la clase no
solamente como un buen maestro, sino como un apóstol celoso. El catecismo era
su lección predilecta. Lo hacía recitar todos los días y lo explicaba con tanta
unción que sus alumnos no podían dejar de escucharle. Jamás dejaba de dar cada
sábado el catecismo sobre la Santísima Virgen, a la que profesaba una devoción
ardiente, devoción que tuvo la dicha de inculcar a todos sus alumnos.
23º. En su clase reinaba una
disciplina realmente paternal, y los niños que la frecuentaban eran la alegría
y el consuelo de sus padres. Pero el Padre Champagnat, necesitando de él para
el noviciado, sin prevenir al párroco, lo cambió en el momento en que la clase
alcanzaba mayor éxito. El párroco, que creía que ningún otro hermano podría
reemplazar al Hermano Luis, se disgustó tanto que le invitó, con razones que
parecían de lo más plausible, a quedarse a pesar de la orden del padre Champagnat
que le llamaba a otra parte; pero el obediente Hermano destruyó todos los
argumentos con estas palabras sublimes: “mi superior manda, mi deber es
obedecer”. Dios bendijo este acto de obediencia y de entrega, pues la escuela,
en contra de lo que el párroco temía, continuó tan floreciente bajo su sucesor.
24º. El padre Champagnat había
rogado varias veces al párroco que hiciese en el establecimiento algunas
reparaciones urgentes. Como no se diera prisa, por falta de dinero o por el
cambio del Hermano Luis, un día que el padre Fundador visitaba la escuela, fue
a ver al párroco para advertirle que retiraba a los Hermanos, lo que hizo
efectivamente. Cerrado este establecimiento en 1819, fue abierto nuevamente en
1833 por el señor Duplay, sucesor del señor Allirot. Yo trabajé en esta
parroquia en 1834 o 1835 a las órdenes de este venerable y digno pastor. Es
cierto que se habían realizado algunos arreglos en la casa, pero sólo los
imprescindibles para hacerla habitable, y no me extraña en absoluto que el
padre Champagnat retirase a los Hermanos.
25º. Por esta época tuvo lugar la
fundación de Tarentaise, parroquia limítrofe con la del Bessat. Se confió la
dirección de esta escuela al Hermano Lorenzo, quien supo encontrar tiempo fuera
del que dedicaba a este empleo, para continuar la catequesis en el Bessat.
Cuando todavía funcionaba la escuela de Marlhes, el señor Gaston (*), alcalde
de la parroquia de Saint-Sauveur, que tenía allí una finca en la que pasaba el
verano con su familia, testigo de la piedad de los Hermanos, de la disciplina
de la escuela y del buen comportamiento de los niños, sobre todo en la iglesia,
resolvió dotar a su parroquia de un establecimiento semejante. Con este fin se
dirigió al Padre Champagnat, quien se apresuró a acceder a su solicitud y,
gracias a Dios, esta escuela tuvo el mismo éxito que la de Marlhes. Poco tiempo
después, el señor de la Pleyné, alcalde de la villa de Bourg-Argental, próxima
a Saint-Sauveur, oyendo hablar tan elogiosamente de los Hermanos, se dirigió al
señor Colomb, quien le indicó los pasos que habría que seguir para
conseguirlos. Deseaba, desde hacía tiempo, confiar la escuela de la villa a
nuestros religiosos. Por tanto, estuvo encantado de encontrar en el Padre
Champagnat condiciones pecuniarias muy módicas, única razón que le había
impedido realizar esta buena obra. Hizo, pues, la petición al padre Champagnat
que le envió Hermanos, no sin cierto recelo, pues había fundado la Congregación
especialmente para los niños de las aldeas. Los Hermanos abrieron, pues, la escuela,
el uno de enero de 1822. El Hermano Juan María fue nombrado Director y el
Hermano Luis lo reemplazó en La Valla. El amor propio del Hermano Juan María y
su falta de docilidad obligaron al padre a hacer este cambio, porque temía que
comunicase este espíritu a los Hermanos jóvenes y a los novicios.
26º. Antes de salir los Hermanos
para Bourg-Argental, el padre Champagnat los reunió, les recomendó que no
olvidasen que el Instituto había sido fundado para enseñar el catecismo a los
niños de las aldeas y que en las ciudades, la obligación de hacérselo aprender
y de explicárselo era todavía mayor, porque los padres, a causa de sus
ocupaciones, apenas si se preocupaban de la educación religiosa de los hijos, y
añadió que, si las autoridades los llamaban para dar la instrucción primaria,
Dios los llamaba ante todo para proteger su inocencia y prepararlos para una
buena primera comunión; en una palabra, para hacer de ellos buenos cristianos y
honrados ciudadanos.
Les encareció vivamente que, al
llegar, hiciesen una visita, primero al Santísimo, después al señor cura
párroco y finalmente al señor alcalde. Terminó estos consejos y avisos que cito
resumiendo, recomendándoles que fuesen para toda la parroquia modelos de piedad
y de todas las virtudes que exige su santa vocación.
CAPITULO V
La Congregación amenazada de
extinción por falta de vocaciones
1º. El Padre Champagnat, después
de la fundación de los establecimientos que hemos reseñado, no disponía y a de
más Hermanos para nuevas fundaciones y tampoco se presentaban nuevos novicios,
lo que suponía para él un dolor profundo, pues preveía que, en un futuro
inmediato, la Congregación, al principio semejante a una lámpara brillante,
terminaría extinguiéndose por falta de aceite con qué alimentarla. No obstante,
no se desanimó; sabiendo que es Dios quien da las vocaciones, le dirigió
fervientes súplicas, multiplicó las novenas, redobló las mortificaciones y,
sobre todo, recurrió a María, convencido de que ella le ayudaría en necesidad
tan apremiante. Y efectivamente, ella vino en su ayuda de manera casi
milagrosa.
2º. Durante la cuaresma de 1822,
alrededor de un mes antes de la entrada del Hermano Estanislao en la comunidad,
se presenta un joven del departamento de la Haute-Loire, solicitando ingresar
en el noviciado. El padre Champagnat, tras haberle observado e interrogado a
fondo, juzgó que no estaba llamado a la Congregación, sobre todo cuando le dijo
que había formado parte del Instituto de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas. Sin embargo, a fin de observarlo más de cerca, le permitió quedarse
dos o tres días en la casa; pero, al no agradarle su conducta durante ese
tiempo, le comunicó la orden de retirarse. Como el postulante insistía para que
le recibiera, y para comprometerle preguntara si le recibiría en caso de que le
trajera postulantes de su región, ante la respuesta afirmativa, partió provisto
de una carga de obediencia, bastante poco significativa, que le entregó el
padre.
3º. De regreso a su región,
distante de la Valla unas quince leguas, convenció a ocho jóvenes que querían
ingresar en los Hermanos de las Escuelas Cristianas para que le siguieran,
diciéndoles que él también iba allí.
Ellos aceptaron de buena gana,
porque en la localidad se sabía que él formaba parte de dicha Congregación,
ignorando que la había abandonado. Al cabo de unos días, hechos los
preparativos, la pequeña caravana se pone en camino. Después de dos puestas de
sol, llegan cerca de La Valla, cuyo campanario ya divisan. Entonces, su guía,
engañándolos, les dice que en esta pobre parroquia tendrán que permanecer algún
tiempo, pues los Hermanos de las Escuelas Cristianas tienen ahí un noviciado y
que algo más tarde pasarán a Lyon, adonde en un principio creían ir.
4º. La llegada de este grupo de
aspirantes, cuyo guía el padre Champagnat reconoció en seguida, le sorprendió
muchísimo. En seguida se presenta a ellos, los mira atentamente de arriba
abajo, les pregunta por el motivo que les trae e incluso aparenta no querer
recibirlos, lo que les supuso un disgusto tan grande que se notó claramente en
sus rostros.
El Padre Champagnat, dándose
cuenta, cambió de opinión y les comunicó que se quedarían hasta la mañana
siguiente para reflexionar sobre su admisión. No sabiendo dónde alojarlos,
durmieron en el granero sobre la paja. A la mañana siguiente, el buen Padre,
que ya les había tomado afecto, les dio a cada uno un rosario y les habló de la
Santísima Virgen de forma tan conmovedora que, desde entonces, me dijo uno de
ellos, su resolución de quedarse con el Venerado padre era tal, que nada en el
mundo les hubiese hecho cambiar.
51- Tras esta pequeña plática, el
Padre les dijo que, como eran tan numerosos, no podía recibirlos sin consultar
con los Hermanos mayores y que mientras tanto podían quedarse y ocuparse en lo
que se les dijese. Efectivamente, dio orden de venir a La Valla, durante la
Semana Santa, a los principales Hermanos de las escuelas. Después de haberlos
reunido y consultado, les manifestó que personalmente se inclinaba por recibir
a todo el grupo, incluso al que lo había traído. Al ser todos del mismo
parecer, no dudó más en recibirlos, pero, con el fin de probar su vocación, los
sometió a duros trabajos y no les escatimó las penitencias públicas. Después de
varios días, realmente duros y largos para ellos, los reunió y, dudando todavía
de la vocación de los más jóvenes, les dijo que iba a confiarlos a algunos
buenos vecinos de la parroquia para guardar el ganado. Después, dirigiéndose al
más joven, le preguntó si estaba de acuerdo: “Sí, le contestó, si usted me
recibe después”. El buen padre, maravillado de su constancia, y viéndolos
dispuestos a hacer lo que él quisiera, les declaró que los admitía a todos. En
cuanto al que los había traído, fue despedido poco después por razón de
inmoralidad, por lo que también había sido expulsado por los Hermanos de las
Escuelas Cristianas.
6º. Entretanto, los amigos del
Padre Champagnat le reprochaban que se impusiese la carga de alimentar a tanta
gente no disponiendo de recursos; pero el Venerado Padre, viendo en este
aumento de personal la protección visible de la Santísima Virgen, convencido de
que era Nuestra Señora del Puy quien se los enviaba -pues eran todos de la
Haute-Loire-, no se preocupó ni poco ni mucho de estas recriminaciones, incluso
interpretó el acontecimiento como el principio del afianzamiento y prosperidad
de la Congregación. En efecto, un Hermano encargado de ir al lugar de origen de
estos jóvenes para informarse acerca de la situación económica de sus familias
y recabar una módica pensión, dio a conocer allí la Congregación, hasta
entonces desconocida, salvo en la diócesis de Lyon. Además, los nuevos
postulantes, habiendo escrito a sus padres que estaban muy contentos en La
Valla, atrajeron nuevos compañeros, de modo que, al cabo de seis meses, eran ya
veinte los de aquella zona en el noviciado.
7º. En consecuencia, las
dependencias resultaron insuficientes, sobre todo el dormitorio, por lo que
tenían que dormir dos en cada cama. El Padre Champagnat, que las había
confeccionado personalmente, no había pensado que algún día pudieran servir a
tal efecto. Viendo que era absolutamente necesario un nuevo local, no dudó en
emprender la construcción, a pesar de la pobreza, y casi se puede decir que la
hizo enteramente con sus propias manos, pues, aunque todos los Hermanos
estuviesen dedicados a ello, fue él quien realizó toda la obra de albañilería.
No temía presentarse a los que preguntaban por él, con la llana en la mano y la
sotana manchada de tierra, pero siempre con afable acogida y talante alegre y
contento. Como algunos eclesiásticos le reprochasen esta ocupación, les
respondió con la mayor sencillez que no lo hacía por placer, sino por
necesidad.
8º. Nada más edificante que ver a
esta pequeña comunidad trabajar la mayor parte de la jornada guardando un
profundo silencio, interrumpido solamente por algunas palabras de ánimo del
buen Padre o por algunas lecturas piadosas. Siempre el primero en el trabajo y
tomando para sí lo más penoso, jamás dejaba escapar una palabra de queja a
pesar de la torpeza de los Hermanos, que no estaban acostumbrados en su mayoría
a este tipo de ocupaciones. Una vez construida la casa, él mismo hizo casi toda
la carpintería.
9º. El domingo daba a los Hermanos
lecciones de canto, les enseñaba a ayudar a misa, a dar el catecismo, la
práctica de la oración mental y los medios para adquirir las virtudes de su
santo estado. Sus exhortaciones eran cortas, pero llenas de entusiasmo, sobre
todo cuando hablaba de la Santísima Virgen, tratando, en lo que de él dependía,
de inspirar una sólida piedad para con tan buena madre, devoción de la que él
mismo les daba continuamente ejemplo.
10º. Esta especie de distracción
externa y de trabajo rudo que exigió la construcción, no perjudicó en lo más
mínimo a los Hermanos; al contrario, sirvió para acrecentar su adhesión a la
vocación y llevarlos a la práctica de la virtud. La caridad reinaba entre ellos
de un modo admirable, y estaban encantados de ayudarse unos a otros cada vez
que se presentaba la ocasión. Se observaba el reglamento con la mayor exactitud;
jamás, al decir de un Hermano que estuvo allí en aquel tiempo, se vio a nadie
quedarse en cama después de la señal de levantarse. Si alguien incurría en un
olvido, no era preciso llamarle la atención, él mismo pedía una penitencia en
público y de rodillas. Algunos solicitaban permiso para pasar el tiempo del
recreo, o al menos parte de él, haciendo una visita al Santísimo, rezando el
rosario, o realizando algún trabajo manual.
11º. En los establecimientos
existía la misma entrega, la misma piedad, el mismo fervor y la misma caridad.
Como todavía no existían reglas muy concretas sobre el modo de hacer el bien en
la Congregación, varios Hermanos, además de la enseñanza, se entregaban a obras
de misericordia corporales: visitaban a los enfermos, arreglaban sus camas y
los velaban en caso de necesidad. Otros pedían para atender a los niños que
tenían en casa hasta la primera comunión. Estas cuestaciones servían además
para procurar lo necesario a gran número de pobres. En La Valla, durante el
invierno, los Hermanos daban todas las tardes un catecismo, independientemente
del de las clases, que duraba hora y media. Los niños y los jóvenes asistían en
gran número. Este trabajo “extra” daba ocasión a los Hermanos de insinuarse en
el espíritu de algunos padres de estos niños y jóvenes y atraerlos al
cumplimiento pascual que algunos tenían bastante descuidado. Algunos sacerdotes
testigos del bien que hacían los Hermanos, los solicitaron al padre Champagnat;
de ahí las tres fundaciones entre los años 1822 y 1823: Symphorien-le-Château,
Boulieu y Vanosc.
CAPITULO VI
Contradicciones
Referiré ahora algunas de las
contradicciones que experimentó el padre Champagnat a causa de la fundación del
Instituto, entre 1817 y 1830.
Una tradición constante en la
Congregación, documentos existentes, relatos de varios Hermanos mayores, sobre
todo del Hermano Estanislao, lo que yo mismo he oído contar, son pruebas más
que suficientes para garantizar la verdad esencial de todo lo que este capítulo
contiene.
Primera contradicción: La amenaza
de disolución de la Congregación.
1º. La Congregación, como toda
obra de Dios, creció a la sombra de la cruz y fue en el corazón sensible de
nuestro Venerado Fundador donde se implantó desde el principio de la fundación.
Hemos visto cómo ya en los comienzos el párroco de La Valla puso todos los
obstáculos que pudo al padre Champagnat para impedir que fuera a vivir en medio
de sus Hermanos. Por esta misma época fue también objeto de la crítica y
censura de varios eclesiásticos, incluso de sus amigos, que no temían tacharle
de imprudente, ambicioso, etc., atribuyéndole intenciones a cual más extrañas.
Para gran número de ellos, todo era criticable en su nueva comunidad: la regla,
la vestimenta, el género de vida, etc. En fin, las críticas tomaron tales proporciones,
que la autoridad diocesana creyó que era deber suyo ocuparse del asunto.
2º. El señor Bochard, vicario
general, sobre el que recaía directamente la responsabilidad de informar, hizo
llamar al padre Champagnat y le repitió cuanto se decía de él. El Venerado
padre le respondió con sencillez que, efectivamente, había reunido a unos ocho
jóvenes de La Valla con el fin de dar clases en la parroquia, dado que no tenía
maestro, y que, a decir verdad, le había venido la idea de formar maestros para
los niños del campo, pero que en el caso presente no hacía más que dirigir a
estos jóvenes sin llamarse su superior. Comunicóle el señor Bochard que él
había fundado una institución semejante en Lyon, y le proponía que enviara los
suyos a esta nueva comunidad. Pero el Padre Champagnat, sin prometerle nada en
concreto, hábilmente se despidió.
3º. En cuanto salió de casa del
señor Bochard, el padre Champagnat fue a ver al señor Courbon, primer vicario
mayor, nacido como él en la parroquia de Marlhes. En ese momento la sede
arzobispal de Lyon estaba vacante. Habiéndole éste animado a proseguir su obra,
se presentó inmediatamente en casa del señor Gardette que, como ya hemos dicho,
era su Director extraordinario y su consejero. Este fue de la misma opinión que
el señor Courbon, y le manifestó que la fusión que le proponía el señor Bochard
no le parecía posible y que, en todo caso, esta contradicción no debía
desanimarlo en la prosecución de su obra.
4º. Sin embargo, algún tiempo
después, el señor Bochar, viendo que el Padre Champagnat no se plegaba a sus
deseos, le amenazó con cerrarle la casa y cambiarle de La Valla. El buen Padre
regresó muy triste y afligido. Sin embargo, según su costumbre, no comunicó
nada a los Hermanos de las intenciones del señor Vicario. En tan penosa
situación recurrió, como solía hacerlos, a sus armas defensivas favoritas:
oración, mortificación y recurso a María, “su Recurso Ordinario” -expresión de
la que se servía a menudo, sobre todo cuando quería obtener algún favor
especial y que le he oído repetir cientos de veces-. Con esta intención
celebraba frecuentemente la Santa Misa en una capilla cercana a La Valla
-Nuestra Señora de la Piedad-, conjurándolla a tomar la obra bajo su protección.
Todavía hizo más: ordenó que se hiciesen preces especiales en comunidad, y una
novena de ayuno a pan y agua; él mismo hizo una peregrinación a La Louvesc, al
sepulcro de San Francisco Regis, uno de sus especiales protectores.
5º. Pero la prueba no había
terminado. Por tercera vez, el señor Bochard volvió a la carga, y con palabras
un tanto duras y hasta ofensivas, le dijo sin rodeos que iba a mandar desalojar
la casa. El señor Dervieux, sacerdote del cantón de Saint-Chamond del que
depende la parroquia de La Valla, presionado sin duda por el señor Bochard, le
mandó llamar y le habló poco más o menos en los mismos términos que el señor
Vicario. Lo peor de este asunto fue que, conocida por la gente la oposición del
señor Bochard, no faltó ningún tipo de injuria que no se profiriese contra el
padre Champagnat. El párroco de La Valla, que no dejaba pasar ocasión de
criticar su empresa y que incluso en plena iglesia le había hecho objeto de
varios desaires, no cesaba, por su parte, de denigrarle ante el señor Bochard.
Más aún, su propio confesor se puso en contra suya y el rehusó abiertamente su
dirección. (Cómo se le debió de encoger el corazón en esta nueva prueba, al
verse abandonado por el que era su único sostén hasta entonces: pero, )qué
digo?. Todavía le quedaba otro del que pronto hablaré.
En medio de este aluvión de
disgustos de todo tipo, el buen padre no se desanima. Le vino entonces la idea
de irse a América a trabajar en las misiones, idea que comunicó a sus Hermanos,
quienes, todos a una, le aseguraron que le seguirían hasta el fin del mundo.
En ese momento, el Venerado Padre
no sabía muy bien lo que iba a ser de su obra. Esperaba ver llegar, de un
momento a otro, a los gendarmes de Saint-Chamond con la orden de cerrar la
casa, pues el señor Dervieux, prestando oídos a nuevos informes recibidos, le
hizo llamar y se lo comunicó formalmente; ni siquiera le dio una explicación, y
le despidió de mala manera. Sin embargo, la prueba había terminado, a la espera
de otras, porque la vida de los santos es eso, una sucesión de pruebas. El
corazón del padre, tan saturado de pesadumbres e ignominias, se verá al fin
consolado; sus fervientes súplicas, sus múltiples mortificaciones, su recurso
lleno de confianza a María, serán plenamente atendidos.
6º. En semejante perplejidad, el
piadoso Fundador supo que Monseñor des Pins acababa de ser nombrado
Administrador de la diócesis de Lyon. Por lo tanto, es ahora con su Grandeza
con quien deberá tratar el asunto y no ya con los Vicarios Generales. Tras una
ferviente plegaria, movido por inspiración divina, escribe a Monseñor una carta
en la que le informa sobre su obra y estado actual, sometiéndose por adelantado
a continuarla o no, de acuerdo con lo que él dispusiera. Escribió al señor
Gardette, el amigo íntimo que no le abandonó en medio de las tribulaciones abrumadoras
que la Providencia le había enviado, rogándole que corrigiese la carta si fuera
preciso, salvo en el caso de que hubiera que rehacerla, y que la remitiese él
mismo a Monseñor.
El señor Gardette se encargó de
ello con mucho gusto y no cabe duda de que haría a su Eminencia un merecido
elogio del Padre Champagnat y del fin exclusivamente religioso de su obra.
Monseñor, tras haber escuchado con mucho interés al señor Gardette, le dijo que
escribiese al padre Champagnat porque quería hablar con él y, entretanto, que
le asegurase de su benevolencia. En cuanto recibió la carta, el padre
Champagnat se encaminó a Lyon y fue a visitar al señor Gardette, quien le
presentó personalmente a Monseñor. Una vez en su presencia, el padre
Champagnat, lleno de humildad, se postra de rodillas y le pide su bendición. El
venerable arzobispo le bendice con afecto no sólo a él, sino a toda la
comunidad. Después de haber conversado ampliamente, le permite muy gustoso
continuar su obra, dar un hábito a sus Hermanos y hacerles emitir los votos,
prometiéndole algunas ayudas para construir una casa más espaciosa. Penetrado
del más vivo agradecimiento, el padre Champagnat se dirige inmediatamente a
Fourvière, da las gracias a su augusta Protectora de todo corazón y, lleno de
alegría, se consagra una vez más a su servicio. El señor Gardette y Monseñor
des Pins han impedido, como se ha visto, la ruina de la Congregación y merecen,
por ello, con toda justicia, de parte de los Hermanos, eterno agradecimiento.
De regreso a La Valla, el Venerado
Padre comunicó a sus Hermanos los favores con que el cielo acababa de colmarlo
y les invitó a dar gracias a Dios por medio de María, por tan visible
protección.
7º. Pero una nueva prueba vino
pronto a empañar su felicidad. En su ausencia de unos días de La Valla, un
eclesiástico que el señor cura párroco llamó para que le ayudara en la
preparación al cumplimiento pascual de sus feligreses, se empeñó en querer
reemplazarlo. A tal fin, intrigó entre los feligreses con tanto ahínco que
consiguió que hicieran una petición para cambiar al señor cura. El padre
Champagnat, que tenía más motivos que nadie para pedir este cambio, censuró
abiertamente a los vecinos y manifestó a este eclesiástico que no deseaba tener
ninguna relación con él. Fue atendida la petición, pero no fue nombrado el
citado eclesiástico, sino el señor Bedouin, dignísimo sacerdote según el
corazón de Dios y que gozó de la plena confianza, respeto y sumisión del padre
Champagnat, a quien Monseñor había ofrecido la parroquia, pero creyó que no
debía aceptar, y así dedicarse exclusivamente a los Hermanos. Solicitó, además,
ser liberado de sus funciones de coadjutor, lo que le fue concedido alrededor
de la festividad de Todos los Santos en 1824. Los habitantes de La Valla
recurrieron a ruegos y súplicas para retenerlo, haciéndole las ofertas más
ventajosas, pero su resolución estaba tomada y hubiera sido necesaria una orden
formal de Monseñor para que cediese a sus instancias. Helo ya, pues, dedicado
por completo a su obra. Veamos en qué se convertirá.
CAPITULO VII
Nuevas contradicciones a
consecuencia de la construcción de la casa del Hermitage
1º. Por consejo de Monseñor debía
preocuparse ahora de construir una casa más amplia, pues la de La Valla no
podía ya albergar a los Hermanos, y cada día se presentaban nuevos postulantes.
Aunque preveía que muchas lenguas se iban a soltar (*) todavía contra él, pero
contando más que nunca con la divina Providencia y la protección de la
Santísima Virgen que, siempre hasta entonces le había socorrido en el momento
preciso, consideró deber suyo seguir el consejo de Monseñor.
2º. Ya tenía en la mente esta idea
que acababa de confirmarle la primera autoridad de la diócesis, pero estaba
indeciso en cuanto a la elección del lugar. No quiso hacer esta construcción en
la parroquia de La Valla, demasiado alejada de un centro de comunicaciones
adecuado, y comprendía, además, que podría molestar al coadjutor que le había
sustituido. Ya se había fijado, yendo de La Valla a Saint-Chamond, en un valle
solitario atravesado por río Gier que descendía de los montes del Pilat. Este
lugar, denominado “Les Gaux” y que luego pasaría a llamarse “El Hermitage”, le
pareció muy a propósito para convertirlo en la segunda cuna del Instituto. Poco
alejado de Saint-Chamond, tenía todo cuanto se podía desear para una casa
religiosa no muy numerosa, y favorecer, al mismo tiempo, el éxito de los
estudios. Su elección estaba, por tanto, casi decidida. Sin embargo, quiso
todavía visitar los alrededores con los principales Hermanos para ver si se
encontraba algo mejor, pero en vano. El Hermitage tenía siempre la preferencia.
Así pues, optó definitivamente por establecerse allí con su pequeña comunidad.
3º. Compró el terreno, que le
costó doce mil francos, suma que no podía pagar sino contrayendo una deuda a
cuenta de la Providencia que jamás le había fallado. Cuando la gente se enteró,
una granizada de críticas y de burlas se le vino encima, sin que ni su carácter
sacerdotal ni la aprobación de Monseñor fuesen tenidos en cuenta. Fue tildado
de temerario, de cabezota e incluso de loco. Pero, )no se había calificado
antes con este epíteto tan injurioso a la Suma Sabiduría? El padre Champagnat,
aunque sabedor de ello, no se dio por ofendido, porque la brújula que le guiaba
hasta en sus más pequeñas empresas era tan sólo la voluntad de Dios.
Por tanto, puso manos a la obra y
comenzó el nuevo edificio destinado a albergar, al menos, a ciento cincuenta
personas y una capilla adyacente en relación con este número. El presupuesto,
incluidos los gastos de compra, arrojaba un total de sesenta mil francos, y
nadie ignoraba que no tenía recursos para hacer frente a esta suma.
4º. Para disminuir gastos, el buen
Padre empleó allí a todos los Hermanos, durante las vacaciones de 1824, de
acuerdo con las posibilidades de cada cual, pues todos querían poner algo de su
parte en una casa consagrada a la Buena Madre y que pronto se convertiría en
semillero de apóstoles que llevarían la buena nueva a la infancia cristiana.
Sin embargo, solamente los
albañiles profesionales levantaron el edificio; los Hermanos se encargaban de
preparar los materiales necesarios. La nueva vivienda, así como la capilla,
fueron terminadas tan rápidamente, que los Hermanos pudieron instalarse en ella
en el transcurso del verano de 1825, y el 15 de agosto del mismo año se bendijo
la capilla. Fue el señor Dervieux, párroco de Saint-Chamond, cuyos sentimientos
para con el Padre Champagnat habían cambiado por completo, quien fue delegado
por Monseñor para oficiar en esta ceremonia. La fecha 1824, que se lee sobre la
puerta del lugar santo, indica no la de la bendición de la capilla, sino la de
la colocación de la primera piedra, ceremonia que presidió el señor Cholleton,
Vicario General, a principios de mayo de 1824.
5º. Para alojar a todo el personal
durante la construcción de la casa, el padre Champagnat alquiló en frente, al
otro lado del Gier, una casucha que acondicionó lo mejor que pudo. La pobreza
era tal en la comunidad que, con ocasión de la colocación de la primera piedra,
no se encontró nada mínimamente adecuado para invitar a comer al señor Vicario.
El Venerado padre se vio en la necesidad de llevarle a casa de uno de sus
amigos. La alimentación era poco más o menos como en La Valla: pan, sopa,
algunas legumbres, queso y, como extraordinario, un poco de tocino; esto era
todo. El agua del Gier, tan famosa por sus cualidades, su pureza y
transparencia, era la única bebida, pero en definitiva, agua. El Padre
Champagnat vivía como los Hermanos; más aún, no hallando en esta pobre vivienda,
que yo he visitado muchas veces, un solo rincón para poner allí su cama -tenía
la costumbre de tomar siempre lo peor para él-, la colocó bajo una especie de
balcón que tan sólo estaba resguardado por el alero.
Viendo esta pobre casa de
alquiler, se comprende de sobra cuánto han debido de sufrir nuestro Fundador y
los Hermanos durante el tiempo de la construcción.
6º. Sin embargo, durante este
período se observa la Regla con la misma exactitud que en La Valla: el Padre
daba la señal de levantarse a las cuatro; se guardaba silencio durante el
trabajo y, al dar las horas, para recordar a cada uno la presencia de Dios
-práctica predilecta del Padre Champagnat--, se rezaba, con el mayor
recogimiento, el Gloria Patri, el Ave María y la invocación Jesús, María y
José, tened piedad de nosotros. El Padre Champagnat había levantado en el
bosque, con sus propias manos, una capilla dedicada a María. En ella celebraba
todos los días el Santo Sacrificio, pero era tan pequeña que sólo el
celebrante, los dos monaguillos y algunos Hermanos mayores la llenaban por
completo. Los demás se situaban alrededor en religioso recogimiento. Allí
hacían la meditación por la mañana, la visita al Santísimo al mediodía y por la
tarde rezaban el Rosario. Yo he visto el emplazamiento de este pequeño oratorio
y me pregunto cuál no sería la sorpresa de los transeúntes que pasaban por la
carretera general de La Valla, que contornea el valle, cuando oían, surgiendo
de en medio del bosque, las voces expresivas de los Hermanos, que, de vez en
cuando, entonaban piadosos cantos o algunos de nuestros hermosos motetes
litúrgicos. La tradición nos dice que se descubrían y saludaban con respeto
esta pequeña capilla improvisada.
7º. Terminada la Misa, se iba
rápidamente al trabajo, el Venerado padre, el primero, a la cabeza. Buena parte
de la jornada se le veía, paleta en mano, competir en habilidad y destreza, a
decir de los propios albañiles, con el más avezado en esta labor. Llegada la
noche, rezaba el Breviario, asentaba las cuentas y preveía los trabajos para el
día siguiente. Después de todo esto, uno se pregunta cuánto tiempo dormía.
8º. Por ciertos sucesos ocurridos
durante la construcción, se ve claramente que la Santísima Virgen velaba por el
Padre y por sus hijos. He aquí lo que oí contar a varios Hermanos que, según
creo, trabajaron allí.
Un día cayó un obrero desde un
lugar tan elevado que, normalmente, tenía que haberse destrozado sobre las
piedras del suelo. Felizmente, en la caída se agarró a una rama que le salvó y
todo quedó en el susto. Otro, cruzando a nivel del tercer piso por una tabla
podrida, ésta se parte en dos y queda colgando agarrado al andamio (*) con una
mano; recurre a la Santísima Virgen y uno de los obreros, a riesgo de caer,
vino a librarle de una muerte cierta.
Un tercero, subiendo por una
escalera de mano con una piedra enorme al hombre, a punto ya de llegar al
último escalón, no pudiendo sostenerla más tiempo, la dejó caer. Un Hermano,
que se encontraba al pie de la escalera, iba a ser inevitablemente aplastado, pero
una ligera desviación de la cabeza le salvó milagrosamente; su muerte parecía
tan cierta que el Padre Champagnat le dio la absolución. Para agradecer tan
señalado favor, el Padre celebra al día siguiente una Misa de acción de gracias
por esta visible protección de María. )A quién atribuir estas señales tan
extraordinarias de protección sino a las oraciones de nuestro Venerado padre,
que recurría constantemente a María para que los librara de todo accidente
desagradable? En cuanto a él, a pesar de ciertos trabajos que le exponían a los
mayores riesgos, jamás sufrió daño alguno.
9º. Aunque ocupaba a sus Hermanos
durante buena parte de la jornada en la construcción, no por ello descuidaba la
formación religiosa. Sabía encontrar, durante las veladas, y sobre todo los
domingos, tiempo suficiente para enseñarles los medios que debían tomar para
prepararse a su futura misión. Sus avisos, exhortaciones e instrucciones
versaban prácticamente sobre el método que deberían seguir para adquirir las
virtudes religiosas, corregir los defectos, recibir dignamente los Sacramentos,
el modo de asistir a la Santa Misa, la caridad que se debían unos a otros, la
corrección fraterna -hija de la caridad-; pero, sobre todo, se esforzaba en
inculcarles una sólida devoción a María, su modelo, cuyas virtudes
continuamente debían esforzarse en imitar, particularmente su profunda
humildad. Trataba también de suscitar en ellos un gran celo por la salvación de
los niños, y volvía sobre ello con muchísima frecuencia.
10º. En fin, para que recordasen
los diversos temas que habían sido objetos de sus charlas durante la
construcción de la casa, les dio, por escrito, un resumen que todavía se puede
ver. Hay que decir, en honor de los Hermanos, que supieron aprovechar los
avisos y consejos del buen Padre. En efecto, durante la construcción fueron
verdaderos modelos para los obreros que no cesaban de admirarlos. Más aún,
llegaron a imitarlos, guardando como ellos el silencio, la modestia y una gran
caridad los unos para los otros.
11º. Finalizaba el año escolar de
1824; llegaba el momento para los Hermanos que había trabajado durante las
vacaciones en la construcción de la casa, de volver a sus puestos. Antes de su
partida, el padre Champagnat les dio un retiro de ocho días. Les sugirió las resoluciones
que debían tomar para pasar bien el año, y en primer lugar, como la más
importante, la práctica habitual de la presencia de Dios que, según él, es una
de las más eficaces para llegar en poco tiempo a una gran perfección.
El edificio estaba terminado;
quedaban tan sólo pendientes los trabajos del interior, que se realizaron
durante la estación fría. Buena parte tomó en ellos el Padre Champagnat y,
gracias a su activa vigilancia de los carpinteros, enyesadores y demás obreros,
disminuyó considerablemente el gasto y, sobre todo, les dio él mismo ejemplo de
dedicación al trabajo.
CAPITULO VIII
Contratiempo que experimenta el
Padre a causa de un capellán que pretende ser él mismo el verdadero superior de
la Congregación.
1º. De los sacerdotes que formaban
parte de las reuniones del seminario mayor -de que hemos hablado en el capítulo
segundo-, dos vinieron a unirse al Padre Champagnat: los señores Courveille,
párroco de Épercieux, y Terraillon, capellán de las Hermanas Ursulinas de
Montbrison.
Después de tantas contradicciones,
penas y trabajos como le había costado al Venerado padre la obra del Hermitage,
esperaba sin duda gozar de un relativo descanso y saborear con sus Hermanos el
céntuplo del Evangelio. Pero se equivocaba de medio a medio, pues Dios tiene
diferentes formas de dar ese céntuplo que, para las almas privilegiadas, es
decir, para los santos de virtudes heroicas, consiste en muchas tribulaciones,
penas, dificultades y sufrimientos que, centuplicando sus cruces, centuplican
también sus méritos en la tierra y su dicha en el cielo. Así pues, todavía más
cruces para nuestro Fundador.
2º. El señor Courveille, pues,
pretendiendo haber tenido el primero en el seminario la idea de fundar la
Sociedad de los maristas, sacaba en conclusión que los padres maristas, y con
mayor razón los Hermanos, le debían obediencia -antes que a todo otro
superior-, como Superior General de todos. El padre Champagnat, que se creía
indigno de estar al frente de los Hermanos, le dejó hacer y se sometió. Pero
los Hermanos, que contaban con que el Padre Champagnat estaría siempre
encargado de ellos como su Fundador, apenas prestaron atención alguna a este
nuevo superior que les era desconocido, y continuaron dirigiéndose al Padre
Champagnat. Al ver el señor Courveille que su título de Superior General le
otorgaba un poder insignificante ante los Hermanos, resolvió, para obligarles a
reconocerlo como tal y a ser gobernados por él, hacerse nombrar oficialmente
por ellos mismos. Para conseguirlo más fácilmente, en la época de las
vacaciones de 1825, trató por todos los medios posibles de atraérselos y ganar
su confianza, haciendo gala de gran tolerancia y de todo tipo de procedimientos
benévolos.
3º. Creyendo, pues, que los
Hermanos estaban bien dispuestos a su favor, los reunió y, después de haberles
dado a conocer que la Sociedad de los maristas a la que ellos pertenecían,
estando destinada a encargarse de diversas obras, que el Padre Champagnat, como
el Terraillon y él mismo podían ser llamados un día a otras funciones, era
importante elegir, mientras estaban los tres a su disposición, al que
prefiriesen para dirigirlos en calidad de único superior. Tras unas breves
palabras de explicación al respecto, les dice que escriban en un papel el
nombre del que desean elegir, y sale de la sala. Pasado un tiempo prudencial,
regresa, recoge las papeletas y hace el escrutinio: Padre Champagnat... Padre
Champagnat y siempre Padre Champagnat, excepto dos o tres votos diferentes. Un
poco contrariado, se vuelve hacia el Venerado Fundador y e dice con cierta
emoción. “Parece que se han puesto de acuerdo para nombrarle”. El piadoso
Padre, sin ofenderse por estas irónicas palabras, l pide la anulación de la
votación, a lo que fácilmente se aviene el señor Courveille.
Entonces el Padre Champagnat,
creyendo que el resultado se debía al hecho de que siempre había estado con
ellos, quiso hacerles comprender que él, dedicado siempre a trabajos manuales,
no era el más indicado para guiarlos por los caminos de la perfección que
comportaba su vocación, mientras que los señores Courveille y Terraillon tenían
sobre estos temas mayores conocimientos que él. Les recomendó, pues, que
implorasen las luces del Espíritu Santo y recurriesen a María, proponiendo una
segunda vocación, que arrojó el mismo resultado que la primera. “Bien, dijo
entonces el Señor Courveille, puesto que le quieren como su superior, usted lo
será”. En efecto, los Hermanos no querían otro superior y menos se les había
ocurrido pedir al señor Courveille. Pero, a pesar del voto decisivo que
mostraba de manera tan evidente la adhesión de los Hermanos a su Fundador, el
señor Courveille no perdió toda esperanza.
Pero antes de contar las artimañas
que empleó para conseguir su objetivo, referiré en qué circunstancia tuvieron
lugar.
4º. En este año de 1825, por la
fiesta de Todos los Santos, se fundó Ampuis. El señor Gérard, antiguo misionero
en América, corrió con todos los gastos. Después de esta fundación, el Padre
Champagnat se creyó en el deber de visitar los diez establecimientos que ya
tenía la Congregación. Permítaseme dar a conocer el espíritu de mortificación
que observó el Padre en las diversas visitas.
Diré, en primer lugar, que en esta
época las lluvias torrenciales habían hecho casi impracticables los caminos y,
sin embargo, por espíritu de mortificación, los recorrió todos a pie. Tomaba
poco alimento; sus comidas ordinarias consistían en un potaje y algunas frutas,
a menos que comiese en la casa rectoral. No bebía vino en el camino y se
contentaba, si se sentía demasiado acuciado por la sed, con pedir un poco de
agua. En una palabra, no tenía ningún cuidado de sí y no parecía ocuparse en
absoluto de su cuerpo. Tengo este testimonio de algunos Hermanos que le
acompañaron y también del señor Arnaud; incluso, creo que me dijo que en una
ocasión en que le acompañaban en un largo viaje, varias veces había sentido la
tentación de abandonarlo todo para entrar en una posada[10].
5º. Pero volvamos al Señor
Courveille. En ausencia del Fundador,
que duró bastante, el señor Courveille no descansaba e intentaba por medios
indirectos o poco confesables recuperar su título de superior que se le había
escapado. Escribió durante este tiempo cartas llenas de amargura a algunos
Hermanos de los establecimientos porque no se habían inclinado por él y hasta
manifestaba su tristeza a los de la casa-madre. Al regreso del Padre Champagnat
se permitió censurarlo por su modo de dirigir a los Hermanos, tanto en el
aspecto espiritual como en lo temporal. Le quitó la administración de la casa y
se encargó el mismo de la bolsa, cuyo contenido indicaba a menudo que estaba
más capacitado para vaciarla que para llenarla. Y ¿quién tenía la culpa de
esto? Siempre el Padre Champagnat.
6º. Entretanto, los viajes
agotadores, los disgustos por parte del señor Courveille, causaron al Fundador
una grave enfermedad. El se daba sobradamente cuenta de ello, pero no cesaba en
su trabajo hasta que, al día siguiente de Navidad, después de haber hecho los
mayores esfuerzos para celebrarla con toda solemnidad, se vio obligado a guardar
cama. El señor Courveille, en esta circunstancia, no se sabe por qué, se mostró
totalmente dedicado al Padre Champagnat; hizo rezar en la casa-madre y en todos
los colegios para pedir su curación y no escatimó nada en cuanto a los cuidados
que necesitaba.
7º. Desgraciadamente, corrió entre
el público el rumor de que esta enfermedad le llevaría a la tumba. Varios
acreedores, a los que no se podía pagar de inmediato, amenazaron con embargar
no sólo la casa, sino también el mobiliario, y se aprestaban a hacerlo, cuando
el Hermano Estanislao, más dedicado que nunca al buen Padre y a la
Congregación, se dirige a Saint-Chamond y, con lágrimas en los ojos, suplica al
señor Dervieux que acuda en ayuda de la casa amenazada por los acreedores. Este
le consoló y le prometió pagar las deudas; y efectivamente, pocos días después
pagó deudas por valor de seis mil francos [11]
8º. Pero lo más penoso para el
buen Padre fue el desánimo que se apoderó de los Hermanos y novicios, al ver
cómo su querido Padre se acercaba rápidamente a la tumba, pues, en
circunstancias tan desesperantes y desdichadas, el señor Courveille, en lugar
de consolarlos y tranquilizarlos, les dirigió los reproches más ofensivos y
terminó por decirles que iba a pedir su cambio al arzobispado. Estas palabras
produjeron un efecto tan desastroso que, desde entonces, cada uno no pensó más
que en prepararse un porvenir y abandonar una casa en la que no experimentaban
la paz que al principio habían encontrado.
Entonces, el Hermano Estanislao,
viendo que los Hermanos habían decidido abandonar la vocación, habló con unos y
con otros, y con sus súplicas y convincentes palabras detuvo sus proyectos
cuando ya estaban decididos a ejecutarlos. Se atrevió, incluso, a reprochar al
señor Courveille la dureza de su gobierno. Éste, a quien lo único que
preocupaba eran las deudas, respondió a todas sus observaciones que él no se
hacía cargo de las deudas y que, si el Padre Champagnat moría, él se retiraría
y todos harían lo mismo. En cuanto a su modo de dirigir a los Hermanos, no tuvo
para con ellos ningún miramiento.
9º. Este excelente Hermano, que no
dejaba al Venerado Padre ni de día ni de noche, había evitado, por temor a
fatigarlo, hablarle de la dureza con que el señor Courveille trataba a los
Hermanos y de la intención que tenían todos de retirarse; pero, una vez
mejorado, se lo contó todo. Por lo demás, esta mejoría que él se encargó de
comunicar a los Hermanos, los reconfortó un poco recobrando la esperanza de
volver a tener al frente al Venerado padre. Éste, al conocer estas cosas tan
alarmante para su corazón, rogó al señor Courveille que tratara a los Hermanos
con más suavidad y más paternalmente, pero sin éxito. En esto, enterado el buen
padre de que en un ejercicio de comunidad se iba a propinar una severa reprimenda
a un Hermano, rogó al Hermano Estanislao que le diese el brazo, pues apenas
podía sostenerse, y le condujese al lugar de la reunión. Apenas se presenta es
recibido con un fuerte aplauso; todos los rostros, radiantes de dicha y
alegría, manifiestan visiblemente su afecto hacia el buen Padre. El señor
Courveille, no pudiendo soportar este testimonio de afecto tan sensible, sale
de la sala furtivamente. Entonces, el buen Padre, tomando la palabra, anima a
los Hermanos, disipa todos sus temores y los reafirma más que nunca en su
vocación.
10º. Al ver que la salud del
Venerado padre sigue mejorando, el señor Dervieux vino a buscarlo y lo llevó a
su casa, donde le fueron prodigados todo tipo de cuidados. Este digno pastor
estaba de vuelta de sus prejuicios con respecto al Fundador y al fin había
reconocido que lo que le atribuían no eran [12] sino
indignas falsedades. Además supo apreciar cada vez más su mérito y su virtud.
11º. Durante este tiempo, el señor
Courveille, que no había conseguido separar a los Hermanos de la obediencia al
Padre Champagnat, modificó su táctica, pero no cesó en sus intrigas y se puede
decir, sin reparo, que intentó que el propio Monseñor retirara al Padre
Champagnat el título de superior. A tal efecto, le escribió haciendo responsable
al padre Champagnat de varios cargos que parecían tener algún fundamento, pero
que adolecían de exactitud. Los dos principales eran que el piadoso Fundador
recibía novicios que no tenían vocación, y que formaba mal a los Hermanos en
las ciencias profanas y no les daba una formación religiosa suficiente. Sin dar
demasiado crédito a estos informes, Monseñor creyó, sin embargo, que debía
enviar al señor Cattet, vicario general, para visitar la casa. El padre
Champagnat, todavía convaleciente en casa del señor Dervieux, al enterarse de
ello, se presentó inmediatamente en el Hermitage con el fin de presentar sus
respetos al señor vicario general. Este le recibió bastante fríamente, le hizo
algunas preguntas, visitó la casa con el mayor detenimiento y, para terminar,
examinó a los Hermanos y novicios sobre el catecismo y las otras ramas de la
enseñanza. No hallando ni a unos ni a otros suficientemente instruidos, pues
varios habían llegado recientemente sin saber leer ni escribir, y además la
construcción de la casa había entorpecido los estudios serios, no disimuló su
descontento y prohibió al buen Padre hacer nuevas construcciones.
13º. Viendo el señor Courveille
sus intrigas coronadas por el éxito, se jactaba de ello, pensando probablemente
que, al fin, conseguiría su objetivo. Pero la medida estaba colmada; el castigo
no se hizo esperar y fue el que ordinariamente se inflige a los orgullosos.
Pronto llegó a saberse su falta en el arzobispado y se comprendió entonces que
no se debía hacer ningún caso a sus injustas denuncias y al celo que aparentaba
exteriormente por las observaciones regulares. Para acallar los remordimientos
de su conciencia, huyó a la Trapa de Aiguebelle, pero, cosa increíble, esta
bochornosa caída no le corrigió su orgullo. Creyendo que su fechoría no era
conocida, escribió desde este santo monasterio diciendo que no volvería al
Hermitage, sino en el caso de que los Hermanos le reconocieran como superior.
Pero todo se llegó a saber.
Entonces, por consejo de Monseñor, el Padre Champagnat y el señor Terraillon le
escribieron conjuntamente diciéndole que se quedase donde estaba y que no debía
volver a poner los pies en el Hermitage. De todo esto se deduce que los hombres
tienen sus artimañas para realizar sus miradas ambiciosas, pero, al cabo, Dios
tiene siempre la última palabra y les prueba de manera evidente que siempre se
cumplirán las palabras del Evangelio: “El que se ensalza será humillado y el
que se humilla será ensalzado”.
14º. Pero todavía otra prueba, que
afectó mucho al amado Padre por la misma
época, fue la necesidad en que se vio de despedir a su primer discípulo.
Pareciéndole al Hermano Juan María que la Regla no era suficientemente severa
para llegar a una gran perfección, arrastrado por el orgullo, abandonó
furtivamente su clase en Bourg-Argental para irse a la Trapa, sin preocuparse
de quién habría de sustituirle. Pero muy pronto, desilusionado, vuelve, se
postra de rodillas a los pies del buen Padre y le pide perdón por su falta. El
padre lo acoge con bondad y lo recibe de nuevo, creyendo pasado definitivamente
del desvarío, pero no fue así: el germen permanecía dentro de él. Queriendo a
toda costa ser tan santo como San Luis Gonzaga, se entregó sin permito a todo
tipo de austeridades que, desgraciadamente, le reblandecieron el cerebro. El
buen Padre, se vio, pues, forzado a despedirlo, dado que perturbaba a la
comunidad con toda clase de extravagancias.
15º. Otro Hermano llamado
Roumensy, muy adicto al principio al padre Champagnat y de notable talento para
la clase y la administración de lo temporal, fue elegido para llevar la
administración de la casa-madre. Como no se encontrara a gusto y deseara algo
de mayor categoría, imaginándose que haría mayor bien en otra parte, se escapó
de la comunidad sin comunicárselo al padre Champagnat. Pero no sólo no
consiguió lo que no era más que una ilusión, sino que murió en la miseria y el
abandono, nueva víctima, una vez más, del orgullo y de la desobediencia.
16º. De muy otro modo sucedió con
el Hermano Luis. El demonio, envidioso de la constancia de este buen Hermano,
verdadero hijo del padre Champagnat, le inspiró la tentación de abandonar la
vocación para estudiar latín, y probablemente hubiese caído en ella, de no
haber sido tan humilde como obediente. Comunicó su proyecto al Padre Champagnat
que viéndole continuar obsesionado, a pesar de cuanto le decía para hacerle
desistir, le prohibió formalmente volver [13] a pensar
en ello. Como religioso dócil, obedeció escrupulosamente y la tentación se
desvaneció por sí sola.
A la vista de estos tres casos se
advierte claramente cómo el orgullo y la desobediencia convirtieron en
apóstatas a los Hermanos Juan María y Roumesy, mientras que la humildad y la
docilidad mantuvieron al Hermano Luis en su vocación y aseguraron su
perseverancia, pues murió en su santo estado con todas las apariencias de un
predestinado, recompensa de su obediencia y apertura de corazón al buen Padre.
17º. Concluiré este capítulo
diciendo, sin temor a equivocarme, que Monseñor d’Amasie [14],
arzobispo de Lyon, el señor Gardette, superior del seminario mayor, y nuestro
excelente Hermano Estanislao han sido las ayudas de Dios al Padre Champagnat
para asentar definitivamente el instituto, mientras que el señor Bochard, sin
duda con las mejores intenciones del mundo, el señor cura párroco de La Valla y
el señor Courveille, engañados probablemente por el demonio, estuvieron a punto
de aniquilarlo. Nuestra gratitud a los primeros y que Dios juzgue a los
segundos.
CAPITULO IX
Primeros
votos
1º. La salida de los Hermanos de
la que hemos hablado, así como la tentación del Hermano Luis, determinaron al
venerado Padre, con el fin de retener en la vocación a los Hermanos a quienes,
a veces, las dificultades, las tristezas y las penas, junto con fuertes
tentaciones, podrían desanimar y devolverlos al mundo, a vincularlos a su santo
estado mediante los votos religiosos. Ya desde los comienzos de la Congregación
hacían una consagración en la que prometían, aunque no por voto, enseñar el
catecismo a los niños del pueblo, junto con los otros conocimientos
elementales: lectura, escritura, cálculo, etc., obedecer a sus superiores,
guardar la castidad y no tener nada como propio. En el fondo, como se ve, se
trataba de los tres votos de religión. Pero viendo, por una parte, que una simple
promesa no era suficiente para asegurar su perseverancia en el Instituto y, por
otra parte, deseoso de seguir el consejo de Monseñor, que le había animado a
que sus religiosos emitiesen los tres votos simples de pobreza, castidad y
obediencia, se decidió definitivamente a tomar esta medida, lo que constituye
realmente al estado religioso.
2º. Los primeros votos se
emitieron en el retiro de 1826; eran de dos clases: los votos temporales y los
perpetuos. Los primeros se hacían normalmente por tres años y, transcurrido
este período, podían renovarlos una segunda vez. Sin embargo, podían hacerse
también por un período más corto; personalmente recuerdo haberlos emitido la
primera vez sólo por un mes. Más tarde, después de la muerte del Padre
Fundador, el Reverendo Padre Colin, Superior General de la Sociedad de los
Maristas, a quien el Padre Champagnat antes de morir había traspasado todos sus
poderes de fundador, debido a que los votos de pobreza y castidad podían, en
ciertas circunstancias, originar algún inconveniente, decidió que los votos
temporales se redujesen al de obediencia que sólo se haría una vez hasta la
profesión perpetua. Estos votos se hicieron al principio sin ceremonial alguno;
más tarde se les dio la solemnidad que tienen todavía hoy, pero sin añadir
nuevos compromisos. En cuanto al voto de estabilidad, jamás oí hablar de él al
Padre Fundador, pero ya en el Capítulo General de 1856[15] se mostró
a cada capitular[16] un
escrito autógrafo del Fundador con este contenido textual: “Los Hermanos de
este Instituto harán los tres votos de pobreza, castidad y obediencia y el voto
de estabilidad”, sin otra explicación. Yo he tenido el escrito en mis manos y
puedo asegurar que la letra era suya; las diferentes cartas que él me había
escrito no me permiten dudarlo de ninguna manera.
CAPITULO X
Otras contrariedades domésticas
ocasionadas por la revuelta de algunos de sus Hermanos con motivo de ciertas
normas
1º.
Después de las defecciones de las que hemos hablado, otros candidatos llegaron,
reemplazando con ventaja a los que el orgullo y la desobediencia habían
perdido. Los votos eran un excelente medio para conservar a los Hermanos en su
vocación. La Sociedad marchaba ahora por caminos de prosperidad; continuaban
las peticiones para abrir nuevos establecimientos. Dos fueron fundados en esa
época: Saint.Paul-en-Jarret y Neuville-sur-Saône. Pero antes de entrar en la
materia propia de este capítulo, me permitiré unas palabras sobre este último
establecimiento, a causa de la predilección que por él parecía tener el querido
Fundador, a juzgar por las frecuentes visitas que le hacía; además servirá de
prólogo a mi tema.
Dos
personajes, sobre todo, le atraían allí: el señor cura y el señor Tripier,
fundador este último del establecimiento, cuyos gastos corrían por su cuenta.
Este venerable anciano era hombre de fe y de recio cristianismo. Con frecuencia
animaba al Director de la escuela para que no dudara en dirigirse a él cuando
necesitase alguna ayuda, pues había resuelto emplear toda su fortuna, que era
considerable, en buenas obras y en aliviar a los pobres, resolución que cumplió
hasta su muerte, por lo que el Venerado padre le tenía en gran estima.
El
señor Durand, cura de la parroquia, era el consejero y amigo íntimo del padre
Champagnat. Todos sus cohermanos de la
diócesis le reconocían gran ciencia teológica, profundo juicio y piedad de las
más ilustradas. Por eso el Padre Champagnat le tenía al corriente de todas las
cosas importantes concernientes al Instituto. Los Hermanos que estuvieron en
dicho establecimiento contaban que a menudo les decía estas palabras: “Si no
observáis vuestra Regla, aunque hagáis milagros, no dejaréis de ser malos
religiosos”, y añadía: “Quien abandona la Regla, abandona el hábito”. Tenía una
idea negativa de los Hermanos que violan la clausura sin absoluta necesidad. Un
día que encontró a un Hermano que iba solo de paseo, le dijo estas palabras
estremecedoras: “Hermano, preferiría encontrar al lobo antes que a usted solo”.
3º. Y tenía mucha razón, pues a
pesar de la vigilancia del Fundador, los abusos a este respecto comenzaban ya a
introducirse en los establecimientos. Algunos Hermanos Directores frecuentaban
demasiado el mundo y, en consecuencia, se imbuían de su espíritu. Otros hacían
demasiadas visitas a sus cohermanos, de donde se seguían faltas contra la
pobreza e infracciones importantes de la Regla. Como el Venerado Padre tuviera
noticias de estos abusos, escribió paternalmente a los culpables llamándolos al
orden y a la observancia de la Regla. Como algunos no hicieron caso de sus
amonestaciones, llegadas las vacaciones, les mandó hacer el capítulo de culpas
ante la comunidad y les impuso una severa corrección. La mayor parte reconoció
su culpabilidad y prometieron corregirse, pero dos o tres de los más culpables,
exasperados por esta humillación, se dejaron llevar por la murmuración y
trataron al buen Padre de tirano. Incluso uno de ellos, que había sido buen
religioso durante mucho tiempo, le faltó de la forma más grosera y abandonó la
vocación. “Yo me retiro –dijo con voz escalofriante a uno de sus cohermanos que
lo censuraba por dar este paso-, vuelvo al mundo; estoy reprobado; Dios me ha
abandonado.”
4º. Antes de hablar de las
consecuencias de este espíritu diabólico que se apoderó de los que tomaron a
mal la corrección, daré a conocer cuál era entonces el hábito de los Hermanos,
pues por su causa, únicamente, tuvo lugar la rebelión de la que voy a hablar, y
que el Hermano Estanislao me ha contado hasta en sus mínimos detalles. Se me
permitirá abreviar el relato para no ser demasiado prolijo.
Hemos dicho antes que monseñor
permitió al Fundador dar a sus Hermanos un hábito religioso, y no
semi-religioso como el que llevaban en La Valla. El nuevo hábito consistía en
una sotana negra, como la de los eclesiásticos, cerrada por delante con botones
de la misma tela, una pequeña capa, todo de tela basta, un sombrero triangular,
un “rabat” blanco, medias de punto y zapatos proporcionados por la casa. Debo
añadir que después de la emisión de los votos perpetuos, el Venerado Fundador o
completó con una cruz pectoral ostensible y un cordón; sin embargo, los que no
habían hecho más que votos temporales llevaban simplemente el cordón, como
todavía tiene lugar hoy.
5º. Varias razones de peso, que aprobaron personas respetables a las que
había consultado, le decidieron a efectuar algunos cambios en este hábito: los
botones de la sotana serían sustituidos por corchetes –llamados impropiamente
ganchos- hasta la cintura, y el resto iría cosido hasta abajo; la capa no
tendría corchetes más que en el cuello; las medias de punto serían sustituidas
por otras de tela simplemente cosidas. Daba como razones que los botones, al
envejecer, afean la sotana, ya que se gastan más rápidamente y que,
desabrochándose con frecuencia, exponen a ciertos inconvenientes; en cuanto a
las medias, pudiéndolas suministrar la casa-madre, darían más uniformidad al
hábito y resultaría más fácil a los Hermanos repararlas ellos mismos, sin
recurrir a personas de otro sexo, lo que no se hacía sin inconvenientes.
Por el momento permitió utilizar
las medias de punto que quedaban, pero prohibió llevar otras que no fuesen de
tela al acercarse a la Santa Mesa. En cuanto a la sotana dijo claramente que
las que renovasen tendrían, en adelante, corchetes y no botones, y que éstos
serían retirados de la capa.
También cambió el método de
lectura, proscribió el deletreo y la antigua pronunciación de las consonantes,
es decir, les dio el método de lectura que se sigue hoy en la Congregación y,
en general, en todas partes, y les aseguró que con él se duplicarían los
progresos de los niños si se aplicaba seriamente y en su totalidad. Ante las
numerosas reclamaciones respecto a su aplicación, les dijo que lo estudiasen
bien y que lo probasen durante el año.
7º. Pero he aquí que en las
vacaciones siguientes, varios Hermanos se alzaron contra un nuevo método,
criticándolo duramente. El Venerado Padre, viendo muy alterados los ánimos,
trató de hacerles comprender que, al no tener todavía costumbre de utilizar
este método o de haberlo empleado mal durante el año, no podían hablar de él
adecuadamente. Y los que lo rechazaban juzgaban sin suficiente conocimiento de
causa. Por su parte, los que lo habían ensayado seriamente dijeron que el
Venerado Padre tenía razón, pues aceleraba mucho los progresos de los alumnos;
finalmente, todos se sometieron de buen grado.
8º. No se quejaron tanto de la
sotana porque los Hermanos de las Escuelas Cristianas también la llevaban con
corchetes, razón suficiente para cerrar la boca a los que todavía la querían
con botones.
9º. Sin embargo, y aunque parezca
increíble, la cuestión de las medias provocó una especie de revolución en toda
la comunidad hasta tal punto que fue necesaria, para lograr que se adoptaran al
igual que la sotana con corchetes y el nuevo método de lectura, toda la firmeza
del Padre Champagnat que, antes, había orado, consultado y tomado su
resolución; en consecuencia, nadie podría ya hacerle cambiar su decisión.
9º. Como la sotana con corchetes y
el nuevo método de lectura habían causado, al principio, algún descontento, los
más irritados, empujados por el demonio de la insubordinación, pensaron que el
nuevo tipo de medias, que era lo que más repugnaba, sería un excelente motivo
para formar un partido numeroso y protestar contra las reformas, tan lógicas y
tan religiosas, del Venerado padre. Con este fin prepararon un alegato contra
las medias de tela. Según ellos, tenían todo tipo de inconvenientes, que
enumeraron con toda la fuerza y habilidad de que fueron capaces. Pero el Padre
Champagnat refutó con tanta firmeza sus razones, a menudo contradictorias,
mostrando las ventajas de las medias de tela sobre las de punto, que no
supieron muy bien qué responder, sobre todo cuando les dijo que, en el fondo,
los que se quejaban querían conservar las medias de punto porque eran más
mundanas y que, por otra parte, las medias de tela eran no solamente más
sencillas y más propias de religiosos, sino también más cómodas, como él mismo
había experimentado durante sus viajes. Por fin, terminó con estas palabras que
los Pequeños Hermanos de María deben considerar como sacramentales: “Estoy,
pues, decidido a adoptar definitivamente las medias de tela”. Entonces, la gran
mayoría se adhirió a esta orden positiva sin hacer ninguna reclamación.
11º. Sin embargo, algunas cabezas
locas, cuyo espíritu religioso empezaba a ir a la deriva, tramaron un complot
para obligar al Venerado Padre a dar marcha atrás en estas innovaciones. Para
conseguirlo, se ganaron primero a algunos Hermanos jóvenes, después a algunos de
los antiguos y terminaron por atraer a su partido a uno de los capellanes.
Durante los recreos no se hablaba de otra cosa que de la sotana con corchetes,
del método de lectura y, sobre todo, de las medias de tela. Lo realmente
difícil era hacer cambiar de opinión al Venerado padre en estos tres temas
importantes.
12º. Un antiguo Hermano, cuyo
nombre no recuerdo, al ver este acto de rebelión contra la autoridad, reúne a
toda prisa a los Hermanos más piadosos y les propone protestar enérgicamente
contra esta infame medida. Entonces, todos a una, van a ver al padre
Champagnat, le cuentan lo que está sucediendo y le manifiestan que ellos
adoptan de todo corazón y sin restricción alguna, la sotana con corchetes, el
nuevo método de lectura y las medias de tela y, además, le ruegan que les
permita hacer una contrapetición.
14º. El buen Padre, edificado en
extremo por esta demostración de adhesión y obediencia, les manifestó cuánta
satisfacción experimenta, les dice que invoquen al Espíritu Santo y pidan la
ayuda de la Santísima Virgen; él por su parte, examinará este asunto ante Dios
y enseguida les hará llamar. Entretanto, el Hermano que estaba al frente de la
comisión, encontrando a uno de los Hermanos más antiguos, un santo varón que,
dejándose convencer había firmado la petición, le dirigió una amonestación tan
dura y, sobre todo, conmovió de tal modo
su corazón al darle a conocer la pena que el buen Padre experimentaba a causa
de este acto de insubordinación, asegurándole que por ello había perdido el
apetito y el sueño –lo que era exacto- [17], que sin
pérdida de tiempo, va a encontrar al Venerado padre, cae de rodillas y
humildemente le pide perdón por su falta, hizo aún más, pues renovó esta
manifestación de arrepentimiento ante toda la comunidad en el refectorio.
Varios, conmovidos por este ejemplo, hicieron lo mismo: pero los revoltosos,
endurecidos, se ríen neciamente de estas humildes reparaciones.
Veamos ahora cómo la Buena Madre
viene en ayuda del Venerado Padre. Nuestros insumisos se sentían triunfantes
viendo que el asunto iba por buen camino, pero he aquí que llega a su
conocimiento que los vicarios generales, llamados urgentemente a Lyon, no
subirían al Hermitage. Imagínense, pues, el chasco de nuestros descarados
intrigantes.
14º. Sin embargo –y en esto hay
que admirar el espíritu de Dios del que estaba lleno el Fundador-, tras haber
orado y reflexionado mucho durante el día, el padre Champagnat manda llamar a
los Hermanos que habían protestado contra la petición y les dice claramente que
su resolución es firme y que está dispuesto a despedir a todos aquellos que no
quisieran admitir los tres artículos definitivamente adoptados. Después ordenó
preparar secretamente un altar con la estatua de la Santísima Virgen, colocarlo
contra el muro del mediodía, adornarlo bien y con muchas velas, y que, por la
arde, cuando los Hermanos, según costumbre, entrasen allí, le leyesen una
contra-petición que debería contener, en forma de petición, la adopción de la
sotana con corchetes, el nuevo método de lectura y las medias de tela. Todos
estos preparativos se hicieron exactamente y sin que nadie de la casa se
enterase, salvo los que habían redactado la contra-petición.
15º. Al terminar la oración de la
noche, suben a la capilla para hacer la visita antes de acostarse; pero ¡cuál
no sería la sorpresa y la estupefacción de la comunidad al ver la imagen de
María sobre este altar deslumbrante!...
Terminada la visita, el Venerado
padre, arrodillado al pie del altar, se vuelve hacia los Hermanos.
Inmediatamente, un Hermano de los antiguos se adelanta y lee la contra-petición
pidiendo la adopción de la sotana con corchetes, el nuevo método de lectura y
las medias de tela. Entonces el padre Champagnat, adoptando ese tono enérgico
que a veces aterraba al auditorio:
“¡Bien!, dice, mostrando el altar de la Santísima Virgen, los que son
verdaderos hijos de María pasen aquí, al lado de su divina Madre”. Enseguida,
la mayoría, sin dudarlo un momento, se coloca al lado del altar. Algunos,
asustados, y que no habían comprendido bien, se habían quedado en su sitio,
inmóviles como estatuas. “El lugar de los hijos de María, añadió el Padre
Champagnat, está ahí, al lado del altar, y el de los rebeldes, junto a la pared
opuesta”. Esta vez fue bien comprendido por todos y sólo los dos cabecillas se
quedaron sentados; los demás se habían situado en torno al altar de la Buena
Madre. El Padre Champagnat, tomando de nuevo la palabra, preguntó a los dos
cabecillas si querían permanecer donde estaban. Un sí, frío como el hielo, fue
su única respuesta.
16º. Al día siguiente, según su
promesa, el Padre Champagnat los despidió, y ese mismo día, todos los que se
habían dejado arrastrar por los rebeldes, manifestaron su pesar pidiendo
públicamente perdón a toda la comunidad por esta falta cuyas consecuencias y
gravedad muchos desconocían.
He oído contar al Hermano Juan
Bautista que, entre los que firmaron la petición, sólo dos murieron en el
Instituto.
Realmente, si consideramos, por
una parte, las numerosas pruebas experimentadas hasta el momento por el Padre
Champagnat en la fundación de la Congregación, uno siente el corazón inmerso en
un sentimiento de tristeza indefinible y, a la vez, sobrecogido de asombro y
admiración, viendo cómo la Santísima Virgen viene oportunamente para afirmarla
y consolidarla en el momento en que parecía inminente su desaparición. Tal ha
sido y será siempre el sello de las obras de los santos que, como él, han
tenido la misión de dar a la Iglesia los más hermosos florones de su historia.
17º. Terminaré este capítulo dando
a conocer los nuevos establecimientos fundados al comienzo del año escolar de
1827: Saint-Symphorien d’Ozon y Valbenoîte, y añadiré algo sobre este
último, no sólo porque yo he visto
llegar allí a los Hermanos, sino, sobre todo, a causa del Venerado Padre. El
señor Rouchon, cura de esta parroquia, era un digno y venerable sacerdote que,
al mismo tiempo que el padre Champagnat, había intentado fundar una
congregación semejante a la suya. Como los candidatos le faltaban y su
congregación disminuía en lugar de aumentar, se propuso unirla con la del Padre
Champagnat. Vino, pues, a La Valla con toda su comunidad, unos diez miembros,
con el fin de llevar a cabo la unión. Pero cuando los Hermanos del señor
Rouchon vieron la pobreza de la casa y la alimentación de los discípulos del
padre Champagnat que contrastaban tanto con su aspecto burgués y sus ademanes
refinados, terminada la visita, regresaron sin dar ninguna explicación. Algún
tiempo después, habiéndose producido la división entre ellos, de lo que yo he
sido testigo, se separaron y, en consecuencia, su congregación desapareció para
siempre. Fue entonces cuando el señor Rouchon vino a ver al padre Champagnat y
le pidió Hermanos para reemplazar a los suyos, encargándose de todos los gastos
del establecimiento. Cuatro fueron destinados a esta parroquia. Me parece
verlos todavía entrar en el lugar santo, hacer una profunda genuflexión,
edificando a todos los fieles por su piedad, modestia, recogimiento y mostrarse
en todo y en todas partes dignos hijos del Padre Champagnat.
Permítaseme aludir a un pequeño
detalle que tuvo lugar en esta ocasión. Cuando se trató de fijar la pensión de
los Hermanos, el padre Champagnat, al igual que en otras partes, pidió 400
francos de remuneración para cada Hermano. “Pero, Padre Champagnat, le dijo el
señor Rouchon con sencillez, 400 francos es demasiado, máxime para el Hermano
cocinero; yo creo que con 300 es suficiente para él”. El buen Padre, que jamás
Valoraba a sus Hermanos por el
grado de ciencia o capacidad, sino por el mérito ante Dios, le dio a entender
que no podía determinar el valor de cada uno de sus Hermanos desde ese punto de
vista. Pedía siempre la misma cantidad para todos. Este detalle, del que
garantizo el fondo más que la forma, se lo he oído contar al mismo Padre
Champagnat o al señor Rouchon.
18º. Pero he aquí que el pequeño
grano de mostaza continuó desarrollándose. En el año 1829 se fundan dos nuevas
casas: Millery en el departamento del Ródano, y Feurs en el del Loira. En vista
de la prosperidad de las escuelas de este último, el Consejo General del
departamento asignó al padre Champagnat, sin que lo hubiese solicitado, la suma
anual de 1500 francos para sostener el noviciado del Hermitage. Fue este acto
de benevolencia el que dio al Venerado padre la idea de hacer aprobar la
Congregación por el gobierno, tanto más que las nuevas ordenanzas dictadas en
1828 lo hacían absolutamente necesario para que los Hermanos pudiesen ser
dispensados del servicio militar. Una vez redactada la petición y los otros
documentos que debía presentar al Consejo Real de la Instrucción Pública, con
el fin de obtener esta aprobación, lo llevó todo a Monseñor des Pins que, por
su dignidad de Par de Francia a la que acababa de ser elevado, podría
fácilmente llevarla a término. Efectivamente, el éxito fue total. A punto
estaba de ser firmada la ordenanza por el rey Carlos X, cuando desgraciadamente
estalló la Revolución de 1830. Sucedió todo tan rápidamente que el rey se vio
obligado a emprender el camino del exilio antes de firmar la ordenanza.
He aquí, pues, una nueva cruz, de
las más pesadas y duraderas –hasta su muerte-, y será una de sus principales
causas. Pero Dios, por otros medios, sostuvo su obra que, a pesar de todo,
continuó prosperando, como se dirá en el capítulo siguiente.
CAPITULO XI
Los acontecimientos de 1830.
Serenidad del Padre Champagnat.
1º. La Revolución de 1830, que
sustituye al gobierno de los Orléans por el de los Borbones, anuló, al no haber
sido firmada, el acta de autorización presentada a Carlos X. El Venerado Padre,
a la espera de días más propicios para iniciar nuevas gestiones, se esforzó en
levantar el ánimo de los Hermanos sumergidos en la inquietud por el
acontecimiento, sobre todo, al ver derribadas las cruces, insultados los
ministros de Dios y los establecimientos amenazados de cierre. En efecto,
algunos, cansados de oír vociferar el grito siniestro que profiere el libertino
a la vista de la sotana, pidieron al Venerado Padre que comprara trajes de
seglar para utilizarlos en caso de necesidad. Lejos de acceder a ello, les hizo
comprender que este cambio de vestimenta no les defendería más que una tela de
araña, y que toda su confianza debía ponerse, más que nunca, en aquella que,
según la Escritura, es terrible para el infierno como un ejército en orden de
batalla. En cuanto a él, se preocupaba tan poco de los planes que pudiesen
tramar contra la Congregación que, con
gran extrañeza de Monseñor y de los vicarios generales, les pidió permiso para
una nueva toma de hábito. Efectivamente, ésta tuvo lugar el 15 de agosto,
festividad de la Asunción de la Santísima Virgen. Un domingo vinieron a decirle
que tomara precauciones porque, por la tarde, una banda de obreros iba a subir
al Hermitage para derribar la cruz del campanario. Esto le preocupó tan poco
que no modificó en nada el reglamento ordinario y, siguiendo la costumbre de la
casa, fueron a cantar Vísperas a las dos y media.
2º. Como las vacaciones se
aproximaban, varias personas le aconsejaron que no llamase a los Hermanos para
los ejercicios del Retiro, que les autorizase a hacerlo en sus respectivos
establecimientos y pasar allí las vacaciones. Pero creyendo que esta reunión
era más necesaria que nunca para afirmarlos en la vocación, no le pareció
conveniente hacer caso de estas advertencias, de modo que el Retiro tuvo lugar
como de costumbre, e hizo bien, porque durante todo aquel tiempo los Hermanos
no se vieron molestados en absoluto.
Pasadas las vacaciones, cada cual
volvió tranquilamente a su establecimiento y, a pesar de algunas molestias
ocasionadas por la malevolencia de las autoridades de ciertos lugares, las
escuelas continuaron prosperando como en el pasado.
3º. Sin embargo, en el
establecimiento de Feurs sucedió que, un Hermano que había violado la regla que
prohibe las familiaridades con los niños, fue calumniado. El alcalde, enemigo
declarado de los Hermanos, después de haberlos vejado de mil maneras, exigió
condiciones tan inaceptables, que el Padre Champagnat, con gran pesar por su
parte, tuvo que cerrar esta casa. Era la primera que se cerraba desde el
principio de la Congregación, pues como hemos visto, el establecimiento de
Marlhes sólo había sido suspendido. Por esta época tuve la dicha de ingresar en
el noviciado, es decir, en marzo de 1831.
[18] Debería
ahora hablar de las relaciones que tuve con el padre durante los nueve años que
pasé bajo su dirección y que, ciertamente, no dejan de tener interés, así como
de las virtudes que durante este tiempo le he visto practicar, pero como esto
podría entorpecer este resumen de su vida, lo haré más adelante en capítulo
aparte, con el título de Apéndice. Entretanto, espero que lo que ahora voy a
contar del Venerado padre hasta su muerte, se considere como confirmación de
una tradición.
4º. Para compensar al buen Padre
de la pérdida del establecimiento de Feurs, la Providencia le permitió fundar
otro que habría de enriquecer a la Congregación con numerosas vocaciones y
varios establecimientos importantes.
Se
trata de la Côte-Saint-André. El señor Douillet, venerable eclesiástico, superior
del seminario menor de esta villa y modelo de regularidad como el señor
Gardette, había intentado fundar una congregación con la misma finalidad que la
del Padre Champagnat. Había reunido ya un cierto número de jóvenes para dar
clase en la escuela de la villa. Creyéndose, por una parte, indigno de tal obra
y, por otra, acosado por el Gobierno, ofreció su pequeña comunidad al Padre
Champagnat. Este se personó en la Côte-Saint-André para ver si convenía allí
esta fundación. Reconociendo en ello la voluntad de Dios, aceptó el
ofrecimiento y, unos días después, el señor Douillet llegaba con su pequeña
comunidad de seis o siete. Me parece ver todavía a estos jóvenes entrar en el
patio del Hermitage y al Venerado padre recibirlos con una afabilidad que les encantó
de tal modo que no encontraron ninguna dificultad para acostumbrarse. El padre
Champagnat envió Hermanos para reemplazarlos y, gracias a la buena dirección
que les dio el señor Douillet y a la entrega de los Hermanos, este
establecimiento creció tan rápidamente y adquirió tal reputación en el
departamento de Isère, que el Padre Champagnat creyó más tarde en ello una
visible protección del cielo, por el gran número de aspirantes que le llegaron
de este departamento y por los establecimientos que allí se fundaban cada año.
Nuevas gestiones para obtener la autorización del Instituto. No
habiendo obtenido el resultado deseado, la Providencia se ocupa de ello de una
forma tan singular como inesperada.
1º. Como se ve, la Congregación se abría camino, el
noviciado se llenaba de buenos aspirantes, por lo que la exención del servicio
militar se hacía cada vez más imperiosa, pues una ley de 1833 no dispensaba de
dicho servicio más que a los maestros provistos de un “brevet”, nada fácil de
obtener. El Padre Champagnat resolvió, pues, hacer nuevas gestiones para
obtener el reconocimiento legal de la Congregación por el Gobierno. Y así, tras
haber recibido sus estatutos y haberlos puesto de acuerdo con la nueva ley,
rogó a un diputado, amigo del Instituto, que los presentase en el Ministerio y
dispuso, al mismo tiempo, que se hiciesen oraciones para conseguir el éxito de
este importante asunto. Pero, aunque la solicitud fue aprobada por el Consejo
de la Universidad, el rey, por malevolencia, denegó la ordenanza.
2º. ¿Qué hacer? Levanta sus ojos hacia las santas
montañas y la ayuda llega, en efecto, de la siguiente manera. El Venerado
padre, providencialmente, tuvo ocasión de conocer al señor Mazelier, Director
de una comunidad cuyo fin era, como el del padre Champagnat, la enseñanza de la
juventud. Establecida en Saint-Paul-Trois-Châteaux (Drôme), había sido aprobada
para todo el Delfinado y, por lo tanto, el señor Mazelier podía librar a sus
Hermanos y novicios de la ley del
reclutamiento. Los Hermanos, una vez obtenido el “brevet”, podían quedarse o no
en la Congregación, no estando ligados a ella por ningún voto. Como los dos
fundadores no tenían otras miras sino el bien y la gloria de Dios, fácilmente
se comprendieron y se pusieron de acuerdo. Así pues, el Padre Champagnat
enviaría a Saint-Paul-Trois-Châteaux a los Hermanos afectados por la ley hasta
que hubiesen obtenido su diploma, y después retornarían al Hermitage o serían
destinados a un establecimiento. De esta forma, la Congregación pudo continuar
como si hubiese estado autorizada.
3º. Pero lo sorprendente es que la ley de 1833, hecha
para arrebatar la enseñanza de la juventud a las congregaciones religiosas, o,
al menos, dificultársela lo más posible, no consiguió, por el contrario, sino
desarrollarlas, porque el Estado, viéndose obligado a crear Escuelas Normales
para formar maestros, formaron, por desgracia, un enjambre de maestros
irreligiosos, plaga de las parroquias, desolación de los párrocos, y que no
cumplían sus funciones sino con el afán de una sórdida ganancia. Por lo cual,
párrocos y alcaldes venían de todas partes para solicitar Hermanos al padre
Champagnat, con ruegos y súplicas de que les diesen a cualquiera con la única
condición de que educasen cristianamente a sus hijos. Así pues, a pesar de no
disponer de la autorización, las escuelas prosperaban más que nunca, y el Padre
Champagnat no cesaba de recibir elogios de los párrocos, tanto por la piedad de
los Hermanos como por la buena educación que daban a los niños.
CAPITULO XIII
La Congregación se ve en peligro de perder su nombre
y su existencia.
1º. Como se sabe, Dios no deja a sus santos mucho
tiempo sin alguna prueba, y ordinariamente ésta es la forma de recompensarlos
en este mundo. Así pues, los elogios más halagüeños contribuían a animar al
Venerado Padre en su obra, el “demonio
meridiano” trataba de hacerla perecer. El señor Pompallier, capellán del
Hermitage, aun viendo que la Congregación tomaba cada día nuevos vuelos, se
imaginó que iba camino de su decadencia y que la forma de gobernar del Padre
Champagnat, terminaría por quitarle su vitalidad y llevarla a la ruina.
Dominado cada vez más por esta idea, se creyó en el deber de comunicarlo a
Monseñor. Así lo hizo y, en la acusación ante Monseñor contra el padre
Champagnat, decía que realmente éste era un modelo de piedad y de las virtudes
más edificantes, pero que no tenía ningún talento ni como administrador ni como
formador de religiosos maestros; y la cosa, según él, era fácil de comprender,
ya que se ocupaba casi exclusivamente de trabajos manuales. No se daba cuenta
el buen capellán de que las oraciones del Padre atraían sobre la Congregación
las bendiciones del cielo, verdadera causa de su prosperidad. En fin, concluía
su tesis diciendo a Monseñor que creía necesario unir la comunidad del padre
Champagnat a la de los Clérigos de San Viator, cuyo noviciado estaba en
Vourles, su parroquia natal. Conviene saber que esta comunidad, aunque dedicada
a la enseñanza, ejercía también algunas funciones eclesiásticas y tenía reglas
y hábito diferentes de los de los Pequeños Hermanos de María.
2º. Monseñor, viendo la buena fe que el señor
Pompallier ponía en sus palabras, y yo creo que era sincero, pues era un digno
eclesiástico que yo tuve ocasión de conocer bien durante el noviciado en el
Hermitage, le encargó que tratara el asunto con el señor Querbes, fundador de
esta comunidad y, a la vea, cura de esta parroquia. Entretanto, su Eminencia
hizo llamar al Padre Champagnat para manifestarle su deseo de fusionar a los Pequeños
Hermanos de María con los Querbistas o Clérigos de San Viator, omitiendo, sin
embargo, las razones que le había expuesto el señor Pompallier, y la única que
alegó fue la no autorización de nuestra Congregación, mientras que la del señor
Querbes estaba legalmente reconocida. El padre Champagnat, como estupefacto, no
esperándose nada semejante, se sometió al principio, pero se permitió, no
obstante –qué cosa más natural-, hacer ver a Monseñor los inconvenientes de
esta unión que podría significar la desaparición de las dos comunidades, ya que
las Reglas, el hábito, el género de vida e incluso la finalidad de los Hermanos
de San Viator y de los Pequeños Hermanos de María eran completamente distintas.
En cuanto a la exención del servicio militar, le puso al corriente de cómo la
Providencia le había proporcionado un medio de excepción en el acuerdo hecho
con el señor Mazelier, superior de los Hermanos de Saint.-Paul-Trois-Châteaux.
3º. A pesar de estas razones, sin embargo de gran
peso, Monseñor le dijo que reflexionase sobre este importante asunto. Durante
este tiempo, uno de los vicarios generales le presionó más que nunca para que
secundase el deseo de Monseñor, pero en vano; se mantuvo firme. Por fin, el
venerado Arzobispo, mejor informado, comprendió que el padre Champagnat tenía
razón. Incluso, encontrándole un día en las oficinas del arzobispado, le invitó
a comer y le dijo claramente que había dado prueba de buen criterio oponiéndose
a la unión proyectada, y añadió que le habían informado mal al respecto. Más
tarde, viendo el desarrollo tan rápido de la Congregación, decía que ahora
estaría arrepentido de no haberla conservado tal como el Padre Champagnat la
había fundado.
CAPITULO XIV
Impresión de la Regla
1º. Siendo una Regla impresa como una especie de
emblema que distingue a las comunidades unas de otras, el Padre Champagnat
comprendió que si la suya lo hubiese estado antes del hecho que acabamos de
mencionar, ello hubiera supuesto un serio obstáculo para la insólita fusión que
el señor Pompallier proponía. Sin embargo, la razón que dio para esta impresión
era que, siendo cada vez más numerosas
las casas del instituto, era difícil mantener la exactitud de los manuscritos
y, sobre todo, porque éste era uno de los medios más seguros para obtener una
perfecta uniformidad en toda la Congregación.
Una vez que hubo tomado definitivamente partido sobre
este asunto, resolvió no mandar imprimir por el momento más que las reglas
confirmadas por el uso y la experiencia, pudiendo más tarde ser modificadas o
completadas según la necesidad y las circunstancias.
2º. Aunque las Reglas que deseaba entregar a la
imprenta fuesen poco detalladas y muy reducidas, quiso antes revisarlas y
consultar a los Hermanos, ya sea en público, como lo hacía normalmente durante
las vacaciones, ya sea preguntando en particular a los principales Hermanos.
Hizo más. Durante seis meses reunió a los Hermanos más capacitados y no dudó en dedicar varias horas
al día a discutir cada artículo por separado, aplazando incluso la decisión
cuando se consideraban muy importantes. Entretanto, reflexionaba, oraba, se
mortificaba y ayunaba para descubrir si el artículo en litigio era seguramente
la expresión de la voluntad de Dios.
3º. Cuando toda la Regla hubo sido cuidadosamente
discutida, sometió el manuscrito al juicio de personas expertas y capaces de
apreciar este trabajo desde su debida perspectiva. Pero todo había sido tan
bien dispuesto, que estas personas no encontraron más defecto que el de no
contener bastantes detalles en su conjunto. El Venerado Padre no lo ignoraba,
pues había obrado así a propósito, con el fin de que estos detalles pudiesen
más tarde estar garantizados por la experiencia. Se trata muy poco en estas
Reglas abreviadas del gobierno del Instituto, de las obligaciones de los votos,
de la forma de educar bien a los niños, etc. Sin embargo, esto no dejaba de
preocuparle; buena prueba es que, no habiendo podido redactarlas durante su
vida, dejó este asunto, en su lecho de muerte, en manos del querido Hermano
Francisco y su Consejo. Al enviar esta Regla a los Hermanos, les recomendó
observarla exactamente como expresión de la voluntad de Dios y camino que debe
conducirlos al cielo. No obstante, declara que no pretende obligar a los
miembros de la comunidad a cumplir, bajo pena de pecado, cada artículo en
concreto, pero que la violación voluntaria de un artículo es siempre
perjudicial para la perfección religiosa.
CAPITULO XV
Trabajos del padre Champagnat concernientes a la
Sociedad de María.
La impresión de las Reglas; he aquí realizado uno de
los más ardientes deseos del Padre Champagnat. Pero por entonces, dos ideas le
preocupaban especialmente: la autorización definitiva de la Congregación por el
Gobierno y la aprobación de los padres Maristas por la Santa Sede. Dedicaré un
capítulo a estos dos hechos tan importantes, comenzando por el segundo.
1º. Según la tradición y lo que yo he visto u oído
contar de lo que el Padre Champagnat hizo por la Congregación de los Padres
Maristas, no dudo en darle el título de co-fundador de esta Sociedad. Para
demostrarlo, retrocedamos veinte años atrás. Hemos visto en el capítulo segundo
que, entre los miembros del grupo que, en el seminario mayor, habían concebido
la idea de fundar una Sociedad de Misioneros, que llevaría el nombre de María,
se encontraban a la cabeza, como jefes principales, el señor Colin y el Padre
Champagnat. Hemos visto igualmente que estos piadosos seminaristas, para
alcanzar su objetivo lo antes posible, habían prometido escribirse desde los
diversos lugares donde la obediencia los colocase. Pero en 1823, as ser
separado del obispado de Belley del de Lyon, al que anteriormente estaba unido,
los miembros del grupo se encontraron por ello en dos diócesis diferentes, así
como sus dos principales jefes: el padre Champagnat en el Hermitage (diócesis
de Lyon) y el Padre Colin, superior del seminario menor de la diócesis de
Belley. Se comprende que, desde entonces, los miembros del grupo que quedaron
en la diócesis de Lyon se agruparan en torno al padre Champagnat y los de la
diócesis de Belley alrededor del padre Colin; pero unos y otros con la misma
idea de reunirse un día en comunidad.
2º. El Padre Champagnat, por humildad y sin ninguna
otra razón, reconocía al Padre Colin como su superior, se dirigía siguiendo sus
consejos y trataba al mismo tiempo, por todos los medios posibles, de reunir en
torno a él a todos los que estaban en la diócesis de Lyon; el Padre Colin hacia
lo propio con los de la diócesis de Belley. Ahora bien, de la reunión de estos
dos grupos de formó la Sociedad de los Padres Maristas.
Veamos lo que el Padre Champagnat trabajó para
conseguirlo. Es notorio que sobre él recae la mayor parte del intento; lo
demostraré a continuación para justificar el título de co-fundador que le he otorgado.
3º. Hemos visto que, después de la construcción del
Hermitage, dos miembros del grupo se habían unido al Padre Champagnat: los
señores Courveille y Terraillon. Hemos hablado de la triste historia del
primero; en cuanto al señor Terraillon, no encontrándose a gusto en el
Hermitage, se retiró y fue nombrado párroco de Nuestra Señora de Saint.Chamond,
de suerte que, después de las vacaciones de 1826, el Padre Champagnat se
encontraba solo. He aquí, pues, la obra gravemente amenazada en la diócesis de
Lyon, por la salida de estas dos personas, tanto más que, aunque injustamente,
se imputaba al buen Padre la causa de su alejamiento. ¿Quién querrá ahora
reemplazarlos?
4º. Confiando siempre en la Providencia, el Padre
Champagnat no se desanima. Tras haber orado y reflexionado mucho, según su
costumbre, toma la resolución de escribir a Monseñor para pedirle un ayudante.
Pero antes de hacerlo va a consultar al señor Gardette y le comunica su triste
situación, rogándole que apoye su petición ante Monseñor. Escribió al mismo
tiempo al señor Barou, vicario mayor, con el que estaba en muy buenas
relaciones. De las diversas cartas escritas en relación con la obra de los
Padres, cuyo texto manuscrito se encuentra en los archivos del Instituto, para
abreviar sólo citaré lo más importante de ellas. Al señor Barou le comunica la
pena que ha experimentado con motivo de la salida de sus dos ayudantes; le hace
ver, a continuación, que, teniendo ya dieciséis establecimientos a su cargo,
resulta difícil visitarlos, cosa, sin embargo, de la mayor importancia, ya sea
para velar por la observancia regular, ya sea para tratar con las autoridades,
etcétera, cosa imposible para él, teniendo en cuenta que en el Hermitage, el
cuidado, tanto de lo espiritual como de lo material, absorbe todo su tiempo.
Concluye pidiendo para ayudarle al señor Séon, profesor en el colegio de
Saint-Chamond, y particularmente encariñado con la casa y con los Hermanos.
5º. El venerado padre, después de haber interesado
así en su causa al señor Gardette y al vicario mayor, escribió a Monseñor. En
su carta le habla con dolor de la triste situación en que se encuentra la obra
de los Padre Maristas en la diócesis, se confía a su benevolencia, ya que
siempre ha protegido esta obra que Satanás pretende destruir; le dice, además,
que él no se desanima y que tiene puesta toda su confianza en Jesús y María. En
fin, termina en la esperanza de que Su Eminencia se conmueva ante esta
situación que han debido de darle a conocer los señores Gardette y Barou.
En su gran deseo de conseguir al señor Séon, visita
al señor Barou en persona y le dice que si Dios quiere la obra de los Hermanos,
lo que la prosperidad de la Congregación prueba suficientemente, está
convencido de que quiere también la de los Padres, y pide con insistencia al
Padre Séon [19], en la creencia de que es la voluntad de Dios, que venga al Hermitage.
Entonces, ambos se ponen de rodillas y oran con fervor. Después, el vicario
mayor, iluminado por una luz extraordinaria, como él mismo reveló más tarde,
dice al Venerado padre: “Tendrá al señor Séon; voy a hablar de ello hoy mismo
con Monseñor”.
6º. El señor
Séon fue, pues, enviado como ayudante del padre Champagnat. Era el señor Séon
un eclesiástico piadoso, abnegado, de juicio recto, que prestó importantes
servicios al padre Champagnat, tanto en la dirección de los Hermanos como en la
administración de la casa[20]. Poco después, el señor Bourdin [21], diácono con gran porvenir, el señor Pompallier, sacerdote del que ya
hemos hablado, y el señor Chanut, diácono, vinieron a unirse al Padre
Champagnat, mientras otros hacían lo mismo con respecto al padre Colin. Faltaba
todavía por realizar la unión de los dos grupos y determinar el centro común.
El Padre Champagnat propuso que se hiciera secretamente, pero el padre Colin no
fue de su parecer. Como la dificultad principal se encontraba en la diócesis de
Lyon, el padre Colin. Propuso al padre Champagnat que se encargase de este
asunto.
7º. El Padre Champagnat aceptó de buen grado y puso
enseguida manos a la obra. Helo aquí, pues, escribiendo carta tras carta,
haciendo un viaje tras otro, para obtener del arzobispado de Lyon la reunión de
los Padres Maristas del Hermitage con los de Belley, con el fin de que, de
común acuerdo, pudiesen elegir un superior. En una de sus cartas al señor
Cattet, vicario general, después de agradecerle todo el interés que ha
demostrado por la Congregación de los Hermanos, le manifiesta que ésta no es
más que una rama de la de los Padres, que es la que se considera realmente como
la Sociedad de María. Le dice que, durante los quince años que ha pertenecido a
ella, no ha dudado un solo instante de que sea obra de Dios. A continuación le
suplica que le envíe, como lo había prometido, todos los candidatos que quieran
formar parte de ella y que reúnan las condiciones que requiere esta vocación.
8º. Una vez que el señor Cattet comunicó a Monseñor el contenido de esta carta y le
informó de la prosperidad de la rama de los Hermanos, Su Eminencia accedió a la
demanda del Padre Champagnat y, además, consintió en que los Padres del
Hermitage se pusieran de acuerdo con los de Belley para elegir un superior.
Encargó, al mismo tiempo, al señor Cholleton, en otro tiempo director de las
reuniones del seminario mayor, los asuntos de la nueva congregación, en
sustitución del señor Cattet. Desde este momento, el centro de unidad tan
deseado y que los acontecimientos de 1830 hacían más necesario que nunca, no
encontró ya ninguna dificultad.
9º. Conseguida la unificación tan deseada, el Padre
Champagnat convino con el Padre Colin que los Padres del Hermigate fuesen a
Belley para elegir al que de entre ellos debería ser el superior. Se
presentaron allí, pues, y tras ocho días de retiro, eligieron al padre Colin, a
quien todos, como en el seminario mayor consideraban su director, aunque no
como su superior, dado que el obispo de su diócesis respectiva era el legítimo
superior.
Por lo dicho se ve que el padre Champagnat fue el
principal motor de la unificación de los dos grupos que constituyeron el
principio de la Congregación de los Padres Maristas. Y era tal su celo para
conseguirla, que el padre Colin, más tranquilo, le había indicado, incluso
varias veces, que lo moderara.
10º. Y esto era tan notorio, que algunos Hermanos
parecieron ofenderse de esta dedicación excesiva a la obra de los Padres.
Habiéndole hecho notar un Hermano que la Providencia le había escogido
solamente para la obra de los Hermanos y que Dios no le pedía más, respondió
que estaba dispuesto a dar su sangre y su vida por la obra de los Hermanos,
pero que le parecía más necesaria la de los Padres, y que estaba totalmente
dispuesto a conseguir su éxito hasta el último suspiro. Replicando éste que los
Hermanos, conociendo su predilección por la Congregación de los Padres, se
mostraban celosos, contestó que no tenían ningún motivo, porque Dios quería a
unos y a otros. Después añadió que él pertenecía a la Sociedad de María, y que
todos sus trabajos, hasta la muerte, a ella los dedicaría.
11º. Elegido el Reverendo Padre Colin, los Padres del
Hermitage regresaron con el Padre Champagnat y fueron destinados ya a dirigir a
los Hermanos, ya a predicar en las parroquias o a dar misiones en la diócesis.
12º. Una finca, denominada la Grange-Payre, que había
sido donada al padre Champagnat por una piadosa señorita, le pareció
extraordinariamente indicada para establecer allí una comunidad de Padres,
porque comprendía que su Regla no podía adaptarse a la de los Hermanos, siendo
diferente su ministerio.
A Monseñor y al padre Colin les agradó mucho esta
propuesta, y se iba a poner en práctica este proyecto, cuando el señor Rouchon,
párroco de Valbenoîte, que había adquirido el convento de los Benedictinos y
sus dependencias, se ofreció a cederlo a los padres, si éstos aceptaban atender
al servicio de la parroquia. Aceptado este servicio, el Padre Séon fue nombrado
superior de la comunidad de Valbenoîte. Los Padres Bourdin y Chanut, nombrados
profesores del seminario menor de Belley, fueron reemplazados en el Hermitage
por los Padres Servant y Forest y éstos, poco tiempo después, por los Padres
Matricon y Beeson. Estos dos se quedaron con el padre Champagnat hasta su
muerte, prestándole señalados servicios. Yo los he conocido y puedo asegurar
que han sido verdaderos hijos del padre Champagnat por su humildad, sencillez y
espíritu de familia, espíritu que les inspiraba el Venerado Padre y que ha
llegado a ser el distintivo de la Sociedad de los Padres Maristas y de los
Pequeños Hermanos de María.
13º. Mientras el padre Champagnat se afanaba con
tanto celo y entrega a la obra de los padres, el Padre Colin, superior general,
trabajaba, sobre todo desde su elección, con no menor actividad, pero en otro
aspecto de la mayor importancia y que era objeto de los votos más ardientes de
nuestro Fundador: la aprobación de la Sociedad de los padres Maristas por la
Santa Sede, a la espera de que sucediera lo mismo con la de los Hermanos cuando
las dos ramas estuvieran totalmente separadas, lo que ocurrió tras la muerte
del Padre Champagnat, pues nuestro celoso Fundador creyó siempre que la autorización
de los Padres era suficiente, ya que é quería que, teóricamente, más que
prácticamente, los Hermanos considerasen al padre Colin como su superior
general. Así pues, provisto de todos los documentos necesarios, se puso en
camino hacia la Ciudad Eterna para solicitar la aprobación, absolutamente
necesaria a una sociedad de sacerdotes misioneros para toda la catolicidad. La
petición, con todos los documentos que la acompañaban, fue sometida, según
costumbre, a un largo y serio examen en la Congregación de Obispos y Regulares.
14º. Durante este tiempo, todos, y sobre todo el
Venerado Padre que nos hacía orar mucho por esta intención, esperaban
impacientemente cuál sería el resultado de las gestiones del Padre Colin,
cuando el 11 de marzo de 1836[22] . Su Santidad Gregorio XV envió el breve de autorización, confiando a
la Sociedad las misiones de la Polinesia. Diré, de paso, que el Venerado Padre
se puso tan contento cuando recibió la feliz noticia, que enseguida nos la
comunicó con una emoción realmente extraordinaria y, sin tardar, escribió al
Padre Colin solicitando permiso para emitir sus votos religiosos.
El Padre Colin le respondió que, aunque el breve
autorizaba a los Padres a elegir un superior general, él no consideraba su
elección anterior al breve como suficiente y que, por tanto, se guardaría mucho
de recibir votos. Asegura al Padre Champagnat en su respuesta que está muy
edificado por sus disposiciones y que espera que las de todos los demás Padres
sean como las suyas.
15º. Ciertamente, el Padre Colin, ya elegido, podría
con todo rigor acceder a la petición del padre Champagnat, pero su humildad le
hizo creer que el poder de recibir los votos exigía una elección canónica; por
lo cual, quiso que los padres que habían ido a Belley para los ejercicios del
Retiro procediesen, a tenor del Breve, a la elección de un Superior General;
desde ese momento, él presentó su dimisión. Terminado el Retiro, se hizo la
elección conforme al Breve apostólico. El resultado fue la confirmación del
Reverendo padre Colin en el cargo, por unanimidad de votos.
Varios querían nombrar al Padre Champagnat, pero, a
la postre, todos comprendieron que la obra de los Hermanos que él había fundado
le ocupaba lo suficiente como para ser encargado también de los Padres. Por otra
parte, se comprendía que su humildad y su obediencia en conflicto, si resultaba
elegido, le habría puesto en el mayor aprieto, y no querían apesadumbrarlos.
Sin embargo, para testimoniar cuánto apreciaban todos la entrega de la que tan
evidentes pruebas había dado para asentar la Sociedad de los Padres Maristas,
se le nombró Asistente del Reverendo Padre Colin. Entonces, siguiendo el deseo
que le había expresado al principio, hizo los votos con indecible contento y, a
su ejemplo, también los otros Padres,.
16º. He aquí, pues, constituida y aprobada por la
Santa Sede la Sociedad de María. Pero yo pregunto: ¿quién ha conducido a buen
fin esta obra? Evidentemente, el Padre Champagnat y el Padre Colin. Por tanto,
si este último es considerado como fundador, ¿no se debe, según lo dicho en el
presente capítulo, considerar al padre Champagnat como co-fundador?
Después de la elección del padre Colin, nuestro
Venerado Padre regresó al Hermitage para preparar el Retiro anual y recibir a
los Hermanos de los establecimientos. Recuerdo que nunca, como este año, se
mostró tan patético y conmovedor en sus conferencias, avisos y exhortaciones.
17º. Como la Santa Sede, según hemos dicho, había
confiado la misión de la Polinesia a la Sociedad de María, el padre Champagnat
contribuyó, por su parte, con tres Hermanos [23] que acompañaron a los Padres en calidad de Hermanos coadjutores. El
señor Pompallier fue nombrado a la vez Obispo y Superior de la Misión. Hacía
mucho tiempo que sus prejuicios respecto al padre Champagnat se habían disipado
y, más que nunca, apreciaba la dirección que el Padre Champagnat daba a la
Congregación.
De los cuatro misioneros que embarcaron con Monseñor
Pompallier para esta misión, hay que hacer notar que tres habían sido formados
por el Padre Champagnat, a saber: Monseñor y los Padres Servant y Forest. Los
otros, que estuvieron también bajo su dirección y que él había reclutado y
conservado en el Hermitage, eran los Padres Séon, Bourdin, Chanut, Besson y
Terraillon. Este último se unió de nuevo al Venerado Padre después de haber
abandonado, siguiendo sus consejos, la parroquia de Saint-Chamond. Los nueve le
proporcionaron el consuelo de unirse definitivamente a la Sociedad de María con
los tres votos perpetuos de Religión.
18º. El Venerado Padre, viendo partir a los primeros
obreros que la Sociedad de María enviaba para evangelizar a los pueblos
salvajes de la Polinesia, sintió una santa envidia de acompañarlos; incluso lo
comunicó al Padre Colin. Este, admirado de su celo, le dijo, entre otras cosas,
que su misión no era la de ir a
evangelizar a los infieles, sino la de formar apóstoles para este fin.
Desde entonces, el Padre Champagnat ya no insistió
más, creyendo ver en esta negativa que no era digno de este favor, y decía en
su humildad: “No se quiere nada de mí porque se sabe que no soy bueno para
nada”.
Se desquitó preparando buenos Hermanos para esta
misión y haciendo orar mucho por su éxito. Hablándonos en una conferencia, nos
decía que debíamos dar gracias a Dios de que hubiese concedido a la Sociedad de
María el favor de evangelizar a los infieles, porque esta obra de misericordia
sería una fuente de bendiciones para el Instituto. Incluso aseguraba que habría
mártires, a la vez que nos manifestaba el ardiente deseo que tenía de contarse entre
ellos. Consideraba, asimismo, como un deber orar especialmente por la salvación
de los infieles de la Polinesia, porque la Santísima Virgen había encomendado
el cuidado de su conversión a la Sociedad de María.
19º. Como conclusión de este capítulo añadiría que,
antes de la partida de nuestros misioneros, el señor Pompallier, en el Retiro
de 1836, bendijo la nueva capilla que el Padre Champagnat había hecho levantar
y completaba las construcciones añadidas a las anteriores y en las que tomó
parte muy activa, sobre todo en la capilla. El mismo dedicaba a esta obra todos
los momentos que tenía disponibles. Al terminarla, presintiendo sin duda su
muerte, dejó escapar estas palabras: “Es la última construcción que hago”.
Estando yo presente en la bendición de la capilla, me parece haberle oído
pronunciar estas palabras. Profetizaba realmente, porque ocho meses después ya
no vivía.
CAPITULO XVI
Últimas diligencias realizadas para obtener la autorización de la
Congregación.
1º. Ya queda dicho que, después de la impresión de la
Regla, dos ideas preocupaban mucho al Padre Champagnat: la autorización
definitiva de la Sociedad de María y de la Congregación por la Santa Sede. Ya
he dicho cuánto hizo con respecto a ésta. Veamos ahora el trabajo que se tomó
para obtener nuestro reconocimiento legal, aunque el éxito no haya respondido a
sus fatigas y trabajos para conseguirlo definitivamente. La tradición, los
escritos existentes y mi testimonio, si algo vale, servirán para confirmar el
contenido de este capítulo.
2º. En 1836, cierto número de Hermanos se veían
afectados por la ley –reclutamiento militar-; era necesario preocuparse por
conseguir la exención. Hasta el presente se venía soslayando enviando a los
Hermanos a Saint-Paul-Trois-Châteaux, lo que presentaba más de un inconveniente
que fácilmente se comprende. Estaban allí, perdónenme la expresión, como
sujetos en tutela. Y como en esta época el Gobierno se mostraba menos
desfavorable a las congregaciones dedicadas a la enseñanza, el Padre Champagnat
creyó oportuno reiniciar las tentativas que había hecho desde 1820 a 1834. Con
esto, el 19 de agosto de 1836, después de haber hecho orar mucho por esta
intención, se fue a París. Por desgracia, supo, al llegar, que el señor Sauzet,
entonces Ministro de Instrucción Pública, con el que contaba, no estaba ya en
el poder, pues el Ministerio acababa de ser cambiado. Por tanto, tuvo que
regresar al Hermitage.
5º. [24]En 1838 vuelve a parís provisto de cartas de recomendación, esperando
tener más éxito esta vez. El señor De Salvandy, Ministro de Instrucción
Pública, que no quería conceder la autorización, dio largas al asunto creando
nuevas dificultades al padre Champagnat para agotar su paciencia. Y así,
escribía al Hermitage el 23 de enero de 1838, que el asunto iba muy despacio,
pero que estaba decidido a ver el final del mismo, que se ocupaba de él
continuamente y que desde que estaba en parís no cesaba de hacer visitas a unos
y otros. Decía además que iba frecuentemente a ver al Ministro, pero que éste,
por una razón o por otra, nunca estaba visible. Añadía que, habiendo por fin
conseguido una audiencia, el Ministro le había dicho que los documentos que
había presentado no eran suficientes y que faltaban algunos más. Enviados los
documentos solicitados, el Ministro hizo saber al padre Champagnat que su
solicitud, junto con los nuevos documentos, debían ser llevados al Consejo de
la instrucción Pública o de la Universidad. Figúrense la extrañeza del Padre
Champagnat que jamás había oído hablar de tal Consejo.
Aunque se le aseguró que todo estaría concluido en
tres semanas, no lo creyó, pues había comprendido la mala voluntad que tenía el
Ministro para hacer justicia a su demanda. Escribiendo al Hermitage, decía que,
a pesar de todas sus caminatas, su salud, gracias a Dios, se mantenía buena,
pero lo que le inquietaba a más no poder, era la lentitud del Ministro en
pronunciarse. Pero, ¿a qué se debía esta gran perplejidad? También lo dice en
la carta. Era porque cuatro Hermanos estaban afectados por la ley y, con la
esperanza de obtener la autorización, no le había parecido necesario enviarlos
a Saint-Paul-Trois-Châteaux.
7º. Enviada finalmente la solicitud al Consejo de la
Universidad, como había tenido tiempo de visitar a todos los miembros de dicho
Consejo, la mayoría se pronunció a favor de la ordenanza. Se creía, por tanto,
que la cosa estaba hecha; incluso el señor Lachèze, diputado de la Loire,
quien, junto con otros, había trabajado por alcanzar el éxito, decía al
Venerado Padre que apostaría diez contra uno sobre una solución favorable.
Efectivamente, el Ministro no tenía más que formular la ordenanza y hacerla
firmar por el rey. Pero, como hemos dicho, en realidad no tenía ninguna
intención de concederla; es lo que se supo claramente más tarde, cuando en
1840, después de la muerte del Venerado Padre, se hicieron nuevas gestiones que
obtuvieron pleno éxito y que confirmaron estas palabras que dijo en su lecho de
muerte a los Hermanos que le rodeaban, expresando su pena de morir sin tener el
consuelo de ver autorizada la Congregación: “Estad seguros de que la
autorización no os faltará y que os será concedida cuando sea absolutamente
necesaria”.
8º. Así pues, a pesar de las buenas palabras del
señor Lachèze, el Venerado Padre desconfiaba, e incluso escribía al Hermitage
que, con todas las promesas que se le hacían –muchos le decían que podía irse y
que la ordenanza le seguiría de cerca-, no se fiaba y más que nunca se debía
decir: “Nisi Dominus aedificaverit domum...”. Termina la carta sometiéndose en
todo a la voluntad de Dios y recomendando a los Hermanos que orasen por esta
intención.
9º. El señor De Salvandy, no sabiendo cómo bloquear
la solicitud, cambió de táctica y le dijo que, antes de redactar la ordenanza,
quería consultar a los prefectos del Rhône y de la Loire y recabar su
conformidad. Dos meses después, los documentos emanados de las dos prefecturas,
aprobando la solicitud, llegaban al mismo tiempo al Ministerio. No había, pues,
posibilidad de tergiversación. Entonces el Ministro recurrió a la astucia y dijo
al Padre Champagnat que deseaba tener también el parecer del Superior de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, porque temía que la autorización pedida
perjudicase a su Congregación. El Venerado Padre lo pidió él mismo y, cosa
insólita, este parecer iba un poco en el sentido de las ideas del Ministro,
pero en todo caso no era tan tajante como para dar lugar a una negativa. He
aquí, pues, al Ministro vencido en todos los aspectos. ¿Qué hacer? Ved su
astucia; sabiendo que el padre Champagnat mantenía como algo esencial los
estatutos de la Congregación, le dio a entender que si adoptaba los de alguna
otra congregación autorizada, sería más fácil acceder a su demanda. Habiéndole
recordado el Venerado Padre que sus estatutos estaban aprobados por el Consejo de
Instrucción Pública, el Ministro, que lo ignoraba, no supo qué responder.
10º. Sin embargo, le quedaba todavía un arma
defensiva que reservaba como último recurso eficaz. Dijo al Venerado Padre que
los informes favorables de los prefectos del Rhône y de la Loire tampoco eran
suficientes y que deseaba consultar también a los Consejos Generales de estos
dos departamentos. Y ¿por qué? La razón es fácil de comprender: tenía gran
influencia sobre estos Consejos y, por consiguiente, contaba con que estos informes
le apoyarían. Pero en contra de lo que esperaba, el de la Loire se pronunció a
favor de la autorización, no así el del Rhône; con lo cual, ateniéndose a esta
única razón, denegó la ordenanza.
Tal fue el último acto de la comedia que representó
el señor De Salvandy [25] ante el Padre Champagnat y que le obligó a realizar tan penosas
caminatas por las calles de la capital, ya que, por espíritu de pobreza, las
hacía ordinariamente a pie. Tantas decepciones, molestias y privaciones
alteraron profundamente su robusto temperamento y fueron principio de la
enfermedad que le condujo a pasos agigantados a la tumba.
11ª. Antes de abandonar París, escribió al Hermitage
una carta cuyo texto se conserva. En ella comunica que, según sus previsiones,
su petición acababa de ser rechazada, pero que no se desanimaba y que la
autorización llegaría en su momento, es decir, cuando fuese absolutamente
necesaria. Hemos visto antes que en su lecho de muerte había repetido estas
mismas palabras y que en 1850 [26] tuvieron su cumplimiento.
12º. Ahora cabe preguntarse cuál era el género de
vida del Venerado Padre en París, fuera del tiempo de sus múltiples y penosas
caminatas. He aquí lo que nos cuenta la tradición, corroborada por el
testimonio de un Hermano[27] que lo había acompañado en este viaje. Se alojaba en el seminario de
las Misiones Extranjeras a causa de la regularidad y el buen espíritu de esta
casa porque, según decía, era para él un gran motivo de edificación en todos
los aspectos. Pero nosotros sabemos que, por su parte, él mismo era para todos
estos dignos y buenos eclesiásticos modelo de piedad, regularidad, caridad,
humildad, modestia y mortificación. Cuando tenía algunos momentos disponibles,
oraba, leía o visitaba alguna iglesia, sobre todo las dedicadas a la Santísima
Virgen. Los monumentos profanos y la multitud de maravillas que hay en la
capital, ni siquiera atraían su atención. Y así, en una conferencia ha podido
decir que le era tan fácil recogerse en las calles de París como en los bosques
del Hermitage.
13º. Para descansar iba a la escuela de Sordo-Mudos
parra aprender su método de enseñanza, para comunicárselo más tarde a los
Hermanos. El señor Dubois, superior del seminario, y cuya virtud igualaba a sus
méritos, decía, haciendo ante un Hermano el elogio del Venerado Padre, entre
otras cosas, estas palabras: “El Padre Champagnat es el hombre más virtuoso que
conozco, jamás he visto una humildad, una mortificación y una resignación a la
voluntad de Dios semejante a la suya. Su piedad encanta y edifica a todos nuestros
jóvenes sacerdotes que se disputan a cuál más quién tendrá la dicha de ayudarle
en la Misa”.
14º. Al abandonar la capital, el Padre Champagnat fue
a Saint-Pol-en-Artois para fundar allí un establecimiento a petición del señor
De Salvandy, y esto en el momento preciso en que le negaba la autorización. El
Venerado Padre, para poner al Ministro en contradicción consigo mismo, lo
aceptó, probándole con esto que su Congregación no podía perjudicar de ningún
modo a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, ya que éstos habían comunicado
a las autoridades que no podrían enviarles Hermanos antes de diez años.
15º. Fundado este establecimiento, el Padre
Champagnat regresó al Hermitage agotado por el cansancio, ya que su enfermedad
de 1825 le había dejado un dolor en el costado que le hacía penoso el caminar;
y por añadidura, a esta enfermedad se había unido una gastritis muy aguda, de
tal modo que, incluso durante los viajes tomaba muy poco alimento y,
frecuentemente, tardaba demasiado en tomarlo. El Reverendo padre Colin, viendo
que su salud iba de mal en peor, pensó en darle un sucesor, porque él,
prudentemente, había comprendido desde el principio que los Padres y los
Hermanos, dado su fin diferente, no podían tener la misma regla. Por otra
parte, el cargo habría sido muy pesado para un solo superior, tanto más cuanto
que la dirección de los Hermanos exigía, naturalmente, una forma de gobierno en
la que el jefe estuviese en condiciones de conocer sus Reglas, usos y género de
vida; es decir, un Hermano y no un Padre. Así pues, la convicción del padre
Colin era que cada rama debía tener sus propias Reglas, su gobierno y, por
consiguiente, un superior elegido dentro de cada rama. Pero el Padre
Champagnat tenía una idea totalmente
distinta, porque siempre había soñado con una única Sociedad de Padres y
Hermanos, que conservó hasta la muerte. El Reverendo Padre Colin había
intentado convencerle y le había dicho varias veces, bastante claramente, que
no debía contar con los Padres para continuar su obra. Incluso le había
aconsejado que, para el caso que Dios le llamase, la pusiese previamente en
manos de Monseñor. Pero el Padre Champagnat jamás había querido acceder a esta
proposición porque restringía su obra a una sola diócesis, lo que jamás había
estado en su pensamiento. Es decir, el Venerado Padre quería que los Hermanos
tuviesen el mismo Superior General que los Padres y, en caso de imposibilidad,
deseaba que los Hermanos se gobernasen ellos mismos como los Hermanos de las
Escuelas Cristianas.
16º. En esto, el Reverendo Padre Colin, viendo
empeorar su estado casa vez más, y no aceptando la idea de un Superior para las
dos ramas, va al arzobispado, da cuenta a Monseñor del alarmante estado de
salud del Padre Champagnat y le suplica que onceda los poderes necesarios para
elegir a un Hermano como superior de la rama de los hermanos, lo que Monseñor
concede gustoso, encargándole a él mismo de proceder a la elección. El
Reverendo padre Colin se presenta, pues, en el Hermitage durante el Retiro de
1839 y hace comprender al Padre Champagnat la absoluta necesidad de nombrar a
un Hermano con el título de Superior General de los Hermanos. El padre
Champagnat se somete y, de común acuerdo, deciden que se haga la elección
después del Retiro.
17º. La elección tuvo lugar, efectivamente, a
continuación de los santos ejercicios en presencia del Reverendo padre Colin y
del Padre Champagnat. De común acuerdo determinaron el ceremonial. No lo
describiré aquí ya que se encuentra en los archivos de la Congregación; sólo
diré, pues yo estaba presente, que hecho el escrutinio, se escogió entre los
tres que tenían mayor número de votos, a fin de nombrar a uno de ellos Superior
y a los otros dos Asistentes,. Hecha la elección, el Padre Colin volvió a la
sala y proclamó, con gran contento de todos los Hermanos, al Hermano Francisco
Superior General de la rama de los Hermanos, y a los Hermanos Luis María y Juan
Bautista, sus Asistentes.
El buen Padre pareció muy satisfecho de esta
elección, porque veía en el Hermano Francisco al que le había ayudado
constantemente en el gobierno del Instituto. Hacía poco tiempo que también
había asociado al querido Hermano Luis maría, cuya capacidad sería apreciada
más tarde del modo más elogioso por su Eminencia el cardenal de Bonald [28]. El querido Hermano Juan Bautista, en ese momento Director de
Saint-Paul.en-Artois, que acababa de fundar el Venerado Padre, era un Hermano
de visión amplia, muy versado en las ciencias ascéticas y el principal
consejero del padre Champagnat en lo concerniente a la dirección de las clases.
Por lo demás, los tres eran amados por los Hermanos. Así, el Venerado Padre,
sin ninguna inquietud ya sobre el porvenir de su obra que tan bien dirigía la
que él había establecido como Primera Superiora, se entregó, a pesar de su
estado enfermizo, a los transportes de una santa alegría y del más vivo
agradecimiento.
CAPITULO XVII
Última enfermedad del Padre
Champagnat.
1º. El Venerado Padre, al verse en parte descargado,
por la elección del Hermano Francisco, del servicio administrativo de la
Congregación, debía, naturalmente, dado su estado de salud, tomar algún
descanso; pero no fue así. Después de las vacaciones de 1839 y al comienzo de
las clases, quedé estupefacto al verlo llegar a nuestra casa de la
Côte-Saint-André con otro Padre. Y ¿qué venía a hacer aquí?,pues a dar, a pesar
de su extrema debilidad, un retiro a los alumnos de nuestro internado, cuyo
número rondaba los ochenta. Estaba tan extenuado y sufría tanto que daba pena
verlo, y no era nada extraño porque sólo podía soportar ciertos alimentos y en
pequeña cantidad. Un día, estando en la sala de estudio de los Hermanos, tuvo
un fuerte acceso de vómitos. Entonces nos dijo estas inquietantes palabras:
“Todavía podía digerir las ciruelas pasas, pero he aquí que las dos o tres que
he tomado para comer, me veo forzado a devolverlas. ¡Oh, comprendo...! Y no dijo más.
2º. Sin embargo, a pesar de su enflaquecido rostro,
los alumnos no podían dejar de mirarlo y
admirarlo, pues había en él un algo que los atraía. Muchos se confesaron con
él. Recuerdo que, entre otros, uno de mi clase que se había dirigido a él, me
decía: “Señor, me lo ha dicho todo; ¡oh, qué contento estoy!” En general, los
alumnos cuchicheaban entre ellos: “este señor cura es un santo”. El señor
Douillet, Director de la casa, eclesiástico de gran piedad y conocedor de los
hombres y de las cosas, nos ha repetido varias veces. “El Padre Champagnat es
un santo”.
3º. Por entonces, Monseñor Bénigne-du Trousset
d’Héricourt, que había resuelto fundar un noviciado de Hermanos Institutores
para su diócesis, compró el castillo de Vauban con la intención de confiar la
dirección de este noviciado a los Pequeños Hermanos de María. Se dirigió, pues,
al Padre Champagnat, quien, después del retiro de la Côte-Saint-André, marchó a
Autun para tratar este importante asunto con Su Eminencia. He oído contar,
cuando yo era profesor en este establecimiento, que el noble Prelado quedó tan
edificado y tan conmovido por la humildad y modestia del piadoso Padre que,
después de haber firmado el convenio de esta donación, abrazó al Padre
Champagnat exclamando con toda la efusión de su corazón: “¡Gracias a Dios, heme
aquí totalmente Marista!” Esta fundación fue, desgraciadamente, la última del
Venerado Padre.
Comparando este castillo con la pobre casa de La
Valla, experimentaba una especie de pavor viendo la diferencia; pero para que
pudiera perdonársele lo más posible, hizo
quitar todo lo que parecía contrario a la pobreza religiosa. Yo mismo
pude comprobar, durante mi permanencia allí, que se habían quitado varios
objetos de lujo y, sobre todo, magníficos espejos que servían de adorno en
varios salones.
4º. Como en estos últimos viajes nuestro Venerado
Padre no tomaba casi ningún alimento sólido, de regreso al Hermitage, sólo
podía tomar caldos y leche e incluso a menudo los devolvía. A pesar de esta
gastritis tan aguda, continuó asistiendo a los ejercicios de comunidad; incluso
iba al refectorio, pero solamente por cumplir, ya que frecuentemente no tomaba
nada, pero era para él una verdadera satisfacción estar lo más posible con sus
Hermanos.
5º. Un día, a pesar de su gran debilidad, llevado por
su amor al trabajo, intentó ir a extraer piedra con los obreros, pero esta vez
tuvo que rendirse, pues las herramientas se le cayeron de las manos. Los que
fueron testigos de ello no pudieron contener las lágrimas. Entonces alguien le
cogió por el brazo y lo condujo a su habitación; fue su última jornada de
trabajo manual. A esta pérdida de fuerzas hay que añadir que, al principio de
la Cuaresma, le atacó también un violento dolor de riñones y una hinchazón de
piernas. A pesar de lo cual siguió, en cuanto le fue posible, el reglamento de
la cas.
6º. Durante el mes de marzo, consagrado a San José,
rezó las letanías de este gran santo, con gran fervor, para obtener la gracia
de una buena muerte. Incluso tuvo el valor de dar la bendición el día de la
fiesta de este santo Patriarca, reconociendo que ya no tendría otra vez la
dicha de darla en semejante día. Desde este momento tuvo la íntima convicción
de que su fin se aproximaba y, bajo esta impresión, se impuso el deber de
ordenar todos sus asuntos, tanto
espirituales como temporales. En relación con estos últimos, hizo venir a su
notario, consultó con los principales Hermanos y con otras personas capaces de
aconsejarle. Luego hizo su testamento de acuerdo con las normas legales,
dejándolo todo a favor de los Hermanos, y nada en absoluto para sus familiares.
7º. En cuanto a sus asuntos espirituales, habiendo
venido a visitarle el padre Maîtrepierre como cohermano y amigo íntimo, le hizo
su confesión general que, según he oído decir, estuvo acompañada de
sentimientos profundos de compunción y dolor, lo que no era raro en él a quien
la sola posibilidad de ofender a Dios le conmovía de tal manera que, a menudo,
los ojos se le llenaban de lágrimas. Sucedía algunas veces que el temor de los
juicios de Dios le hacía temblar, como sucedía también a otros grandes santos,
pero su gran confianza en Jesús y María calmaba pronto todos sus temores e
inquietudes.
8º. El Jueves Santo, a pesar de su gran debilidad,
fue, a caballo, a celebrar la Misa en la Grange-Payre. En esta casa, antaño
ofrecida a los Padres Maristas, él había establecido un internado que se
complacía en visitar a menudo, pues no
distaba del Hermitage más que dos kilómetros. Después de la acción de gracias,
dirigió a los internos una breve exhortación en la que les hizo comprender cuán
grande era el favor que Dios les hacía al tener como educadores a maestros que
les enseñaban el camino del cielo, más con sus ejemplos que con sus palabras.
Les habló también del horror que debían tener al pecado como el mayor de todos
los males y, sobre todo, les habló de la devoción a la Santísima Virgen,
asegurándoles que si rezaban todos los días el Acordaos, ella los preservaría
de la desgracia de ofender a Dios y les obtendría la gracia de la salvación. Al
regresar al Hermitage, manifestó cuán satisfecho se sentía de su visita,
añadiendo que ya no volvería a ver esta casa.
9º. Iba a comenzar el mes de mayo. Quiso, a pesar de
sus sufrimientos, hacer la apertura y dar la bendición con el Santísimo. Era la
última. Al entrar en su habitación, se le oyó pronunciar estas dolorosas
palabras. “Esto se acabó para mí; siento que me voy”. En este momento, el
Hermano Estanislao llega muy contento. Preguntándole el Venerado Padre la causa
de su alegría, “es que los Hermanos, le contestó, esperan obtener su curación
durante este mes”. “Se equivoca, Hermano; por el contrario, experimentaré
mayores sufrimientos cuando termine”. Y era la pura verdad, como luego veremos.
10ª. En los primeros días de este mes que él prefería
a todos los otros porque estaba consagrado a María, vino a verle un Hermano de
los antiguos muy preocupado por las consecuencias de su muerte. El Venerado
Padre le dijo que no se apenase por eso, pues debía saber que la Providencia
velaba sobre el Instituto, que él no era más que el instrumento del que
Ella se había servido para fundarlo, que
Dios continuaría bendiciéndolo después de su muerte, y no dudaba de que su
sucesor lo haría todavía mejor que él. “Pobre Hermano, dijo el Hermano
Estanislao que lloraba y se lamentaba: ¿cree usted que la Congregación depende
de mí?; cuando yo no esté, será más floreciente aún, usted lo verá con sus
propios ojos y entonces se persuadirá de que Dios lo hace todo entre nosotros”.
Estaba tan convencido de la intervención de la Providencia en su obra, que
decía a los que venían a verle y se quejaban del vacío que iba a dejar entre
los Hermanos, que era más perjudicial que útil a la Congregación, teniendo la
certidumbre de que entorpecía su marcha y era un obstáculo para su prosperidad.
Se comprende; sus plegarias, causa de su crecimiento actual, iban a tener,
evidentemente, más eficacia después de su muerte que durante su vida. Pero no
era así como el Venerado Padre lo entendía; su gran humildad le hacia hablar de
esta manera.
CAPITULO XVIII
Recibe los últimos Sacramentos
1º. El 3 de mayo, fiesta de la exaltación de la Santa
Cruz, después de haber celebrado el Santo Sacrificio de la Misa, manifestó que
era la última vez que subía al altar. Efectivamente, sus dolores aumentaron
considerablemente. Los Hermanos estaban completamente sumergidos en una especie
de estupor que les arrancaba lágrimas, en la creencia de que pronto lo perdería.
El también las derramaba, no por causa de sus grandes sufrimientos, sino porque
veía a los Hermanos que venían a visitarlo o a los que le servían,
profundamente afectados, porque él les había ocultado hasta entonces la certeza
de su muerte.
2º. Llegado el
momento en que, según dispone la Santa Iglesia, debía recibir los
Sacramentos que sostienen al moribundo en la lucha suprema, él mismo los pidió
y dijo al Hermano Estanislao que preparase en la sala de ejercicios todo lo
necesario para esta ceremonia, siempre consoladora para el que, habiendo amado
sólo a Dios durante su vida y trabajado para su mayor gloria en medio de
combates y persecuciones de todo tipo, no espera más que la corona de justicia
que El ha prometido a sus fieles servidores. A las cinco de la tarde estaba
todo preparado; los Hermanos, novicios y postulantes se colocaron alrededor de
la sala. Pronto aparece el Venerado Padre revestido de sobrepelliz y estola. Al
verlo, profundamente conmovidos ante su aspecto tranquilo que contrastaba con
la palidez de su rostro marcado por la huella del sufrimiento, no pueden
contener las lágrimas. En medio de estas muestras tan enternecedoras de sincero
afecto, el Venerado padre se sienta en el sillón, se recoge interiormente unos
instantes y luego manda comenzar la ceremonia. Recibe primeramente la unción de
los enfermos; él mismo se quita las medias para la unción de los pies, no
permitiendo que nadie le preste este servicio. Recibe a continuación el Santo
Viático con una humildad tan profunda y
un amor tan ardiente que, embargados los corazones por la emoción, apenas si
los asistentes pueden respirar. En cuanto al Venerado Padre, completamente
absorto y anonadado en la presencia de Dios, que su viva fe le hacía presente
como si lo estuviese viendo con sus propios ojos, parece no ver ni oír nada en
la sala, y permanece completamente inmóvil. Al cabo de unos minutos, abre los
ojos y paseándolos sobre los presentes deshechos en lágrimas, les dirige con
voz débil, pero emocionante, una exhortación de la que transcribo lo esencial.
3º. Comenzando por estas palabras de los Libros
Sagrados: “Acordaos de las postrimerías y no pecaréis jamás”, dijo que sólo
cuando se está en el último momento se comprende que estas palabras son el
medio más eficaz para impedirnos cometer el pecado porque, cuando se está a
punto de comparecer ante Dios, se siente una pena mortal no sólo de haberlo
ofendido, sino más aún de haber hecho tan poco para salvar el alma. Citando a
continuación estas palabras del salmo: “Qué hermoso, dulce y agradable es vivir
unidos, juntos como hermanos”, les recomendó que se amasen unos a otros,
teniendo presente que son hermanos, que María es su madre común y que, por
consiguiente, deben ayudarse y hacerse la vida lo más agradable posible, cumpliendo
con esmero, unos para con otros, el gran precepto de la caridad. Desea que la
obediencia sea siempre la compañera de la caridad, no –les dice- porque tenga
algo que reprocharles a este respecto; nada desearía más que el que su sucesor
pudiese decir lo mismo, siendo la obediencia el mejor camino real del paraíso.
4º. En este momento, desbordando de alegría por morir
en la Sociedad de María, deja escapar esta exclamación: “¡Oh, qué hermoso es
morir en la Sociedad de María! Es hoy, os lo aseguro, mi mayor consuelo”. Con
estos pensamientos los anima a todos a perseverar en su vocación, asegurándoles
la salvación eterna si tienen la dicha de morir en ella. Con estas palabras, y
sintiendo que su voz se debilita, termina esta conversación –de la que no doy más
que un pálido reflejo-, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos que les
haya podido dar, aunque, dice, no recuerdo haber causado pena voluntariamente a
nadie. Ante estas palabras, los Hermanos, de rodillas, rompen en sollozos.
"Somos nosotros los que pedimos perdón al buen Padre"” exclama uno de
los capellanes. Pero dominados por una de esas emociones que absorben todas las
facultades del alma y los sentidos del cuerpo, los Hermanos no lo oyen. El
Venerado Padre, profundamente afectado y no pudiendo, a pesar de su ánimo
enérgico, retener más la emoción de su corazón, se retiró a su habitación para
continuar la acción de gracias. Esta escena dolorosa y enternecedora sucedió un
lunes. 11 de mayo de 1840. Al que se lo he oído contar, presente en el acto, no
podía contener las lágrimas mientras me lo relataba, tan afectado estaba
todavía.
5º. Ese mismo día se comenzó una novena a santa
Filomena, a la que tenía especial devoción. Al término de la misma, se llegó a
concebir alguna esperanza de curación porque el dolor de riñones y la hinchazón
de manos y piernas casi había desaparecido. Incluso pudo salir de la habitación
y hacer una visita al Santísimo. Luego fue a ver en la sacristía una nueva
credencia que, como dijo el Hermano Estanislao, no le prestaría ningún
servicio.
6º. Concluiré este capítulo indicando algunas
inquietudes que le sobrevinieron cuando ya había sido administrado. Se
reprochaba, en primer lugar, el no haber exigido bastante el trabajo y haber
sido demasiado indulgente con los perezosos; pero este escrúpulo no podía
proceder más que de su horror a la ociosidad, porque –yo sé algo sobre el
particular- no podía sufrir la flojedad ni que se estuviese ocioso, hasta tal
punto que, un día, viendo a uno de los Hermanos mayores, al que yo he conocido,
arrojar indolentemente las piedras al lugar que había sido indicado, envió a
otro Hermano a llevarle una almohada, encomendándole que le transmitiese la
orden de sentarse en ella. Fácilmente se comprenderá que la lección fue eficaz.
7º. Le asaltaron también sentimientos de temor de no
haber hecho todo el bien que Dios esperaba de él. El querido Hermano Francisco
disipó todos estos temores haciéndole ver, sobre todo, la gracia tan grande que
Dios le había concedido escogiéndole para fundar la Congregación llamada a
hacer un bien muy grande en la Santa Iglesia y en lo que había gastado sus
fuerzas, su salud, y sacrificado cada uno de sus instantes. Entonces su corazón
se abrió a la confianza y a la calma, recuperando la tranquilidad de espíritu.
8º. Pero esto no era todo; también se reprochaba el
no haber fundado una sociedad agrícola para los niños huérfanos, temiendo que
Dios le pidiese cuenta de ello, tanto más cuanto que le había proporcionado
liberalmente el medio. Entonces, el Hermano Francisco le hizo comprender que,
siendo esta obra muy distinta de la propia de la Congregación, no habría podido
ocuparse de una sin perjudicar a la otra, al absorber todo su tiempo el cuidado
de los Hermanos, y que aquello había que dejarlo a quienes Dios inspirase más
tarde[29]. (Hoy lo han llevado a cabo los Hermanos de oumea.) Satisfecho con esta
respuesta, no habló más de ello.
9º. Finalmente, aunque parezca increíble, nuestro
buen Padre, que tanto se preocupó por los enfermos, que constantemente velaba
para que no les faltase nada para aliviarlos y procurar su curación, y de los
que se preocupaba como una madre del hijo que sufre, se reprochaba el no
haberlos atendido suficientemente. Se trataba, pues, de un auténtico escrúpulo.
Pero ¿no es propio de los santos creer que jamás hacen bastante para asistir a
sus semejantes?, porque cuanto más crecen en el amor de Dios, más intensa
resulta su caridad con el prójimo.
CAPITULO XIX
Testamento espiritual. – Su muerte
1º. La mejoría que se había notado después de la
novena que la comunidad había hecho a santa Filomena para pedir su curación, no
duró mucho; pronto la afección renal, que se había manifestado desde el
miércoles de ceniza, se intensificó. Las manos y las piernas se hincharon de
nuevo y, además, comenzó a tener vómitos casi continuos. Esto, sin embargo, no
le impidió continuar haciendo sus ejercicios de piedad, proferir frecuentes
oraciones jaculatorias y mantenerse en la presencia de Dios; incluso rezó el
Breviario hasta que ya no pudo sostener el libro en las manos.
2º. Entonces, viendo que se aproximaba rápidamente su
fin, hizo llamar a los Hermanos Francisco y Luis María para manifestarles que
deseaba hacer su testamento espiritual. El Hermano Francisco le advirtió que
esto le fatigaría demasiado. “No, dijo, y dirigiéndose al Hermano Luis María,
le encargó redactarlo. Una vez que hubo expresado sus pensamientos y terminada
la redacción, el Hermano Luis le leyó su contenido, que encontró perfectamente
de acuerdo con sus sentimientos; después dijoque reuniesen a los Hermanos en su
habitación y les leyese dicho testamento, antes de que le aplicasen la
indulgencia in articulo mortis. Esta reunión, que iba a ser la última, tuvo
lugar después de la oración de la tarde. (Me dispensaré de transcribir este testamento,
ya que el texto se encuentra en las Reglas Comunes de las que es como la
quintaesencia.)
(Nota con carácter de
llamada: Quiero, sin
embargo, destacar que el quinto apartado de este testamento espiritual, que se
encuentra en los archivos, ha sido omitido, porque se refiere a la obediencia
que los Pequeños Hermanos de María deben al Superior General de los Padres
maristas; el motivo es que antes de la impresión de las Reglas Comunes, el
Reverendo Padre Colin, en el primer Capítulo General tenido después de la
muerte de nuestro Venerado Padre, renunció a favor del Hermano Francisco a
todos los derechos que podía tener sobre los Hermanos y que le había legado el
Padre Champagnat. Desde entonces, este párrafo no tenía razón de ser ya para
los Hermanos.) Pp. 212-213.
3º. Todos los Hermanos, profundamente recogidos,
escuchaban esta lectura con mucha atención. Cuando se terminó , cayeron de
rodillas pidiéndole perdón y suplicándole que no los olvidase. A estas
palabras, el Venerado Padre parece animarse y, muy conmovido, con voz llena de
paternal acento: “¿Olvidaros? –dice-, es imposible”. Entonces el Hermano Francisco le pide su bendición no sólo para
los Hermanos presentes, sino también para los ausentes y para todos los que en
el futuro formarían parte de la Congregación. Ante esta petición, el amado
Padre, juntando las manos, pronunció muy claramente la fórmula litúrgica,
haciendo sobre ellos la señal de la cruz.
4º. Entretanto, en todas partes se elevaban oraciones
pidiendo su curación; todas las comunidades de los alrededores se habían sumado
a estas oraciones. En la casa se evitaba todo ruido que hubiese podido
molestarle y, a pesar de que se cubrieron con alfombras los pasillos próximos a
su habitación, los Hermanos que tenían que transitar por ellos tomaban, además,
la precaución de descalzarse. El señor Bélier, antiguo misionero de la diócesis
de Valence, no podía por menos de admirarse de tantas atenciones para con todos
los que le velaban y trataba de dejarlos dormir lo más que podía, invitándoles
incluso a hacerlo aun a riesgo de sufrir un poco. Se mostraba sumamente
agradecido por todos los servicios que le prestaban, incluso los más nimios. En
las crisis más violentas repetía a menudo, al igual que cuando los dolores eran
menos intensos, estas palabras: “Dios mío, que se haga tu voluntad”. Recibía, a
pesar de su continuo malestar, con bondad conmovedora, a los que venían a
visitarle y les daba siempre algunos consejos de acuerdo con su situación y
necesidades personales.
5º. En conversación privada con el Hermano Francisco,
le compadecía por la pesada carga que le dejaba; pero le animaba diciéndole que
su espíritu de celo y de oración, acompañados de una gran confianza en Dios, le
ayudarían a llevarla. Confidencialmente dijo también al Hermano Luis María que
secundase con todas sus fuerzas al Hermano Francisco y que no se desanimase
ante los obstáculos que el enemigo del bien podría suscitarle en su cargo de
Asistente, porque la que es Recurso Ordinario de la comunidad le ayudaría a
vencerlos. Tras haber testimoniado al Hermano Estanislao, en un momento en que
estaba a solas con él, toda su gratitud por todas las molestias que le había
ocasionado, le recomendó que animase
todo lo posible a los novicios y a los recién llegados a perseverar en su
vocación, sobre todo cuando los viese cansados y tentados de abandonarla.
6º. Entretanto, la enfermedad avanzaba con extrema
rapidez, y había llegado a tal punto que no permitía ya a nuestro enfermo tomar
ningún alimento. Un fuego interior le devoraba y le hacía incluso devolver los
líquidos, tales como caldos, natas, etc. Para reconfortarse en medio de dolores
insoportables, deseaba con ardor recibir el pan de los fuertes, pero sus
continuos vómitos no se lo permitían. ¿Qué hizo? Lleno de confianza se dirige a
u ángel de la guarda cuya imagen había hecho traer. Y fue escuchado: los
vómitos cesaron y pudo recibir a Nuestro Señor. Luego la enfermedad siguió su
curso. Fue después de esta comunión cuando recomendó la práctica del silencio,
como absolutamente necesaria para mantener en las casas religiosas el espíritu
de recogimiento y de oración. Recomendó también huir de la ociosidad a causa
del pesar que se tendrá en la hora de la muerte por los tiempos perdidos.
7º. Por la tarde en este mismo día recibió la visita
del Reverendo Padre Colin y, al día siguiente, la del señor Mazelier, a quien,
como he dicho, había confiado los Hermanos afectados por la ley del
reclutamiento. Estas dos visitas le consolaron en extremo. Habló largo tiempo
con el padre Colin y, al terminar, le pidió perdón por todos los disgustos que
hubiese podido ocasionarle, y le recomendó a sus Hermanos. Este, sumamente
edificado por su profunda humildad, le dijo las palabras más alentadoras y le
dio muestras del más vivo afecto. Tuvo también una conversación con el señor
Mazelier relativa a los Hermanos que le enviaba todos los años para sustraerlos
al servicio militar, rogándole que cuidase mucho de ellos. Antes de dejarle, el
señor Mazelier le pidió también que pensase en los suyos cuando estuviese en el
cielo.
8º. Creo que fue después de estas dos visitas cuando,
por humildad y espíritu de pobreza, pidió ser trasladado a la enfermería para
ocasionar menos molestias a los enfermeros. Haciéndole observar el Hermano
Francisco que esto podría causar trastornos
a los que dormían allí: “Bien, añadió, que me pongan en una cama de
hierro”. Se atendieron sus deseos y precisamente en esta cama pronto exhalaría
el último suspiro.
9º. Como había dicho al Hermano Estanislao, al final
del mes sus sufrimientos llegaron a ser excesivos y casi insoportables y, sin
embargo, no cesaban sus jaculatorias, los actos de contrición, de confianza y
resignación a la voluntad de Dios. Se le veía dirigir alternativamente su
mirada a las imágenes de la Santísima Virgen, de San José y de sus santos
patronos, colgadas en las cortinas de su lecho. También y más frecuentemente
aún tomaba la cruz de profesión, la besaba con amor y sacaba las manos para
buscarla como algo de lo que no se puede prescindir.
10º. El lunes, uno de junio, habiendo venido a verle
el señor Dutreuil, párroco de Saint-Chamond, sucedió un hecho en el que se echa
de ver el poco caso que hacía de su cuerpo. Como el señor cura se inclinaba
para darle muestras de íntimo afecto, “¡oh, señor cura, exclamó, estoy
demasiado sucio para que me abracéis!”. Este, profundamente edificado por esta
expresión surgida espontáneamente de su corazón, le animó lo mejor que supo,
pero, sobre todo, le procuró una gran satisfacción asegurándole que podía
comulgar, ya que sus vómitos no eran continuos. Antes de retirarse, el señor
cura le pidió su bendición, pero el Venerado Padre se negó alegando que era él
quien tenía que bendecirle. De ahí una piadosa disputa que gana la humildad del
Padre Champagnat y, según su deseo, el señor cura le bendijo y se retiró
rogándole que le hiciese partícipe de los méritos de sus sufrimientos.
11º. Los últimos días de nuestro Venerado Fundador no
fueron sino una sucesión continua de oraciones jaculatorias, deseos, dulces
invocaciones a Jesús y María. Dos pensamientos sobre todo le consolaban y
animaban: el morir religioso y el del cielo. Ya le parecía ver en él a los
Hermanos que la habían precedido. Aseguraba más que nunca, con una convicción
total, que los miembros de la Congregación que muriesen en ella obtendrían la
salvación y que, por lo que a él respecta, cuando estuviere junto a la Madre,
le rogaría tanto que, con seguridad, ella les obtendría la salvación.
Considerando luego el favor de morir marista como una
de las señales más claras de predestinación, no se cansaba de orar dando
gracias, y daba la impresión de saborear ya un anticipo de la dicha del cielo.
12º. El día 4 de junio, habiendo remitido un poco los
vómitos, favor que decía deberle a San José, pidió recibir el Viático. Se
apresuraron a satisfacer su deseo que el comprendía que sería por última vez.
Por lo cual, su fe, su fervor y piedad le llevaron a expresar ostensiblemente
actos de amor para con Nuestro Señor.
El viernes, 5 de junio, los sufrimientos alcanzaron
su fase más aguda, y no sabría muy bien cómo explicarlo, aunque fui testigo
presencial. Como digresión se me permitirá dar a conocer por qué casualidad me
encontraba allí junto a su lecho de muerte. Creo que mi gratitud para con el
Venerado Padre me impone este deber.
13º. Me asaltó, en torno a los últimos tiempos de la
enfermedad del Venerado Padre, una
terrible tentación semejante a la del Hermano Luis, de la que he hablado en
otra parte. Aconsejado por una persona que, legítimamente, debía contar con toda
mi confianza, me disponía a retirarme. Sin embargo, no queriendo aventurarme en
asunto de tanta importancia sin la aprobación del Venerado Padre, le escribí
sobre el particular, ignorando la gravedad de su estado. De todos modos, creo
que pudo leer mi carta, pero no le fue posible contestarla, pues ya guardaba
cama. ¡Qué solicitud! En seguida manda llamar al Hermano Luis María y le
encarece que me escriba, con orden de presentarme en el Hermitage. Después le comunicó la respuesta que debería darme de
su parte, si Dios le llamaba antes de mi llegada. Recibida la carta, salgo
inmediatamente y llego el 5 de junio, en torno al mediodía. Se comprende que no
hubiese nada más urgente para mí que el presentarme al Venerado padre; pero,
desgraciadamente, atravesaba una de esas crisis precursoras de la agonía en
enfermedades como la suya. Llego a su habitación, caigo de rodillas, llorando,
a la cabecera de su cama. Me hace una señal para que me levante, y me aprieta
afectuosamente el brazo sin poder articular una palabra. Me pongo nuevamente de
rodillas y continúo llorando. Permanecía allí, como anonadado, cuando se me
hizo señal de que me retirase, porque debía volver [30] el mismo día y había llegado la hora de la partida. Entonces, fue
cuando el Hermano Luis María, tomándome aparte, me dice: “El Padre Superior, en
su lecho de muerte, me encargó que le dijese que él le creía perfectamente en
su vocación”. De regreso a mi establecimiento reflexioné sobre estas palabras,
que para mí eran sacramentales, aunque no con la suficiente seriedad, porque,
habiendo vuelto la tentación con más violencia que nunca y creyendo que el
Venerado Padre no me había comprendido, resolví seguir mi primera idea. Me
disponía a ejecutarla, pero ante, para tranquilizar mi conciencia, escribí al
Padre Colin porque las palabras del Venerado Padre me venía constantemente a la
memoria. Este me aconsejó sencillamente que escribiese al Hermano Francisco y
me atuviese a su decisión. Así lo hice; su respuesta no fue más que la
repetición de las palabras del Venerado Padre, es decir, que él también me
veía, sin duda, en mi vocación, añadiendo que respondía de ello ante Dios.
Entonces ya no dudé más e hice la profesión en las vacaciones. Agradecimiento
eterno al Venerado Padre por haberme prestado un servicio que, como lo espero,
será la causa de mi salvación.
14º. He dicho que, cuando le dejé, nuestro piadoso
Fundador sufría dolores atroces y, sin embargo, recuerdo que, en medio de este
paroxismo del dolor, tenía un aspecto tranquilo; sus ojos hundidos estaban
llenos de benignidad; sus labios apretados y casi sin relieve, le daban ese
aire de bondad que ganaba los corazones. Después de mi regreso, he sabido que,
no pudiendo pronunciar ya los nombres de Jesús y de María, se hacía sostener la
mano para tener al menos la dicha de saludarlos. Ese mismo día, viernes, hacia
el atardecer, se veía que estaba en las últimas. Varios Hermanos quisieron
pasar la noche con él para recibir su última bendición, pero, dándoseles a
entender que no le parecía oportuno, se retiraron y sólo quedaron dos Hermanos
mayores para velarle durante la noche. Hacia las dos y media les hace notar que
su lámpara se apagaba; al decirle ellos que iluminaba perfectamente, hizo que
se la aproximaran, pero ya no la vio. Entonces, con voz moribunda, dijo:
“Comprendo, es mi vista la que se apaga”. Y enseguida entró en una agonía que
más parecía un apacible sueño. Estaba ya toda la comunidad reunida en la
capilla para el canto de la Salve, práctica que él había establecido en ocasión
de los acontecimientos de 1830. Inmediatamente, antes de comenzar el canto, se
rezaron las letanías de la Santísima Virgen, y antes de finalizarlas, su alma,
purificada por tantos sufrimientos, voló, así lo esperamos, al seno del Buen
maestro por el que su corazón había estado completamente abrasado de amor
durante su vida, y también hacia aquella que tan a menudo había invocado con
fervor angelical, y a la que consideraba como Superiora de su Comunidad.
Esta bienaventurada muerte, según era su ardiente
deseo, ocurrió un sábado, 6 de junio, vigilia de Pentecostés, a las cuatro y
media; era el momento justo en que, cuando él estaba presente, entonaba la
Salve.
15º. ¡Qué dolor para toda la Congregación!, dolor,
sin embargo, muy atemperado por la creencia unánime de que su santa muerte le
había abierto las puertas del cielo. Había vivido como un santo y como santo
debía morir, porque, como dice el proverbio: tal vida, tal muerte. El paso de
este mundo al otro, lejos de desfigurarlo, le había dejado esos rasgos de dignidad
y ese aire de bondad que siempre le habían caracterizado durante la vida. Por
eso resultaba agradable contemplarlo y permanecer junto a su lecho de muerte.
Todos, por turno o en grupo, vinieron a testimoniarle su respeto y veneración
y, besándole afectuosamente los pies, unían a este gesto piadosas plegarias y
rezaban allí el oficio de los fieles difuntos.
16º. El lunes, día 8 de junio, tuvieron lugar los
funerales. Previamente, el domingo por la tarde se le había metido en un ataúd
de plomo y éste en otro de madera de roble. Fue depositado allí revestido de
sus hábitos sacerdotales y, cosa singular, su cuerpo conservaba todavía toda su
flexibilidad sin la menor rigidez. En presencia del Reverendo padre Matricon,
de los Hermanos Juan María,, Luis y Estanislao, se introdujo en el ataúd un
corazón de metal en el que estaba grabada la inscripción: “Ossa Champagnat
1840”. El cuerpo fue llevado al cementerio por los Hermanos profesos; iba
acompañado por la mayoría de los sacerdotes del cantón y por los principales de
la villa de Saint-Chamond y, naturalmente, por toda la Comunidad. Varios
lloraban, y todos con su piedad y recogimiento daban testimonio de que
acompañaban a su última morada a un gran servidor de Dios. Debajo de la
inscripción con su nombre, títulos y día de su muerte, se leen, como epitafio,
estas palabras de la Sagrada Escritura: “Pretiosa Domini mors sanctorum ejus”.
Quizá se desee saber ahora qué ha llegado a ser la
obra del padre Champagnat. Para satisfacer este legítimo deseo, voy a dar, bajo
el título de “Conclusión”, una panorámica de toda la Congregación, para que nos
haga estimar más que nunca a su Fundador.
A. M. D. G.
SEGUNDA
PARTE
Vista panorámica del estado actual de la Congregación
El Padre Champagnat ha sido
escogido por Dios para fundar la Sociedad de los Pequeños Hermanos de María.
Fin de esta Congregación. Su espíritu, según el nombre que lleva. Su
maravilloso desarrollo. Bien que ha realizado. Opinión personal sobre su
duración.
El Padre Champagnat ha sido visiblemente escogido por Dios para fundar
la Congregación de los Pequeños Hermanos de María.
Hemos visto ya, en el capítulo
segundo, que en el seminario mayor tenía constantemente presente en su espíritu
la idea de fundar una Congregación de Hermanos maestros, principalmente para
los niños del campo, con el fin de enseñarles la doctrina cristiana; se dijo
también, en el mismo capítulo, que durante las vacaciones tenía una propensión
natural a reunir en torno a él a los niños para explicarles el catecismo.
Evidentemente, aquello eran otros tantos signos de que Dios tenía sobre él
proyectos especiales y que le llamaba a trabajar principalmente en la salvación
de la juventud. Pero tenía tan baja
opinión de sí mismo, que se consideraba incapaz ante semejante misión. Así
pues, le hacía falta una especie de mandato para emprenderla. Ahora bien, hemos
dicho que en las reuniones del seminario mayor repetía con mayores instancias,
todos, de común acuerdo, le dijeron: “Bien, encárguese usted de los Hermanos,
ya que la idea ha sido suya”. Fue en este momento cuando, volviéndose más
imperiosa la voz interior que le empujaba hacia este objetivo, creyó reconocer
en estas palabras una orden formal de la voluntad divina. Desde entonces tomó
la resolución de realizar esta obra y de no escatimar trabajos ni sacrificios,
ni siquiera la vida para conseguirlo lo antes posible, convencido de que Dios
se lo pedía, considerándose en su profunda humildad, como instrumento indigno
del que quería servirse para llevarla a cabo. Y hasta la muerte empleó todo su
tiempo en la fundación de la Congregación. Pero la prueba evidente, que no
admite réplica, de que su elección para fundar nuestra sociedad viene de Dios,
es su éxito sin auxilio humano y, sobre todo, la aprobación por la Sede
Apostólica.
1º. Si Dios ha escogido al Padre Champagnat para
fundar la Congregación, necesariamente tuvo que inspirarle, además del fin
general de todas las congregaciones, es
decir, la santificación de sus miembros, un fin particular. ¿Y cuál es este
fin? Lo hemos dicho ya: la educación cristiana de la juventud, especialmente
del medio rural. He aquí el fin esencial de su obra, porque, enseñarles los
conocimientos propios de la instrucción primaria no es, según nuestro Venerado Fundador, más que un medio
para atraer a los niños a nuestras escuelas, darles la enseñanza cristiana y
prepararlos especialmente para una buena primera comunión.
Es de notar que este fin es único
y no múltiple. Así quiere él que los Hermanos no se propongan otros, aun cuando
fuesen buenos, como el cuidado de las sacristías, de los enfermos en los
hospitales, etc. No quiere que la enseñanza de los Hermanos salga del círculo
de las ciencias que competen a la instrucción secundaria [31], como
sería dar cursos de latín, etc. Se sigue de esto que, como este fin es único, y
todo en la Congregación concurre en él, deben resultar de ello necesariamente
buenos Hermanos maestros.
También hemos visto que asimismo
tenía en perspectiva otro fin: formar obreros para las distintas clases de
oficios. Pero habiéndole disuadido de ello el Hermano Francisco, como
perjudicial para la Congregación en el momento en que él la gobernaba, no pensó
más en ello. Sin embargo, la idea de dirigir Orfanatos ha estado siempre en su
mente, y la prueba es que él mismo envió Hermanos para el de Denuzière, en
Lyon, porque se trataba en este caso, de dar la instrucción primaria y sobre
todo religiosa a los niños, más que de enseñarles un oficio.
Espíritu de la Congregación de acuerdo con su nombre, y, por
consiguiente, espíritu de su Fundador.
1º. ¿Qué significa esta palabra “Pequeños” que
precede al nombre con el que se designa a nuestra Congregación?
Antes de responder a esta
pregunta, debemos decir que todas las congregaciones, aparte de las virtudes
que les son comunes y que forman la esencia de este género de vida, se
distinguen por una virtud principal que es como su carácter distintivo. Así,
para uso es la caridad; para otros, la obediencia; éstos se dedican
especialmente a la mortificación, aquéllos a la contemplación, etc., de forma
que todas estas virtudes particulares, practicadas cada una en alto grado de
perfección, representan en la Iglesia esa vestidura de que habla el Rey-Profeta,
adornada de flores variadas, resplandeciente de oro y piedras preciosas.
2º. Ahora bien, la virtud elegida
por el padre Champagnat como sello distintivo de su Congregación es, ya lo
hemos dicho, la HUMILDAD, con sus compañeras inseparables, la sencillez y la
modestia. Y el modelo que él ha dado a sus Hermanos para realizarla en toda
plenitud, es la vida humilde, sencilla y modesta de la Santísima Virgen en la
humilde casita de Nazaret. Quiere, pues, que los miembros de la Congregación
hagan todo el bien posible, en la medida de su vocación, sin ruido ni
ostentación o, según su expresión, sin trompeta y en el olvido.
3º. Pues bien, siendo el Padre
Champagnat elegido por Dios para fundar nuestro Instituto, es natural que al
inspirarle el fin, le haya también inspirado el espíritu y, por tanto, que le
haya dado la virtud de la humildad en tal grado que pueda ser para todos sus
discípulos prototipo perfecto de ella. Así, en este compendio de su vida, si
bien se mira, se ve siempre que esta virtud eclipsa, por así decirlo, a todas
las demás. Y ¿qué no hizo él para adquirirla y destruir en sí mismo hasta los
últimos vestigios del amor propio? Hemos visto cómo lo combatía en los
seminarios mayor y menor y luego su triunfo en su ministerio en La Valla y en
la fundación de su Congregación.
4º. Dios, que es admirable en sus
santos y que los conduce a la santidad por distintos caminos, ha favorecido la
práctica de esta virtud en nuestro Venerado Fundador no permitiéndole que
hiciera cosas maravillosas y extraordinarias durante su vida; pero no es menos
cierto que ha practicado, bajo el velo de la humildad, las virtudes teologales
y morales en grado heroico, como lo testifican la tradición, los hechos
comprobados y numerosos documentos. Por
lo demás, no se dice en el Evangelio que la humilde Virgen de Nazaret haya
hecho cosas maravillosas durante su vida y, sin embargo, los Santos Padres nos
aseguran que con una sola vuelta de huso ha merecido más que todos los ángeles
y santos juntos. La palabra “Pequeños” indica, pues, que la virtud de la
humildad debe ser inherente a los Pequeños Hermanos de María porque, según el
pensamiento del fundador, esta palabra está tomada aquí en el sentido de
“humilde”, y “Pequeño Hermano de María” o “Humilde Hermano de María” son dos
expresiones sinónimas.
5º. En cuanto a la palabra
“Hermanos” que sigue a la de “Pequeños”, indica por sí misma que todos los
miembros que componen esta Congregación deben vivir en la más íntima
confraternidad, como hijos de una misma familia de la que la Santísima Virgen
es la madre y, en consecuencia, que deben amarse, soportarse, ayudarse y
hacerse mutuamente la vida agradable, de modo que les haga olvidar las alegrías
y los placeres del hogar paterno. Por esto, tanto en la rama de los Padres como
en las de los Hermanos, el espíritu Marista es un espíritu que debe reunir
todas las características de la familia, por su sencillez, por su entrega y por
una convivencia cordial. “Es necesario –dice el Venerado Padre en su testamento
espiritual- que se pueda decir de ellos como de los primeros cristianos: mirad
cómo se aman”.
6º. La palabra “María”, que
finaliza el nombre de nuestra querida Congregación, indica, en el pensamiento
de nuestro Venerado Fundador, un espíritu de piedad, de devoción enteramente
filial para con la Santísima Virgen, que nos haga recurrir a ella, con la
sencillez de un niño, en todas nuestras necesidades espirituales y materiales,
y lleve a cada uno de sus miembros a propagar su culto, a hacerla amar, honrar
y respetar por todos, y particularmente por los niños que les estén confiados.
Esta devoción no debe quedarse en esto para los miembros de la Congregación;
deben, además, esforzarse en imitar sus virtudes, en especial su humildad, cuyo
sello debe llevar visiblemente la Congregación. Pero para conocer a fondo lo
que ha sido la devoción del Venerado padre a esta Buena madre, y la que debe
ser la de un Pequeño Hermano de María, remito al lector a la segunda parte de
las Reglas Comunes que trata de esta devoción. En este sólido, rico y magnífico
capítulo se ve en acción esta devoción del Padre Champagnat, porque, lo que
allí se dice, lo practicó él mismo, de lo que yo he sido, como tantos otros,
testigo presencial.
Maravilloso desarrollo de la Congregación
1º. Como la Santa Iglesia, la Congregación tuvo como
primeros discípulos cinco o seis jóvenes pobres, iletrados y que ni siquiera
conocían los primeros elementos de la vida religiosa. Pero he ahí que, formados
por el celoso Padre, o, mejor, por el Espíritu Santo del que él era dócil
instrumento, pronto llegan a ser capaces de catequizar a los niños de la
parroquia de La Valla e incluso a los adultos. Es hermoso ver a estos primeros
discípulos del servidor de Dios, humildes, sencillos y modestos como él, ir de
aldea en aldea, escalar con alegría, a pesar del frío, de la lluvia y de la
nieve, los estrechos senderos llenos de barro y piedras y reunir en alguna
granja a la juventud del lugar y repartirles el pan de las creencias
religiosas, de las que sus almas estaban tan necesitadas, enseñándoles, al
mismo tiempo, los conocimientos elementales que su situación requería.
2º. Sin embargo, el Padre
Champagnat ve llegar el momento en que su obra va a extinguirse por falta de
aspirantes. ¿Qué hace entonces? Recurre a la oración, a la mortificación; se
dirige con fervor a la que él llamaba su “Recurso Ordinario”, la Santísima
Virgen María, y ve como milagrosamente llegan ocho jóvenes al noviciado; pero
¡hay!, casi tan desprovistos de recursos y
conocimientos como los primeros. No importa, no se desanima. Pronto su
celo, entrega, prudencia y piedad los convierten en nuevos apóstoles que
continúan la obra con feliz resultado. No mucho después llegan otros que los
imitan, como formados por la misma mano, de suerte que en poco tiempo, la casa
de La Valla resulta demasiado pequeña para alojar a la comunidad naciente. Es
necesario, pues, pensar en otra de mayores dimensiones.
3º. La casa solitaria del
Hermitage, con su pintoresco emplazamiento, será la segunda cuna del Instituto,
como La Valla fue la primera. Pero, ¡oh decepción!, es precisamente en este
comienzo brillante de prosperidad, del que el padre Champagnat era el alma y el
apoyo, cuando la muerte viene a arrebatarlo a su querida Congregación. Varios,
ante este golpe mortal, piensan que pronto sucederá lo mismo con esta obra,
cuya aurora presagiaba un porvenir tan feliz y que, después de vegetar algún
tiempo, terminará por desvanecerse por completo. Es éste, sin duda, un cálculo
de la prudencia humana, pero Dios no ha dicho su última palabra. En efecto, es
justamente en esta época cuando rompe todas las ataduras que parecían
constreñirla por todas partes. En el Centro, en el Sur y en el Norte de Francia
se alzan, como por ensalmo, numerosos establecimientos que presagian el amanecer
de otros más numerosos todavía. El Venerado Padre había dicho durante su vida y
repetido en su lecho de muerte: “La Congregación es obra de Dios y no mía;
estoy seguro de que después de mi muerte progresará más que durante mi vida”.
Verdaderamente profetizaba. Bajo el mandato de su sucesor inmediato, las
vocaciones son cada vez más numerosas, las fundaciones se multiplican, de tal
modo que el Hermitage, “este gran relicario del Padre Champagnat”, como lo
llamaba el Hermano Francisco, primer Superior General, no es ya una casa ni
suficientemente espaciosa, ni apropiada para ser el centro del Instituto. Es
preciso construir otra mayor en la proximidad de una gran ciudad, ya sea para
aprovisionar a la comunidad, ya sea, sobre todo, para facilitar las numerosas e
importantes relaciones que aumentan de día en día con las autoridades civiles y eclesiásticas.
Saint-Genis-Laval, cantón situado
a algunos kilómetros de Lyon, es elegido como el lugar de emplazamiento de la
nueva Casa-Madre de la Congregación, de la que el Hermitage no será más que una
sucursal preciosa bajo todos los conceptos.
4º. Allí continúa extendiéndose,
desarrollándose y consolidándose sobre bases firmes que parecen augurarle una
duración permanente. Las Reglas que había esbozado el Padre Champagnat son
revisadas y sancionadas por el primer Capítulo General en el Hermitage, como
bajo la mirada del piadoso fundador, ya que allí reposan sus preciosos restos
mortales.
Poco después de su muerte, el
reconocimiento legal del Instituto, por el que había gastado sus últimas
fuerzas, tiene lugar en las mejores condiciones posibles. También bajo el
mandato de su sucesor, el Hermano Francisco, es aprobada la Congregación por la
Santa Sede, con la facultad de elegir canónicamente un Superior General y de hacer
los votos simples de religión.
5º. A partir de este gran favor,
el Instituto adquiere un nuevo impulso. Desde distintos noviciados de Francia e
Inglaterra parte los Pequeños Hermanos de María que van a llevar la Buena Nueva
a las lejanas islas de Oceanía. Más tarde, también Africa ve llegar, bajo su
clima ardiente, a los discípulos del Venerado padre; y últimamente el Canadá los ve establecerse en su territorio.
¿No es evidente que Dios ha bendecido y continúa bendiciendo la obra del Padre
Champagnat y que, por consiguiente, él fue un hombre según su corazón y elegido
para fundar esta obra?
6º. Pero se podrá decir que no hay
nada extraordinario en el desarrollo de esta obra, que es el resultado de los
poderosos medios empleados para llegar a tan rápido resultado. Y siendo así,
todo es natural y prueba que el Padre Champagnat era hombre de talento y de
tacto. Por lo demás, ¿no se ven a diario empresarios inteligentes que levantan
en poco tiempo grandes empresas sin disponer de muchos recursos, porque saben
aprovechar hábilmente ciertas circunstancias para extender rápidamente su
negocio? Es verdad, pero nada hay de todo esto en la obra del Padre Champagnat y ahí es donde se ve lo
maravilloso o, mejor aún, un verdadero milagro que atestigua el heroísmo de las
virtudes del Venerado Padre.
7º. Por lo expuesto en este
resumen de su vida sobre la fundación de la Congregación, ¿no es una especie de
prodigio ver la actual prosperidad de la Congregación, a pesar de su pobreza
primitiva, debido a los escasos recursos del Padre Champagnat y, sobre todo, a
causa de las continuas dificultades surgidas de
todas partes para impedir que se estableciera definitivamente? En primer
lugar, al igual que el venerable cura de Ars, el padre Champagnat no estaba
dotado por la naturaleza más que de medianos talentos de erudición, como se vio
al principio de sus estudios. Por otra parte, como él mismo decía, su caja
fuerte era la Providencia y solamente la Providencia.
¿Cuáles fueron, pues, sus medios
para triunfar? La oración, la mortificación, la profunda humildad y, sobre
todo, su recurso a María. Añadid también las cruces, las contrariedades, las
vejaciones, las injurias, las burlas, etc. ¿De parte de quién? De sus enemigos,
sin duda, pero más aún, de parte –nos atrevemos a decirlo (porque Dios ha
permitido esta prueba cruel)-, de parte de sus amigos más queridos y de
aquellos que deberían haberle prestado su ayuda.
8º. Sin recursos económicos para
comenzar su obra, su modesta paga de vicario es la que se verá sacrificada. No
le queda más remedio que ponerse a construir con sus propias manos la humilde
casa que servirá de cuna primera a su Congregación, ayudado por sus primeros
discípulos a los que, al mismo tiempo, iniciaba en los principios de la vida
religiosa y en los rudimentos de los conocimientos que pronto tendrán que
enseñar a los niños. Y hay que tener en cuenta que, del tiempo dedicado al
trabajo, que apenas llega para procurarles lo estrictamente necesario, es de
donde tendrá que distraer algunos instantes para instruirlos.
9º. En el Hermitage, la misma
pobreza. Tendrá además que endeudarse no sólo para comprar el lugar de
emplazamiento de la casa, sino también para construirla, porque, ¿qué recursos
propios tiene? Algunas módicas cantidades que ganan con el sudor de su frente
cinco o seis Hermanos que, al no poder ser empleados en las clases por una u
otra razón, tejen algunas piezas de tela para la gente de fuera, o los pequeños
ahorros de los Hermanos Directores de los establecimientos, fruto de duras privaciones
que su piedad filial les hace soportar para acudir en ayuda de su buen Padre.
Pero en medio de necesidades tan urgentes, el Venerado Padre no abandona su
obra; al contrario, su confianza parece crecer en la misma proporción que su
desamparo. Y cuando se le echa en cara su falta de prudencia y su temeridad al
continuar un proyecto que supera sus fuerzas, no tiene, en el fondo, otra
respuesta que la de los cruzados: “Dios lo quiere y esto me basta”. Incluso ha
podido decir, y son éstas sus propias palabras: “Jamás ha faltado lo necesario
en mi comunidad, ya sea el alimento, ya sea el vestido o la vivienda, cuando ha
tenido necesidad de ello”.
10º. Cuando el gobierno, mediante
leyes inesperadas, le pone dificultades de todo tipo, que parece que aniquilarían
su obra, no se asusta en absoluto, no se asunta en absoluto, no se detiene y
sigue adelante. Con la plegaria, la mortificación, el recurso a María –sus
armas defensivas-, triunfa de todo. Las dificultades se desvanecen, los asuntos
se arreglan del mejor modo, el socorro llega a tiempo. Y su obra, semejante, al
principio, a un pequeño arroyo, se convierte, poco a poco, en un gran río que,
creciendo cada vez más, va a llevar a todas partes las aguas saludables y
bienhechoras de nuestra Santa Religión en el vasto campo de la Santa Iglesia, y
esto, a pesar de los esfuerzos que hace el infierno por secar la fuente y
detener su curso. ¿No es esto un milagro manifiesto?
Bien que la Congregación
realiza a la Santa Iglesia.
1º. ¿Qué bien realiza la Congregación en el ancho
campo de la Santa Iglesia? Este bien, en el siglo en que vivimos, es
incalculable. Millares de alumnos que frecuentan las escuelas dirigidas por
discípulos del padre Champagnat reciben, además de los conocimientos humanos
que requieren su estado y condición, el más importante de todos: el de la
Religión en toda su pureza original, es decir, la que enseñaron los Apóstoles,
los Concilios y las decisiones de los Sumos Pontífices. Además son educados con
el mayor esmero en las prácticas de la Religión Católica y preparados con una
atención especial para este acto solemne de la vida, que determina generalmente
la dicha o la desgracia eterna: es decir, la Primera Comunión, que siempre se
recuerda con ternura, y que el ilustre exiliado de Santa Elena llamaba el día
más hermoso de su vida. Pero no es sólo la ciencia religiosa y humana lo que
encontrarán tan ventajosamente en las escuelas dirigidas por los Pequeños
Hermanos de María. En sus Reglas, el Venerado Padre ordena, del modo más categórico,
que den a sus alumnos una educación cristiana, iluminando su espíritu con las
luces de la fe y, principalmente, formando su corazón en la virtud, con su
palabra y su ejemplo, corrigiéndoles de sus defectos y enseñándoles a dominar
sus nacientes pasiones, de modo que hagan de ellos buenos cristianos y honrados
ciudadanos. Para conseguir este fin, deben, según los reglamentos del padre
Champagnat, sacrificarlo todo: tiempo, salud, la vida misma, porque, repetía a
menudo: “dios ha fundado ante todo esta Congregación para hacer santos; por
eso, en el gran día del juicio, cada uno se sentará en el banquillo antes que
sus alumnos y responderá de su alma si éstos se han perdido por su culpa... Y
yo, Hermanos míos, añadía con emoción, yo pasaré antes que todos vosotros para
dar cuenta de la salvación o de la pérdida de todos los miembros de la
Congregación”. ¡Oh, cuánto bien hace un Hermano cuando está aguijoneado por
este pensamiento y lleno de celo ardiente para dar a conocer, hacer amar y
servir a Dios, a Jesucristo y a su Santa Madre! ¡Cuántos pecados consigue
evitar! ¡Cuántas presas arranca al infierno y con cuántos predestinados puebla
el cielo!
2º. Permítaseme ahora una reflexión. ¿No es verdad
que Dios, en su gran misericordia, inspiró al padre Champagnat la fundación de
la Congregación especialmente para el tiempo en que vivimos’ ¿Se ha visto jamás
la juventud expuesta a peligros tan grandes en el negocio fundamental de la
salvación? ¿Qué son en realidad las escuelas sin Dios, que se levantan por todas
partes, sino el aprendizaje del más desenfrenado libertinaje, de la más audaz
insubordinación y de los mayores crímenes?
Siendo portador el hombre, por su mismo origen, de la semilla de todos
los vicios, ¿qué será de la juventud imbuida en todo tipo de doctrinas
perniciosas, empujada al mal por ejemplos peores todavía, excitada por las más
vergonzosas concupiscencias? ¿Qué será de ella cuando salga de esas escuelas
ateas en las que se enseña una moral adornada
con el nombre de cívica, pero que, en el fondo, no es más que una
inmoralidad disfrazada y completamente pagana? ¿Quién sostendrá a estos pobres
jóvenes en los combates que tendrán que
librar contra ellos mismos para practicar esta pretendida moral cívica, no
contando con el apoyo de la verdad evangélica que los guíe, ni con la gracia
para vencerse, sobre todo cuando un mundo perverso les presenta la copa
encantada de los placeres que encierra
los venenos más letales? ¡Ay!, la prensa nos permite conocer ya suficientemente
la vanguardia de esta generación innoble y feroz que nos preparan las escuelas
públicas de un Gobierno que ha desterrado a Dios de su enseñanza y arrebatado
brutalmente a los ojos de la juventud el signo sagrado que ha civilizado a los
pueblos más bárbaros [32]. He ahí contra lo que la Congregación del Padre Champagnat está llamada
a luchar. La tarea es difícil, pero sus discípulos no se arredran.
Continuamente en la brecha, se los ve en todos los lugares adonde son llamados,
armados, a ejemplo del Venerado padre, de la oración, del celo y del recurso a
María, combatir como valientes soldados y a pesar de los audaces y favorecidos
competidores, sostenidos y asalariados hasta el ridículo por unas autoridades
frecuentemente impías y volterianas, arrebatar de inminentes peligros a una multitud
de niños que frecuentan sus escuelas. Evidentemente, la obra del padre
Champagnat realiza un bien inmenso en la Iglesia, conservándole lo que hay de
más sagrado en ella: la “infancia”, que el Buen Maestro amaba con amor de
predilección y que llamaba a él con estas tiernas y paternales palabras: “Dejad
que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis, porque el reino de los
cielos es para quienes son como ellos”.
3º. Pero no es sólo por el bien que hace la
Congregación a favor de los 80,000 niños que reciben hoy (1886) el beneficio de
la instrucción y educación cristianas que les son dadas gracias al celo y
entrega de los Pequeños Hermanos de María[33]... Hay un bien de orden superior que procede de la obra del Venerado
Padre: el de retirar del mundo hoy a 4007 jóvenes, es decir, 3172 Hermanos, 209
postulantes y 626 juniores que, en su mayor parte, habrían sido en él víctimas
de un triste naufragio y que ahora combaten o se preparan para combatir contra
Satanás y sus secuaces, y trabajan eficazmente en asegurar su salvación. ¡Oh,
qué hermoso espectáculo ver a 3172 Hermanos, revestidos de la librea de María,
luchar con coraje verdaderamente heroico
contra sí mismos, hacer una guerra sin cuartel a los malos instintos de la
naturaleza corrompida, frecuentar varias veces por semana los sacramentos,
someterse voluntariamente a una Regla que determina el programa del día, fija
el tiempo del sueño, se preocupa de su alimentación en cuanto a calidad y
cantidad, y les obliga a dejarse guiar en todo por sus superiores como niños
pequeños, sacrificando su voluntad y todas las alegrías de la familia! Y todo
esto no sólo con el fin de conseguir más fácilmente la salvación, sino también
para poblar el cielo de predestinados, enseñando a cerca de 90,000 niños, tanto
con su ejemplo como con su palabra, el camino de la verdadera felicidad, que no
sabrían indicarles las escuelas sin Dios. Y cuánto más elevado sería todavía
este número de educadores religiosos y de sus alumnos si las persecuciones de
los malvados no viniesen continuamente a entorpecer, con todos los medios a su
alcance, la marcha de la obra admirable del Padre Champagnat.
4º. Y ¿no es un consuelo y una alegría para la Santa
Iglesia ver a estos postulantes que llegan del mundo, donde estaban amenazados
de inminentes peligros para su salvación (y donde quizá ya, dirigidos por
maestros hábiles, sus funestas tempestades han hecho sufrir a sus almas averías
más o menos considerables), reprimir sus pasiones, corregir su carácter, vencer
sus malos hábitos y llegar a ser, después de haber pasado algún tiempo por ese
crisol que es el noviciado, verdaderos apóstoles de Jesucristo?
5º. ¡Qué encantador espectáculo presentan estos
jóvenes futuros novicios que, después de haber recibido a Dios-Eucaristía por
primera vez, abandonan sus familias en el mismo momento en que son más
queridos, para consagrarse al Señor, probando los comienzos de la vida
religiosa adonde a menudo circunstancias providenciales los han conducido! ¡Qué
edificante es verlos aproximarse cada quincena al divino banquete con una
piedad y una modestia angelicales! ¡Cuántas veces las lágrimas han humedecido
mis ojos oyéndoles cantar con voz tierna como armoniosa, cánticos de ación de
gracias! Y además, ¡qué sumisión a sus maestros, qué afabilidad en sus modales,
qué diferencia con los compañeros que han dejado en el mundo y que ya en su
mayoría están iniciados en todos los caminos del mal! He aquí el joven
semillero de aspirantes que garantiza un rico porvenir a la Congregación,
alegrando el corazón de la Santa Iglesia.
En la obra de los juniorados se reconoce claramente
la realización de la promesa del Padre Champagnat que había dicho varias veces
durante su vida y repetido en la hora de la muerte: “que la Congregación era
obra de Dios y que en el momento oportuno le vendrían abundantes recursos,
cuando pareciese que peligraba su existencia”. No dudo de que es él quien ha
inspirado a sus sucesores la obra de los juniorados, que ya él había admitido
en principio durante su vida, recibiendo en el noviciado –algo de eso sé yo- a
jóvenes que eran todavía unos niños. ¡Oh, qué magnífica será la triple corona
de nuestro Fundador: niños, juniores y
Hermanos, que durante toda la eternidad, se alegrarán de haber formado
parte de la Congregación del Padre Champagnat. Ahora bien, yo pregunto, ¿no
supone esto que quien la fundó era un hombre según el corazón de Dios, es
decir, un santo cuyas virtudes, sin embargo, han permanecido ocultas bajo el
velo de la más profunda humildad?
PARRAFO 6
Mi opinión personal sobre la duración de la
Congregación
1º. Personalmente creo que nuestro Instituto verá el
fin de los siglos y, por consiguiente, que está destinado a combatir al
Anticristo. He aquí mis razones. El fin del mundo, según muchos sabios doctores
e incluso según varios textos de los Libros Sagrados, no parece muy lejano. En
estos últimos tiempos, ¿no vemos ya despuntar la aurora de esos días
precursores de la gran persecución? Parece también que Dios vierte los últimos
tesoros de sus misericordias sobre el mundo, a saber: el Sagrado Corazón de
Jesús, la virgen Inmaculada y el culto a San José, su divino esposo. ¿Qué más
le queda por dar a la tierra? Pues es una creencia general que Dios ha
reservado estos tres grandes favores para el fin de los tiempos.
Creo, pues, que la Sociedad de María, que no está más
que en sus comienzos, es el ejército que dios ha escogido para luchar contra el
Anticristo por medio de estas tres devociones, ya que nuestro Instituto tributa
un culto particular al Sagrado Corazón, a la Inmaculada Concepción y a San
José.
2º. Además de esta razón, he aquí un hecho que me ha
confirmado en esta opinión. Creo ser el único que tiene conocimiento del mismo.
Un día, un capellán del Hermitage, inflamado por la salvación de los infieles,
gran devoto de la Santísima Virgen y que más tarde fue obispo –Monseñor
Pompallier-, en vista de que no acudía al refectorio, el Venerado Padre envió
al Hermano Estanislao para ver si se sentía indispuesto. Este llama a la puerta
de la habitación, cuya llave estaba por fuera, pero no hay respuesta. Llama más
fuerte; el mismo silencio. Entonces, sin insistir más, abre y ve al Padre de
rodillas ante una estatua de la Santísima Virgen y un crucifijo. Tenía, me
decía el Hermano, un rostro resplandeciente, radiante, y parecía abismado en
profunda meditación. El Hermano Estanislao lo contemplaba en este estado
extático, cuando de repente, el piadoso capellán se levanta y le dice con voz
firme: “Mi querido Hermano, oremos... oremos; es la Sociedad de María la que
debe combatir contra el Anticristo”. Y sin decir más, viendo que sus palabras
le había traicionado, bajó al refectorio, recomendando al Hermano el secreto
sobre este asunto. Considerando verdadera esta predicción, ¡qué gloria no
supondrá para el padre Champagnat haber sido elegido por Dios para ser el
creador de uno de los ejércitos de elite, del que la Virgen Inmaculada se va a
servir para aplastar definitivamente la cabeza de la serpiente infernal,
personificada en el hombre del pasado, el Anticristo!
¡HONOR AL VENERADO PADRE CHAMPAGNAT!
Nuevas gestiones para obtener la autorización del Instituto. No
habiendo obtenido el resultado deseado, la Providencia se ocupa de ello de una
forma tan singular como inesperada.
1º. Como se ve, la Congregación se abría camino, el
noviciado se llenaba de buenos aspirantes, por lo que la exención del servicio
militar se hacía cada vez más imperiosa, pues una ley de 1833 no dispensaba de
dicho servicio más que a los maestros provistos de un “brevet”, nada fácil de
obtener. El Padre Champagnat resolvió, pues, hacer nuevas gestiones para
obtener el reconocimiento legal de la Congregación por el Gobierno. Y así, tras
haber recibido sus estatutos y haberlos puesto de acuerdo con la nueva ley,
rogó a un diputado, amigo del Instituto, que los presentase en el Ministerio y
dispuso, al mismo tiempo, que se hiciesen oraciones para conseguir el éxito de
este importante asunto. Pero, aunque la solicitud fue aprobada por el Consejo
de la Universidad, el rey, por malevolencia, denegó la ordenanza.
2º. ¿Qué hacer? Levanta sus ojos hacia las santas
montañas y la ayuda llega, en efecto, de la siguiente manera. El Venerado
padre, providencialmente, tuvo ocasión de conocer al señor Mazelier, Director
de una comunidad cuyo fin era, como el del padre Champagnat, la enseñanza de la
juventud. Establecida en Saint-Paul-Trois-Châteaux (Drôme), había sido aprobada
para todo el Delfinado y, por lo tanto, el señor Mazelier podía librar a sus
Hermanos y novicios de la ley del
reclutamiento. Los Hermanos, una vez obtenido el “brevet”, podían quedarse o no
en la Congregación, no estando ligados a ella por ningún voto. Como los dos
fundadores no tenían otras miras sino el bien y la gloria de Dios, fácilmente
se comprendieron y se pusieron de acuerdo. Así pues, el Padre Champagnat
enviaría a Saint-Paul-Trois-Châteaux a los Hermanos afectados por la ley hasta
que hubiesen obtenido su diploma, y después retornarían al Hermitage o serían
destinados a un establecimiento. De esta forma, la Congregación pudo continuar
como si hubiese estado autorizada.
3º. Pero lo sorprendente es que la ley de 1833, hecha
para arrebatar la enseñanza de la juventud a las congregaciones religiosas, o,
al menos, dificultársela lo más posible, no consiguió, por el contrario, sino
desarrollarlas, porque el Estado, viéndose obligado a crear Escuelas Normales
para formar maestros, formaron, por desgracia, un enjambre de maestros
irreligiosos, plaga de las parroquias, desolación de los párrocos, y que no
cumplían sus funciones sino con el afán de una sórdida ganancia. Por lo cual,
párrocos y alcaldes venían de todas partes para solicitar Hermanos al padre
Champagnat, con ruegos y súplicas de que les diesen a cualquiera con la única
condición de que educasen cristianamente a sus hijos. Así pues, a pesar de no
disponer de la autorización, las escuelas prosperaban más que nunca, y el Padre
Champagnat no cesaba de recibir elogios de los párrocos, tanto por la piedad de
los Hermanos como por la buena educación que daban a los niños.
CAPITULO XIII
La Congregación se ve en peligro de perder su nombre
y su existencia.
1º. Como se sabe, Dios no deja a sus santos mucho
tiempo sin alguna prueba, y ordinariamente ésta es la forma de recompensarlos
en este mundo. Así pues, los elogios más halagüeños contribuían a animar al
Venerado Padre en su obra, el “demonio
meridiano” trataba de hacerla perecer. El señor Pompallier, capellán del
Hermitage, aun viendo que la Congregación tomaba cada día nuevos vuelos, se
imaginó que iba camino de su decadencia y que la forma de gobernar del Padre
Champagnat, terminaría por quitarle su vitalidad y llevarla a la ruina.
Dominado cada vez más por esta idea, se creyó en el deber de comunicarlo a
Monseñor. Así lo hizo y, en la acusación ante Monseñor contra el padre Champagnat,
decía que realmente éste era un modelo de piedad y de las virtudes más
edificantes, pero que no tenía ningún talento ni como administrador ni como
formador de religiosos maestros; y la cosa, según él, era fácil de comprender,
ya que se ocupaba casi exclusivamente de trabajos manuales. No se daba cuenta
el buen capellán de que las oraciones del Padre atraían sobre la Congregación
las bendiciones del cielo, verdadera causa de su prosperidad. En fin, concluía
su tesis diciendo a Monseñor que creía necesario unir la comunidad del padre
Champagnat a la de los Clérigos de San Viator, cuyo noviciado estaba en
Vourles, su parroquia natal. Conviene saber que esta comunidad, aunque dedicada
a la enseñanza, ejercía también algunas funciones eclesiásticas y tenía reglas
y hábito diferentes de los de los Pequeños Hermanos de María.
2º. Monseñor, viendo la buena fe que el señor
Pompallier ponía en sus palabras, y yo creo que era sincero, pues era un digno
eclesiástico que yo tuve ocasión de conocer bien durante el noviciado en el
Hermitage, le encargó que tratara el asunto con el señor Querbes, fundador de
esta comunidad y, a la vea, cura de esta parroquia. Entretanto, su Eminencia
hizo llamar al Padre Champagnat para manifestarle su deseo de fusionar a los
Pequeños Hermanos de María con los Querbistas o Clérigos de San Viator,
omitiendo, sin embargo, las razones que le había expuesto el señor Pompallier,
y la única que alegó fue la no autorización de nuestra Congregación, mientras
que la del señor Querbes estaba legalmente reconocida. El padre Champagnat,
como estupefacto, no esperándose nada semejante, se sometió al principio, pero
se permitió, no obstante –qué cosa más natural-, hacer ver a Monseñor los
inconvenientes de esta unión que podría significar la desaparición de las dos
comunidades, ya que las Reglas, el hábito, el género de vida e incluso la
finalidad de los Hermanos de San Viator y de los Pequeños Hermanos de María
eran completamente distintas. En cuanto a la exención del servicio militar, le
puso al corriente de cómo la Providencia le había proporcionado un medio de
excepción en el acuerdo hecho con el señor Mazelier, superior de los Hermanos
de Saint.-Paul-Trois-Châteaux.
3º. A pesar de estas razones, sin embargo de gran
peso, Monseñor le dijo que reflexionase sobre este importante asunto. Durante
este tiempo, uno de los vicarios generales le presionó más que nunca para que
secundase el deseo de Monseñor, pero en vano; se mantuvo firme. Por fin, el
venerado Arzobispo, mejor informado, comprendió que el padre Champagnat tenía
razón. Incluso, encontrándole un día en las oficinas del arzobispado, le invitó
a comer y le dijo claramente que había dado prueba de buen criterio oponiéndose
a la unión proyectada, y añadió que le habían informado mal al respecto. Más
tarde, viendo el desarrollo tan rápido de la Congregación, decía que ahora
estaría arrepentido de no haberla conservado tal como el Padre Champagnat la
había fundado.
CAPITULO XIV
Impresión de la Regla
1º. Siendo una Regla impresa como una especie de
emblema que distingue a las comunidades unas de otras, el Padre Champagnat
comprendió que si la suya lo hubiese estado antes del hecho que acabamos de
mencionar, ello hubiera supuesto un serio obstáculo para la insólita fusión que
el señor Pompallier proponía. Sin embargo, la razón que dio para esta impresión
era que, siendo cada vez más numerosas
las casas del instituto, era difícil mantener la exactitud de los manuscritos
y, sobre todo, porque éste era uno de los medios más seguros para obtener una
perfecta uniformidad en toda la Congregación.
Una vez que hubo tomado definitivamente partido sobre
este asunto, resolvió no mandar imprimir por el momento más que las reglas
confirmadas por el uso y la experiencia, pudiendo más tarde ser modificadas o completadas
según la necesidad y las circunstancias.
2º. Aunque las Reglas que deseaba entregar a la
imprenta fuesen poco detalladas y muy reducidas, quiso antes revisarlas y
consultar a los Hermanos, ya sea en público, como lo hacía normalmente durante
las vacaciones, ya sea preguntando en particular a los principales Hermanos.
Hizo más. Durante seis meses reunió a los Hermanos más capacitados y no dudó en dedicar varias horas
al día a discutir cada artículo por separado, aplazando incluso la decisión cuando
se consideraban muy importantes. Entretanto, reflexionaba, oraba, se
mortificaba y ayunaba para descubrir si el artículo en litigio era seguramente
la expresión de la voluntad de Dios.
3º. Cuando toda la Regla hubo sido cuidadosamente
discutida, sometió el manuscrito al juicio de personas expertas y capaces de
apreciar este trabajo desde su debida perspectiva. Pero todo había sido tan
bien dispuesto, que estas personas no encontraron más defecto que el de no
contener bastantes detalles en su conjunto. El Venerado Padre no lo ignoraba,
pues había obrado así a propósito, con el fin de que estos detalles pudiesen
más tarde estar garantizados por la experiencia. Se trata muy poco en estas
Reglas abreviadas del gobierno del Instituto, de las obligaciones de los votos,
de la forma de educar bien a los niños, etc. Sin embargo, esto no dejaba de
preocuparle; buena prueba es que, no habiendo podido redactarlas durante su
vida, dejó este asunto, en su lecho de muerte, en manos del querido Hermano
Francisco y su Consejo. Al enviar esta Regla a los Hermanos, les recomendó
observarla exactamente como expresión de la voluntad de Dios y camino que debe
conducirlos al cielo. No obstante, declara que no pretende obligar a los
miembros de la comunidad a cumplir, bajo pena de pecado, cada artículo en
concreto, pero que la violación voluntaria de un artículo es siempre
perjudicial para la perfección religiosa.
CAPITULO XV
Trabajos del padre Champagnat concernientes a la
Sociedad de María.
La impresión de las Reglas; he aquí realizado uno de
los más ardientes deseos del Padre Champagnat. Pero por entonces, dos ideas le
preocupaban especialmente: la autorización definitiva de la Congregación por el
Gobierno y la aprobación de los padres Maristas por la Santa Sede. Dedicaré un
capítulo a estos dos hechos tan importantes, comenzando por el segundo.
1º. Según la tradición y lo que yo he visto u oído
contar de lo que el Padre Champagnat hizo por la Congregación de los Padres
Maristas, no dudo en darle el título de co-fundador de esta Sociedad. Para
demostrarlo, retrocedamos veinte años atrás. Hemos visto en el capítulo segundo
que, entre los miembros del grupo que, en el seminario mayor, habían concebido
la idea de fundar una Sociedad de Misioneros, que llevaría el nombre de María,
se encontraban a la cabeza, como jefes principales, el señor Colin y el Padre
Champagnat. Hemos visto igualmente que estos piadosos seminaristas, para
alcanzar su objetivo lo antes posible, habían prometido escribirse desde los
diversos lugares donde la obediencia los colocase. Pero en 1823, as ser
separado del obispado de Belley del de Lyon, al que anteriormente estaba unido,
los miembros del grupo se encontraron por ello en dos diócesis diferentes, así
como sus dos principales jefes: el padre Champagnat en el Hermitage (diócesis
de Lyon) y el Padre Colin, superior del seminario menor de la diócesis de
Belley. Se comprende que, desde entonces, los miembros del grupo que quedaron
en la diócesis de Lyon se agruparan en torno al padre Champagnat y los de la
diócesis de Belley alrededor del padre Colin; pero unos y otros con la misma
idea de reunirse un día en comunidad.
2º. El Padre Champagnat, por humildad y sin ninguna
otra razón, reconocía al Padre Colin como su superior, se dirigía siguiendo sus
consejos y trataba al mismo tiempo, por todos los medios posibles, de reunir en
torno a él a todos los que estaban en la diócesis de Lyon; el Padre Colin hacia
lo propio con los de la diócesis de Belley. Ahora bien, de la reunión de estos
dos grupos de formó la Sociedad de los Padres Maristas.
Veamos lo que el Padre Champagnat trabajó para
conseguirlo. Es notorio que sobre él recae la mayor parte del intento; lo
demostraré a continuación para justificar el título de co-fundador que le he otorgado.
3º. Hemos visto que, después de la construcción del
Hermitage, dos miembros del grupo se habían unido al Padre Champagnat: los
señores Courveille y Terraillon. Hemos hablado de la triste historia del
primero; en cuanto al señor Terraillon, no encontrándose a gusto en el
Hermitage, se retiró y fue nombrado párroco de Nuestra Señora de Saint.Chamond,
de suerte que, después de las vacaciones de 1826, el Padre Champagnat se
encontraba solo. He aquí, pues, la obra gravemente amenazada en la diócesis de
Lyon, por la salida de estas dos personas, tanto más que, aunque injustamente,
se imputaba al buen Padre la causa de su alejamiento. ¿Quién querrá ahora
reemplazarlos?
4º. Confiando siempre en la Providencia, el Padre
Champagnat no se desanima. Tras haber orado y reflexionado mucho, según su
costumbre, toma la resolución de escribir a Monseñor para pedirle un ayudante.
Pero antes de hacerlo va a consultar al señor Gardette y le comunica su triste
situación, rogándole que apoye su petición ante Monseñor. Escribió al mismo tiempo
al señor Barou, vicario mayor, con el que estaba en muy buenas relaciones. De
las diversas cartas escritas en relación con la obra de los Padres, cuyo texto
manuscrito se encuentra en los archivos del Instituto, para abreviar sólo
citaré lo más importante de ellas. Al señor Barou le comunica la pena que ha
experimentado con motivo de la salida de sus dos ayudantes; le hace ver, a
continuación, que, teniendo ya dieciséis establecimientos a su cargo, resulta
difícil visitarlos, cosa, sin embargo, de la mayor importancia, ya sea para
velar por la observancia regular, ya sea para tratar con las autoridades,
etcétera, cosa imposible para él, teniendo en cuenta que en el Hermitage, el
cuidado, tanto de lo espiritual como de lo material, absorbe todo su tiempo.
Concluye pidiendo para ayudarle al señor Séon, profesor en el colegio de
Saint-Chamond, y particularmente encariñado con la casa y con los Hermanos.
5º. El venerado padre, después de haber interesado
así en su causa al señor Gardette y al vicario mayor, escribió a Monseñor. En
su carta le habla con dolor de la triste situación en que se encuentra la obra
de los Padre Maristas en la diócesis, se confía a su benevolencia, ya que
siempre ha protegido esta obra que Satanás pretende destruir; le dice, además,
que él no se desanima y que tiene puesta toda su confianza en Jesús y María. En
fin, termina en la esperanza de que Su Eminencia se conmueva ante esta
situación que han debido de darle a conocer los señores Gardette y Barou.
En su gran deseo de conseguir al señor Séon, visita
al señor Barou en persona y le dice que si Dios quiere la obra de los Hermanos,
lo que la prosperidad de la Congregación prueba suficientemente, está
convencido de que quiere también la de los Padres, y pide con insistencia al
Padre Séon [34], en la creencia de que es la voluntad de Dios, que venga al Hermitage.
Entonces, ambos se ponen de rodillas y oran con fervor. Después, el vicario
mayor, iluminado por una luz extraordinaria, como él mismo reveló más tarde,
dice al Venerado padre: “Tendrá al señor Séon; voy a hablar de ello hoy mismo
con Monseñor”.
6º. El señor
Séon fue, pues, enviado como ayudante del padre Champagnat. Era el señor Séon
un eclesiástico piadoso, abnegado, de juicio recto, que prestó importantes
servicios al padre Champagnat, tanto en la dirección de los Hermanos como en la
administración de la casa[35]. Poco después, el señor Bourdin [36], diácono con gran porvenir, el señor Pompallier, sacerdote del que ya
hemos hablado, y el señor Chanut, diácono, vinieron a unirse al Padre
Champagnat, mientras otros hacían lo mismo con respecto al padre Colin. Faltaba
todavía por realizar la unión de los dos grupos y determinar el centro común.
El Padre Champagnat propuso que se hiciera secretamente, pero el padre Colin no
fue de su parecer. Como la dificultad principal se encontraba en la diócesis de
Lyon, el padre Colin. Propuso al padre Champagnat que se encargase de este
asunto.
7º. El Padre Champagnat aceptó de buen grado y puso
enseguida manos a la obra. Helo aquí, pues, escribiendo carta tras carta,
haciendo un viaje tras otro, para obtener del arzobispado de Lyon la reunión de
los Padres Maristas del Hermitage con los de Belley, con el fin de que, de
común acuerdo, pudiesen elegir un superior. En una de sus cartas al señor Cattet,
vicario general, después de agradecerle todo el interés que ha demostrado por
la Congregación de los Hermanos, le manifiesta que ésta no es más que una rama
de la de los Padres, que es la que se considera realmente como la Sociedad de
María. Le dice que, durante los quince años que ha pertenecido a ella, no ha
dudado un solo instante de que sea obra de Dios. A continuación le suplica que
le envíe, como lo había prometido, todos los candidatos que quieran formar
parte de ella y que reúnan las condiciones que requiere esta vocación.
8º. Una vez que el señor Cattet comunicó a Monseñor el contenido de esta carta y le
informó de la prosperidad de la rama de los Hermanos, Su Eminencia accedió a la
demanda del Padre Champagnat y, además, consintió en que los Padres del
Hermitage se pusieran de acuerdo con los de Belley para elegir un superior.
Encargó, al mismo tiempo, al señor Cholleton, en otro tiempo director de las
reuniones del seminario mayor, los asuntos de la nueva congregación, en
sustitución del señor Cattet. Desde este momento, el centro de unidad tan
deseado y que los acontecimientos de 1830 hacían más necesario que nunca, no
encontró ya ninguna dificultad.
9º. Conseguida la unificación tan deseada, el Padre
Champagnat convino con el Padre Colin que los Padres del Hermigate fuesen a
Belley para elegir al que de entre ellos debería ser el superior. Se
presentaron allí, pues, y tras ocho días de retiro, eligieron al padre Colin, a
quien todos, como en el seminario mayor consideraban su director, aunque no
como su superior, dado que el obispo de su diócesis respectiva era el legítimo
superior.
Por lo dicho se ve que el padre Champagnat fue el
principal motor de la unificación de los dos grupos que constituyeron el
principio de la Congregación de los Padres Maristas. Y era tal su celo para
conseguirla, que el padre Colin, más tranquilo, le había indicado, incluso
varias veces, que lo moderara.
10º. Y esto era tan notorio, que algunos Hermanos
parecieron ofenderse de esta dedicación excesiva a la obra de los Padres.
Habiéndole hecho notar un Hermano que la Providencia le había escogido
solamente para la obra de los Hermanos y que Dios no le pedía más, respondió
que estaba dispuesto a dar su sangre y su vida por la obra de los Hermanos,
pero que le parecía más necesaria la de los Padres, y que estaba totalmente
dispuesto a conseguir su éxito hasta el último suspiro. Replicando éste que los
Hermanos, conociendo su predilección por la Congregación de los Padres, se
mostraban celosos, contestó que no tenían ningún motivo, porque Dios quería a
unos y a otros. Después añadió que él pertenecía a la Sociedad de María, y que
todos sus trabajos, hasta la muerte, a ella los dedicaría.
11º. Elegido el Reverendo Padre Colin, los Padres del
Hermitage regresaron con el Padre Champagnat y fueron destinados ya a dirigir a
los Hermanos, ya a predicar en las parroquias o a dar misiones en la diócesis.
12º. Una finca, denominada la Grange-Payre, que había
sido donada al padre Champagnat por una piadosa señorita, le pareció extraordinariamente
indicada para establecer allí una comunidad de Padres, porque comprendía que su
Regla no podía adaptarse a la de los Hermanos, siendo diferente su ministerio.
A Monseñor y al padre Colin les agradó mucho esta
propuesta, y se iba a poner en práctica este proyecto, cuando el señor Rouchon,
párroco de Valbenoîte, que había adquirido el convento de los Benedictinos y
sus dependencias, se ofreció a cederlo a los padres, si éstos aceptaban atender
al servicio de la parroquia. Aceptado este servicio, el Padre Séon fue nombrado
superior de la comunidad de Valbenoîte. Los Padres Bourdin y Chanut, nombrados
profesores del seminario menor de Belley, fueron reemplazados en el Hermitage
por los Padres Servant y Forest y éstos, poco tiempo después, por los Padres
Matricon y Beeson. Estos dos se quedaron con el padre Champagnat hasta su
muerte, prestándole señalados servicios. Yo los he conocido y puedo asegurar
que han sido verdaderos hijos del padre Champagnat por su humildad, sencillez y
espíritu de familia, espíritu que les inspiraba el Venerado Padre y que ha
llegado a ser el distintivo de la Sociedad de los Padres Maristas y de los
Pequeños Hermanos de María.
13º. Mientras el padre Champagnat se afanaba con
tanto celo y entrega a la obra de los padres, el Padre Colin, superior general,
trabajaba, sobre todo desde su elección, con no menor actividad, pero en otro
aspecto de la mayor importancia y que era objeto de los votos más ardientes de
nuestro Fundador: la aprobación de la Sociedad de los padres Maristas por la
Santa Sede, a la espera de que sucediera lo mismo con la de los Hermanos cuando
las dos ramas estuvieran totalmente separadas, lo que ocurrió tras la muerte
del Padre Champagnat, pues nuestro celoso Fundador creyó siempre que la autorización
de los Padres era suficiente, ya que é quería que, teóricamente, más que
prácticamente, los Hermanos considerasen al padre Colin como su superior
general. Así pues, provisto de todos los documentos necesarios, se puso en
camino hacia la Ciudad Eterna para solicitar la aprobación, absolutamente
necesaria a una sociedad de sacerdotes misioneros para toda la catolicidad. La
petición, con todos los documentos que la acompañaban, fue sometida, según
costumbre, a un largo y serio examen en la Congregación de Obispos y Regulares.
14º. Durante este tiempo, todos, y sobre todo el
Venerado Padre que nos hacía orar mucho por esta intención, esperaban
impacientemente cuál sería el resultado de las gestiones del Padre Colin,
cuando el 11 de marzo de 1836[37] . Su Santidad Gregorio XV envió el breve de autorización, confiando a
la Sociedad las misiones de la Polinesia. Diré, de paso, que el Venerado Padre
se puso tan contento cuando recibió la feliz noticia, que enseguida nos la
comunicó con una emoción realmente extraordinaria y, sin tardar, escribió al
Padre Colin solicitando permiso para emitir sus votos religiosos.
El Padre Colin le respondió que, aunque el breve
autorizaba a los Padres a elegir un superior general, él no consideraba su
elección anterior al breve como suficiente y que, por tanto, se guardaría mucho
de recibir votos. Asegura al Padre Champagnat en su respuesta que está muy
edificado por sus disposiciones y que espera que las de todos los demás Padres
sean como las suyas.
15º. Ciertamente, el Padre Colin, ya elegido, podría
con todo rigor acceder a la petición del padre Champagnat, pero su humildad le
hizo creer que el poder de recibir los votos exigía una elección canónica; por
lo cual, quiso que los padres que habían ido a Belley para los ejercicios del
Retiro procediesen, a tenor del Breve, a la elección de un Superior General;
desde ese momento, él presentó su dimisión. Terminado el Retiro, se hizo la
elección conforme al Breve apostólico. El resultado fue la confirmación del
Reverendo padre Colin en el cargo, por unanimidad de votos.
Varios querían nombrar al Padre Champagnat, pero, a
la postre, todos comprendieron que la obra de los Hermanos que él había fundado
le ocupaba lo suficiente como para ser encargado también de los Padres. Por
otra parte, se comprendía que su humildad y su obediencia en conflicto, si
resultaba elegido, le habría puesto en el mayor aprieto, y no querían
apesadumbrarlos. Sin embargo, para testimoniar cuánto apreciaban todos la
entrega de la que tan evidentes pruebas había dado para asentar la Sociedad de
los Padres Maristas, se le nombró Asistente del Reverendo Padre Colin.
Entonces, siguiendo el deseo que le había expresado al principio, hizo los
votos con indecible contento y, a su ejemplo, también los otros Padres,.
16º. He aquí, pues, constituida y aprobada por la
Santa Sede la Sociedad de María. Pero yo pregunto: ¿quién ha conducido a buen
fin esta obra? Evidentemente, el Padre Champagnat y el Padre Colin. Por tanto,
si este último es considerado como fundador, ¿no se debe, según lo dicho en el
presente capítulo, considerar al padre Champagnat como co-fundador?
Después de la elección del padre Colin, nuestro
Venerado Padre regresó al Hermitage para preparar el Retiro anual y recibir a
los Hermanos de los establecimientos. Recuerdo que nunca, como este año, se
mostró tan patético y conmovedor en sus conferencias, avisos y exhortaciones.
17º. Como la Santa Sede, según hemos dicho, había
confiado la misión de la Polinesia a la Sociedad de María, el padre Champagnat
contribuyó, por su parte, con tres Hermanos [38] que acompañaron a los Padres en calidad de Hermanos coadjutores. El
señor Pompallier fue nombrado a la vez Obispo y Superior de la Misión. Hacía
mucho tiempo que sus prejuicios respecto al padre Champagnat se habían disipado
y, más que nunca, apreciaba la dirección que el Padre Champagnat daba a la
Congregación.
De los cuatro misioneros que embarcaron con Monseñor
Pompallier para esta misión, hay que hacer notar que tres habían sido formados
por el Padre Champagnat, a saber: Monseñor y los Padres Servant y Forest. Los
otros, que estuvieron también bajo su dirección y que él había reclutado y
conservado en el Hermitage, eran los Padres Séon, Bourdin, Chanut, Besson y
Terraillon. Este último se unió de nuevo al Venerado Padre después de haber
abandonado, siguiendo sus consejos, la parroquia de Saint-Chamond. Los nueve le
proporcionaron el consuelo de unirse definitivamente a la Sociedad de María con
los tres votos perpetuos de Religión.
18º. El Venerado Padre, viendo partir a los primeros
obreros que la Sociedad de María enviaba para evangelizar a los pueblos
salvajes de la Polinesia, sintió una santa envidia de acompañarlos; incluso lo
comunicó al Padre Colin. Este, admirado de su celo, le dijo, entre otras cosas,
que su misión no era la de ir a
evangelizar a los infieles, sino la de formar apóstoles para este fin.
Desde entonces, el Padre Champagnat ya no insistió
más, creyendo ver en esta negativa que no era digno de este favor, y decía en
su humildad: “No se quiere nada de mí porque se sabe que no soy bueno para
nada”.
Se desquitó preparando buenos Hermanos para esta
misión y haciendo orar mucho por su éxito. Hablándonos en una conferencia, nos
decía que debíamos dar gracias a Dios de que hubiese concedido a la Sociedad de
María el favor de evangelizar a los infieles, porque esta obra de misericordia
sería una fuente de bendiciones para el Instituto. Incluso aseguraba que habría
mártires, a la vez que nos manifestaba el ardiente deseo que tenía de contarse
entre ellos. Consideraba, asimismo, como un deber orar especialmente por la
salvación de los infieles de la Polinesia, porque la Santísima Virgen había
encomendado el cuidado de su conversión a la Sociedad de María.
19º. Como conclusión de este capítulo añadiría que,
antes de la partida de nuestros misioneros, el señor Pompallier, en el Retiro
de 1836, bendijo la nueva capilla que el Padre Champagnat había hecho levantar
y completaba las construcciones añadidas a las anteriores y en las que tomó
parte muy activa, sobre todo en la capilla. El mismo dedicaba a esta obra todos
los momentos que tenía disponibles. Al terminarla, presintiendo sin duda su
muerte, dejó escapar estas palabras: “Es la última construcción que hago”.
Estando yo presente en la bendición de la capilla, me parece haberle oído
pronunciar estas palabras. Profetizaba realmente, porque ocho meses después ya
no vivía.
CAPITULO XVI
Últimas diligencias realizadas para obtener la autorización de la
Congregación.
1º. Ya queda dicho que, después de la impresión de la
Regla, dos ideas preocupaban mucho al Padre Champagnat: la autorización
definitiva de la Sociedad de María y de la Congregación por la Santa Sede. Ya
he dicho cuánto hizo con respecto a ésta. Veamos ahora el trabajo que se tomó
para obtener nuestro reconocimiento legal, aunque el éxito no haya respondido a
sus fatigas y trabajos para conseguirlo definitivamente. La tradición, los
escritos existentes y mi testimonio, si algo vale, servirán para confirmar el
contenido de este capítulo.
2º. En 1836, cierto número de Hermanos se veían
afectados por la ley –reclutamiento militar-; era necesario preocuparse por
conseguir la exención. Hasta el presente se venía soslayando enviando a los
Hermanos a Saint-Paul-Trois-Châteaux, lo que presentaba más de un inconveniente
que fácilmente se comprende. Estaban allí, perdónenme la expresión, como
sujetos en tutela. Y como en esta época el Gobierno se mostraba menos
desfavorable a las congregaciones dedicadas a la enseñanza, el Padre Champagnat
creyó oportuno reiniciar las tentativas que había hecho desde 1820 a 1834. Con
esto, el 19 de agosto de 1836, después de haber hecho orar mucho por esta
intención, se fue a París. Por desgracia, supo, al llegar, que el señor Sauzet,
entonces Ministro de Instrucción Pública, con el que contaba, no estaba ya en
el poder, pues el Ministerio acababa de ser cambiado. Por tanto, tuvo que
regresar al Hermitage.
5º. [39]En 1838 vuelve a parís provisto de cartas de recomendación, esperando
tener más éxito esta vez. El señor De Salvandy, Ministro de Instrucción
Pública, que no quería conceder la autorización, dio largas al asunto creando
nuevas dificultades al padre Champagnat para agotar su paciencia. Y así,
escribía al Hermitage el 23 de enero de 1838, que el asunto iba muy despacio,
pero que estaba decidido a ver el final del mismo, que se ocupaba de él
continuamente y que desde que estaba en parís no cesaba de hacer visitas a unos
y otros. Decía además que iba frecuentemente a ver al Ministro, pero que éste,
por una razón o por otra, nunca estaba visible. Añadía que, habiendo por fin
conseguido una audiencia, el Ministro le había dicho que los documentos que
había presentado no eran suficientes y que faltaban algunos más. Enviados los
documentos solicitados, el Ministro hizo saber al padre Champagnat que su
solicitud, junto con los nuevos documentos, debían ser llevados al Consejo de
la instrucción Pública o de la Universidad. Figúrense la extrañeza del Padre
Champagnat que jamás había oído hablar de tal Consejo.
Aunque se le aseguró que todo estaría concluido en
tres semanas, no lo creyó, pues había comprendido la mala voluntad que tenía el
Ministro para hacer justicia a su demanda. Escribiendo al Hermitage, decía que,
a pesar de todas sus caminatas, su salud, gracias a Dios, se mantenía buena,
pero lo que le inquietaba a más no poder, era la lentitud del Ministro en
pronunciarse. Pero, ¿a qué se debía esta gran perplejidad? También lo dice en
la carta. Era porque cuatro Hermanos estaban afectados por la ley y, con la
esperanza de obtener la autorización, no le había parecido necesario enviarlos
a Saint-Paul-Trois-Châteaux.
7º. Enviada finalmente la solicitud al Consejo de la
Universidad, como había tenido tiempo de visitar a todos los miembros de dicho
Consejo, la mayoría se pronunció a favor de la ordenanza. Se creía, por tanto,
que la cosa estaba hecha; incluso el señor Lachèze, diputado de la Loire,
quien, junto con otros, había trabajado por alcanzar el éxito, decía al
Venerado Padre que apostaría diez contra uno sobre una solución favorable.
Efectivamente, el Ministro no tenía más que formular la ordenanza y hacerla
firmar por el rey. Pero, como hemos dicho, en realidad no tenía ninguna
intención de concederla; es lo que se supo claramente más tarde, cuando en
1840, después de la muerte del Venerado Padre, se hicieron nuevas gestiones que
obtuvieron pleno éxito y que confirmaron estas palabras que dijo en su lecho de
muerte a los Hermanos que le rodeaban, expresando su pena de morir sin tener el
consuelo de ver autorizada la Congregación: “Estad seguros de que la
autorización no os faltará y que os será concedida cuando sea absolutamente
necesaria”.
8º. Así pues, a pesar de las buenas palabras del
señor Lachèze, el Venerado Padre desconfiaba, e incluso escribía al Hermitage
que, con todas las promesas que se le hacían –muchos le decían que podía irse y
que la ordenanza le seguiría de cerca-, no se fiaba y más que nunca se debía
decir: “Nisi Dominus aedificaverit domum...”. Termina la carta sometiéndose en
todo a la voluntad de Dios y recomendando a los Hermanos que orasen por esta
intención.
9º. El señor De Salvandy, no sabiendo cómo bloquear
la solicitud, cambió de táctica y le dijo que, antes de redactar la ordenanza,
quería consultar a los prefectos del Rhône y de la Loire y recabar su
conformidad. Dos meses después, los documentos emanados de las dos prefecturas,
aprobando la solicitud, llegaban al mismo tiempo al Ministerio. No había, pues,
posibilidad de tergiversación. Entonces el Ministro recurrió a la astucia y
dijo al Padre Champagnat que deseaba tener también el parecer del Superior de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, porque temía que la autorización
pedida perjudicase a su Congregación. El Venerado Padre lo pidió él mismo y,
cosa insólita, este parecer iba un poco en el sentido de las ideas del
Ministro, pero en todo caso no era tan tajante como para dar lugar a una
negativa. He aquí, pues, al Ministro vencido en todos los aspectos. ¿Qué hacer?
Ved su astucia; sabiendo que el padre Champagnat mantenía como algo esencial
los estatutos de la Congregación, le dio a entender que si adoptaba los de
alguna otra congregación autorizada, sería más fácil acceder a su demanda.
Habiéndole recordado el Venerado Padre que sus estatutos estaban aprobados por
el Consejo de Instrucción Pública, el Ministro, que lo ignoraba, no supo qué
responder.
10º. Sin embargo, le quedaba todavía un arma
defensiva que reservaba como último recurso eficaz. Dijo al Venerado Padre que
los informes favorables de los prefectos del Rhône y de la Loire tampoco eran
suficientes y que deseaba consultar también a los Consejos Generales de estos
dos departamentos. Y ¿por qué? La razón es fácil de comprender: tenía gran
influencia sobre estos Consejos y, por consiguiente, contaba con que estos
informes le apoyarían. Pero en contra de lo que esperaba, el de la Loire se
pronunció a favor de la autorización, no así el del Rhône; con lo cual,
ateniéndose a esta única razón, denegó la ordenanza.
Tal fue el último acto de la comedia que representó
el señor De Salvandy [40] ante el Padre Champagnat y que le obligó a realizar tan penosas
caminatas por las calles de la capital, ya que, por espíritu de pobreza, las
hacía ordinariamente a pie. Tantas decepciones, molestias y privaciones
alteraron profundamente su robusto temperamento y fueron principio de la
enfermedad que le condujo a pasos agigantados a la tumba.
11ª. Antes de abandonar París, escribió al Hermitage
una carta cuyo texto se conserva. En ella comunica que, según sus previsiones,
su petición acababa de ser rechazada, pero que no se desanimaba y que la
autorización llegaría en su momento, es decir, cuando fuese absolutamente
necesaria. Hemos visto antes que en su lecho de muerte había repetido estas
mismas palabras y que en 1850 [41] tuvieron su cumplimiento.
12º. Ahora cabe preguntarse cuál era el género de
vida del Venerado Padre en París, fuera del tiempo de sus múltiples y penosas
caminatas. He aquí lo que nos cuenta la tradición, corroborada por el
testimonio de un Hermano[42] que lo había acompañado en este viaje. Se alojaba en el seminario de
las Misiones Extranjeras a causa de la regularidad y el buen espíritu de esta
casa porque, según decía, era para él un gran motivo de edificación en todos
los aspectos. Pero nosotros sabemos que, por su parte, él mismo era para todos
estos dignos y buenos eclesiásticos modelo de piedad, regularidad, caridad,
humildad, modestia y mortificación. Cuando tenía algunos momentos disponibles,
oraba, leía o visitaba alguna iglesia, sobre todo las dedicadas a la Santísima
Virgen. Los monumentos profanos y la multitud de maravillas que hay en la
capital, ni siquiera atraían su atención. Y así, en una conferencia ha podido
decir que le era tan fácil recogerse en las calles de París como en los bosques
del Hermitage.
13º. Para descansar iba a la escuela de Sordo-Mudos
parra aprender su método de enseñanza, para comunicárselo más tarde a los
Hermanos. El señor Dubois, superior del seminario, y cuya virtud igualaba a sus
méritos, decía, haciendo ante un Hermano el elogio del Venerado Padre, entre
otras cosas, estas palabras: “El Padre Champagnat es el hombre más virtuoso que
conozco, jamás he visto una humildad, una mortificación y una resignación a la
voluntad de Dios semejante a la suya. Su piedad encanta y edifica a todos
nuestros jóvenes sacerdotes que se disputan a cuál más quién tendrá la dicha de
ayudarle en la Misa”.
14º. Al abandonar la capital, el Padre Champagnat fue
a Saint-Pol-en-Artois para fundar allí un establecimiento a petición del señor
De Salvandy, y esto en el momento preciso en que le negaba la autorización. El
Venerado Padre, para poner al Ministro en contradicción consigo mismo, lo
aceptó, probándole con esto que su Congregación no podía perjudicar de ningún
modo a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, ya que éstos habían comunicado
a las autoridades que no podrían enviarles Hermanos antes de diez años.
15º. Fundado este establecimiento, el Padre
Champagnat regresó al Hermitage agotado por el cansancio, ya que su enfermedad
de 1825 le había dejado un dolor en el costado que le hacía penoso el caminar;
y por añadidura, a esta enfermedad se había unido una gastritis muy aguda, de
tal modo que, incluso durante los viajes tomaba muy poco alimento y,
frecuentemente, tardaba demasiado en tomarlo. El Reverendo padre Colin, viendo
que su salud iba de mal en peor, pensó en darle un sucesor, porque él,
prudentemente, había comprendido desde el principio que los Padres y los
Hermanos, dado su fin diferente, no podían tener la misma regla. Por otra
parte, el cargo habría sido muy pesado para un solo superior, tanto más cuanto
que la dirección de los Hermanos exigía, naturalmente, una forma de gobierno en
la que el jefe estuviese en condiciones de conocer sus Reglas, usos y género de
vida; es decir, un Hermano y no un Padre. Así pues, la convicción del padre
Colin era que cada rama debía tener sus propias Reglas, su gobierno y, por
consiguiente, un superior elegido dentro de cada rama. Pero el Padre
Champagnat tenía una idea totalmente distinta,
porque siempre había soñado con una única Sociedad de Padres y Hermanos, que
conservó hasta la muerte. El Reverendo Padre Colin había intentado convencerle
y le había dicho varias veces, bastante claramente, que no debía contar con los
Padres para continuar su obra. Incluso le había aconsejado que, para el caso
que Dios le llamase, la pusiese previamente en manos de Monseñor. Pero el Padre
Champagnat jamás había querido acceder a esta proposición porque restringía su
obra a una sola diócesis, lo que jamás había estado en su pensamiento. Es
decir, el Venerado Padre quería que los Hermanos tuviesen el mismo Superior
General que los Padres y, en caso de imposibilidad, deseaba que los Hermanos se
gobernasen ellos mismos como los Hermanos de las Escuelas Cristianas.
16º. En esto, el Reverendo Padre Colin, viendo
empeorar su estado casa vez más, y no aceptando la idea de un Superior para las
dos ramas, va al arzobispado, da cuenta a Monseñor del alarmante estado de
salud del Padre Champagnat y le suplica que onceda los poderes necesarios para
elegir a un Hermano como superior de la rama de los hermanos, lo que Monseñor
concede gustoso, encargándole a él mismo de proceder a la elección. El
Reverendo padre Colin se presenta, pues, en el Hermitage durante el Retiro de
1839 y hace comprender al Padre Champagnat la absoluta necesidad de nombrar a
un Hermano con el título de Superior General de los Hermanos. El padre
Champagnat se somete y, de común acuerdo, deciden que se haga la elección
después del Retiro.
17º. La elección tuvo lugar, efectivamente, a
continuación de los santos ejercicios en presencia del Reverendo padre Colin y
del Padre Champagnat. De común acuerdo determinaron el ceremonial. No lo
describiré aquí ya que se encuentra en los archivos de la Congregación; sólo
diré, pues yo estaba presente, que hecho el escrutinio, se escogió entre los
tres que tenían mayor número de votos, a fin de nombrar a uno de ellos Superior
y a los otros dos Asistentes,. Hecha la elección, el Padre Colin volvió a la
sala y proclamó, con gran contento de todos los Hermanos, al Hermano Francisco
Superior General de la rama de los Hermanos, y a los Hermanos Luis María y Juan
Bautista, sus Asistentes.
El buen Padre pareció muy satisfecho de esta
elección, porque veía en el Hermano Francisco al que le había ayudado
constantemente en el gobierno del Instituto. Hacía poco tiempo que también
había asociado al querido Hermano Luis maría, cuya capacidad sería apreciada
más tarde del modo más elogioso por su Eminencia el cardenal de Bonald [43]. El querido Hermano Juan Bautista, en ese momento Director de
Saint-Paul.en-Artois, que acababa de fundar el Venerado Padre, era un Hermano
de visión amplia, muy versado en las ciencias ascéticas y el principal
consejero del padre Champagnat en lo concerniente a la dirección de las clases.
Por lo demás, los tres eran amados por los Hermanos. Así, el Venerado Padre,
sin ninguna inquietud ya sobre el porvenir de su obra que tan bien dirigía la
que él había establecido como Primera Superiora, se entregó, a pesar de su
estado enfermizo, a los transportes de una santa alegría y del más vivo
agradecimiento.
CAPITULO XVII
Última enfermedad del Padre
Champagnat.
1º. El Venerado Padre, al verse en parte descargado,
por la elección del Hermano Francisco, del servicio administrativo de la Congregación,
debía, naturalmente, dado su estado de salud, tomar algún descanso; pero no fue
así. Después de las vacaciones de 1839 y al comienzo de las clases, quedé
estupefacto al verlo llegar a nuestra casa de la Côte-Saint-André con otro
Padre. Y ¿qué venía a hacer aquí?,pues a dar, a pesar de su extrema debilidad,
un retiro a los alumnos de nuestro internado, cuyo número rondaba los ochenta.
Estaba tan extenuado y sufría tanto que daba pena verlo, y no era nada extraño
porque sólo podía soportar ciertos alimentos y en pequeña cantidad. Un día,
estando en la sala de estudio de los Hermanos, tuvo un fuerte acceso de
vómitos. Entonces nos dijo estas inquietantes palabras: “Todavía podía digerir
las ciruelas pasas, pero he aquí que las dos o tres que he tomado para comer,
me veo forzado a devolverlas. ¡Oh, comprendo...! Y no dijo más.
2º. Sin embargo, a pesar de su enflaquecido rostro,
los alumnos no podían dejar de mirarlo y
admirarlo, pues había en él un algo que los atraía. Muchos se confesaron con él.
Recuerdo que, entre otros, uno de mi clase que se había dirigido a él, me
decía: “Señor, me lo ha dicho todo; ¡oh, qué contento estoy!” En general, los
alumnos cuchicheaban entre ellos: “este señor cura es un santo”. El señor
Douillet, Director de la casa, eclesiástico de gran piedad y conocedor de los
hombres y de las cosas, nos ha repetido varias veces. “El Padre Champagnat es
un santo”.
3º. Por entonces, Monseñor Bénigne-du Trousset
d’Héricourt, que había resuelto fundar un noviciado de Hermanos Institutores
para su diócesis, compró el castillo de Vauban con la intención de confiar la
dirección de este noviciado a los Pequeños Hermanos de María. Se dirigió, pues,
al Padre Champagnat, quien, después del retiro de la Côte-Saint-André, marchó a
Autun para tratar este importante asunto con Su Eminencia. He oído contar,
cuando yo era profesor en este establecimiento, que el noble Prelado quedó tan
edificado y tan conmovido por la humildad y modestia del piadoso Padre que,
después de haber firmado el convenio de esta donación, abrazó al Padre
Champagnat exclamando con toda la efusión de su corazón: “¡Gracias a Dios, heme
aquí totalmente Marista!” Esta fundación fue, desgraciadamente, la última del
Venerado Padre.
Comparando este castillo con la pobre casa de La
Valla, experimentaba una especie de pavor viendo la diferencia; pero para que
pudiera perdonársele lo más posible, hizo
quitar todo lo que parecía contrario a la pobreza religiosa. Yo mismo
pude comprobar, durante mi permanencia allí, que se habían quitado varios
objetos de lujo y, sobre todo, magníficos espejos que servían de adorno en
varios salones.
4º. Como en estos últimos viajes nuestro Venerado
Padre no tomaba casi ningún alimento sólido, de regreso al Hermitage, sólo
podía tomar caldos y leche e incluso a menudo los devolvía. A pesar de esta
gastritis tan aguda, continuó asistiendo a los ejercicios de comunidad; incluso
iba al refectorio, pero solamente por cumplir, ya que frecuentemente no tomaba
nada, pero era para él una verdadera satisfacción estar lo más posible con sus
Hermanos.
5º. Un día, a pesar de su gran debilidad, llevado por
su amor al trabajo, intentó ir a extraer piedra con los obreros, pero esta vez
tuvo que rendirse, pues las herramientas se le cayeron de las manos. Los que fueron
testigos de ello no pudieron contener las lágrimas. Entonces alguien le cogió
por el brazo y lo condujo a su habitación; fue su última jornada de trabajo
manual. A esta pérdida de fuerzas hay que añadir que, al principio de la
Cuaresma, le atacó también un violento dolor de riñones y una hinchazón de
piernas. A pesar de lo cual siguió, en cuanto le fue posible, el reglamento de
la cas.
6º. Durante el mes de marzo, consagrado a San José,
rezó las letanías de este gran santo, con gran fervor, para obtener la gracia
de una buena muerte. Incluso tuvo el valor de dar la bendición el día de la
fiesta de este santo Patriarca, reconociendo que ya no tendría otra vez la
dicha de darla en semejante día. Desde este momento tuvo la íntima convicción
de que su fin se aproximaba y, bajo esta impresión, se impuso el deber de
ordenar todos sus asuntos, tanto
espirituales como temporales. En relación con estos últimos, hizo venir a su
notario, consultó con los principales Hermanos y con otras personas capaces de
aconsejarle. Luego hizo su testamento de acuerdo con las normas legales,
dejándolo todo a favor de los Hermanos, y nada en absoluto para sus familiares.
7º. En cuanto a sus asuntos espirituales, habiendo
venido a visitarle el padre Maîtrepierre como cohermano y amigo íntimo, le hizo
su confesión general que, según he oído decir, estuvo acompañada de
sentimientos profundos de compunción y dolor, lo que no era raro en él a quien
la sola posibilidad de ofender a Dios le conmovía de tal manera que, a menudo,
los ojos se le llenaban de lágrimas. Sucedía algunas veces que el temor de los
juicios de Dios le hacía temblar, como sucedía también a otros grandes santos,
pero su gran confianza en Jesús y María calmaba pronto todos sus temores e
inquietudes.
8º. El Jueves Santo, a pesar de su gran debilidad,
fue, a caballo, a celebrar la Misa en la Grange-Payre. En esta casa, antaño
ofrecida a los Padres Maristas, él había establecido un internado que se
complacía en visitar a menudo, pues no
distaba del Hermitage más que dos kilómetros. Después de la acción de gracias,
dirigió a los internos una breve exhortación en la que les hizo comprender cuán
grande era el favor que Dios les hacía al tener como educadores a maestros que
les enseñaban el camino del cielo, más con sus ejemplos que con sus palabras.
Les habló también del horror que debían tener al pecado como el mayor de todos
los males y, sobre todo, les habló de la devoción a la Santísima Virgen,
asegurándoles que si rezaban todos los días el Acordaos, ella los preservaría
de la desgracia de ofender a Dios y les obtendría la gracia de la salvación. Al
regresar al Hermitage, manifestó cuán satisfecho se sentía de su visita,
añadiendo que ya no volvería a ver esta casa.
9º. Iba a comenzar el mes de mayo. Quiso, a pesar de
sus sufrimientos, hacer la apertura y dar la bendición con el Santísimo. Era la
última. Al entrar en su habitación, se le oyó pronunciar estas dolorosas
palabras. “Esto se acabó para mí; siento que me voy”. En este momento, el
Hermano Estanislao llega muy contento. Preguntándole el Venerado Padre la causa
de su alegría, “es que los Hermanos, le contestó, esperan obtener su curación
durante este mes”. “Se equivoca, Hermano; por el contrario, experimentaré
mayores sufrimientos cuando termine”. Y era la pura verdad, como luego veremos.
10ª. En los primeros días de este mes que él prefería
a todos los otros porque estaba consagrado a María, vino a verle un Hermano de
los antiguos muy preocupado por las consecuencias de su muerte. El Venerado
Padre le dijo que no se apenase por eso, pues debía saber que la Providencia
velaba sobre el Instituto, que él no era más que el instrumento del que
Ella se había servido para fundarlo, que
Dios continuaría bendiciéndolo después de su muerte, y no dudaba de que su
sucesor lo haría todavía mejor que él. “Pobre Hermano, dijo el Hermano
Estanislao que lloraba y se lamentaba: ¿cree usted que la Congregación depende
de mí?; cuando yo no esté, será más floreciente aún, usted lo verá con sus
propios ojos y entonces se persuadirá de que Dios lo hace todo entre nosotros”.
Estaba tan convencido de la intervención de la Providencia en su obra, que
decía a los que venían a verle y se quejaban del vacío que iba a dejar entre
los Hermanos, que era más perjudicial que útil a la Congregación, teniendo la
certidumbre de que entorpecía su marcha y era un obstáculo para su prosperidad.
Se comprende; sus plegarias, causa de su crecimiento actual, iban a tener,
evidentemente, más eficacia después de su muerte que durante su vida. Pero no
era así como el Venerado Padre lo entendía; su gran humildad le hacia hablar de
esta manera.
CAPITULO XVIII
Recibe los últimos Sacramentos
1º. El 3 de mayo, fiesta de la exaltación de la Santa
Cruz, después de haber celebrado el Santo Sacrificio de la Misa, manifestó que
era la última vez que subía al altar. Efectivamente, sus dolores aumentaron
considerablemente. Los Hermanos estaban completamente sumergidos en una especie
de estupor que les arrancaba lágrimas, en la creencia de que pronto lo
perdería. El también las derramaba, no por causa de sus grandes sufrimientos,
sino porque veía a los Hermanos que venían a visitarlo o a los que le servían,
profundamente afectados, porque él les había ocultado hasta entonces la certeza
de su muerte.
2º. Llegado el
momento en que, según dispone la Santa Iglesia, debía recibir los
Sacramentos que sostienen al moribundo en la lucha suprema, él mismo los pidió
y dijo al Hermano Estanislao que preparase en la sala de ejercicios todo lo
necesario para esta ceremonia, siempre consoladora para el que, habiendo amado
sólo a Dios durante su vida y trabajado para su mayor gloria en medio de
combates y persecuciones de todo tipo, no espera más que la corona de justicia
que El ha prometido a sus fieles servidores. A las cinco de la tarde estaba
todo preparado; los Hermanos, novicios y postulantes se colocaron alrededor de
la sala. Pronto aparece el Venerado Padre revestido de sobrepelliz y estola. Al
verlo, profundamente conmovidos ante su aspecto tranquilo que contrastaba con la
palidez de su rostro marcado por la huella del sufrimiento, no pueden contener
las lágrimas. En medio de estas muestras tan enternecedoras de sincero afecto,
el Venerado padre se sienta en el sillón, se recoge interiormente unos
instantes y luego manda comenzar la ceremonia. Recibe primeramente la unción de
los enfermos; él mismo se quita las medias para la unción de los pies, no
permitiendo que nadie le preste este servicio. Recibe a continuación el Santo
Viático con una humildad tan profunda y
un amor tan ardiente que, embargados los corazones por la emoción, apenas si
los asistentes pueden respirar. En cuanto al Venerado Padre, completamente
absorto y anonadado en la presencia de Dios, que su viva fe le hacía presente
como si lo estuviese viendo con sus propios ojos, parece no ver ni oír nada en
la sala, y permanece completamente inmóvil. Al cabo de unos minutos, abre los
ojos y paseándolos sobre los presentes deshechos en lágrimas, les dirige con
voz débil, pero emocionante, una exhortación de la que transcribo lo esencial.
3º. Comenzando por estas palabras de los Libros
Sagrados: “Acordaos de las postrimerías y no pecaréis jamás”, dijo que sólo
cuando se está en el último momento se comprende que estas palabras son el
medio más eficaz para impedirnos cometer el pecado porque, cuando se está a
punto de comparecer ante Dios, se siente una pena mortal no sólo de haberlo
ofendido, sino más aún de haber hecho tan poco para salvar el alma. Citando a
continuación estas palabras del salmo: “Qué hermoso, dulce y agradable es vivir
unidos, juntos como hermanos”, les recomendó que se amasen unos a otros,
teniendo presente que son hermanos, que María es su madre común y que, por
consiguiente, deben ayudarse y hacerse la vida lo más agradable posible,
cumpliendo con esmero, unos para con otros, el gran precepto de la caridad.
Desea que la obediencia sea siempre la compañera de la caridad, no –les dice-
porque tenga algo que reprocharles a este respecto; nada desearía más que el
que su sucesor pudiese decir lo mismo, siendo la obediencia el mejor camino
real del paraíso.
4º. En este momento, desbordando de alegría por morir
en la Sociedad de María, deja escapar esta exclamación: “¡Oh, qué hermoso es
morir en la Sociedad de María! Es hoy, os lo aseguro, mi mayor consuelo”. Con
estos pensamientos los anima a todos a perseverar en su vocación, asegurándoles
la salvación eterna si tienen la dicha de morir en ella. Con estas palabras, y
sintiendo que su voz se debilita, termina esta conversación –de la que no doy
más que un pálido reflejo-, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos que
les haya podido dar, aunque, dice, no recuerdo haber causado pena
voluntariamente a nadie. Ante estas palabras, los Hermanos, de rodillas, rompen
en sollozos. "Somos nosotros los que pedimos perdón al buen Padre"”
exclama uno de los capellanes. Pero dominados por una de esas emociones que
absorben todas las facultades del alma y los sentidos del cuerpo, los Hermanos
no lo oyen. El Venerado Padre, profundamente afectado y no pudiendo, a pesar de
su ánimo enérgico, retener más la emoción de su corazón, se retiró a su
habitación para continuar la acción de gracias. Esta escena dolorosa y
enternecedora sucedió un lunes. 11 de mayo de 1840. Al que se lo he oído
contar, presente en el acto, no podía contener las lágrimas mientras me lo
relataba, tan afectado estaba todavía.
5º. Ese mismo día se comenzó una novena a santa
Filomena, a la que tenía especial devoción. Al término de la misma, se llegó a
concebir alguna esperanza de curación porque el dolor de riñones y la hinchazón
de manos y piernas casi había desaparecido. Incluso pudo salir de la habitación
y hacer una visita al Santísimo. Luego fue a ver en la sacristía una nueva
credencia que, como dijo el Hermano Estanislao, no le prestaría ningún
servicio.
6º. Concluiré este capítulo indicando algunas
inquietudes que le sobrevinieron cuando ya había sido administrado. Se
reprochaba, en primer lugar, el no haber exigido bastante el trabajo y haber
sido demasiado indulgente con los perezosos; pero este escrúpulo no podía
proceder más que de su horror a la ociosidad, porque –yo sé algo sobre el
particular- no podía sufrir la flojedad ni que se estuviese ocioso, hasta tal
punto que, un día, viendo a uno de los Hermanos mayores, al que yo he conocido,
arrojar indolentemente las piedras al lugar que había sido indicado, envió a
otro Hermano a llevarle una almohada, encomendándole que le transmitiese la
orden de sentarse en ella. Fácilmente se comprenderá que la lección fue eficaz.
7º. Le asaltaron también sentimientos de temor de no
haber hecho todo el bien que Dios esperaba de él. El querido Hermano Francisco
disipó todos estos temores haciéndole ver, sobre todo, la gracia tan grande que
Dios le había concedido escogiéndole para fundar la Congregación llamada a
hacer un bien muy grande en la Santa Iglesia y en lo que había gastado sus
fuerzas, su salud, y sacrificado cada uno de sus instantes. Entonces su corazón
se abrió a la confianza y a la calma, recuperando la tranquilidad de espíritu.
8º. Pero esto no era todo; también se reprochaba el
no haber fundado una sociedad agrícola para los niños huérfanos, temiendo que
Dios le pidiese cuenta de ello, tanto más cuanto que le había proporcionado
liberalmente el medio. Entonces, el Hermano Francisco le hizo comprender que,
siendo esta obra muy distinta de la propia de la Congregación, no habría podido
ocuparse de una sin perjudicar a la otra, al absorber todo su tiempo el cuidado
de los Hermanos, y que aquello había que dejarlo a quienes Dios inspirase más
tarde[44]. (Hoy lo han llevado a cabo los Hermanos de oumea.) Satisfecho con esta
respuesta, no habló más de ello.
9º. Finalmente, aunque parezca increíble, nuestro
buen Padre, que tanto se preocupó por los enfermos, que constantemente velaba
para que no les faltase nada para aliviarlos y procurar su curación, y de los
que se preocupaba como una madre del hijo que sufre, se reprochaba el no
haberlos atendido suficientemente. Se trataba, pues, de un auténtico escrúpulo.
Pero ¿no es propio de los santos creer que jamás hacen bastante para asistir a
sus semejantes?, porque cuanto más crecen en el amor de Dios, más intensa
resulta su caridad con el prójimo.
CAPITULO XIX
Testamento espiritual. – Su muerte
1º. La mejoría que se había notado después de la novena
que la comunidad había hecho a santa Filomena para pedir su curación, no duró
mucho; pronto la afección renal, que se había manifestado desde el miércoles de
ceniza, se intensificó. Las manos y las piernas se hincharon de nuevo y,
además, comenzó a tener vómitos casi continuos. Esto, sin embargo, no le
impidió continuar haciendo sus ejercicios de piedad, proferir frecuentes
oraciones jaculatorias y mantenerse en la presencia de Dios; incluso rezó el
Breviario hasta que ya no pudo sostener el libro en las manos.
2º. Entonces, viendo que se aproximaba rápidamente su
fin, hizo llamar a los Hermanos Francisco y Luis María para manifestarles que
deseaba hacer su testamento espiritual. El Hermano Francisco le advirtió que
esto le fatigaría demasiado. “No, dijo, y dirigiéndose al Hermano Luis María,
le encargó redactarlo. Una vez que hubo expresado sus pensamientos y terminada
la redacción, el Hermano Luis le leyó su contenido, que encontró perfectamente
de acuerdo con sus sentimientos; después dijoque reuniesen a los Hermanos en su
habitación y les leyese dicho testamento, antes de que le aplicasen la
indulgencia in articulo mortis. Esta reunión, que iba a ser la última, tuvo
lugar después de la oración de la tarde. (Me dispensaré de transcribir este
testamento, ya que el texto se encuentra en las Reglas Comunes de las que es
como la quintaesencia.)
(Nota con carácter de
llamada: Quiero, sin
embargo, destacar que el quinto apartado de este testamento espiritual, que se
encuentra en los archivos, ha sido omitido, porque se refiere a la obediencia
que los Pequeños Hermanos de María deben al Superior General de los Padres
maristas; el motivo es que antes de la impresión de las Reglas Comunes, el
Reverendo Padre Colin, en el primer Capítulo General tenido después de la
muerte de nuestro Venerado Padre, renunció a favor del Hermano Francisco a
todos los derechos que podía tener sobre los Hermanos y que le había legado el
Padre Champagnat. Desde entonces, este párrafo no tenía razón de ser ya para
los Hermanos.) Pp. 212-213.
3º. Todos los Hermanos, profundamente recogidos,
escuchaban esta lectura con mucha atención. Cuando se terminó , cayeron de
rodillas pidiéndole perdón y suplicándole que no los olvidase. A estas
palabras, el Venerado Padre parece animarse y, muy conmovido, con voz llena de
paternal acento: “¿Olvidaros? –dice-, es imposible”. Entonces el Hermano Francisco le pide su bendición no sólo para
los Hermanos presentes, sino también para los ausentes y para todos los que en
el futuro formarían parte de la Congregación. Ante esta petición, el amado
Padre, juntando las manos, pronunció muy claramente la fórmula litúrgica,
haciendo sobre ellos la señal de la cruz.
4º. Entretanto, en todas partes se elevaban oraciones
pidiendo su curación; todas las comunidades de los alrededores se habían sumado
a estas oraciones. En la casa se evitaba todo ruido que hubiese podido
molestarle y, a pesar de que se cubrieron con alfombras los pasillos próximos a
su habitación, los Hermanos que tenían que transitar por ellos tomaban, además,
la precaución de descalzarse. El señor Bélier, antiguo misionero de la diócesis
de Valence, no podía por menos de admirarse de tantas atenciones para con todos
los que le velaban y trataba de dejarlos dormir lo más que podía, invitándoles incluso
a hacerlo aun a riesgo de sufrir un poco. Se mostraba sumamente agradecido por
todos los servicios que le prestaban, incluso los más nimios. En las crisis más
violentas repetía a menudo, al igual que cuando los dolores eran menos
intensos, estas palabras: “Dios mío, que se haga tu voluntad”. Recibía, a pesar
de su continuo malestar, con bondad conmovedora, a los que venían a visitarle y
les daba siempre algunos consejos de acuerdo con su situación y necesidades
personales.
5º. En conversación privada con el Hermano Francisco,
le compadecía por la pesada carga que le dejaba; pero le animaba diciéndole que
su espíritu de celo y de oración, acompañados de una gran confianza en Dios, le
ayudarían a llevarla. Confidencialmente dijo también al Hermano Luis María que
secundase con todas sus fuerzas al Hermano Francisco y que no se desanimase
ante los obstáculos que el enemigo del bien podría suscitarle en su cargo de
Asistente, porque la que es Recurso Ordinario de la comunidad le ayudaría a
vencerlos. Tras haber testimoniado al Hermano Estanislao, en un momento en que
estaba a solas con él, toda su gratitud por todas las molestias que le había
ocasionado, le recomendó que animase
todo lo posible a los novicios y a los recién llegados a perseverar en
su vocación, sobre todo cuando los viese cansados y tentados de abandonarla.
6º. Entretanto, la enfermedad avanzaba con extrema
rapidez, y había llegado a tal punto que no permitía ya a nuestro enfermo tomar
ningún alimento. Un fuego interior le devoraba y le hacía incluso devolver los
líquidos, tales como caldos, natas, etc. Para reconfortarse en medio de dolores
insoportables, deseaba con ardor recibir el pan de los fuertes, pero sus
continuos vómitos no se lo permitían. ¿Qué hizo? Lleno de confianza se dirige a
u ángel de la guarda cuya imagen había hecho traer. Y fue escuchado: los
vómitos cesaron y pudo recibir a Nuestro Señor. Luego la enfermedad siguió su
curso. Fue después de esta comunión cuando recomendó la práctica del silencio,
como absolutamente necesaria para mantener en las casas religiosas el espíritu
de recogimiento y de oración. Recomendó también huir de la ociosidad a causa
del pesar que se tendrá en la hora de la muerte por los tiempos perdidos.
7º. Por la tarde en este mismo día recibió la visita
del Reverendo Padre Colin y, al día siguiente, la del señor Mazelier, a quien,
como he dicho, había confiado los Hermanos afectados por la ley del
reclutamiento. Estas dos visitas le consolaron en extremo. Habló largo tiempo
con el padre Colin y, al terminar, le pidió perdón por todos los disgustos que
hubiese podido ocasionarle, y le recomendó a sus Hermanos. Este, sumamente
edificado por su profunda humildad, le dijo las palabras más alentadoras y le
dio muestras del más vivo afecto. Tuvo también una conversación con el señor
Mazelier relativa a los Hermanos que le enviaba todos los años para sustraerlos
al servicio militar, rogándole que cuidase mucho de ellos. Antes de dejarle, el
señor Mazelier le pidió también que pensase en los suyos cuando estuviese en el
cielo.
8º. Creo que fue después de estas dos visitas cuando,
por humildad y espíritu de pobreza, pidió ser trasladado a la enfermería para
ocasionar menos molestias a los enfermeros. Haciéndole observar el Hermano
Francisco que esto podría causar trastornos
a los que dormían allí: “Bien, añadió, que me pongan en una cama de
hierro”. Se atendieron sus deseos y precisamente en esta cama pronto exhalaría
el último suspiro.
9º. Como había dicho al Hermano Estanislao, al final
del mes sus sufrimientos llegaron a ser excesivos y casi insoportables y, sin
embargo, no cesaban sus jaculatorias, los actos de contrición, de confianza y
resignación a la voluntad de Dios. Se le veía dirigir alternativamente su
mirada a las imágenes de la Santísima Virgen, de San José y de sus santos
patronos, colgadas en las cortinas de su lecho. También y más frecuentemente
aún tomaba la cruz de profesión, la besaba con amor y sacaba las manos para
buscarla como algo de lo que no se puede prescindir.
10º. El lunes, uno de junio, habiendo venido a verle
el señor Dutreuil, párroco de Saint-Chamond, sucedió un hecho en el que se echa
de ver el poco caso que hacía de su cuerpo. Como el señor cura se inclinaba
para darle muestras de íntimo afecto, “¡oh, señor cura, exclamó, estoy
demasiado sucio para que me abracéis!”. Este, profundamente edificado por esta
expresión surgida espontáneamente de su corazón, le animó lo mejor que supo,
pero, sobre todo, le procuró una gran satisfacción asegurándole que podía
comulgar, ya que sus vómitos no eran continuos. Antes de retirarse, el señor
cura le pidió su bendición, pero el Venerado Padre se negó alegando que era él
quien tenía que bendecirle. De ahí una piadosa disputa que gana la humildad del
Padre Champagnat y, según su deseo, el señor cura le bendijo y se retiró
rogándole que le hiciese partícipe de los méritos de sus sufrimientos.
11º. Los últimos días de nuestro Venerado Fundador no
fueron sino una sucesión continua de oraciones jaculatorias, deseos, dulces
invocaciones a Jesús y María. Dos pensamientos sobre todo le consolaban y
animaban: el morir religioso y el del cielo. Ya le parecía ver en él a los
Hermanos que la habían precedido. Aseguraba más que nunca, con una convicción
total, que los miembros de la Congregación que muriesen en ella obtendrían la
salvación y que, por lo que a él respecta, cuando estuviere junto a la Madre,
le rogaría tanto que, con seguridad, ella les obtendría la salvación.
Considerando luego el favor de morir marista como una
de las señales más claras de predestinación, no se cansaba de orar dando
gracias, y daba la impresión de saborear ya un anticipo de la dicha del cielo.
12º. El día 4 de junio, habiendo remitido un poco los
vómitos, favor que decía deberle a San José, pidió recibir el Viático. Se apresuraron
a satisfacer su deseo que el comprendía que sería por última vez. Por lo cual,
su fe, su fervor y piedad le llevaron a expresar ostensiblemente actos de amor
para con Nuestro Señor.
El viernes, 5 de junio, los sufrimientos alcanzaron
su fase más aguda, y no sabría muy bien cómo explicarlo, aunque fui testigo
presencial. Como digresión se me permitirá dar a conocer por qué casualidad me
encontraba allí junto a su lecho de muerte. Creo que mi gratitud para con el
Venerado Padre me impone este deber.
13º. Me asaltó, en torno a los últimos tiempos de la
enfermedad del Venerado Padre, una
terrible tentación semejante a la del Hermano Luis, de la que he hablado en
otra parte. Aconsejado por una persona que, legítimamente, debía contar con
toda mi confianza, me disponía a retirarme. Sin embargo, no queriendo
aventurarme en asunto de tanta importancia sin la aprobación del Venerado
Padre, le escribí sobre el particular, ignorando la gravedad de su estado. De
todos modos, creo que pudo leer mi carta, pero no le fue posible contestarla,
pues ya guardaba cama. ¡Qué solicitud! En seguida manda llamar al Hermano Luis
María y le encarece que me escriba, con orden de presentarme en el Hermitage.
Después le comunicó la respuesta que
debería darme de su parte, si Dios le llamaba antes de mi llegada. Recibida la
carta, salgo inmediatamente y llego el 5 de junio, en torno al mediodía. Se
comprende que no hubiese nada más urgente para mí que el presentarme al
Venerado padre; pero, desgraciadamente, atravesaba una de esas crisis
precursoras de la agonía en enfermedades como la suya. Llego a su habitación,
caigo de rodillas, llorando, a la cabecera de su cama. Me hace una señal para
que me levante, y me aprieta afectuosamente el brazo sin poder articular una
palabra. Me pongo nuevamente de rodillas y continúo llorando. Permanecía allí,
como anonadado, cuando se me hizo señal de que me retirase, porque debía volver
[45] el mismo día y había llegado la hora de la partida. Entonces, fue
cuando el Hermano Luis María, tomándome aparte, me dice: “El Padre Superior, en
su lecho de muerte, me encargó que le dijese que él le creía perfectamente en
su vocación”. De regreso a mi establecimiento reflexioné sobre estas palabras,
que para mí eran sacramentales, aunque no con la suficiente seriedad, porque,
habiendo vuelto la tentación con más violencia que nunca y creyendo que el
Venerado Padre no me había comprendido, resolví seguir mi primera idea. Me
disponía a ejecutarla, pero ante, para tranquilizar mi conciencia, escribí al
Padre Colin porque las palabras del Venerado Padre me venía constantemente a la
memoria. Este me aconsejó sencillamente que escribiese al Hermano Francisco y
me atuviese a su decisión. Así lo hice; su respuesta no fue más que la
repetición de las palabras del Venerado Padre, es decir, que él también me
veía, sin duda, en mi vocación, añadiendo que respondía de ello ante Dios.
Entonces ya no dudé más e hice la profesión en las vacaciones. Agradecimiento
eterno al Venerado Padre por haberme prestado un servicio que, como lo espero,
será la causa de mi salvación.
14º. He dicho que, cuando le dejé, nuestro piadoso
Fundador sufría dolores atroces y, sin embargo, recuerdo que, en medio de este
paroxismo del dolor, tenía un aspecto tranquilo; sus ojos hundidos estaban llenos
de benignidad; sus labios apretados y casi sin relieve, le daban ese aire de
bondad que ganaba los corazones. Después de mi regreso, he sabido que, no
pudiendo pronunciar ya los nombres de Jesús y de María, se hacía sostener la
mano para tener al menos la dicha de saludarlos. Ese mismo día, viernes, hacia
el atardecer, se veía que estaba en las últimas. Varios Hermanos quisieron
pasar la noche con él para recibir su última bendición, pero, dándoseles a
entender que no le parecía oportuno, se retiraron y sólo quedaron dos Hermanos
mayores para velarle durante la noche. Hacia las dos y media les hace notar que
su lámpara se apagaba; al decirle ellos que iluminaba perfectamente, hizo que
se la aproximaran, pero ya no la vio. Entonces, con voz moribunda, dijo:
“Comprendo, es mi vista la que se apaga”. Y enseguida entró en una agonía que
más parecía un apacible sueño. Estaba ya toda la comunidad reunida en la
capilla para el canto de la Salve, práctica que él había establecido en ocasión
de los acontecimientos de 1830. Inmediatamente, antes de comenzar el canto, se
rezaron las letanías de la Santísima Virgen, y antes de finalizarlas, su alma,
purificada por tantos sufrimientos, voló, así lo esperamos, al seno del Buen
maestro por el que su corazón había estado completamente abrasado de amor
durante su vida, y también hacia aquella que tan a menudo había invocado con
fervor angelical, y a la que consideraba como Superiora de su Comunidad.
Esta bienaventurada muerte, según era su ardiente
deseo, ocurrió un sábado, 6 de junio, vigilia de Pentecostés, a las cuatro y
media; era el momento justo en que, cuando él estaba presente, entonaba la
Salve.
15º. ¡Qué dolor para toda la Congregación!, dolor,
sin embargo, muy atemperado por la creencia unánime de que su santa muerte le
había abierto las puertas del cielo. Había vivido como un santo y como santo
debía morir, porque, como dice el proverbio: tal vida, tal muerte. El paso de
este mundo al otro, lejos de desfigurarlo, le había dejado esos rasgos de
dignidad y ese aire de bondad que siempre le habían caracterizado durante la
vida. Por eso resultaba agradable contemplarlo y permanecer junto a su lecho de
muerte. Todos, por turno o en grupo, vinieron a testimoniarle su respeto y
veneración y, besándole afectuosamente los pies, unían a este gesto piadosas
plegarias y rezaban allí el oficio de los fieles difuntos.
16º. El lunes, día 8 de junio, tuvieron lugar los
funerales. Previamente, el domingo por la tarde se le había metido en un ataúd
de plomo y éste en otro de madera de roble. Fue depositado allí revestido de
sus hábitos sacerdotales y, cosa singular, su cuerpo conservaba todavía toda su
flexibilidad sin la menor rigidez. En presencia del Reverendo padre Matricon,
de los Hermanos Juan María,, Luis y Estanislao, se introdujo en el ataúd un
corazón de metal en el que estaba grabada la inscripción: “Ossa Champagnat
1840”. El cuerpo fue llevado al cementerio por los Hermanos profesos; iba
acompañado por la mayoría de los sacerdotes del cantón y por los principales de
la villa de Saint-Chamond y, naturalmente, por toda la Comunidad. Varios
lloraban, y todos con su piedad y recogimiento daban testimonio de que
acompañaban a su última morada a un gran servidor de Dios. Debajo de la
inscripción con su nombre, títulos y día de su muerte, se leen, como epitafio,
estas palabras de la Sagrada Escritura: “Pretiosa Domini mors sanctorum ejus”.
Quizá se desee saber ahora qué ha llegado a ser la
obra del padre Champagnat. Para satisfacer este legítimo deseo, voy a dar, bajo
el título de “Conclusión”, una panorámica de toda la Congregación, para que nos
haga estimar más que nunca a su Fundador.
AMDG
TERCERA
PARTE
A P E N
D I C E
Comprende tres capítulos:
1. Mis
relaciones con el Padre Champagnat.
2. 2. Algunas
de sus principales virtudes.
3. 3. Notas
particulares
He prometido en el capítulo 11 dar a conocer, bajo el
epígrafe de APÉNDICE, las relaciones que tuve con el Padre Champagnat durante
los nueve años en que me cupo la dicha de estar bajo su obediencia, sobre todo
en el noviciado, pues mientras estuve en los establecimientos sólo mantuve con
él las relaciones comunes a la mayor parte de los Hermanos que en ellos están
destinados. No pretendo describir al detalle todas sus virtudes y todo lo que
con ellas guarde relación; resultaría demasiado largo. No hablaré, pues, sino
de lo que, personalmente, he visto de edificante en su conducta o de lo que oí
contar a testigos presenciales.
PÁRRAFO
1
Mi
entrada en el Hermitage
1º. ¡El Hermitage! Ante este nombre bendito, ¡cuántos
piadosos recuerdos se despiertan en mi memoria! ¡Cuántas dulces emociones
experimento pensando en esta santa casa en la que he tenido la dicha, con
preferencia a tantos otros, de entrar en calidad de novicio, el tercer domingo
de cuaresma, en marzo de 1831! Era sábado, y he considerado siempre como una
gracia insigne el haber entrado aquel día consagrado a María, nuestra Buena
Madre. Ojalá pudiera yo también morir en sábado.
2º. Todavía me veo llegar con un
postulante de mi tierra y el Hermano que nos acompañaba, en la modesta
habitación de nuestro Venerado Fundador y experimentar la impresión que me
causó su estatura elevada y llena de majestad, su aire bondadoso y grave a la
vez, su rostro que imponía respeto, sus mejillas enflaquecidas, sus labios poco
pronunciados que parecían sonreír, sus ojos penetrantes y escrutadores, su voz
fuerte y sonora, su palabra claramente articulada, sin laconismo ni prolijidad,
todos sus miembros bien proporcionados. En fin, presentaba en todo su aspecto
uno de esos modelos de santidad que se observan en los retratos de un san
Vicente de Paúl, un san Francisco de Asís, un santo cura de Ars, etc.
3º. Después de mandarnos sentar
muy cortésmente, pero sin afectación, nos hizo, a mi compañero y a mí, varias
preguntas sobre el objetivo que nos traía a la vida religiosa, si habíamos
dejado de verdad nuestra voluntad a la puerta del convento, si queríamos mucho
a la Santísima Virgen, y muchas otras cosas que no recuerdo. Después nos
recibió a los dos, a pesar de que a mí me encontraba demasiado joven, pues sólo
tenía doce años y tres meses. Sin embargo, como los dos habíamos sido
presentados por parte del señor Rouchon,
párroco de Valbenoîte, con el que estaba en muy buena relación, pasó,
con respecto a mí, sobre el tema de la edad y de la estatura –relativamente
baja para mis años-. Luego, tomando un grueso
cuaderno “in-folio” que estaba en la biblioteca, inscribió en él
nuestros apellidos, nombres, etc., y anotó todos los objetos que componían
nuestro modesto equipo. Como el señor Rouchon se había hecho cargo de nuestra
pensión, no nos habló de ella. Hecho esto, después de habernos dicho unas
palabras de aliento, nos puso en manos del querido Hermano Francisco, que
entonces estaba considerado como Maestro de Novicios, pues el Venerado Padre
sólo daba el permiso para recibir la Sagrada Comunión y sólo con él también se
pasaba a dirección, en confesión, o fuera del Santo Tribunal.
* * *
1º. Antes de proseguir, suplico al lector tenga a
bien prestar atención, en los párrafos que siguen, a todo lo que ha hecho el
Venerado Padre para corregir mis defectos y conservarme en la vocación. Se
encontrará con rasgos de una paciencia incomparable, la cual, acompañada de un
espíritu de lo más tiernamente paternal, unida a una firmeza constante, terminó
por triunfar de mi carácter ligero, disipado y aparentemente poco adecuado para
la vida religiosa. Abreviaré los detalles al respecto para no sobrepasar demasiado
los límites que me ha impuesto en este compendio de vida.
Comienzo
de mi noviciado
Nota: Puede parecer que este capítulo debiera colocarse al final del apéndice
y no al principio; lo dejo a juicio del lector.
2º. Dotado de un temperamento vivo, ligero y
naturalmente disipado, me dejé llevar, desde los primeros días de mi noviciado,
por el infantilismo y el aturdimiento, que no tardaron en atraerme, por parte
del Venerado Padre, avisos, amenazas, correcciones, incluso penitencias que yo
cumplía, ciertamente, sin replicar, pero que no me corregían en absoluto, de
tal modo que el buen Padre debía devolverme a mi familia; incluso me había
amenazado con ello. Sin embargo, viendo que yo era serio y reflexivo en todo lo
relativo a la religión, quiso echar mano de toda su paciencia, reteniéndome
todavía algún tiempo para asegurarse de si yo estaba o no, llamado a la vida
religiosa y hasta qué punto también estaba encariñado con mi vocación.
Reflexionaba sobre ello, cuando una circunstancia completamente providencial
vino a desvanecer todas sus incertidumbres al respecto.
Un carretero de mi tierra, que
había venido al Hermitage para hacer algunos encargos, me entregó ocultamente
una carta de mis padres, que exigía una pronta respuesta. No sabiendo muy bien
qué hacer, pues sentía escrúpulos de abrirla, la llevé al padre Champagnat,
dándole a conocer cómo me había llegado. “Está bien, querido amigo”, me dijo, y
me retiré. Al día siguiente me dijo que la cara carecía de importancia y que no
me preocupara de ella. He sabido más tarde que esta carta no era sino una
trampa que el demonio me había tendido para hacerme volver al mundo. Lo que es
cierto es que este cumplimiento de un artículo de la Regla, que yo no conocía
aún, fijó definitivamente las ideas del Venerado Padre sobre mi vocación y que,
desde entonces, no pensó más que en tomar todos los medios posibles para
conservarme en ella. ¡Qué profundo conocimiento del corazón humano revela el
haber encontrado en este acto que parecía insignificante, una señal cierta de
vocación!
3º. Desde entonces, si bien en
muchas ocasiones puse a prueba, a causa de mis atolondramientos, la paciencia
del Venerado Padre, jamás volvió a amenazarme con despedirme; al contrario, su
bondad para conmigo, en todas mis ligerezas, ha sido completamente paternal. He
aquí un ejemplo. Cierto día que la comunidad iba, después de la oración de la
noche, de la sala de ejercicios a la capilla, a la que se accedía por una
escalera de al menos cuarenta peldaños, me permití una ligereza bastante
curiosa. Como estaba algo oscuro, y creyendo que un Hermano, al que yo hacía de
vez en cuando algunas travesuras, estaba detrás de mí, me puse a obstaculizarle
el paso mediante cierto movimiento de vaivén, de suerte que él sólo podía subir
con dificultad, por lo que emitía profundos suspiros. Llegado al rellano de la
capilla, vuelvo la cabeza para ver la cara que ponía. ¡Oh decepción!, era el
Padre Champagnat... Yo, naturalmente, esperaba alguna penitencia ejemplar. Pues
bien, nada de eso. Cuando fui a verle el sábado para pedirle el permiso de
costumbre, me dijo unas palabras a la vez irónicas y agradables; pero me
recomendó que fuese un poco más serio, y jamás volvió a hacer alusión a esta
ligereza.
4º. El Venerado Padre, para
intentar poner una tregua a mi disipación, me hizo pasar por distintos empleos:
cocina, forja, panadería, lamparería, etc., pero en todas partes incurría en
nuevos atolondramientos, de modo que, apenas había permanecido algunos días en
el empleo, cuando nuevas ligerezas o alguna torpeza obligaban al paciente Padre
a sacarme de él. Así, por ejemplo, estando ocupado en la lamparería, vino el
padre a ver cómo me desenvolvía en este empleo;
queriendo demostrar mi habilidad, dejé caer a sus pies un cántaro de
aceite, cuyo contenido salpicó su sotana. Merecía ciertamente una penitencia,
porque estaba claro que se trataba de una falta de cuidado de mi parte. Pues
bien, se contentó con decirme que prestase atención a lo que hacía y, a pesar
de eso, me mantuvo en el empleo. Sin embargo, tuvo que relevarme algunos días
después, para intentar colocarme en un empleo fijo, en el taller de los
tejedores, bajo la dirección de un Hermano de los mayores, bueno, agradable y
paciente, pero circunspecto, serio y de notable piedad.
5º. No obstante, antes de mandarme
allí, me confió el cuidado de dos de estos animales, verdaderos símbolos del
capricho; los había hecho comprar, tras una consulta con el médico, para
suministrar leche a los más débiles. Como nunca había guardado el ganado, me costó
trabajo controlar a estas dos bestias cornudas. Para conseguirlo, se me
ocurrió, un día, atarlos juntos con una larga cuerda, que yo sujetaba por el
medio; los conduje así hasta la cima de los roquedales, es decir, a casi un
centenar de metros de altura. Llegados allí, irritados sin duda por verse así
encadenados, forcejean, volviéndose a derecha, luego a izquierda, y terminan
por enredarme; después, tirando cada uno por su lado, me arrojan al suelo, caen
ellos mismos, y he aquí que los tres, así en pelotón, rodamos de roca en roca
hasta el pie de la montaña. El Venerado Padre, que no estaba lejos de allí, al
ver esto creyó que yo debía tener el cuerpo destrozado; felizmente no pasó
nada. Los tres, bastante aturdidos, nos levantamos sin tener un solo rasguño,
creo que ni uno solo. El Venerado Padre había orado. A la hora del recreo,
cuando contaba esta historia, se puso a sonreír, añadiendo algunas palabras
divertidas. Después, tomando un aire serio, me dijo: “No es menos cierto,
querido amigo, que le he visto en tan gran peligro queme vi obligado a darle la
absolución. Agradezca a Dios el no haberse hecho ningún daño”. ¿Se puede dudar
de que me hayan sido sus plegarias las que me hayan librado de tan inminente
peligro?
Mi toma de hábito
1º. A partir de este
acontecimiento, y sobre todo desde que estaba en el taller de los tejedores, me
había vuelto un poco más razonable. Entonces pedí al Venerado Padre, con
insistencia, que me permitiera tomar el santo hábito y, a pesar de algunas
trastadas que todavía se me escapaban, accedió a concederme este favor. ¡Qué
alegría y qué dicha al conocer esta buena noticia! Tanto es así que, cuando el
sastre me puso, para probarla mi futura sotana, me puse a saltar y a brincar
hasta disipar a mis compañeros. En esto, un capellán viéndome retozar de ese
modo, me propinó una severa reprimenda que me hizo temblar ante la idea de un
aplazamiento; pero, a Dios gracias, no pasó nada, pues al día siguiente, fiesta
de la Asunción de 1831, con otros cuatro, fue admitido a la toma de hábito que
fue presidida por el Venerado Padre en persona. ¿Supo o no mis ligerezas de la
víspera? No lo sé; pero su paciencia le había hecho disimular mis más
frecuentes pequeñas calaveradas, y me imagino que también pasaría ésta por alto
antes de empañar mi dicha y mi alegría.
2º. Cada uno tiene su punto flaco
del que siempre se resiente, ha dicho La Fontaine, y ello es muy cierto cuando
no se le combate o se hace débilmente. Y esto es lo que me sucede. Así, cuando
los primeros meses que siguieron a mi toma de hábito, todo fue bastante bien;
pero, no vigilándome lo suficiente y olvidando mis buenas resoluciones y las
promesas hechas al Venerado padre, volví a las andadas y, naturalmente,
volvieron de nuevo las advertencias, las correcciones y las penitencias
públicas. Finalmente, el buen Padre, que me profesaba visiblemente el más vivo
afecto, viendo que no me enmendaba y que varios Hermanos mayores parecían
descontentos de su larga paciencia para conmigo, volvió a su primera idea, es decir,
a la de despedirme, al menos por cierto tiempo, de la Congregación. Pero antes
quiso, una vez más, someterme a una dura prueba, que debía decidir
definitivamente qué iba a hacer de mí, y que le daría a conocer al mismo tiempo
si realmente estaba yo encariñado con mi vocación, de lo que comenzaba a dudar.
Pero antes de someterme a ella esperó a que yo hiciera algo, un poco notable,
para merecerla. Desgraciadamente no se pasó mucho tiempo.
3º. En el taller donde trabajaba,
un Hermano más joven que yo me pidió un día que le cortase el pelo. Haciendo
como que le prestaba este servicio, le hice una tonsura, incluso artísticamente
para ser mi primer ensayo. Apercibiéndose de ello el Venerado Padre cuando el
Hermano hacía el capítulo de culpas, le preguntó quién era el autor: él,
balbuciendo, le dio mi nombre. Entonces el Venerado Padre me interpela en medio
de la sala y, después de dedicarme una corrección que me aterró, añadió,
dirigiéndome una mirada escalofriante: “Vaya a quitarse ese santo hábito; veré cuándo
merecerá volverlo a vestir; vaya y ponga término a sus atolondramientos, porque
las cosas podrían ir más lejos”. Y obligado me vi a ejecutar la orden al
instante.
4º. Yo hacia cuanto podía para
corregirme; hasta volví a pedir mi pequeña sotana en varias ocasiones; algunos
Hermanos mayores, y sobre todo el Hermano Estanislao que tenía mucha influencia
ante el Venerado padre, hicieron lo mismo en mi favor, pero en vano. A todos
les contestó, como a mí, con estas palabras desesperantes: “Veremos más tarde”.
Pero la prueba no había terminado. En el transcurso de estos hechos se anunció,
un buen día, que el señor Cattet, vicario mayor, venía a visitar la casa.
Después de la recepción habitual, entra en la sala de ejercicios donde estaba
reunida la comunidad, y nos dirige unas palabras de edificación. Después,
viendo que había en la sala varios hermanos jóvenes, se puso a interrogarles
sobre el catecismo. Entretanto, el Venerado padre se me acerca y me dice
bajito, pero a manera que pudieran oírlo mis vecinos próximos: “Mi querido
amigo, si quiere recobrar la sotana, tendrá que ponerse de rodillas en medio de
la sala, hacer el capítulo de culpas sin olvidarse de acusar la falta que se la
ha hecho perder; después le pedirá humildemente que se la devuelva”. Y dicho
esto, se retira sin decirme nada más. Yo dudo un instante, pero la sotana gana
la partida. Me levanto, pues, con decisión, y heme aquí de rodillas en medio de
la sala, ejecutando punto por punto el programa trazado por el Venerado padre,
pero no sin derramar gruesas lágrimas. El Vicario general, apreciando mi falta
en su justa medida y no viendo en ella más que una chiquillería sin malicia
alguna –y he sabido más tarde que, en el fondo, el Venerado Padre pensaba lo
mismo, pero su objetivo era corregirme y dar a todos un ejemplo del respeto que
se debe tener a las cosas santas-, el señor Vicario me ordena que me acerque,
me abraza y me dice: “¡Vaya enseguida a buscar su sotana, quiero vérsela puesta
antes de salir de aquí!” Salgo al instante, después de habérselo agradecido
vivamente y enseguida me presenté en hábito religioso ante el ilustre
personaje. Me dirigió unas palabras más de ánimo y se retiró con unas palabras
de despedida dirigidas a la comunidad.
5º. El cambio que produjo en mí
esta terrible corrección y este signo visible de adhesión a mi vocación, me
ganaron para siempre el afecto del Venerado Padre. No solamente no pensó ya en
despedirme, sino que algunos días después tuvo el gesto de enviarme a un
establecimiento, aunque sólo tenia catorce años.
6º. Es cierto que si Dios (no) me
hubiese concedido la gracia de someterme a esta humillación, hubiese sido el
final de mi vocación, pues supe más tarde que habría sido despedido al día
siguiente. Añadiré que desde entonces jamás el Venerado Padre me recordó mis
atolondramientos, ni esta escena dramática que me corrigió de ellos casi
totalmente.
1º. Ya era tiempo de no cansar más al paciente Padre,
cuya tolerancia había puesto a prueba durante casi año y medio. Ahora bien,
algunos días después del hecho que acabo de contar –vean hasta qué punto
olvidaba las faltas de las que uno se
corregía sinceramente y lo bueno que era su corazón-, me hizo llamar y me dijo:
“Mi querido amigo, voy a enviarle a Ampuis para encargarse de la cocina y
ayudar al Hermano Director en su clase; después, cuando esté bien al corriente
de su empleo, retiraré al Hermano que usted va a remplazar. Así pues, vaya a
preparar su equipaje y partiremos juntos. Pero como el camino es largo –eran
por lo menos 30 kilómetros-, llevaré el caballo y de este modo será menor la
fatiga. Dese prisa, porque tengo que
volver esta tarde. No se olvide de pasar por la cocina y comer bien”.
Mis preparativos están pronto
hechos y antes de media hora estaba en la habitación del Venerado Padre,
llevando en un saco mi corto equipaje. ¡Admírense de su solicitud! Me hace dar
cuenta de todo lo que llevo para comprobar que no me falta nada, y después de
haberlo verificado todo, como algunos asuntos urgentes le retenían todavía
durante casi una hora, me dijo que tomase la delantera y me indicó el camino
que debía seguir. Después de una visita al Santísimo y haberme encomendado a la
Santísima Virgen, a San José y a mi ángel custodio, partí. Pero estuve tan poco
atento cuando me indicó el itinerario, que pronto me extravié, y tanto que,
apenas había hecho dos kilómetros, cuando él, que iba a caballo, me encontró.
Extrañado de verme tan cerca del Hermitage, sin hacerme reproches, baja del
caballo, me coloca en su lugar, ajusta los estribos a mi medida, me da la brida
y me indica la forma de manejarla, recomendándome que siga exactamente el
camino y que le espere en la Croix-de-Mont-Vieux, que él tomará un atajo para
reunirse conmigo enseguida. Y diciendo esto, pone el caballo al paso, lo conduce algunos instantes por la brida y
se marcha. ¿No se diría, leyendo esta escena, que el superior desaparece y se
convierte en padre para con sus súbditos?
2º. Imagínense lo infantil que yo
era. Creía que existía realmente una cruz con la inscripción:
“Croix-de-Mont-Vieux”, como “cruz de misión”. Pero se trataba del nombre de una
pequeña aldea a unos diez kilómetros del lugar de nuestra separación. Fijándome
en todas las cruces, incluso en todos los postes, iba siempre adelante, sin poder
encontrar el signo indicador. De este modo, siempre a caballo, atravesé una
villa que después me dijeron que era Pélussin, y estaba a punto de entrar en
una segunda villa, cuando me aventuré a preguntar cómo se llamaba. Es Chavany,
me respondieron. Entonces, sabiendo que había allí Hermanos, me hice conducir a
la casa de la escuela. Allí, mi pequeña estatura fue causa de gran hilaridad
entre los niños, pues sin saberlo, entré en la clase de los mayores. El Hermano
Director me llevó enseguida a la cocina, despachó a sus alumnos que a duras
penas podía contener, hizo guardar el caballo que yo había atado a una argolla,
y vino enseguida a charlar conmigo preguntándome por el objeto de mi venida.
Pero, en ese momento, llamaron a la puerta. ¿Y quién era? El Padre Champagnat.
Cómo, ¿usted aquí? Me dice, sin enfado alguno. ¿es ésta la Croix-de-Mont-Vieux?
Buena la hizo añadió dirigiéndose al
Hermano Director; me había puesto esta mañana botas nuevas, contando con hacer parte
del camino a caballo, y he aquí que este joven hermano, sin pretenderlo, me ha
hecho despellejarme los pies. Verdaderamente, me dijo, no comprendo que haya
podido estar tan distraído como para pasar por la Croix-deMont-Vieux sin darse
cuenta. Muy apenado, le respondí: “Padre, puedo asegurarle que me he fijado en
todas las cruces e incluso en los postes, sin leer en ninguno:
Croix-de-Mont-Vieux”. Entonces todos los Hermanos se echaron a reir y el buen
Padre con ellos. “Qué niño es usted, me dice; la Croix-de-Mont-Vieux no es una
cruz, es el nombre de una aldea que ha atravesado usted antes de llegar a
Pélussin”. Después dijo al Hermano Director. “Como tengo que estar
necesariamente esta tarde en el Hermitage, acompañe usted mañana a este joven
Hermano a Ampuis”. “Y usted, mi querido amigo, sea prudente y atienda bien la
cocina”. Y después de intercambiar algunas palabras con los Hermanos, se fue.
1º. Llegado al establecimiento de
Ampuis, tras incidentes bastante curiosos, pero que no hacen el caso, puse
manos a la obra. Pero el Hermano Director, al que no agradaban las bajas
estaturas, después de dos meses de prueba, resolvió deshacerse de mí, alegando
que no cocinaba bien. Pero, en lugar de manifestarlo abiertamente, utilizó una
artimaña. Pretextando que le hacía falta un sombrero, me encargó que fuese a
buscar uno al Hermitage. Cayendo en la trampa, con mucho gusto me puse en
camino, no a caballo, sino a pie. Pero, ¡ay! Era portador de una carta en la
que, sin saberlo, iba mi condena. Llegué, a Dios gracias, sano y salvo, y una
vez hecha la visita al Santísimo Sacramento, me presenté al Venerado Padre que
me acogió muy bien. Le di la carta de que era portador. Yo veía, a medida que
la iba leyendo, que su rostro se ponía cada vez más serio. Terminada la
lectura, me dice con un tono algo seco: “Parece, mi querido amigo, que su
Director no está contento de usted, ya que me pide su cambio”, y me dijo las
razones (que se exponían en la carta). Me disculpé lo mejor que pude de los
distintos motivos de queja de los que era acusado, e hice notar al Venerado
Padre que la principal razón por la que el Hermano Director solicitaba mi
cambio, no venía expresada en la carta, es decir, mi baja estatura, dándole
como prueba que el Hermano Director no quería que le acompañase a la iglesia
por temor a provocar alguna burla por parte del público. El buen Padre lo
comprendió y, cuando hube terminado de excusarme, me dijo con bondad: “esta
bien, mi querido amigo, vuelva a su taller, a la
espera!äe!<_sà“ã€sâb___€!__à`_á__€_3äc“à__`€cƒ__0sâ_sâ__`_`€_á#_|_ÈÊ_hËXRL__o#ˆ¹1_ “_L€_F_ƒ_¼¾Ú_ Œ°€\ý_à €"_
3áâ__0sáà_!€__à€_á€____“ã__3à`_`_à_“ã__#€__3ã“àc“ç____‚a"_sà“â__c“ã€___#_ƒ“âb_â`__à_____àà€
_á€__à__â_#_ ƒ#“〠3à__ã__3â_`c<“__03á_“â_3à`__áá €__ __áÃ!#‚
__âb_â__b_ã_À_`_`_á__àã“áà_`‚`_ã‚`_#3àc“áãƒ_‚_#_ƒ“à“àc“â
__#“âb_sà"_"_#‚`_áã‚a"_sÀ_ _àãƒ!_“á€__ã‚`_#3â_3â__`__â`__À
``€___á__á__`ƒ_€`_sáà los Hermanos jóvenes, que alcanza hasta los más pequeños
detalles, así como su justicia para con ellos? Porque él se guardó de apoyar la
jugada de mi hermano Director, ya que no solamente no me hizo ningún reproche,
sino que después de haberme dejado algunos días en el taller de los tejedores,
me dio una muestra bien clara de su confianza encargándome de dar lecciones a
los Hermanos estudiantes.
Pasado algún tiempo en este
empleo, me envió a dar clases a Marlhes, su país natal, finalmente, más tarde,
a la Côte-Saint-André, dos establecimientos de los más importantes entonces.
Como ya he dicho, me encontraba en este último cuando él murió. Desde aquí le
escribí varias cartas, y en todas sus respuestas, ¡qué afecto me manifestaba!
¡Qué eficaces eran sus palabras! Quisiera poder traer aquí algunas de estas
interesantes respuestas, pero, por desgracia, o me han sido sustraídas o las he
perdido. Sólo una ha sobrevivido al naufragio. Me permitiré, como conclusión de
este capítulo, reproducirla textualmente [46]
3º. J.M.J. Nuestra Señora del
Hermitage, 25 de noviembre de 1837.
Mi muy querido Hermano S.[47]
Le deseo de verdad, mi querido
amigo, que Jesús y María bendigan sus buenas disposiciones. Su sinceridad no
puede dejar de ser bendecida, usted conseguirá la victoria; ánimo, únicamente
esté usted siempre en disposición de dar a conocer claramente a sus Superiores
y Directores sus disposiciones. Hemos recibido una carta de nuestros misioneros
que están en camino hacia Oceanía; dentro de pocos días le daremos conocimiento
de ella. El Padre Bret ha muerto en la travesía de Valparaíso; los demás se
encuentran bien todos. Están muy contentos con su vocación; suspiran
ardientemente por llegar a destino. El celo por la salvación de estos isleños
les interesa de modo muy particular. Oremos, querido Hermano, oremos por su
salvación y la de los que nos están confiados; el alma de los Franceses es
también el precio de la sangre de un Dios, al igual que la de los idólatras.
Diga al querido Hermano Luis María –era el Director- que su determinación no
dejará de ser bendecida. No os olvidamos ni a unos ni a otros.
Estamos haciendo los preparativos
para parís; encomendad intensamente este asunto al Buen Dios para que no suceda
sino lo que El quiera y nada más, su santa voluntad, eso es todo; en vano
pensaríamos de otro modo, en vano nos afanaríamos, solamente la voluntad de
Dios. Adiós, mi querido amigo, le dejo en los Sagrados Corazones de Jesús y de
María.
Tengo el honor de ser
Su más abnegado Padre en Jesús y
María.
Champagnat,
sup. De los HH. Maristas.
¿No se ve en esta respuesta sino
toda la bondad del Venerado Padre, su gran espíritu de fe, su celo por la
salvación de las almas y su talento para animar a los Hermanos jóvenes y
conservarlos en la vocación?
Tendría otros hechos personales
que contar; lo haré en el capítulo siguiente, cuando se presente la ocasión,
como lo hice en el compendio de su vida.
1º. El recuerdo frecuente de la presencia de Dios ha
sido durante la vida del buen Padre su práctica predilecta; era, en cierta forma,
el alma de su alma. A la vista de su aspecto tranquilo, serio y recogido, bien
se podría creer que tenía a Dios presente. Recuerdo que, cuando hacía la
meditación, la comenzaba con estas palabras del salmo 138: “Quo ibo a spiritu
tuo”... Las pronunciaba con un tono de voz tan sentido y solemne, que producían
en el alma una expresión inexpresable e inducían a tal recogimiento que apenas
se atrevía uno a respirar. ¡Cuán a menudo estas palabras me han servido de
defensa contra el pecado y de preparación próxima a la oración! A tiempo y a
destiempo nos recordaba esta santa presencia, diciéndonos que esta práctica
podía suplir con ventaja a todas las demás, para avanzar a pasos agigantados
por el camino de la perfección. Nos recomendaba que si nos olvidábamos de Aquel
en quien vivimos, nos movemos y existimos, que no nos olvidásemos de pensar en
El al menos cuando el noar de la campana viniese a recordarnos que Dios ve
todas nuestras acciones.
2º. Sin embargo, no hay que creer
que su exterior serio y recogido, fruto de esta santa presencia, y que, a
primera vista inspiraba respeto y a veces temor, le impidiese, cuando las
circunstancias o las conveniencias lo exigían, ser alegre e incluso bromista.
Así, durante los recreos, jugaba algunas veces con nosotros para poner el juego
en marcha, pero se notaba que lo hacía como el Apóstol, "en el Señor, en
quien se regocijaba" porque siempre conservaba su rango de superior y su
dignidad de ministro de Jesucristo. En efecto, no recuerdo haberle oído decir
una sola palabra que pudiese herir la caridad o contradecir los más exquisitos
modales.
Nunca le he visto permitirse la
menor familiaridad con nadie y, a este respecto, se comportaba con tal reserva,
que se hubiese reprochado no solamente el tomar a alguien por la mano,
acariciarle, etc., sino que ni siquiera tocar sus vestidos sin motivo; más aún,
cuando algunos Hermanos se permitían, jugando, algo parecido, les recordaba al
instante estas palabras que yo le oí repetir muchas veces: “Juegos de manos,
juegos de villanos”. En una palabra, se notaba en todo y por todas partes que
obraba bajo la mirada de Dios, a quien parecía ver con los ojos de la fe como
si lo hubiese visto con los ojos del cuerpo. Es de imaginar, pues, cómo debía
de caminar a pasos agigantados por la senda de la perfección, siguiendo estas
palabras de Dios a Abrahán: “anda en mi presencia y serás perfecto”. ¿Acaso la
Santísima Virgen de Nazaret obraba de otro modo?
Su temor y horror
al pecado (no tenía otro temor)
1º. Se comprende fácilmente que el
recuerdo casi habitual de la presencia de Dios le inspirase un vivo horror al
pecado. Por eso, sus instrucciones trataban frecuentemente sobre este mal que
él llamaba el mayor de los males. Nos llenaba a todos de terror cuando nos
describía sus características y sus funestas consecuencias. Sentíamos algo en
el alma que nos hacía estremecer. A la vista de la ofensa de Dios, se apoderaba
de él tal sentimiento de tristeza que sus ojos se humedecían de lágrimas.
Cuando hablaba del pecado contra el sexto mandamiento, el tono enérgico de su
voz, desplegándose en toda su intensidad, aterraba a su auditorio y lo llenaba
de un saludable temor que producía un alejamiento de los más pronunciados de
este vicio, del que no podía soportar el contagio.
2º- He aquí un hecho que sucedió
en La Valla durante la construcción del Hermitage. Lo cito porque he conocido
al individuo causante de la terrible escena que brevemente relataré.
Durante la construcción, sucedió
en La Valla que el joven en cuestión, entonces postulante, se portó
indecentemente con uno de los internos que se recibían para dotar de recursos a
la comunidad, entonces en una situación de gran pobreza. El Venerado Padre, al
tener noticia de ello, sube enseguida a La Valla y se entera de que esta falta,
con gran pesar suyo, se ha divulgado entre los Hermanos y los internos.
Enseguida hace reunir a todo el personal de la casa en una misma sala y pronto
entra allí él mismo. Se pone la sobrepelliz y la estola, llama al culpable,
arroja a sus pies un gran crucifijo y, con una voz terrible, le invita a
pisotearlo, al mismo tiempo que le dirige una reprimenda terrorífica,
diciéndole, entre otras cosas, estas palabras: “Ya que es usted un monstruo,
pisotee la imagen de nuestro Dios; esta profanación no será más horrible que la
que ha cometido”. El culpable estaba tan aturdido y tan asustado que no era
capaz de encontrar la puerta, aunque la tenía abierta ante él. El Venerado
Padre, después de haberlo empujado fuera, hace que le traigan agua bendita y
rocía con ella toda la casa, repitiendo con tristeza estas palabras: “Asperges
me...”. Hecho esto, se pone de rodillas y hace una ardiente plegaria para pedir
para todos la virtud de la pureza. Esta terrible escena impresionó de tal modo
a los presentes que no se atrevieron a decir una sola palabra durante el recreo
que siguió. No es extraño; en mi tiempo se produjo un silencio semejante
después de una conferencia sobre la gravedad de este pecado, pues yo, que era
de los más parlachines, quedé tan espantado que no tuve el valor ni de decir
una sola palabra durante el recreo.
Quizá alguien encuentre el castigo
del que hemos hablado demasiado severo y exagerado. Pero el Padre Champagnat,
recordando las palabras de Jesucristo relativas al que escandalizare a un niño,
ha querido inspirar a sus discípulos todo el horror que él tenía y que todos
ellos deben tener a esta clase de faltas, que son enormes en aquel que, por su
vocación, está llamado a velar, por todos los medios posibles, por la
conservación íntegra de la inocencia de la primera edad.
3º. No s
å_prHL__$ƒ_»>&tL9EXlA–
p:*È,À@Šd’èÈ,œáéHt”L_€§@ˆÙ_€˜,ä€Ó_A×__ 7_
ãÆ=®<__0 †@__0Ñ €&‑\__IòH(|Ò‑
/™B "{€$__i€†Ú
_0‰}–_h1__T_Œ_>Ä_m‡Ž
ˆ_O‰ˆOˆ__ˆO‚_€O‰ˆO‡ˆ
€_AÏ€€Oˆ_‚_Ž_Ï„__‚
___ˆ___ˆOŽ_O€
____ˆ_O‡ˆ_‚__€_
_O†__O‡€_ ˆ_ÏŒ__‰€
__€_OŽOˆ_€_@Ï‘€OƒŽ
_
OŽ_ˆ__Ž_O€ˆ
__O‰ˆO€_ €O‚_‰‚_ˆ
_€@Ï“ˆOŽ___O€_ψ_ˆ__€@χˆ_€OŽ_ˆ_O‰ˆO„ˆ_ˆ_‚_€Aω‚_adre Champagnat se alzaba
siempre con fuerza contra los Hermanos Directores que, contra la Regla, tenían
relaciones reprensibles con los seglares, los niños y, en especial, con
personas de otro sexo. En efecto, cierto Hermano Director, que se encontraba en
este último caso, habiendo sido advertido varias veces por el Venerado padre de
que se cuidase en este punto capital, continuaba a pesar de ello faltando a
este punto de la Regla. Viendo que no se corregía y que su conducta era
conocida por varios Hermanos Directores e incluso por personas de fuera, el
Venerado Padre quiso, costase lo que costase, acabar de una vez con esta
transgresión de una de las principales observancias regulares. He aquí el medio
que empleó.
Un día, durante las vacaciones,
viéndose rodeado de varios Hermanos Directores –lo que no era raro-, les invitó
a sentarse en un banco que allí había; hay que decir que el hermano en cuestión
se encontraba entre ellos. El Venerado Padre, que lo observaba, vino como por
casualidad a sentarse a su lado. Entonces, según su costumbre, se pone a contar
una historia para alegrar al auditorio. Pero apenas la ha comenzado, se levanta
bruscamente, y, cogiendo un pañuelo, lo llevó a la nariz, como sofocado por
algún olor desagradable, diciendo. “¡Qué olor...! y va en seguida a sentarse en
otra parte; después, guardando el pañuelo en el bolsillo, continúa su historia.
Los Hermanos Directores presentes que, en su mayor parte conocían la conducta
de este cohermano, comprendieron de
sobra, y más aún el culpable, la razón del brusco cambio de sitio del Venerado
Padre. Felizmente, la lección surtió efecto y el culpable se corrigió
totalmente.
4º. Aparte del temor al pecado,
como hemos dicho, el buen Padre no tenía ningún otro temor. Por eso no le
intimidaban las persecuciones de los malvados, ni lo que se pudiera tramar
contra él o contra la Congregación. El siguiente hecho lo confirma. Algunos meses
después de mi entrada en el noviciado, cuando trabajaba en el taller de los
tejedores haciendo bobinas, a través de las ventanas vimos cierto día a unos
gendarmes que se paseaban, cuando de repente llaman al portón. El jefe de
taller, el buen Hermano Juan José, que al mismo tiempo desempeñaba el oficio de
portero, va a abrir inmediatamente. ¿Y de quién se trataba? Del Procurador del
Rey, acompañado de una brigada de gendarmes. Sin darse a conocer como tal, dijo
al sencillo y buen Hermano: “¿No tienen ustedes aquí a un marqués?” El Hermano
le responde. “Señor, no sé lo que es un marqués, pero el Padre Superior le dirá
si hay aquí alguno; espere un momento, voy a buscarlo”. Pero en lugar de
esperar en el Locutorio, sigue al Hermano que se dirige al jardín donde se
encontraba en ese momento el Venerado Padre. “Este señor busca a un marqués, le
dice”. Nuestro visitante se presenta entonces como el Procurador del Rey. “Es
un gran honor para nosotros, le dice el Venerado Padre que, viendo al mismo
tiempo a los gendarmes, añade con tono firme y seguro: lo comprendo; usted
viene a hacer un registro en la casa. ¡Pues bien!, lo hará usted en toda regla.
Conviene destacar que corrían rumores entre el público de que la casa estaba
llena de armas escondidas en los sótanos, que los Hermanos se entrenaban con
ellas durante la noche y que, además, en ella se ocultaba un marqués. Por eso
el Venerado Padre añadió: “Sin duda se le ha dicho que teníamos sótanos en la
casa, vamos a comenzar, pues, por ellos”. ¿Y qué sótanos eran éstos? Una
especie de bóveda a lo largo del edificio construida para preservarlo de las
aguas del Gier, y en la que se encontraban un lavadero y una fuente; el resto
de la misma estaba bastante embarrado. Allí, pues, condujo al procurador en
primer lugar, acompañado de dos gendarmes, diciéndoles con una fina ironía:
“Vean, señores, nuestros sótanos, obsérvenlos bien por si hay aquí algo que
pueda inquietar al gobierno”. El procurador comprendió entonces que todo lo que
se había achacado a la casa era pura calumnia. Me parece estar viendo todavía a
nuestro Procurador y a los dos gendarmes, completamente confusos, con los
zapatos cubiertos de lodo, y al Venerado Padre, con aire alegre y contento,
acompañándolos con paso decidido, sin aparentar la menor inquietud.
5º. El Procurador, bastante
confuso, quería terminar la visita allí mismo, pero el Venerado Padre insistió
para que viese toda la casa. Entonces el Procurador dio orden a los gendarmes
de continuar. En cuanto a él, se retiró al locutorio. Llegados al refectorio,
los gendarmes golpean con el sable el entarimado, cuyo golpe sólo produjo un
sonido seco; van más adelante y llegan al taller de los tejedores que
estaba al mismo nivel que el refectorio.
Como ya no golpeaban, el Venerado Padre, que se dio cuenta, les dijo: “Señores,
aquí tenemos una bodega secreta; vamos a ponerla al descubierto”. Nos hace
señal de empujar una máquina de hilar lana, que disimulaba la entrada, y la
puerta quedó a la vista. El Venerado Padre levanta la trampilla y les invita a
bajar a la bodega que nunca se había utilizado. Como los gendarmes rehusasen,
él insiste en que vean lo que encierra. Entonces uno de ellos inicia la
operación, pero cuando apenas está en la mitad de la escalera, se rompe un
escalón y cae al suelo, felizmente sin consecuencias serias porque la bodega
era poco profunda; sólo le supuso tener que limpiar el uniforme que el barro
había manchado considerablemente. Desanimados, nuestros dos gendarmes querían
retirarse a toda costa, cuando el padre Champagnat les hizo subir al primer
piso; ellos le siguieron con cierta indiferencia. Al pasar ante la puerta del
Padre Pompallier –uno de los capellanes de la casa-, ausente en ese momento, el
Venerado Padre vio que estaba cerrada. Enseguida pide la llave, pero al no encontrarla,
los gendarmes dijeron al Venerado padre que ya era suficiente. “No, no,
señores, les dice, es necesario que entremos, porque se podría decir que ahí se
esconden las armas y el marqués. Manda
que le traigan un hacha y abre la puerta haciendo saltar la cerradura de un
solo golpe. Los gendarmes entran, y ¿qué ven? Una o dos sillas, una pobre cama
y una pequeña mesa. Se comprende, por la forma como el Padre Champagnat llevó
la visita, que ésta terminara pronto. Al finalizar invitó a estos señores a un
refrigerio que aceptaron de buena gana, excusándose por la desagradable misión
que les habían encomendado. El Procurador dijo a continuación al Padre
Champagnat que no temiese nada, prometiéndole que esta visita resultaría útil a
la casa. Le animó incluso a continuar un edificio que la falta de recursos
había obligado a dejar sin terminar. A lo que el Venerado padre respondió que
no estaba muy animado a hacerlo al ver derribar las cruces. Al despedirse, el
Procurador repitió una vez más que su visita, lejos de ser perjudicial para la
casa, le sería útil. Efectivamente, algunos días después, el Procurador hizo
poner un artículo en el periódico que uno de los capellanes nos leyó durante el
recreo. Contenía, aparte del resultado de la visita, un magnífico elogio de la
casa, así como de la sencillez, la pobreza y la modestia de quienes la
habitaban y, sobre todo, si mal no recuerdo, el elogio del que estaba al frente
de la misma. ¡Oh, cuán cierto es que nuestro Padre Fundador sólo temía al
pecado!, pues se le veía acompañar a los gendarmes de acá para allá, con toda
la autoridad de un general al frente de sus soldados.
Decir cuán humilde era el Padre Champagnat es tarea
difícil. Sólo Dios lo sabe. En efecto, si se lee con atención lo que relatamos
en este compendio de su vida, se comprobará cómo practicaba constantemente esta
virtud. ¡Qué pobre concepto tenía de sí mismo, qué inútil se sentía para fundar
la Congregación!, creyendo firmemente que después de su muerte prosperaría
mucho más que durante su vida, convencido como estaba de que no servía más que
para entorpecer su marcha. Estimaba tanto la práctica de esta virtud que quiso
que ella fuese el sello del Instituto. Por lo demás, basta leer el capítulo de
las Reglas Comunes que trata de la humildad para saber cómo entiende él que
deben practicarla los Pequeños Hermanos de María, que es en verdad la forma
como él mismo la practicaba. Para no contar los mis rasgos que manifiestan el
grado de perfección de su humildad,
permítaseme citar un hecho del que yo mismo he sido testigo. Yendo un día con
él y otros tres Hermanos en coche, a la Côte-Saint-andré, iba también un
eclesiástico que había tomado asiento al lado del Venerado Padre. Este
eclesiástico, edificado por la seriedad y el recogimiento de los Hermanos, y no
conociendo al Padre Champagnat, le preguntó a media voz quiénes eran esos
Hermanos que él veía por primera vez. “Son Hermanos, le respondió, que se
dedican a la instrucción de la Øs.__“__ Ÿ_ _____Ÿ_____ _Ÿ_“ _
_Ÿ_Ÿ_ “_____Ÿ<___Á2ǘÁÀ½ÈÍÔ™Õ¹‘…‘½È¸‚M9¼Í”Í…‰”½¸•ÉÑ•é„°É•ÍÁ½¹‘§Ì•°‰Õ•¸A…‘É”¸_ÌÕ¹„ͽ¥•‘…ÅՔ͔¡„™½Éµ…‘¼Á½¼„Á½¼É…¥…Ì„±½ÌÕ¥‘…‘½Ì‘”Õ¸½…‘©ÕѽÈÅÕ”°…°ÁÉ¥¹¥Á¥¼°É•Õ¹§Ì…±Õ¹½Ì«ÍÙ•¹•Ì°„±½ÌÅՔ͔¡…¸¥‘¼ÍÕµ…¹‘¼½ÑɽÎP¸_°•±•Í§…ÍÑ¥¼°Ù¥•¹‘¼Ñ½‘…̹ՕÍÑɅ̵¥É…‘…Ì‘¥É¥¥‘…Ì¡…¥„•°Y•¹•É…‘¼A…‘É”°ä½µÁÉ•¹‘¥•¹‘¼±„Ù…Õ•‘…‘”±„É•ÍÁÕ•ÍÑ„°ƒdijo
entonces: “Vamos, no hiramos la modestia”. Luego, viendo el apuro en que su
pregunta había puesto al buen Padre, cambió de conversación.
Es notorio, según la tradición y
lo que yo mismo he podido observar, que nuestro Fundador tenía una marcada
aversión a la alabanza, a los elogios y a todo tipo de halago. Y no dudo en
pensar que, a veces, ha provocado la ocasión de practicar algunos actos de
humildad, con el objeto de arrancar hasta las menores fibras del amor propio.
¿Qué no habrá hecho por extirpar este vicio cuando veía que dominaba a algunos
miembros de la Congregación? No dudaba en colocar en los empleos más humildes a
sujetos destacados o elevados en cargos importantes, en cuanto descubría en
ellos algunos principios de ambición o vanagloria. Los más jóvenes tampoco se
libraban de fuertes correcciones en cuanto presentaban pequeños rasgos que
descubrían gérmenes prematuros de dominación y orgullo. Recuerdo que una vez
había, por casualidad, un sillón en la sala de ejercicios. Un Hermano joven se
fue a sentar en él, arrellanándose con ademanes de un hombre que se da
importancia. Entrando el Venerado Padre en ese momento, le sorprende en esa
postura; le dirige entonces la reprensión adecuada y, más aún, le arroja
ignominiosamente del sillón. Esto me causó tal impresión que, aún hoy, siento
cierta repugnancia a aceptar ese tipo de asiento cuyo rechazo sería a veces
descortesía.
Temía de tal modo que los Hermanos se dejasen influir por las
alabanzas y los halagos, que cambiaba frecuentemente de escuela a los que eran
más felicitados, cuando presumía que se complacían en las alabanzas que les dirigían,
alabanzas que él ridiculizaba con el nombre de fruslerías. Prohibió a los
Hermanos permitir que sus alumnos les hiciesen objeto de cumplidos o de
presentes el día de su fiesta. En fin, he dicho en otra parte, hablando del
señor Gardette, que se decía de él, por su observancia, que era la regularidad
“encarnada”. Creo que también se podría decir, en cierto modo, que el Padre
Champagnat era la humildad encarnada, tan naturales le eran los actos de esta
virtud.
Oración
1º. Si el que camina habitualmente en la presencia de
Dios ha de ser forzosamente humilde, se puede también decir, sin temor a
equivocarse, que es hombre de oración. Esto era, efectivamente, el Venerado
Fundador. Y así, a pesar de sus numerosas ocupaciones, siempre estaba con
nosotros en el oratorio; digamos, entre paréntesis, que en esta sala no había
ni bancos, ni sillas, ni reclinatorios, ni tampoco calefacción en invierno. Su
fe, su piedad, su fervor, su compostura y algunas veces su palabra animada
estimulaban la devoción de los más tibios y mantenía despiertos a los que la
tentación del sueño habría podido vencer. Cuando él dirigía la oración, tomaba
un tono tan emotivo, y pronunciaba con tanta claridad no solo las palabras,
sino hasta cada una de las sílabas, que no se perdía detalle. No iba ni demasiado
deprisa ni demasiado despacio; hacía las pausas que exigía el sentido, sin
resaltar de forma demasiado afectada la puntuación, señalando ligeramente las
comas y parándose convenientemente en otros signos ortográficos. En una
palabra, no leía la oración, sino que la recitaba con fervor, energía e
inteligencia; así pues, se notaba que los sentimientos de su corazón se
traslucían en sus palabras, y se sentía uno impulsado, aun sin querer, a la
piedad y a la devoción. Cuidaba de tal modo que las oraciones vocales se
hiciesen bien, que reprendía e incluso castigaba a los que se precipitaban o
las farfullaban. Me parece haberle oído decir que se debía orar, al menos, con
la atención, el respeto y la expresión conveniente, como cuando se cumplimenta
a un gran personaje. Un día, según puedo recordar, un eclesiástico que asistía
a la oración, no sé si de la mañana o de la noche, quedó de tal modo edificado
de la piedad, de la seriedad y del sentimiento profundo con que rezaba, que he
oído decir que se había prometido a sí mismo conservar su recuerdo durante toda
la vida.
1º. Un religioso dado a la oración, es
decir, que ora mucho y bien, raramente es inmortificado. Y en efecto, la virtud
de la mortificación es una de las que nuestro piadoso Fundador ha dado ejemplos
más frecuentes. Su máxima a este respecto era que “casi no debe uno cuidarse de
su cuerpo”. De acuerdo con este principio, se negaba todo cuanto pudiera
halagar la naturaleza, llegando hasta privarse de lo necesario. Recuerdo que,
en el refectorio, terminaba de ordinario el primero. Y ¿qué hacía hasta que
toda la comunidad hubiese terminado? Preguntaba a los jóvenes y a veces también
a los mayores sobre lo leído y, en caso necesario, lo explicaba. Las obras que
mandaba leer eran siempre muy instructivas, edificantes y de mucho interés.
Durante la Cuaresma, especialmente las dos últimas semanas, se leían “Los
sufrimientos de Jesucristo”, del P. Alleaume, obra que apreciaba muy
particularmente.
Pero volvamos a sus actos de
mortificación. Jamás tomaba cosa alguna entre comidas, salvo en caso de
absoluta necesidad. Por lo demás, se ha visto en su vida hasta dónde llegaba su
frugalidad durante los viajes. Prohibía a los Hermanos que se permitían tomar,
fuera del refectorio, frutas o golosinas, acercarse a comulgar sin haber
declarado antes su falta a él o al
Hermano Director; detestaba esta falta
de mortificación porque ordinariamente denota en un religioso la tendencia al
pecado capital de la gula, vicio, decía, diametralmente opuesto a la perfección
religiosa. Conozco a un Hermano que, habiendo oído al Venerado padre hablar tan severamente de esta
costumbre, no se atrevería, aun hoy día, a arrancar una fruta del árbol o de
una planta, sin permiso, para degustarla, salvo en el caso de una acuciante
necesidad.
2º. No solamente las comidas del
Buen Padre eran de corta duración, sino que, además, no quería que los manjares
que le servían fuesen demasiado suculentos, ni excesivamente condimentados. He
visto una vez al buen Hermano Estanislao, a pesar de la estima que le profesaba
el Venerado Padre, tener que ponerse de
rodillas en medio del comedor porque había quedado un poco de mantequilla en el
plato que le había servido.
El vino puro, el café y los
licores le eran, creo, casi desconocidos, al menos no recuerdo habérselos visto
tomar y, aunque en las grandes solemnidades toleraba que se sirviese un poco de
vino puro en la comida, quería que se le añadiese un poquito de agua, aunque no
fuese más que una cucharada. En tiempo de los grandes calores permitía, si
el trabajo era algo penoso, beber agua
cortada con un poquito de vinagre, pero él se mortificaba y nunca se lo he
visto tomar.
En cuestión de alimentos, según
cuentan varios Hermanos cocineros, jamás se pudo adivinar lo que le gustaba y
lo que no, aunque parecía tener preferencia por los platos ordinarios. Según la
tradición, había alabado a menudo a un Hermano Director por la bondad de sus
quesos blancos, pues su establecimiento era tan pobre que, durante algunos días
que el Venerado Padre se vio obligado a permanecer allí, casi no se sirvieron
otros manjares.
Pero la mortificación que más le
ha costado ha sido la exactitud en levantarse al primer toque de campana.
Confesó a un Hermano, con el que viajaba (él mismo me lo ha contado), que
siempre había supuesto para él un gran sacrificio cortar en seco con el sueño y
que no había podido acostumbrarse. Ahora bien, es notorio que hizo este
sacrificio todos los días de su vida hasta que la enfermedad le obligó a
guardar cama. ¿No constituye esto un acto heroico de templanza, si no en sí
mismo, sí por su larga duración y por la prontitud con que lo hacía, ya que la
segunda campanada jamás le cogía en la misma postura que la primera, como se
dice de san Vicente de Paúl?
3º. Aunque el Venerado padre hizo
uso del cilicio y de la disciplina,
objetos que yo he tenido la dicha de ver y tocar después de su muerte, se puede
decir, sin embargo, que la mortificación en la que más sobresalía y que nos
recomendaba como la más agradable a Dios, es la mortificación de los sentidos,
de las pasiones, particularmente de las inherentes a nuestro empleo. Y así,
ponía por encima de todas las mortificaciones y penitencias corporales el
exacto cumplimiento de la Regla, nos decía que esta observancia podía
reemplazar a todas las demás penitencias corporales el exacto cumplimiento de
la Regla; nos decía que esta observancia podía reemplazar a todas las demás
penitencias, más aún, que era la más meritoria. Insistía sobre todo en el
artículo sobre el silencio y la puntualidad a los ejercicios de piedad; castigaba sin miramientos a los que tenían la
costumbre de hablar a tontas y a locas, o de remolonear para acudir a donde les
llamaba la obediencia. Por su parte, era el primero en dar ejemplo.
4º. Considerando que la enseñanza
e3 $e_pø rl_Œ˜™˜3Ø_É_ì _d_0raÑ„ƒÔ¼p¼
Rq_€œ_[ >0C _ØäŸ_Î@H__ Ã9 EäûÀq&D 7
˜$€tå_%ÐÊ€h<ÂR_ _8r__€t‚Ëî@__Œ„__R_°__ŽHBùp
ž _d_¶“¡!† šq‚À_n_GH_aîd
®M¬-Íîe„
Ä
n¬-Îä
$îN,Í,l,m-íÌ®d
mîNîL-Œ®e„
l-ŽÍä
„
/.Íä
Œ„
|,L,å„
Œ„
.¬¤L-¼.d
.n
Îl,L%Äm,ÌäŒ.d¬MîL®dîN,Í,l,m-íÌ®dŒ.d
.¬¤
l¤ìnŽŒ-Ä
L-Mä
„
Ìä
Œ¤Œ$
-ŒŒ,…„
®d
Œ¬m.E„
.que sólo Dios conoce, es de creer que él practicó muchas de este tipo, pues
tales serían también las que practicaría la Santísima Virgen en la casa de Nazaret
y, por consiguiente, las que un Hermanito de María debe preferir a todas las
demás.
1º. Cuanto9 más exigente era el Padre Champagnat
consigo mismo, tanto más amplio, condescendiente y generoso era con los demás,
sobre todo con sus Hermanos. Quería que tuviesen ampliamente lo que pudiesen
necesitar, tanto en el vestido y el alimento como en el dinero, prefiriendo
pecar más por exceso que por defecto, cuando la obediencia les obligaba a
viajar o se lo permitía. Recuerdo que debiendo partir un Hermano para un viaje
no muy largo (lo sé por el mismo Hermano), quiso el Padre Champagnat darle
algún dinero para el camino; él rehusó sinceramente alegando que no tenía
necesidad de nada. “Tómelo de todos modos, porque no sabe lo que le pueda
suceder en el camino”. Y diciendo esto, sacó del cajón creo que una moneda de
un franco y se la dio, aunque no le quedaban más que otros dos francos en caja.
Pero era sobre todo con los enfermos, los achacosos y los ancianos, con quienes
se manifestaba lleno de cuidados y de atenciones. Recuerdo que en el Hermitage,
aunque raramente se sirviese vino a causa de la pobreza de la casa, mandaba
poner a dos Hermanos bastante mayores un poco de vino en su mesa; igualmente, el Hermano panadero, debido a su oficio agotador, tenía,
cuando hacía el pan, un litro de vino por día. En general cuando se presentaba
un trabajo demasiado penoso, cuando se salía de viaje, cuando se llegaba
cansado, etc., tenía cuidado de que se diese a cada uno liberalmente cuanto
necesitase.
2º. He aquí otro rasgo que demuestra
claramente que quería que los Hermanos tuviesen, tanto en los establecimientos
como en la Casa-Madre, una alimentación conveniente. Habiendo sido enviado el
Hermano Luis María, después de su toma de hábito, a la Côte-Saint-André, se dio
cuenta de que los Hermanos tenían una alimentación insuficiente, habida cuenta
del duro trabajo que estaban obligados a realizar para atender al internado que
el señor Doullet había traspasado al Venerado Padre. Efectivamente, el Hermano
Director tenía fama de ser un poco tacaño; la alimentación era escasa, la carne
muy rara. El Hermano Luis se creyó obligado en conciencia, pero sin quejarse a
título personal, a ponerlo en conocimiento del Venerado Padre, que acude al lugar
y ordena al Hermano Director, en presencia del Hermano Luis María, que compre
dos kilos de carne por persona y semana. Digamos, de paso, que fue entonces
cuando reglamentó esta cantidad, no sólo para la Côte-Saint-André, sino para
todos los establecimientos, sin perjuicio de aumentar esta cantidad, según las
circunstancias. El Hermano Director,
tomando, sin duda, por un simple consejo el mandato del buen Padre, continuó
con la misma alimentación, salvo algunas bagatelas que añadía con ocasión de
alguna fiesta. Conocedor el Padre Champagnat, durante las vacaciones, de que no
había tenido en cuenta sus órdenes, lo destituyó en el acto y puso en su lugar
al Hermano Luis María.
Algunos, pocos, en verdad, han estado
muy equivocados creyendo que el Venerado Padre era, como vulgarmente se dice,
un poco tacaño; no es justo; era hábil y prudente ecónomo, y nada le apenaba
tanto como ver estropearse alguna cosa por descuido. Pero, en el fondo, era muy
razonable en cuestiones de compras, gastos y necesidades particulares.
Digamos que su corazón desbordaba de
caridad no solamente para con sus Hermanos, sino con todo el mundo. Así,
recuerdo que en los establecimientos en los que había niños pobres, hacía
distribuir entre ellos, después e las vacaciones, ropa que se lavaba y se
arreglaba en caso necesario, para que pudiesen llevarla sin repugnancia.
Incluso mantenía, por caridad y a expensas de la casa, a cuatro o cinco
ancianos enfermos, a los que trataba con bondad verdaderamente paternal,
queriendo que los Hermanos obrasen del mismo modo con ellos. También recuerdo
haber sido reprendido y hasta castigado por haberme permitido, aunque sin
malicia, algunas travesuras con ellos. La casa cuidó de ellos hasta su muerte.
Uno de ellos, que era demente, permaneció con los Hermanos más de cuarenta
años, a pesar de que sus achaques eran de lo más desagradable.
PÁRRAFO 7
Su
fe
1º. No me refiero aquí precisamente a
la fe del Venerado Padre considerada como fe práctica (de ésta diré unas
palabras más adelante), sino solamente como virtud teologal. Jamás se ha
encontrado, según la tradición, error alguno, ni en sus palabras, ni en sus
escritos. En la Santa Madre Iglesia, a la que amaba con todo el afecto de su
corazón y a la que profesaba la más sincera sumisión, fundamentaba sus
creencias, no sólo de las verdades dogmáticas ya definidas como artículos de
fe, sino también de las que no lo eran en esa época, como la infalibilidad del
Papa, la Inmaculada Concepción, etc. En cuanto a las opiniones sobre las que la
Iglesia no había dado a conocer su sentir, se atenía a los teólogos más
acreditados por su ciencia y santidad, como santo Tomás de Aquino, san Ligorio,
San Francisco de Sales, etc., a quienes citaba a menudo en sus conferencias.
2º. Y ¿qué decir de su respeto,
adhesión y sumisión al Sumo Pontífice? Cuando recibía alguna encíclica, por
respeto, nos hacía permanecer en pie mientras se leía, por larga que fuese. No
solamente creía en la infalibilidad del Papa, sino que deseaba que todos los
miembros de la Congregación la enseñasen a los niños. Se atenía
fundamentalmente a las plegarias litúrgicas aprobadas por la Iglesia, y no
quería que se hiciese en ellas el menor cambio. He aquí un rasgo.
3º. El Venerado Padre quería cambiar al
Hermano Luis María del establecimiento de la Côte-Saint-André, donde tenía
mucho éxito, para que le ayudase en el gobierno del Instituto, pero temiendo
que este nuevo empleo le desanimase, le propuso durante las vacaciones introducir en el Oficio Parvo de
la Santísima Virgen en uso en la Congregación, algunas fiestas y memorias que
supliesen al Breviario que al principio había tenido intención de dar a los
Hermanos. Con este fin dijo al Hermano Luis María que nadie era más indicado
que él para hacer esta redacción, ya que conocía perfectamente el latín y los
ritos de la Santa Madre Iglesia. El obediente Hermano, cayendo en la trampa,
aceptó de buen grado la proposición. Helo aquí, pues, manos a la obra y, por lo
mismo, reemplazado en la Côte-Saint-André. Trabajamos en esta obra con mucho
entusiasmo (yo le había sido asignado como copista) y, precisamente, cuando
estaba ya casi terminada, llega un día el Venerado Padre a nuestra oficina,
mostrando sumo interés en dar un vistazo al futuro Oficio. Después de haberlo
examinado con mucha atención, reflexiona unos instantes y luego, con aspecto
serio, dijo al querido Hermano Luis María: “¡Cómo!, mi querido amigo, ¿qué se
ha creído?, ¿se da usted cuenta? ¡Cómo! Salimos apenas del cascarón y ya
queremos reformar, a nuestra manera, un Oficio compuesto y aprobado por el
Concilio de Trento para toda la catolicidad. Vamos, vamos dejemos esto de lado
y no pensemos más en ello”. Y el Oficio no dio un paso más, pero lo que
pretendía el Venerado Padre se había conseguido, porque otro Hermano ocupaba ya
definitivamente el cargo de Director de la Côte-Saint-André; y de paso, daba al
erudito Hermano una lección del respeto que se debe tener para con las
plegarias litúrgicas de la Iglesia Romana, teniendo en cuenta que, en aquel
tiempo, el Oficio Parvo, en el breviario Lyonés, no estaba completamente de
acuerdo con el del Concilio de Trento, el único admitido en la Congregación.
Por la misma razón observaba tan escrupulosamente las rúbricas, siendo para él,
hasta las más pequeñas, algo sagrado. Deseaba también que los Hermanos que
ayudasen en el culto en la iglesia, cumpliesen exactamente lo establecido. Y
para conseguirlo en la práctica, había establecido los domingos una clase a
propósito para enseñarles a realizar digna e íntegramente todas las ceremonias.
En cuanto a la creencia en la
Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, siempre la consideró como si
fuera un dogma, y la daba a conocer del modo más explícito. En efecto, la
fiesta del 8 de diciembre se celebraba en el Hermitage con la mayor solemnidad.
La invocación “Oh María sin pecado concebida...” era una de sus jaculatorias
más frecuentes, y nos exhortaba a repetirla a menudo, sobre todo en las
tentaciones contra la pureza, recomendándonos además que instruyésemos
adecuadamente a los niños sobre este privilegio de María, y que los animásemos
a invocarla frecuentemente bajo esta advocación o rezando la plegaria: “Por
vuestra santa virginidad y vuestra Inmaculada Concepción...”
PÁRRAFO 8
Su obd__b²s£“
c[Ó
_O›qqqq_C
›£|_µ<ã_HH!´ÅÑ$I
A*e†J–_¸Y_Á¶!qÎ__`H6
À___Âøà___øÀ_€H____@$ø_äø@__ @ @
“ø€“øH€@x€__ø$ø_äøà˜8€@ @
ø˜€“ø_€_€Hà˜_øxà˜H„øxàHäøÀ_
ø€“ø@___øx____ˆ À„ø€Hà
ø_à
ø___àÈ_€D“ø__ø__ø€Hà
ø_€__DøxàHäøÀ_
ø__Dø__H_Dø@_x€H _H€D“ø`_„ø@_ø_ _äøˆ„ø_„ø8àÀ_äøÀ__@
˜€HàLøÀ___øH€xH€@€__à__€Dø˜„ù_€@_ÀH @__ø$ø˜€x_@ _àH _Dø˜„ø@_øà___H ˜àœ
ùÀ___ø äø8„øÀ _à˜_øà__€H _H_€__„ø_àH _Dø€_€_x__D“ø˜
@$ø@__à_€__„ø`_„“øÀ_à_˜_ø€“dre Colin, al que consideraba como Superior General
de los Padre y de los Hermanos Maristas (aunque el Venerado Padre fue de hecho
y de derecho Superior de los Hermanos), venía a visitarle al Hermitage, el
Padre Champagnat lo recibía con la más honrosa distinción. Ese día, todos
debían presentarse en estado conveniente para recibirlo, como los domingos o
días de fiesta; él por su parte, se ponía la casulla más bella y más rica para
la celebración de la Santa Misa; incluso se tocaba el órgano. En fin, era un
día de alegría para toda la comunidad. El Padre Champagnat se mostraba radiante
de alegría y de contento; todos comprendían que recibía a su visitante no como
a un simple cohermano o a un amigo íntimo, sino como al representante de
Jesucristo. Y ya vimos anteriormente que no hacía nada importante sin
consultarle y oír su parecer. Sería éste el lugar apropiado para hablar de su
respeto y deferencia hacia los obispos, en general, y especialmente con los que
tuvo que tratar; pero como esto sería demasiado largo y además ya he dicho algo
sobre el particular, me contentaré con referir un hecho del que he sido testigo
presencial. Al Padre Champagnat no le gustaba la competencia, en la misma
localidad, entre congregaciones dedicadas a la enseñanza, llegando incluso a
rechazar establecimientos importantes, por el único motivo de que los Hermanos
del Venerable La Salle los habían ocupado en otro tiempo. Más aún; retiraba a
los Hermanos si ellos decidían establecerse en la misma localidad. Esto es lo
que sucedió exactamente en Vienne, establecimiento fundado por el Venerado
padre a petición del señor Michon, párroco de Saint-André-le-Bas. La escuela
prosperaba desde hacía cuatro años, a pesar de que por falta de recursos fuese
en parte de pago. Ahora bien, el párroco de Saint-Maurice o de la catedral
(porque en otro tiempo esta parroquia era la residencia del arzobispo),
molesto, sin duda, porque no había sido suya la iniciativa de llamar a los
Hermanos, esperaba una ocasión favorable para reparar lo que consideraba como
una falta. Habiendo sido cambiado el señor Micho, el párroco de Saint-Maurice,
con procedimientos poco leales (que me creo obligado a silenciar), llamó a los
Hermanos de las Escuelas Cristianas. Vinieron cuatro. Antes de poner manos a la
obra anunciaron que, no solamente sus clases serían totalmente gratuitas, sino
que, además, recibirían a todos los niños que se presentasen. Se comprende
fácilmente que varios de nuestros alumnos de pago, e incluso gratuitos, nos
abandonase, lo que no impidió que continuásemos cumpliendo nuestra tarea
incluso con mayor entusiasmo. Pero el Venerado padre, que odiaba esta
competencia, comunicó al Hermano Director que debía cerrar el establecimiento.
Este le hizo observar que el nuevo párroco de Saint-André-le-Bas había
anunciado desde el púlpito que los Hermanos Maristas continuarían dando clase a
todos los niños cuyos padres no quisiesen, a causa de la gratuidad, enviar a sus
hijos a los Hermanos de las Escuelas Cristianas; pero el Venerado Padre, que no
quería apenar al nuevo párroco ni desmentirlo, antes de tomar una resolución
definitiva, determinó consultar al señor obispo de la diócesis y atenerse a su
decisión. Escribió, pues, a Monseñor de Brouillard, entonces obispo de Grenoble
y, decidiéndose éste por la retirada de los Pequeños Hermanos de María, el
Venerado Padre los retuvo en el Hermitage en las vacaciones de 1836 y dejó el
campo libre a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Sin embargo, digámoslo
de paso, el Padre Champagnat hubiese podido, con toda legitimidad, mantener
este establecimiento que experimentaba un esperanzador aumento de alumnos y que
era, además centro de paso para todos los establecimientos del Isère. De este
modo, la humildad del Padre Champagnat y su deferencia para con el señor obispo
de Grenoble, a quien habría podido dispensarse de consultar, fueron la única
causa de la pérdida de este establecimiento importante que, cuando nos
retiramos, atendía a más de 80 niños de pago. En cuanto a mí, he echado mucho
de menos este establecimiento y sobre todo a mis encantadores alumnos.
PÁRRAFO 9
Su
devoción al Santísimo Sacramento
1º. Si el Venerado Padre tenía gran
respeto hacia los representantes de Jesucristo, ¡cuánto no debía de tener por
el mismo Jesucristo! Se manifestaba sobre todo al ofrecer el Santo Sacrificio
de la Misa. Se hubiese dicho que veía a Nuestro Señor en persona y que le
hablaba, de tal modo su porte grave y recogido, su rostro expresivo y a veces
sonriente, parecían darlo a comprender. Tuve varias veces la dicha de ayudarle
a misa y, aunque de natural algo ligero y aturdido, me embargaba un profundo
respeto viendo su piedad, su atención en observar las menores rúbricas y el tono
convencido con que pronunciaba las palabras de la sagrada liturgia. Pronunciaba
con tal acento de humildad estas palabras: “Dómine, non sum dignus...”, que
quienes le oían por primera vez quedaban como confundidos y anonadados.
2º. Qué impresión religiosa se
experimentaba cuando en las procesiones del Santísimo Sacramento, en las que
desplegaba toda la pompa que permitía la pobreza de la casa del Hermitage, se
le veía llevar la custodia con un recogimiento tan profundo que se le habría
podido comparar con el de la Santísima Virgen yendo a visitar a su prima santa
Isabel, sagrario vivo que llevaba en su casto seno al mismo Dios que está en el
pan eucarístico. Nos invitaba a menudo a hacer frecuentes visitas a Jesús
sacramentado; incluso había establecido que se hicieran tres en comunidad: por
la mañana, al levantarse, al mediodía y por la noche antes de acostarse. En
cuanto a él, las hacía más a menudo aún. Ante el santo Altar, según la
tradición, iba él a buscar la solución a sus dificultades, las luces necesarias
para dirigir bien la Congregación y atraerle las bendiciones del cielo, y nadie
duda, de que su amor extraordinario por Nuestro Señor se debe considerar como
fruto de sus frecuentes visitas al Santísimo Sacramento.
PÁRRAFO 10
Su respeto por el lugar
santo y las cosas santas
El Venerado Padre era de una severidad
poco común con las faltas cometidas en el Lugar Santo, y casi nunca las dejaba
pasar sin reprensión. Cierto día, durante el ejercicio del mes de María –que se
hacía, como ahora, en la capilla-, un Hermano joven muy ligero y que dejaba
mucho que desear en cuanto a piedad, se permitió disipar a sus vecinos con
algunas chiquillerías inconvenientes, por no decir irreverentes en el Lugar
Santo. el Venerado padre, recordando sin duda estas palabras del texto sagrado:
“el celo de vuestra casa me consume”, e imitando a Nuestro Señor que castigó
con pena aflictiva a los profanadores del Templo de Jerusalén, se acercó al
atolondrado y le propinó un soberano bofetón que aterró a toda la comunidad.
Hecho esto, continuó la lectura sin manifestar apenas alteración y, como pueden
suponer, el culpable se cuidó mucho de recaer en semejante falta.
Procuraba también que se tuviese el
mayor espeto a todos los objetos que servían para el culto divino; velaba para
que se mantuviesen en la mayor limpieza; escupir en el suelo de la capilla o
aunque fuese en el pañuelo, sonarse durante el canon de la Misa, era para él
algo tan fuera de lugar que no podía soportarlo. He aquí un hecho que sucedió
durante mi noviciado, relacionado con la profanación de los objetos que sirven
directamente para los Santos Misterios. Un Hermano joven que ayudaba en la
sacristía, se permitió, por ligereza o glotonería, beber en el cáliz, una
cantidad bastante considerable de vino. Sorprendido en flagrante delito, el
Venerado Padre lo hizo encerrar solo en una habitación durante tres días y
luego lo despidió. Esta falta, que no podía ser más que leve, habida cuenta de
su carácter superficial, causó tan repugnancia al padre Champagnat, que casi
perdió el apetito. Imagínense el horror que sentiría ante las comuniones
sacrílegas. Cuando hablaba sobre este tema, era terrible e infundía en el alma
tal sentimiento de temor, que cometer un sacrilegio era poco menos que
imposible. De ahí su norma de no acercarse a la Santa mesa sin confesarse, si
se tienen dudas o sin tener la seguridad de un “sí” o un “no” claro, con el fin
de no exponerse a hacer una mala comunión.
Tenia también un gran respeto para
cuanto recuerde algo santo; así, recogía no sólo trozos de hábito religioso,
estampas, hojitas, libros y otros objetos de piedad expuestos a ser pisados,
sino que también retiraba los santos nombres de Jesús y de María cuando preveía
que podrían ser empleados e usos profanos los papeles en que estaban escritos.
PÁRRAFO 11
Su
confianza en Dios
No me detendré en esta virtud, porque,
como se ha podido observar, encontramos constantes pruebas en su vida. Sabía,
por experiencia, que la Providencia jamás abandona a los que en Ella ponen toda
su confianza. Cuántas veces le oí decir: “La Providencia lo ha hecho todo entre
nosotros”.
Ya hemos visto en su vida que respondía
a quienes le criticaban porque siempre estaba construyendo y llenaba la casa de
gente sin tener recursos suficientes: “Jamás me ha faltado nada para mi obra
cuando he tenido absoluta necesidad; la Providencia es mi caja fuerte; de ella
saco mis permisos para tener dinero”. Y es notorio que esta amable Providencia
venía siempre en su ayuda en el momento preciso y hacía en su favor cosas
maravillosas.
He aquí que me decía un día el Hermano
Jerónimo, entonces panadero del Hermitage: “Realmente no puedo comprender cómo
es que mi harina, haciendo tanto tiempo que saco del montón, casi no disminuye,
pues hechos mis cálculos, la que se compra es claramente insuficiente para
abastecer de pan a toda la casa; y esto es tan evidente para mí, que estoy
convencido de que aquí sucede algo extraordinario”. Pero el Venerado Padre
oraba, y cuando no tenía dinero para comprar harina, o bien llegaba el dinero,
o, más maravilloso aún, la harina aumentaba.
PÁRRAFO 12
Su
devoción a la Santísima Virgen
1º. La devoción del Padre Champagnat a
la Santísima Virgen era como innata en él y, por así decirlo, la había mamado
con la leche. Su virtuosa madre y su piadosa tía, como nos cuenta la tradición,
se habían esforzado por inspirársela. Desde que su lengua pudo balbucear
algunas palabras, ellas le enseñaron a pronunciar los santos nombres de Jesús y
de María; y desde que tuvo uso de razón, se impusieron el deber de inspirarle
los sentimientos de respeto, confianza y amor, de los que ellas mismas estaban
penetradas para con la buena Madre. Después, la Santísima Virgen, que le sabía
elegido por Dios para fundar una congregación que llevaría su nombre y que
propagaría su devoción en todo el universo, particularmente entre la juventud
cristiana, debió naturalmente dar al Venerado padre esta devoción en grado
supereminente, para que la pudiese comunicar abundantemente a la familiar
religiosa que debía fundar. Mas para no extenderme sobre este tema, del que ya
he hablado en este compendio, diré solamente que el capítulo de las Reglas
Comunes sobre la devoción a la Santísima Virgen podría, sin error, ser
titulado: “De cómo el Padre Champagnat practicaba la devoción a la Santísima
Virgen”. Como se sabe, él la llamaba su “Recurso ordinario”, y la había
establecido como primera superiora de la Congregación, considerándose él como
su humilde vicario.
2º. ¡Oh, cómo provocaba nuestra
admiración y nuestro amor, cuando nos hablaba de la grandeza; la bondad, el
poder y las virtudes de esta buena Madre! De su corazón brotaban los más
hermosos sentimientos y su boca no cesaba de hablar para explicarlos. Recuerdo
que en confesión, apretándome el brazo, me repetía a menudo: “Amemos a María,
amémosla mucho, amémosla con todas nuestras fuerzas”; y otras expresiones de
este tipo. Pero éstas no eran sólo palabras, eran chispas de fuego que se
escapaban de su corazón abrasado de amor por ella.
3º. Cuando visitaba las clases, nunca
dejaba de hablar de esta devoción a los niños, y cuando les hacía recitar las
oraciones de la mañana y de la noche, para asegurarse de que las sabían, les
preguntaba de ordinario qué oración hacían en honor de la Santísima Virgen,
invitándoles especialmente a rezar el Acordaos.
He aquí un pequeño rasgo personal a
este respecto. Visitando un día nuestra clase (yo tenía entonces unos diez años
a lo sumo), repartió, antes de irse, hermosas estampas a todos los que había
preguntado y cuyas respuestas le habían satisfecho. Salía ya de la clase cuando
me vio en un rincón un poco oscuro, y volviéndose hacia mi, me dijo: “Veamos si
este niño, al que no he preguntado, sabría decirme el Acordaos”. Y enseguida lo
recité con voz firme, clara y sin ninguna equivocación. “Esta muy bien, amigo
mío”, me dijo entonces el Venerado Padre. Y añadió: “Me gustaría recompensarte,
pero lo he dado todo; en fin, a ver si encontramos algo”. Y diciendo esto, se
pone a revolver en los bolsillos. ¡Qué suerte!, saca un hermoso librito que me
regala, acompañándolo de una mirada que me llegó hasta el corazón; después se
retiró. Este librito contenía diversas oraciones y muy hermosos ejemplos. ¿Qué
ha sido de él? No lo sé; lo cierto es que lo echo mucho de menos, porque lo
traje al entrar en el noviciado, con intención de conservarlo como un precioso
recuerdo del Venerado padre. ¿Quién sabe si, al dármelo, no pidió para mí a la
Santísima Virgen, la vocación a la vida religiosa? El hecho es que dos años
después entraba como postulante en el Hermitage, sin saber muy bien lo que
quería, pues no era más que un niño. Pero el Padre lo sabía y seguramente que
yo estaba llamado a ser un Hermanito de
María. Por eso, como hemos visto, se tomó tanto trabajo para conservarme en mi
vocación.
4º.- He oído
repetir tan a menudo al buen Padre que los que muriesen siendo miembros de la
Congregación se salvarían, que podría afirmar, bajo juramento, que esta promesa
me ha retenido en mi vocación hasta hoy, que me ha hecho triunfar en muchas
tentaciones, ha levantado cientos de veces la moral y me ha animado
poderosamente a obrar bien. ¿Habría conocido esto él por revelación? Estoy
inclinado a creerlo.
5º.- He aquí en qué justificaba esta opinión que,
para él, era una certeza:
1.
En el hecho de que entre los
Hermanos fallecidos en el Instituto no conocía ninguno que hubiese salido de
este mundo sin señales casi ciertas de predestinación.
2.
En las palabras del mismo
Jesucristo que, en el Santo Evangelio, promete el cielo a los que hayan dejado todo
para seguirle, y nos asegura que quien persevere hasta el fin se salvará.
3.
En la devoción especial que los
Hermanos Maristas profesan a la Santísima Virgen, lo que, según varios
doctores, es una señal cierta de predestinación.
4.
En la promesa que la Santísima
Virgen hizo a san Simón Stock, diciéndole que los que muriesen piadosamente
revestidos del escapulario, no experimentarían las llamas eternas, y todos los
Hermanos están revestidos de él.
5.
Además, los Hermanos no llevan
solamente este pequeño hábito, sino un hábito que los cubre enteramente y que
es una señal ostensible de que pertenecen a su familia.
6º. Citaré un rasgo, del que he sido testigo, que
demuestra cómo procuraba el Venerado padre que no solamente los Hermanos, sino
incluso los postulantes, muriesen revestidos de esta santa librea. Un
postulante, que ansiaba recibir el santo hábito, pero que a causa de sus
achaques se ve imposibilitado de realizar su deseo, cae gravemente enfermo. El
buen Padre, que conocía su gran deseo de hacerse Hermano, no quiso que llevase
esta pena a la tumba. Por lo cual, después de administrarle los últimos
sacramentos, hizo traer una capa de Hermano, la bendijo y la extendió él mismo
sobre el lecho del moribundo, diciéndole: “Querido amigo, yo le recibo desde
este momento como miembro de la Congregación y, como prenda de admisión, reciba
esta capa para suplir el santo hábito con el que tan ardientemente desea ser
revestido”. Dejo a su imaginación cuál sería el contento de este postulante y
cómo agradeció al buen Padre este insigne favor.
7º. De este ejemplo del Venerado fundador (cuyo
recuerdo me viene mientras lo relato), ¿no se podría sacar en conclusión que,
quizá, se podría establecer una Orden Tercera de Hermanitos de María, sobre
todo entre nuestros alumnos, y así conseguir un gran número de vocaciones?
Sería también un buen medio de extender el espíritu de la Congregación, es
decir, una devoción particular a la humilde Virgen de Nazaret, mediante la
práctica de la humildad, la sencillez, la modestia y el espíritu de familia.
¿De dónde me vino esta idea? No lo sé, puede que sea del Padre Champagnat. Todo
lo que deseo es verla realizada algún día.
8º. Termino este párrafo sobre su devoción a la
Santísima Virgen, de la que habría tanto que decir, con un rasgo que me contó
el Hermano Estanislao y que también oí contar a otros Hermanos. Un día,
invitado por el Venerado Padre para que le acompañase a Bourg-Argental en
visita a un Hermano que se moría, quiso, después de haberle animado lo mejor
que supo, regresar esa misma tarde. Le rogaron, aunque en vano, que se quedase
a dormir, pues era ya tarde y hacía muy mal tiempo. ¿Qué sucedió? Después de
dos horas de caminata, se perdieron, yendo de un lado para otro sin saber si
avanzaban o retrocedían, porque la ventisca del norte les arrojaba en plena
cara una nieve espesa. Estaban convencidos de que humanamente no tenían
salvación; incluso, el Hermano Estanislao, agotado de fatiga y sofocado por la
tormenta, parecía perder ánimo, y el mismo Padre Champagnat se sentía desfallecer.
¿Qué hacer en tan inminente peligro? El Venerado Padre lo sabe muy bien; se
pone de rodillas y reza con gran fervor el “Acordaos”, luego toma al Hermano
Estanislao por el brazo para hacerle caminar. ¡Oh Providencia! Apenas han dado
unos pasos cuando ven una luz. Se dirigen hacia ese lugar y llegan pronto a una casa, ambos helados, y
el Hermano Estanislao medio muerto. Pasaron allí la noche y partieron a la
mañana siguiente. El mismo Padre Champ!gnaq,ha asegurado que si el socorro no
hubiese llegado a tiempo, aquel lugar hubiese sido su tumba, pues la muerte del
uno y del otro parecía cierta. He oído decir a un Hermano, aunque el
Hermano Estanislao jamás me habló de
ello (quizá porque el Padre Champagnat le hubiese prohibido revelar el
secreto), que había en esta casa un hombre, una mujer y un niño y que, por la
mañana, después de que hubieron partido, la casa había desaparecido sin que
ellos se diesen cuenta. El Hermano Estanislao nunca me contó, lo que era
bastante natural, cómo fueron recibidos en esta casa, cómo habían pasado la
noche, etc. Estas circunstancias omitidas en la narración del Hermano me
inducen a creer que San José, la Santísima Virgen y el Niño Jesús les hubiesen
dado ellos mismos hospitalidad.
9º. Si no temiese ser excesivamente largo, hablaría
ahora de su excepcional devoción a San José, al que estableció como primer
patrono de la Congregación, y en el que depositaba toda su confianza; y de su
devoción a los santos ángeles custodios, a las almas del Purgatorio, a san
Francisco Régis, a san Luis Gonzaga, a san Juan Evangelista, de quien decía que
era el primer Marista, a san Prisciliano, a santa Filomena, cuya hermosa
estatua había hecho colocar en la capilla, y a la que invocaba a menudo a causa
de su pureza que le recordaba la de la Virgen Inmaculada.
10º. Para terminar este capítulo, he aquí un milagro
obrado por esta santa y en el que el padre Champagnat tuvo probablemente su
parte. Un Hermano, que yo conocí muy bien, veía sus días extinguirse poco a
poco, pues estaba afectado por una tuberculosis pulmonar muy avanzada. Cuando
el médico declara que ya no hay esperanza de curación y que sólo un milagro
puede conservarle la vida, el Venerado Padre empieza con toda la comunidad una
novena en honor de la santa, pidiendo por su intercesión la curación del
Hermano. Su plegaria no tarda en ser atendida, pues creo que antes de terminar
la novena, el Hermano se vio curado sin que quedase rastro alguno de la
enfermedad.
Se dirá que a santa Filomena se debe atribuir esta
curación y no al Padre Champagnat. Es cierto; sin embargo, cuando el Venerable
cura de Ars obraba cosas maravillosas, conversiones clamorosas, según él, era
su joven santa quien las obraba, pero la voz pública, ¿no las atribuía al
venerable párroco?
11º. En fin, no hablaré ahora de las otras virtudes
del Venerado Padre, ni de los hechos que podrían confirmarlas porque, como he
dicho, no he querido contar en este Apéndice más que aquello de lo que he sido
testigo o que testigos presenciales me han referido. Pero por lo que hasta aquí
he contado del Venerado Padre, por lo que más adelante diré y por lo que cuenta
la tradición, se verá, si se presta seria atención, que ha practicado
“excelentemente” las virtudes teologales y cardinales, es decir, todas las
virtudes que hacen santos, a ejemplo de la Santísima Virgen, bajo el velo de la
humildad, virtud que en el Venerado padre engastaba a todas las demás.
C A P I T U L O III
Notas particulares sobre el Padre Champagnat y algunos rasgos y usos de
su tiempo.
PÁRRAFO 1
Confesión
1º. El Padre Champagnat mantenía esencialmente la
confesión semanal. Cuando yo estaba en el Hermitage, todos habrían sentido
escrúpulos de confesarse sólo cada quince días. Tanto es así, que he visto al
buen Padre, cuando estaba muy apurado, confesar a los Hermanos mayores después
de la Misa en la que habían comulgado, para no dejar pasar los ocho días sin
recibir el Sacramento de la Penitencia porque, decía, a este Sacramento va
unida una gracia particular, no sólo para corregirse de las faltas graves, sino
también de este hormiguero de faltas leves que impiden al religioso alcanzar la
perfección. Incluso animaba a ciertos Hermanos jóvenes o postulantes,
violentamente atentados o inclinados a malos hábitos, a confesarse dos veces
por semana.
2º. Nuestro Venerado Padre tenía un don particular
para conocer a quienes en la acusación de las faltas carecían de sinceridad, o
que por ignorancia o incapacidad para expresarse, declaraban más bien las
circunstancias del pecado que el pecado mismo. ¿Le venía este don de algunas
luces sobrenaturales? Lo ignoro. He aquí un hecho que me inclinaría a afirmarlo
y que conozco por un íntimo amigo. Cierto día, me contó confidencialmente lo
siguiente: Habiendo tenido la desgracia de conocer el mal por uno de mis compañeros,
en una casa de educación donde la vigilancia estaba muy descuidada, fui a
confesarme con el Padre Champagnat; no tardó en darse cuenta de que había algo
sospechoso en mi acusación. Como encontraba en mí mucha franqueza, varias veces
me había hecho algunas preguntas, sin duda para aclararse y tranquilizarse,
pero eran tan prudentes (lo que fácilmente se comprende) que mis respuestas le
satisfacían sólo a medias. Un día noté que después de cada pregunta y respuesta
se paraba, suspiraba y oraba; y he aquí que de repente, a la ultima que me
hizo, contesté sirviéndome de una expresión en la que no había pensado y que
desveló todo el misterio. “Lo comprendo”, me dijo, como alguien a quien se
acaba de quitar un peso de encima. Entonces me dio a conocer toda la gravedad
de mi falta, me preguntó el número de veces que la había cometido y cuántas
comuniones había hecho después. Terminó diciéndome que si no me corregía, la
Santísima Virgen no me conservaría en su casa. Pero dándose perfecta cuenta de
que la ignorancia era la única razón de mi omisión en la acusación, me dio,
como de costumbre, la absolución.
Ahora bien, como yo estimaba mucho mi vocación, las
últimas palabras que me dijo que hicieron llorar a lágrima viva y me llenaron
de amargo pesar. No soportándolo más, fui a encontrarle a su habitación; en ese
momento estaba escribiendo y, volviéndose, me mira fijamente y me pregunta el
motivo de mi tristeza. Le respondí que eran las palabras que me había dicho,
citándoselas textualmente. Entonces, como estupefacto, me responde con un tono
de voz firme: “Mi querido amigo, ¿qué me dice usted? Yo no le he dicho nada”, y
continuó escribiendo. Extrañamente sorprendido por este singular proceder, me
retiré más triste todavía. Pero reflexionando sobre esta conducta del Venerado
Padre, intentaba explicármela, cuando me acordé de lo que en otra ocasión se me
había dicho respecto al secreto de la confesión. Entonces comprendí cuán
grandes eran su prudencia y su delicadeza en relación con este secreto. Jamás
(añadía este amigo) el Venerado Padre ha vuelto sobre este asunto. Incluso
cuando me presentaba de nuevo al Santo Tribunal, aparentaba ignorarlo todo y no
prestaba atención más que a la acusación actual. Pero, ¡qué servicio me ha
prestado! De hecho, yo no estaba muy tranquilo, sin que pudiese darme cuenta de
ello, aunque, sin embargo, no recuerdo haber hecho malas comuniones
voluntariamente.
Pero, como dice un proverbio: “En el mal hay algunas
veces bien”. Y esto es lo que sucedió con este Hermano. Empleado más tarde en
un internado, decía que no habría comprendido nunca la importancia de la
vigilancia, ni la terrible responsabilidad de un Hermano que la descuida, si no
hubiese tenido la dicha de confesarse con el Padre Champagnat.
4º. Para concluir este párrafo añadiré que el
Venerado Padre nos recordaba, de vez en cuando, que no dejásemos de dar gracias
después de la confesión, y que, si no era posible hacerlo inmediatamente
después, había que procurarse otro momento y, sobre todo, que no descuidásemos
la penitencia dada por el confesor, teniendo en cuenta que es parte integrante
del sacramento, de suerte que omitirla voluntariamente o hacerla mal o incluso
olvidarla por exceso de negligencia, constituiría una falta que habría que
declarar necesariamente en la confesión siguiente.
PÁRRAFO 2
Comunión
1º. Si el Venerado Padre manifestaba tanta
insistencia en relación con la confesión semanal, procuraba, todavía más, que
nunca se omitiesen, sin motivo, las comuniones del domingo, del jueves y de las
fiestas de guardar en la Congregación. Sé que un Hermano joven, que faltaba
bastante a menudo a este punto de la Regla, fue un día a pedirle un permiso que
era para él de gran interés. “¡Oh, mi querido amigo, le dice con un largo
suspiro, que denotaba una profunda emoción: cuánto desearía que me pidiese otro
permiso que me sentiría feliz de concedérselo!” En aquel tiempo, como todavía
hoy, cada ocho días, los que deseaban acercarse al banquete eucarístico le
pedían permiso, lo que aclara las palabras anteriores. Diré, entre paréntesis,
que el piadoso Fundador prohibía públicamente comulgar a todos los que tenían
dinero sin permiso, o que a sabiendas hubiesen hurtado o cambiado algunos
objetos del vestuario, de la enseñanza, etc., pertenecientes a la casa o a otros
Hermanos, sin haber visto previamente a su confesor, sobre todo si el hurto era
formal, y también sin haber declarado la falta al Hermano Director o al
Superior. Exigía además que, para recibir la comunión los días no prescritos
por la Regla, se le pidiese permiso, previo consejo del Padre espiritual.
2º. El Venerado padre, que juzgaba la preparación a
la comunión como algo muy importante, determinó que antes de cada comunión
hubiera, en lo posible, un día de intervalo, excepto entre la del sábado y la del
domingo; la primera servía de preparación para la segunda.
Nunca permitía hacer más de cuatro comuniones
seguidas, por respeto al augusto Sacramento de nuestros altares y por otras
razones que no recuerdo; incluso si las fiestas principales originaban esta
situación aplazaba ordinariamente a estas fiestas las comuniones de devoción,
también la del jueves.
Sin embargo, recuerdo que había permitido a un
Hermano muy piadoso la comunión diaria, excepto el miércoles, considerando que
hacía ese día la confesión semanal, de la que no le había dispensado. Es de
notar que este excelente Hermano, que yo he conocido, estaba en los
establecimientos y no en la casa de noviciado, pues el Venerado Padre era
enemigo de las excepciones en comunidad.
3º. Quería que los que no tenía la dicha de hacer las
comuniones de Regla quedasen en la acción de gracias con los que habían
comulgado, porque, decía, deben desquitarse de esa privación mediante una
comunión espiritual. En sus exhortaciones tan sentidas sobre la Eucaristía,
invitaba a acercarse lo más frecuentemente posible a la Santa Mesa, y a
comportarse de modo que no omitiesen jamás las comuniones de Regla que, en
cierto modo, son tan obligatorias para los religiosos como el cumplimiento
pascual para los simples cristianos.
PÁRRAFO 3
Misa y cánticos
1º. La Santa Misa era, según el Venerado Padre, la
práctica de devoción por excelencia. Jamás dejaba de celebrar diariamente el
Santo Sacrificio, a menos que le fuese moral o físicamente imposible.
Yo le he visto llegar de viaje, hacia las 11 pasadas,
extenuado de fatiga, sin haber tomado nada absolutamente, porque no quería
dejar de ofrecer a Dios la Sagrada Víctima. Y la tradición nos dice que obraba
del mismo modo cuando hacía la visita de
los establecimientos, partiendo en ayunas muy de mañana, a fin de poder decir
Misa en alguna iglesia, no pudiendo a veces satisfacer esta necesidad de su
corazón sino hacia las once y media, aunque estuviese completamente agotado de
fatiga. Se alzaba con dureza contra los Hermanos que, bajo pretexto de trabajo,
de un viaje urgente, se eximían fácilmente de ella. Incluso estableció un
artículo de Regla que obliga a los Hermanos a acompañar a ella a los niños,
todos los días de clase, en cuanto fuera posible, y con mayor razón el domingo.
2º. Como le gustaban mucho los cantos, había
permitido en el Hermitage (habida cuenta de que las rúbricas lo toleraban) que
se cantar durante la Santa Misa el miércoles y el viernes hasta el prefacio y
después de las últimas abluciones. También permitía cantar los días de comunión
de Regla, cuando la mayoría había comulgado, y algunas veces los sábados en
honor de la Santísima Virgen, al comienzo de la Misa. Se cantaba asimismo
después de las exposiciones solemnes del Santísimo, todos los días del mes de
María y algunas estrofas antes del catecismo.
3º. Cuando no se cantaba, su deseo bien conocido era
que se siguieran las oraciones de la Misa con el sacerdote; incluso hubo un
tiempo en que toda la comunidad contestaba con el monaguillo. Recuerdo que en
las fiestas un poco destacadas no se permitían los cánticos durante la Santa
Misa; todos debían seguir el oficio en su libro. Que yo recuerde, nunca oí
cantar cánticos litúrgicos, himnos o no, en las misas rezadas, aunque
probablemente no lo hubiera desaprobado el Venerado Padre, ya que éste es el
espíritu de la Iglesia, pero en esa época no existía esta nueva costumbre en la
comunidad.
4º. El Venerado Padre deseaba que los cantos en la
iglesia o en otras partes fuesen “ad hoc”, es decir, en relación con el tiempo,
el misterio, la fiesta que se celebraba, el tema de oración, etc.
5º. El mismo nos decía que, cuando viajaba,
descansaba cantando algunos cantos, himnos u otras oraciones latinas de la
Santa Iglesia, como la Salve, el Ave maris stella, etc.; le gustaba, sobre
todo, repetir estas estrofas: María mater gratiae y Monstra te esse matrem...
PÁRRAFO 4
Retiro mensual
El Venerado Padre había establecido, no sé en qué
época, un retiro el primer domingo del mes, como preparación a la muerte y para
renovarse en los buenos sentimientos del retiro anual. Este retiro tenía lugar
no sólo en el Hermitage, sino también en todos los establecimientos. Recuerdo
que ese día, en el Hermitage, el recreo que seguía a la Misa solemne, era
reemplazado por una charla sobre los novísimos; lo mismo se hacía después de
Vísperas. El Padre Champagnat daba él mismo, algunas veces, estas meditaciones,
o bien se leían las máximas de san Ligorio sobre los novísimos, obra que
gustaba mucho al Padre Fundador y que estimaba de manera muy especial. Cada uno
debía estar muy recogido durante todo el día; hasta los juegos estaban
suprimidos en el recreo que seguía a la comida. Se dedicaba también algún
momento para repasar las resoluciones y, en caso necesario, tomar otras nuevas.
Se invitaba también a todos los Hermanos a hacer el acto de preparación a la
muerte y a rezar las letanías de los agonizantes. En una palabra, era un día de
renovación en el fervor, la piedad y la observancia de la Regla.
PÁRRAFO 5
Disciplina
1º. Hemos visto en la vida del Padre Champagnat que
el orden, el trabajo y la disciplina le eran como naturales; recomendaba esta
última en especial a los Hermanos dedicados a la enseñanza, como base de la
instrucción y educación. No descuidaba nada para hacerla reinar en el
Hermitage, particularmente haciendo observar un riguroso silencio que él
llamaba el alma de la disciplina. A decir verdad, esta casa presentaba algo de
ese recogimiento religioso y de ese perfume de piedad que se siente al visitar
la Trapa o la Gran Cartuja. Las faltas ostensibles al silencio le molestaban en
sumo grado, y, si uno era sorprendido transgrediéndolo fácilmente, era
castigado e incluso debía ponerse de rodillas en el comedor durante la comida.
2º. El silencio mayor que, como hoy día, comenzaba a
partir de la oración de la noche y duraba hasta la mañana del día siguiente
después de la meditación, era tan rigurosamente guardado que no recuerdo haber
visto a nadie faltar abiertamente. A este respecto, el Hermano Jerónimo me
contaba que un Hermano joven muy enfermo, de los más piadosos, vio de repente
durante la noche cómo su cama ardía a causa de un ladrillo que le habían puesto
para calentarle los pies. En lugar de gritar pidiendo auxilio, temiendo faltar
al silencio mayor, iba retirando poco a poco los pies a medida que avanzaba la
llama, y lo hubiese pasado muy mal si el Hermano Jerónimo, que se dio cuenta de
ello, no hubiese llegado a tiempo para socorrerle. Este hecho, contado por un
Hermano tan digno de crédito, me impresionó de tal manera que, con ocasión de
mi toma de hábito, pedí que me fuera dado el nombre de este fiel observador del
silencio, favor que el buen padre me concedió gustoso, cuando le expuse el
motivo que me había movido a hacer esta elección.
3º. El orden en la casa no era menos estricto que el
silencio. El Venerado Padre no quería que se corriese de un lado a otro en el
interior de la casa o que se saliese del trabajo sin motivo suficiente o sin
permiso. Todos los jefes de taller y otros tenían obligación de remitir al
Padre Champagnat, cada ocho días, una libreta donde estaban anotados los que
faltaban al silencio o que no se dedicaban con suficiente interés a su empleo.
Además, cada ocho o quince días reunía al responsable de los trabajos y a los jefes
de taller y les preguntaba lo que dejaban
que desear en el conjunto de la casa y que podía dar lugar a alguna
reforma. Al mismo tiempo indicaba a cada uno la forma de hacer bien la parte
que le tocaba (porque él estaba al tanto de todo), y los ahorros que se podían
realizar en el trabajo. En cuanto a los que no estaban ocupados en un taller
concreto, el jefe de los trabajos les comunicaba la víspera, normalmente
durante el recreo de la cena, en qué debían ocuparse al día siguiente, de
suerte que, al salir de la Misa, todos se ponían enseguida al trabajo, sin
perder el tiempo yendo de un lado a otro, cosa que detestaba sumamente el
Venerado Padre.
4º. Nada puedo decir del modo como corregía a los que se hubiesen permitido leer algún
periódico, porque no vi ninguno en manos de nadie durante el noviciado, a no
ser, como cosa extraordinaria, en manos de los capellanes. En cuanto al padre
Champagnat, como esos papeles no tenían entonces la importancia de hoy día
desde el punto de vista de la administración de la Congregación, hay motivos
para creer que no se permitía este tipo de lectura. Incluso ha prohibido a los
Hermanos, mediante un artículo de Regla, leerlos primero
5º. Veía siempre también con desagrado que se fuese a
la cocina sin motivo suficiente o a la enfermería sin necesidad, a menos que
fuese para visitar a los enfermos, lo que él mismo hacía frecuentemente, para
consolarlos o enterarse de lo que necesitaban. Quería que se les prestase mucha
atención, considerándolos como fuente de bendiciones para el Instituto. Aparte
de estas visitas de caridad, no podía soportar que se dejase, aunque fuese
momentáneamente, una ocupación por naderías y menos por curiosidad como, por
ejemplo, para enterarse de las noticias de quienes iban y venían, etc. He aquí
un hecho que yo he presenciado y que es una muestra de su vigilancia y
severidad al respecto.
6º. Un día, los alumnos del colegio de Saint-Chamond
vinieron de paseo por las inmediaciones del Hermitage y, sin previo aviso al
Padre Champagnat, se permitieron llegar hasta la puerta de entrada y tocar con
sus instrumentos de música piezas del todo inconvenientes en una casa de
silencio y recogimiento. Los Hermanos, que no estaban acostumbrados a oír más
que el monótono murmullo de las aguas del Gier, dejan, sobre todo los jóvenes,
su trabajo y se dirigen hacia la puerta, hablando bajito por miedo de ser
oídos. El Venerado Padre, que se dio cuenta, se contentó con tomar sus nombres.
Satisfecha su curiosidad, se retiran unos tras otros, sin pensar que el padre Champagnat
los había anotado, y reemprendieron tranquilamente su ocupación. Esta
irregularidad había tenido lugar algún tiempo después de la comida. Pero he
aquí que por la tarde, después del “benedicite” del principio de la cena, el
Venerado padre interpela a nuestros curiosos, unos diez aproximadamente, y les
ordena que pasen a tomar su comida, de rodillas, en medio del refectorio,
condimentando además esta penitencia con una severa reprimenda que se refería,
sobre todo, a algunos Hermanos mayores que se habían mezclado con los jóvenes.
PÁRRAFO 6
Pruebas
1º. El Padre Fundador, para asegurarse de la vocación
de los postulantes, los sometía a diversas pruebas, siendo la principal el
trabajo manual, que consistía casi siempre en extraer piedra, trabajo que
duraba una parte considerable de la jornada, pues el tiempo dedicado a los
estudios y a las clases era muy corto. Sin embargo, no le preocupaba tanto que
se hiciese mucho trabajo, cuanto que se ocupasen en él sin interrupción, y que
se hiciese bien. Por lo demás, este trabajo, como todos los otros, estaba
siempre en relación con la edad, las fuerzas, la salud y la educación de cada
uno.
Si recibía algún postulante algo destacado por sus
conocimientos, talentos u otras cualidades, ello no le impedía someterlo a
pruebas a veces más duras que las empleadas con un aspirante normal. He aquí un ejemplo. El Hermano Luis María,
segundo Superior General del Instituto, después de haber cursado dos años de
teología en el seminario mayor de Lyon y haberse distinguido por sus brillantes
resultados, abandona de repente el seminario por razones que desconozco, y
describe al padre Champagnat solicitando que tenga a bien recibirlo en la
Congregación.
El Padre Champagnat le contestó con una carta
sencilla, de la que he tenido conocimiento, pero llena de afecto y de
paternales exhortaciones, invitándole a venir cuanto antes, lo que
efectivamente hizo en octubre de 1831.
3º. Se comprende que el encontrarse en medio tan
diferente del del seminario mayor,
supondría una prueba bastante seria para nuestro postulante: trabajos manuales
y algunas lecciones elementales de las ciencias básicas, cortos recreos,
frugales comidas ocupaban el tiempo que dejaban libre los ejercicios de piedad
que por otra parte, eran casi los mismos que en el seminario mayor. En cuanto
al personal, se componía de unos veinte Hermanos mayores empleados en diversos
talleres o en otras partes, y una decena de Hermanos jóvenes o novicios, a los
que se daba, durante dos horas diarias, lecciones de lectura, ortografía,
cálculo y sobre todo caligrafía y catecismo. Fácilmente se comprende que todo
esto no podía ser del agrado de un estudiante de teología, que ya había
terminado los estudios de la sección de Matemáticas. A pesar de esto, el padre
fundador creyó que debía someterlo a otras pruebas para formarlo en la práctica
de la humildad. Así pues, un día que hacía un tiempo muy frío y húmedo, le
envió a arrancar las malas hierbas de una plantación de puerros llena de
babosas que también quería eliminar. El Venerado Padre se había colocado de
manera que podía ver, sin ser visto, qué impresión producía en nuestro postulante un trabajo tan
desagradable, y la habilidad con que lo ejecutaba, tenido en cuenta el frío. Sin
poner ni buena ni mala cara, como se suele decir, el postulante se entregó a
este trabajo de modo que satisfizo plenamente al Padre Champagnat que le envió
a continuación a la sastrería para que aprendiera a coser. Pero lo que sin duda más le costaba,
era verse en clase entre jóvenes Hermanos ligeros, inquietos, poco silenciosos,
que procuraban (y digo la verdad) distraerle o hacerle impacientar. Así, por
ejemplo, cuando hacía caligrafía, a la que no estaba acostumbrado, le empujaban
el codo para hacerle deformar las letras, pero él, en lugar de hacerles
castigar como se merecían, se contentaba con decir humildemente al Maestro de
caligrafía que los Hermanos jóvenes que estaban a su lado, a causa de su
inquietud, le hacían desviar la pluma. ¿Era ésta una nueva prueba procedente
del Venerado Padre? Es lo que no diré.
4º. Digamos ahora que, según su prudente táctica, el
Padre Champagnat había encargado al Hermano Estanislao, en secreto, que se
cuidara de él para acostumbrarlo y, en
caso necesario, para levantar su moral, animándolo a la vista del bien que
podría hacer más tarde en la Congregación y manifestándole la estima que sentía
por él, lo que este Hermano cumplió admirablemente. En fin, al cabo de dos
meses, el Venerado padre, apreciando su virtud, su mérito y docilidad, le dio
el santo hábito y le envió inmediatamente a dar la primera clase del internado
de la Côte-Saint-André, que había fundado el señor Douilllet y cedido luego al
Padre Champagnat.
5º. He aquí otra anécdota cuyo resultado no fue tan
feliz. Un postulante que deseaba excesivamente adquirir una gran instrucción y
que siempre llevaba algún libro en las manos, incluso durante el trabajo
manual, llamó la atención del Venerado padre que vio en esto un gran apego a su
propia voluntad. Para corregirlo, lo sacó de clase y lo envió al taller de tejedores, con orden al jefe de taller de
no permitirle ningún libro. Sabiendo que no aceptaba esta prohibición y que a
escondidas continuaba entregándose a la lectura, aunque tenía cierta cultura y no
le faltaban talentos, el Padre Champagnat lo despidió, porque estimaba en los
postulantes, y en general en los Hermanos, la humildad y la obediencia más que
la ciencia y la capacidad.
PÁRRAFO 7
Penitencias
1º Nuestro Venerado Fundador, queriendo sobre todo
formar religiosos humildes, sencillos y modestos, y dar a su Congregación el sello visible de la práctica
de estas virtudes, imponía penitencias públicas o destinaba a empleos bajos
propios para humillar y esto a veces por faltas leves. Aún más; los Hermanos,
sobre todo los mayores, los hacían de vez en cuando con el único motivo de
humillarse. Yo he visto al Hermano Francisco y al Hermano Luis María pedir
perdón de rodillas en el refectorio, por las faltas que hubiesen cometido
contra la observancia regular o contra la caridad. No mencionaré qué
penitencias imponía el Venerado Padre, porque están recogidas en las Reglas
Comunes. En general, por las faltas un poco notables mandaba ponerse de
rodillas durante la comida o parte de ella o solamente durante la bendición de
la mesa.
2º. Había establecido también penitencias
ocasionales; por ejemplo, el que había roto o deteriorado un objeto, debía
ponerse de rodillas en el refectorio con los fragmentos del objeto roto o
dañado, si esto era posible, y permanecer en esta postura hasta que el Padre le hiciese señal de retirarse.
El que durante la salmodia del oficio alteraba el coro por cualquier motivo,
pasaba a besar el suelo en medio de la sala o en su puesto. Ha llegado hasta
despedir de la Congregación a aquellos cuya falta había sido pública y
escandalosa, aun cuando no pareciese precisamente grave. Un día, paseándome con
el Hermano Francisco por el jardín de la enfermería, percibí un gran fuego en
la avenida de los plátanos que quedaba por encima de este jardín, y en la que
se tomaba el recreo en ese momento. Llamando la atención del Hermano Francisco,
miramos para averiguar cuál podría ser la causa; y ¡quién lo iba a pensar!
Vimos a algunos Hermanos que saltaban este fuego y daban gritos de alegría,
como lo hacen los mandarines en sus bailes. El Padre Champagnat se hallaba
ausente por dos o tres días. ¿Qué era, pues, ese fuego y ese alboroto? Pues que
algunos atolondrados, dirigidos por una de las cabezas más exaltadas, habían
tenido la idea de celebrar el carnaval, imitando a las gentes del país que, en
este tiempo de desorden, encienden hogueras en torno a las cuales se danza, se
alborota, se salta, etc.
El Hermano Francisco, extrañado y como estupefacto
por tamaña irregularidad, se dirige inmediatamente al lugar de la escena. En cuanto
lo ven acercarse, apagan rápidamente el fuego y todo vuelve a la normalidad
acostumbrada *. El Hermano Francisco llega y dirige una severa reprimenda,
sobre todo a los instigadores de este desorden; después les advirtió que daría
cuenta al Padre Superior. Efectivamente, de regreso al día siguiente, el padre
Champagnat se entera de lo acontecido la víspera. Entonces reúne a toda la
comunidad, hace comparecer en medio de la sala al principal cabecilla, le
dirige una severa amonestación, y también a los que se habían dejado arrastrar,
y le intima la orden, a pesar de su aptitud, de retirarse de la Congregación,
lo que se realizó al día siguiente. Se comprende cuánto había afectado al
Venerado padre este desorden (que se había visto desde la carretera general),
notándose en la palidez de su rostro y en las palabras enérgicas que empleó
para reprobar este tipo de diversiones que recuerdan demasiado las fiestas
innobles del mundo pagano, porque esto sucedía, me parece, el martes de
carnaval.
Para concluir este párrafo sobre las penitencias,
precisaré que, aunque fuesen un tanto frecuentes, no se debe creer que
irritasen a quienes las recibían o introdujesen el mal espíritu en la
comunidad. Nada de eso, en absoluto, porque se hacían por virtud. Lo que más molestaba
era la pena que la falta había causado al Venerado Padre. Por lo demás, estas penitencias eran
tan oportunas y dadas con tanta caridad y equidad, que nunca nadie se hubiera
atrevido a replicar una sola palabra. Respecto a esta justicia en os castigos,
como en todo lo demás, el Venerado Padre quería que todos los jefes de taller
la practicasen con todos sus subordinados. Una anécdota más a este respecto. Un
día, durante la lectura espiritual, habiéndome permitido hacer ruido para fijar
una estampa en mi mesa, el Maestro de novicios, un poco excitado sin duda a
causa de algunos atolondramientos anteriores, me da nada menos que 1200 líneas
para aprender de memoria. Creyendo que esta penitencia era del todo injusta, me
aventure a ir a encontrar al padre Champagnat y pedirle que me dispensara de
ella. Llegado a su habitación, le conté, llorando, y con el mayor detalle, el
porqué de mi visita.
Después de haberme escuchado atentamente, saca una
hoja de papel de su escritorio, hace gotear lacre sobre ella e inserta su
sello; después escribe una sola línea, firma la hoja y me la da recomendándome
que fuese más silencioso. ¿Cuál era el contenido de esta línea? Helo aquí
textualmente: “Pago de las mil doscientas líneas”. Yo se lo agradecí lo mejor
que pude y llevé la hoja al Maestro de novicios. El buen Hermano, viendo la
firma del Venerado Padre, recibió el pago con mucho respeto y ahí terminó todo.
Se comprende que esta equidad que era como natural en nuestro Padre fundador,
le garantizase contra toda parcialidad y le ganase el corazón, el afecto y la
confianza de todos sus Hermanos y de cuantos se relacionaban con él.
PÁRRAFO 8
Recreos
1º. Nada diré de la conducta que observaba el buen
Padre en los recreos; por la anécdota citada en el párrafo anterior se ve que
no quería que los recreos se pareciesen a los de la gente del mundo, y también
se ha visto en el párrafo primero del capítulo segundo de este apéndice, cómo
se comportaba él mismo. Por lo demás, si se quiere tener una idea de la forma
religiosa como pasaba los recreos, no hay más que leer el capítulo de las
Reglas Comunes que trata de este tema, porque es en general lo que él mismo
practicaba. Me limitaré, pues, a decir que no le gustaban los recreos ruidosos,
las risas inmoderadas, las chiquillerías, los juegos de manos, ni una
disipación extremada. La tradición nos refiere que, habiéndose dado cuenta de
algunos de estos defectos entre sus primeros discípulos, los reprendió con paternal actitud, lo que
fue suficiente para corregirlos. A este propósito nos decía que la gente del
mundo se dejaba llevar por las alegrías desmedidas, haciendo mucho ruido y gran
alboroto, porque no teniendo la paz de la conciencia, para acallar los
remordimientos, buscaban divertirse con gritos tumultuosos y excesos de todo
tipo; pero que los religiosos no necesitan de todo este estrépito porque deben
regocijarse en el Señor y en la santa presencia de Dios.
2º. No le agradaba que la gente estuviese sentada
durante los recreos, a no ser por serios motivos; quería que se paseasen tres o
cuatro juntos o más, pero raramente de a dos y demasiado lejos de los demás.
Pero lo que le gustaba mucho y le satisfacía visiblemente era ver jugar a los
Hermanos a juegos inocentes y en especial al juego de las “bochas”. Para darle gusto,
jóvenes y mayores nunca dejaban de jugar la partida a diario, en cuanto era
posible. Para estimular a unos y a otros, el Venerado Padre había reglamentado
que los que perdieran llevarían el saco en el que se guardaba el juego, ya sea
subiendo o bajando del paseo, alejado de la casa como unos trescientos metros.
Ahora bien, cuando perdían el Hermano Francisco o algún Hermano destacado,
nosotros, los jóvenes, nos apresurábamos a llevar el saco, lo que siempre se
nos concedía de buen grado.
3º. Los libros estaban totalmente prohibidos durante
el recreo y no recuerdo haber visto violar esta prohibición del Venerado Padre.
En lugar de dedicarse al estudio cuando no se podía jugar a las bochas, barras,
etc., se jugaba al dominó o a otros juegos de este tipo. Normalmente, el Padre
Fundador jugaba al “chaquete” con los capellanes. Durante el invierno, en
ocasiones se cascaban nueces, en cuyo caso el Venerado Padre siempre
participaba en la partida, porque como la casa era pobre, él había calculado
que se sacaba mayor provecho prensándolas ellos mimos. Cuando durante el recreo
se realizaba este trabajo, la mortificación era tan estrictamente observada que
he visto caer muchas nueces debajo de la mesa, pero no recuerdo haberlas visto
llevar más arriba.
PÁRRAFO 9
Emulación
1º. Hemos visto la importancia que el Padre
Champagnat daba al estudio y preparación del catecismo. Por eso consideraba
seria la falta de un Hermano que no lo diese en su clase o que lo diese de un
modo tan flojo como poco interesante. En el Hermitage, para estimularnos en
este punto de la Regla, había determinado que, en cuanto fuese posible, los
alumnos un poco capacitados se encargarían de dar el catecismo, por turno, no
sobre un tema cualquiera, sino sobre el capítulo del día. Previamente se
avisaba para que lo pudiesen preparar convenientemente. Para lo cual, se habían
puesto diversos catecismos explicados a disposición de los que debía llevar a
cabo esta tarea honorífica. El Venerado Padre venía algunas veces a escuchar de
incógnito, a fin de corregir después, si era necesario, al catequista o bien
dirigirle algunas palabras de felicitación, si las merecía, palabras que venían
determinadas por el interés que se había puesto, sobre todo cuando se había
hecho mediante sub-preguntas cortas, bien escogidas y precisas. En general, los
Hermanos predicadores no conseguían su aprobación, por muy capacitados que
estuviesen. No quería tampoco que se excitasen demasiado, ni que el tono de voz
fuese muy elevado. Una vez, habiéndome olvidado en este punto, entra de repente
en la clase y me hace una observación,
pero de manera tan habilidosa que no hizo más que robustecer mi
autoridad ante los alumnos.
2º. Los domingos y las fiestas, todos estaban
obligados a aprender el Evangelio y, si se podía, también la epístola. Algunas
veces venia él mismo a hacérnoslo recitar, luego lo explicaba con tanto interés
que uno no se cansaba de escucharle. Constituía para él un verdadero placer
que, además del Evangelio, se recitase también la epístola: pero mayor era
todavía su satisfacción cuando el domingo de Ramos un grupo numeroso recitaba
la Pasión. Por lo cual, este drama religioso se preparaba con varios días de
antelación, pues siempre la recompensa de los que la habían ejecutado
convenientemente era una bella estampa con el sello del Venerado Padre. De
esto, algo sé yo.
3º. Como había notado que no se contestaba al
benedicite ni a la acción de gracias de antes y después de las comidas, sobre
todo a los que varían en determinadas fiestas, mandaba hacer de vez en cuando
alguna redacción sobre los mismos, que luego se leía en el comedor, como se
practicaba también con los temas de lectura, ortografía, etc. Hacía continua
guerra a las pronunciaciones defectuosas, sobre todo a la omisión de la “e”
muda de final de palabra, a la falta de articulación de las consonantes, de las
vocales y de los monosílabos, a la falta de puntuación y, en fin, a cuanto
pudiese hacer defectuosa la lectura. Por lo que a él respecta, era un placer
oírle leer y hablar: no se perdía una sílaba, incluso cuando hablaba bajo, tan
nítida y sin precipitación era su vocalización. Diré de paso que hoy la lectura
no está en vigor, pues ya casi no se escuchan buenos lectores y recitadores de
oraciones.
4º. Yo le he visto muchas veces pasar parte de la
comida corrigiendo la pronunciación de ciertos Hermanos cuyo defecto se debía
al acento de su región, porque según decía, este defecto podría hacerlos
aparecer ridículos y, sobre todo, viciar la lectura de sus alumnos. Recuerdo
que un buen Hermano tenía la costumbre de pronunciar “on” en lugar de “an”;
así, por ejemplo, decía les “onges” en lugar de les “anges”; es imposible decir
cuánto trabajo se tomó el Venerado Padre para corregirlo de tan viciosa
pronunciación.
5º. La lectura del latín era también objeto de su
solicitud. Decía que los Hermanos jóvenes, obligados a recitar el oficio y
otras plegarias en una lengua que no entendía, estaban expuestos naturalmente,
ya sea leyendo, ya sea cantando, a cometer numerosas y burdas faltas y que sus
alumnos las cometieran también. De ahí concluía que era necesario que los
Hermanos supiesen leer perfectamente el latín para no desfigurar una lengua que
comprenden los señores eclesiásticos y frecuentemente otras personas, que no
dejarían de sentirse molestas. Añadía, además, para que se aplicasen a este
tipo de lectura, que la lengua latina, por ser la de la Sagrada Liturgia, debía
ser respetada hasta en sus menores sílabas, teniendo en cuenta que en parte
esta compuesta por palabras de la Sagrada Escritura.
6º. Aunque el Venerado padre daba tanta importancia
al catecismo y a la lectura, no se preocupaba menos de las demás ramas de la
enseñanza primaria, especialmente de la escritura que, en esta época, ocupaba
el primer puesto en nuestras clases, después del catecismo y de la lectura.
Había incluso establecido premios de escritura para los establecimientos y los
alumnos y él mismo los distribuía públicamente durante las vacaciones, tanto
estimaba la buena y hermosa escritura.
PÁRRAFO 10
Conclusión
final
1º. Creo que toda la vida del Venerado Padre, que
brevemente acabo de exponer, puede resumirse en estas palabras “Espíritu de fe”. Porque, a poco que
se lea con atención, se verá que este espíritu de fe ha sido el móvil de todas
sus acciones y el que le ha conducido a esa alta perfección que la Iglesia
reconoce en los siervos de Dios cuando los presenta a nuestra veneración
elevándolos a los altares. En efecto, consistiendo el espíritu de fe en
comportarse en la práctica como nos enseñan las verdades de la fe, es indudable
que a quienes se guían por este mismo espíritu en todas sus acciones, les
confiere un principio de vitalidad que las hace tan perfectas como sea posible.
Entre las verdades que la fe nos enseña, tres especialmente parecen haber
guiado al Venerado Padre durante su vida: Dios presente en todas partes,
Nuestro Señor Jesucristo en la Santa Eucaristía, y la verdad reconocida por
todos los teólogos: que después de Dios y de Jesucristo, la Santísima Virgen
María es la más grande, la más elevada, la más gloriosa, la más poderosa de
todas las criaturas, y que ella no ha dejado perecer jamás a uno solo de sus
devotos servidores.
2º. De estas creencias fuertemente impresas en el
espíritu de nuestro Venerado Fundador, nacía[48] la más profunda humildad, un extremo horror al pecado, la mortificación
de los sentidos y de las facultades del alma, y su gran confianza en la divina
Providencia.
De ahí su ardiente amor a Nuestro Señor, su sumisión
a sus representantes, su respeto por cuanto tenía relación con el culto, su
celo infatigable por la salvación de las almas y esa caridad incomparable que
le ha hecho producir tantas obras de misericordia espirituales y corporales.
De ahí, en fin, esa piedad tiernamente filial para
con la Santísima Virgen, esa confianza sin límites en su protección y su
notable empeño en hacerla honrar y en propagar su culto en todo el universo
católico, mediante la Congregación que ha fundado y que lleva el nombre de esta
Virgen bendita por todos los siglos. Puedan todos los Hermanitos de María
mostrarse en todo, por todas partes y siempre, como imágenes vivientes y
reveladoras de nuestro Venerado Fundador, y no descoloridas como yo, que tengo
la desdicha de ser una de esas. Así sea.
A. M. D. G.
DUODÉCIMO
CUADERNO
PEQUEÑO
APENDICE A LA VIDA
DEL VENERADO PADRE CHAMPAGNAT
(en dos volúmenes en dozavo)
Notas, rasgos, reflexiones. Su espíritu
PRIMERA PARTE (*)[49]
Lo que voy a narrar en este escrito sobre el Padre
Champagnat no son cosas extraordinarias, como algunas que se cuentan en su vida
en dios volúmenes o en el compendio de ésta en uno solo. Son pequeños detalles
que, considerados únicamente desde el punto de vista histórico, podrán parecer
incluso algo prolijos, pero que, vistos con el espíritu de fe con que el padre
Champagnat los realizó, merecen una apreciación muy distinta. Son pequeñas
perlas preciosas que nunca se recogen en balde, o si se prefiere, espigadas en
el mismo campo en que el autor de su vida ha hecho tan abundante y rica siega.
Por lo demás, no se alcanza una alta perfección mediante saltos y brincos, sino
más bien por una como escalera cuyos peldaños son las pequeñas cosas de cada
día hechas con fe, amor y pureza de intención.
Para romper la monotonía del
relato, me he permitido algunas digresiones a veces un poco largas; tenga a
bien el lector perdonármelas, tanto más cuanto que se refieren al tema, aunque
menos directamente.
A. M. D. G. V.J.M.J.
PÁRRAFO
1
Mi apreciación sobre la autenticidad de la
vida del Padre Champagnat
escrita por uno de sus primeros discípulos
Diré, ante todo, que tengo la más profunda convicción
de que la vida del Padre Champagnat escrita por uno de sus discípulos en dos
volúmenes, cuyo primer volumen contiene: su vida propiamente dicha, y el
segundo: su espíritu y sus virtudes, es de una exactitud incontestable, ya en
cuanto a los hechos que en ella se refieren como en las instrucciones que
contiene y de las que, en general, el enunciado es textual. Además, creo que la
relación que se hace de sus virtudes y de la forma como las practicó aparece
debilitada más bien que exagerada. Por lo demás, hay una semejanza tan
sorprendente entre lo que yo he visto personalmente durante los nueve años que
he tenido como superior al buen Padre y lo que en ella cuenta el autor sobre la
misma época, que habría mala voluntad por mi parte si no creyese todo el
contenido de la obra.
PÁRRAFO 2
Lo que
yo pienso de su autor
Y ahora ¿qué diré de su autor? Por mi parte (nadie de
los que le han conocido –bastante numerosos hoy todavía- me podrá tachar de
inexacto o exagerado), puedo asegurar que para escribir esta vida tan
edificante tuvo que realizar numerosas y minuciosas investigaciones.
Frecuentemente se dirigió no sólo a los Hermanos que vivieron en su tiempo,
sino también a personas extrañas a la Congregación que tuvieron alguna relación
con este santo sacerdote, recabando detallada cuenta de cuanto habían visto y
oído contar del Venerado Padre, asegurándose de la veracidad de su relato mediante
la utilización de los procedimientos que aplican los jueces de instrucción para llegar a conocer la
verdad completa, porque, ante todo, deseaba ser sincero y veraz, como su
carácter exigía.
Debo añadir también que el autor compulsó cuantos
escritos del buen padre pudo encontrar, así como su abundante correspondencia,
sea con los Hermanos (muchos de los cuales le enviaron cartas personales o
particulares), sea con las autoridades eclesiásticas, civiles y otras, a fin de
conocer a fondo su espíritu y sus virtudes.
Con estos datos, y tras largo y juicioso análisis, se
puso al trabajo, no omitiendo en su relato más que lo que no le ha [50] parecido de escrupulosa exactitud. Digamos también que Dios le había
dotado de una memoria sorprendente, de un juicio seguro y rápido, de una rara
inteligencia y, sobre todo, de un tacto particular para separar lo esencial de
un hecho, de sus elementos accesorios y de sus interpretaciones, y así poderlo
apreciar en su justo valor.
Las otras obras que escribió, en especial “Avisos y
Sentencias del padre Champagnat” y “El Superior Perfecto”, son prueba
irrefutable de ello. Pero lo que revela su memoria y su justa apreciación en
todas las cosas es indiscutiblemente su libro “Principios de Perfección”, en el
que ha condensado, con tanta claridad como precisión, lo más sólido que los
Santos padres y los Doctores de la Iglesia ha dicho sobre la ascética y
perfección religiosas.
De cuanto acabamos de decir, debemos concluir que la
vida del padre Champagnat, de la que damos un pequeño apéndice, reviste un
carácter de exactitud incontestable y su veracidad se puede atestiguar en
conciencia bajo juramento.
PÁRRAFO 3
Reflexiones
sobre su vida
He leído y oído leer muchas veces la vida del Padre
Champagnat y, aunque siempre me causó excelente impresión, jamás (y no soy el
único) me ha llenado tanto como cuando el Superior General nos ordenó hacer una
nueva y muy atenta lectura a fin de que cada uno, y sobre todo los que le
conocieron, pudiesen dar, por escrito, su apreciación sobre el conjunto de su
contenido, y esto, con vistas a que sirviese de documento para la introducción
de su causa en la Curia Romana. Se notaba que una bendición especial acompañaba
a esta lectura, como sucede cuando se lee con piedad y respeto la Sagrada Escritura
o la vida de algún santo canonizado.
Si, el Padre Champagnat es un santo; su vida escrita es una prueba
incontestable. Todos los Hermanos que lo conocieron lo proclaman unánimemente.
Así pues, jóvenes y ancianos formulan los más ardientes votos para que la
introducción de su causa ante la Santa Sede tenga un feliz resultado y les
confirme la creencia de que su Fundador practicó las virtudes teologales y
morales en grado heroico.
Si, repitamos todos con gozo: el Padre Champagnat es
un santo, pero un santo que llevó una vida oscura y escondida como la de la
Santísima Virgen en Nazaret; él la había tomado por modelo y, en su proyecto,
quería que su Congregación reprodujese la vida humilde, sencilla y modesta, y
que llevase el nombre bendito de María junto con el de Hermanitos, para
recordarles al mismo tiempo, no sólo la devoción filial que deben profesar a
esta buena Madre, sino también que el sello que debe distinguirlos de las otras
congregaciones es la humildad. Digamos más; si muchos maestros de la vida
espiritual comparan las congregaciones a un ramillete de flores variadas que la
Iglesia presenta a su Celestial Esposo y que atraen las miradas por su belleza,
brillo y colorido, la Congregación de los Hermanitos de María deben figurar en
él como la modesta violeta, que no atrae la atención más que por el perfume que
expande a su alrededor.
Tal es el espíritu de nuestro Fundador; leed su vida
y veréis que la obra de la Congregación es el resultado de su profunda
humildad, de su gran devoción a María y de su sed ardiente por la salvación de
las almas.
C A P I T U L O 1
Sus virtudes
PÁRRAFO 1
Presencia
de Dios
Quisiera ahora hacer el elogio de sus virtudes, pero
existe ya una descripción tan detallada de las mismas, tan verídica y edificante
en el segundo volumen de su vida, que me contentaré con exponer lo que más me
llamó en él la atención durante mi noviciado y en algunas otras circunstancias,
aun a riesgo de repetir lo que ya se ha dicho y de pasar por pueril en algunos
detalles. Siempre será una confirmación más de sus virtudes.
Para empezar, diré cuán grabado estaba en el corazón
y en el espíritu de nuestro piadoso Fundador el pensamiento de la presencia de
Dios. Se puede decir, con verdad, que esta santa presencia era el alma de su
alma y el alimento de su piedad; era de tal modo tranquilo, serio y recogido,
que todo inducía a creer que no la olvidaba jamás. Siempre recordaré que cuando
dirigía la meditación, comenzaba frecuentemente con estas palabras del salmo
138: “Quo ibo a espiritu tuo, etc.”, y las pronunciaba con un tono de voz tan
sentido y tan solemne que causaban en el alma una impresión inexplicable y
llevaban a tal recogimiento, que no se atrevía uno a moverse ni siquiera por
pura necesidad. ¡Cuántas veces me ha venido al pensamiento este “quo ibo”, y
¡cómo me ha servido cientos de veces de baluarte contra el pecado y de
preparación inmediata a la oración! Nos hablaba a tiempo y a destiempo de esta
divina presencia, recomendándonos que, si llegábamos a olvidarla, no dejásemos
de recordarla, al menos, cuando el sonido de la campana o el timbre del reloj
anunciasen la oración de la hora.
Sin embargo, no se piense que el aspecto imponente
del Buen Padre de impidiese ser alegre cuando las circunstancias o la
conveniencia parecían exigirlo!. Durante los recreos nos contaba con frecuencia
algunos chistes para entretenernos; más aún, nos enseñaba y nos hacía practicar
juegos inocentes y muy agradables. Tampoco temía participar en la partida,
pero, iniciado el juego, desaparecía sin que se notase. Pero era siempre, como
dice san Pablo, en el Señor en quien se regocijaba; y a pesar de esa tolerancia
de un buen Padre para con sus hijos, conservaba, sin faltar a ello jamás, su
calidad de Superior y su dignidad de ministro de Jesucristo y, sobre todo, el
recuerdo de la presencia de Dios. No recuerdo haberle oído decir una sola
palabra que hubiese podido herir en lo más mínimo la caridad o chocar con los
más exquisitos modales y, con mayor razón, decir o hacer alguna cosa contraria
a la ley de dios, incluso en la materia más leve. Jamás le vi, en los momentos
en que se manifestaba más familiar, permitirse tocar a nadie, ni siquiera con
la punta del dedo y, si alguno se permitía ciertas familiaridades que el juego
parecía tolerar, pero que podían menoscabar las normas concernientes al respeto
mutuo, jamás dejaba de proferir secamente este refrán que le era familiar en
tales circunstancias: “Juegos de manos, juegos de villanos”.
PÁRRAFO 2
Temor al pecado
Se comprende fácilmente que el recuerdo habitual que
el padre Champagnat tenía de la presencia de dios le inspirase un temor, una
repugnancia o más bien una especie de terror ante cualquier ofensa a la suprema
Majestad; en una palabra y hablando vulgarmente, el pecado era su bestia negra. Así pues, sus
instrucciones recaían frecuentemente sobre este mal que él llamaba el mal de
los males. ¡Oh, Dios mío, qué profundo horror le infundía! Era como para hacer
temblar a todo su auditorio cuando describía sus características y funestas
consecuencias. Tanto los más serios como los más ligeros se sentían espantados.
Atravesaba el alma un algo, que entraban escalofríos, sobre todo cuando trataba de ciertos pecados
cuyo nombre raramente pronunciaba, siguiendo el consejo del Gran Apóstol.
Entonces, su tono enérgico, desplegándose en toda su amplitud, conmovía las
conciencias de los más relajados y aterraba a los que se sentían culpables en
esta materia. Recuerdo que decía a este propósito: “Si me presentasen un joven
con su peso en oro y con grandes cualidades, pero sometido a malos hábitos, no
lo recibiría en la casa, y en el supuesto de que entrase porque sus costumbres
pareciesen exteriormente buenas, si no trabaja duramente y prontamente en
corregirse, no dudo de que la Santísima Virgen lo separará pronto de la
comunidad”. “Un niño, añadía, precoz en el mal y que se deja arrastrar por él,
casi no puede ser corregido si no es por un rayo que caiga a sus pies, mediante
fuertes castigos corporales, mediante una buena primera comunión o gracias a un
milagro obtenido con fervientes plegarias”.
PÁRRAFO 3
Vigilancia
El antídoto del pecado es, según el mismo Jesucristo,
la oración y la mortificación. No diré sino una palabra sobre la forma como las
ha practicado, siendo su vida bastante explícita a este respecto.
Necesariamente debía velar con escrupulosa atención sobre sí mismo, para que
jamás se le haya sorprendido en falta, ni aun en las menores observancias
regulares. ¡Qué puntual era para obedecer a esa sagrada primera campanada que
detiene sobre los labios una palabra iniciada, suspende un trabajo casi
terminado, pone fin a una conversación agradable o pasa de un ejercicio a otro!
No recuerdo haberle visto faltar en este punto de la Regla que tanto cuesta
algunas veces a la naturaleza.
PÁRRAFO 4
Oración
¿Qué decir de su amor a la oración y de su exactitud
en hacerla todos los días, a pesar de sus numerosas ocupaciones? Recuerdo que
en la sala donde tenía lugar no había bancos, ni sillas, y menos aún
reclinatorios. Todos rodeábamos al padre quien, por su piedad, fervor,
compostura seria y recogida, y algunas veces con una animada palabra, movía a
devoción a los más tibios. Mantenía despiertos a los que la tentación del sueño
habría podido sorprender y calentaba a los que el frío pudiera entumecer, pues
en invierno, durante este ejercicio, no había más fuego que el de una lámpara
vacilante o el de un quinqué a medio gas. El Venerado padre no tenía frío; su
corazón abrasado calentaba su cuerpo, pero yo, joven atolondrado que algunas
veces tenia el interior tan helado como el exterior, necesitaba mirarlo a
menudo para no estar allí como una estufa apagada. Cuando él dirigía la
oración, utilizaba un tono tan respetuoso y a la vez enérgico, y una
pronunciación tan clara, que uno se sentía conmovido. Iba más bien rápido que
lento, haciendo sólo las pausas necesarias que requería el sentido del
pensamiento expresado. En una palabra, no leía la oración, sino que la recitaba
con fervor y con sentido. Procuraba decididamente que se hiciese así, y
reprendía o incluso castigaba, si era necesario, a los que farfullaban o hacían
las oraciones demasiado precipitadamente; en una palabra, quería que se
recitasen al menos, con la atención, el respeto y la expresión con que se
cumplimenta a un gran personaje.
Además de los ejercicios de piedad ordinarios:
oración, Santa Misa, rosario, lectura espiritual, examen particular, etc., que
jamás omitía, aun cuando estuviera muy cansado y sobrecargado con numerosas
ocupaciones, se entregaba a otras oraciones personales que sólo Dios conoce, de
modo que se puede decir, sin temor a equivocarse, que la oración era su
alimento, como la presencia de Dios su elemento.
PÁRRAFO 5
Mortificación
No necesitaría hablar de su espíritu de
mortificación, ya que el autor de su vida refiere numerosos e impresionantes
hechos. Sin embargo, me permitiré mencionar algunos rasgos que, aunque más
modestos y minuciosos, no por eso dejen de ser menos edificantes. Repetía a
menudo esta máxima: “Un religioso no debe casi preocuparse del cuerpo”, y él la
practicaba con todas las consecuencias. Se puede decir que trataba a su cuerpo
como a un esclavo rebelde del que siempre hay que desconfiar. Le rehusaba
cuanto podía halagarlo, contrariándolo en sus comodidades, gustos, fantasías,
hasta privarlo algunas veces de lo necesario. Realmente, yo no llegaba a
comprender cómo podía sobrevivir un cuerpo tan grande con tan poco alimento,
mientras que yo, siendo tan pequeño, apenas podía hartarme, pues él era el
primero que terminaba de comer y yo siempre el último.
Y ¿qué hacía después de terminar? Preguntaba a los
jóvenes y a veces a los mayores sobre la lectura y en caso necesario había
algún breve comentario. Sólo el lector se libraba, ordinariamente, de sus
preguntas siempre estimulantes e interesantes; y sé, por experiencia, que las
cabezas ligeras y movedizas no siempre salían bien paradas, por la vergüenza de
su silencio.
Nunca tomaba nada entre comidas, a no ser por
absoluta necesidad. Era de tal rigor con los que se permitían tomar algunas
frutas o simplemente unos granos de uvas, que había prohibido la Santa Comunión
a los que transgrediesen esta orden, a menos de confesar previamente la falta a
quien correspondiese. Conozco a un Hermano al que esta prohibición, que data ya
al menos de cincuenta años, causó tal impresión que no la transgredió nunca
jamás.
No solamente las comidas del padre Champagnat duraban
poco, sino que, además no quería que lo que le servían estuviese demasiado
aderezado o excesivamente condimentado. He visto una vez al buen Hermano
Estanislao, su brazo derecho, una de las sólidas columnas del Instituto y que
era, al mismo tiempo, procurador, sacristán, encargado de la lencería, etc., y
además buen cocinero, cumplir una penitencia en medio del refectorio, porque el
Venerado Padre vio que había quedado mantequilla en el fondo del plato de
legumbres que le habían servido; sin embargo, era tan poca (lo sé por ser yo
entonces ayudante de cocina) que apenas
llegaba para preparar malamente un huevo. El vino puro, el café, los licores,
aunque menos frecuentes que hoy día, apenas le resultaban conocidos; al menos
no recuerdo habérselos visto tomar. Y aunque en las grandes solemnidades se
servía, hacia el final de la comida, vino puro en lugar de la bebida ordinaria,
él quería que en un litro de vino para ocho se añadiese una buena cucharada de
agua, por ser más higiénico.
En cuestión de alimentos no se sabía lo que le
gustaba. Se cuenta en su vida que un Hermano Director, cuyo establecimiento era
muy pobre, le sirvió para comer, como único plato, queso blanco. en varias
ocasiones elogió a dicho Hermano por sus quesos blancos, por lo que se podría
suponer que este alimento le gustaba más que cualquier otro, pero bajo estas
apariencias ocultaba una dura mortificación, pues las circunstancias le habían
obligado a permanecer varios días en ese establecimiento y, para el buen padre,
salir de su régimen habitual constituía siempre un sufrimiento.
Pero quizá la mortificación que más le haya costado y
que tanto cuesta también a los jóvenes, fue la puntualidad para levantarse a la
primera campanada; él mismo aseguró a un Hermano mayor, un día que pasaba por
la aldea de Creux, que le suponía un terrible sacrificio cortar de repente el
sueño, a lo que jamás se pudo acostumbrar.
Este hecho que confirma lo dicho en su vida, me lo
contó el Hermano en cuestión. Y es opinión común de todos los Hermanos que
conocieron al Venerado Padre, que hizo generosamente, cada día, este
sacrificio, hasta que la enfermedad le obligó a guardar cama. ¿No supone esto
un acto de virtud heroica, si no en sí mismo, sí al menos por su larga
duración?
Aunque el Padre hizo uso del cilicio y de la
disciplina, como se lee en su vida, y que, incluso, como cosa extraordinaria
permitió este tipo de penitencia a algunos Hermanos, puede decirse que la
mortificación en la que más sobresalió y que recomendaba como más agradable a
Dios, fue la mortificación de los sentidos, de las pasiones y las inherentes al
cargo o empleo. Pero en este tipo de mortificación ponía siempre en primer
lugar el perfecto cumplimiento de la Regla y, en especial, el artículo sobre el
silencio que él estimaba de modo particular.
Los transgresores eran primeramente reprendidos y
después, si había reincidencia y costumbre, eran severa y públicamente
castigados. Los que remoloneaban para acudir a los ejercicios de piedad eran
tratados poco más o menos del mismo modo. Aparte de estas penitencias
personales y de reparación, el Venerado Padre no consideró oportuno imponer
otras de carácter general, si no es el ayuno del sábado, del que no dispensaba
nunca. La razón que daba era que la enseñanza cristiana y religiosa practicada
como lo quiere la Regla, es una de las penitencias más severas y austeras. Para
convencerse de ello, léase atentamente el capítulo de las Reglas Comunes sobre
este tema y los otros que tratan de la enseñanza, y se comprenderá que tenía
razón. Por lo demás, esta clase de mortificación, oculta bajo el velo de la
humildad, ¿no era lo que practicaban la Santísima Virgen y San José en Nazaret,
y, por consiguiente, la que los Hermanitos de María deben preferir, siguiendo
los numerosos ejemplos del piadoso Fundador?
PÁRRAFO 6
Su
liberalidad
Así como el Padre Champagnat era duro consigo mismo,
así también se mostraba liberal y generoso con sus Hermanos sin apartarse jamás
de las normas de la sobriedad cristiana y de la pobreza religiosa. Se
manifestaba especialmente lleno de atenciones y cuidados con los enfermos, los
achacosos y los ancianos. Recuerdo que durante mi noviciado había dos Hermanos
de edad en cuyo cajón del refectorio mandaba poner, creo que en las dos
comidas, 1/5 de litro de vino puro, a pesar de la pobreza de la casa. También
se daba un litro de vino puro al panadero cuando hacía el pan. Por otra parte,
varias anécdotas relatadas en su vida confirman su generosidad.
Algunos, aunque muy pocos, han pensado que su forma
de administrar, sobre todo desde el punto de vista del alimento y del vestido,
denotaban en él tendencia a la parsimonia. Nada de eso, en absoluto. Era un
ecónomo prudente, eso es todo. Y es cierto que si los fondos no le hubiesen
faltado, todo habría sido alabanzas por su liberalidad; prueba de ello es que a
medida que aumentaban los recursos, paulatinamente iba mejorando también el estado
de lo temporal con respecto a los Hermanos. De ello hablaré más adelante.
El Capítulo General que tuvo lugar después de la
muerte del padre Fundador, ateniéndose a su espíritu, reglamentó lo referente a
la alimentación, al vestuario, etc., tal como lo están hoy. Y si en la
actualidad existen algunas excepciones, éstas se deben probablemente a
circunstancias de situación, tiempo y lugar que el Padre Champagnat no podía
prever. Bien conocía el buen Padre las penalidades inherentes a la enseñanza,
si se da con el celo y la entrega que pide la Regla, como para no tomar todos
los medios posibles para conservar la salud de sus Hermanos. Y ¡qué no haría
hoy cuando la vocación de educador se ha vuelto y se vuelve cada vez más difícil, penosa y, casi diría, imposible!
Conociendo, pues, el corazón del buen Padre, se puede
creer que aplaudiría de buena gana todo lo que sus sucesores han hecho y puedan
hacer para procurar con espíritu religioso a los Hermanos, según los recursos
de la Congregación, todo el bienestar temporal posible, junto con los auxilios
espirituales más numerosos y eficaces para asegurar la salvación en su vocación
que, según el Venerado Padre, es un pasaporte para el cielo, que siempre sella
la muerte.
PÁRRAFO 7
Su fe
Si el Padre Champagnat practicó la mortificación en
tal alto grado, su fe no merece menores elogios, ya simplemente como virtud
teologal, ya como fe práctica. Jamás se ha podido hallar error, grande o
pequeño, ni en sus palabras ni en sus escritos. Al menos, nunca oí la menor
censura a este respecto. La Iglesia, a la que amaba con todo el afecto de su
corazón y a la que profesaba la más entera sumisión y el más profundo respeto,
determinaba siempre sus creencias, no sólo sobre las verdades dogmáticas, sino
también sobre otras todavía no definidas como artículos de fe, tales como la
Inmaculada Concepción, la infalibilidad del Papa, etc. Así, cuando hablaba de
la Iglesia, la llamaba siempre la Santa
Iglesia, nuestra Madre.
En cuanto a las opiniones controvertidas, sobre las
que la Iglesia no se había pronunciado, se atenía a las decisiones de los
autores más acreditados y destacados en ciencia y santidad, como santo Tomás de
Aquino, san Ligorio, san Francisco de Sales, por el que sentía una tierna
devoción. Y ¿qué decir de su adhesión y simpatía por el Jefe de esta Iglesia,
el Sumo Pontífice, de su obediencia perfecta a sus enseñanzas? Cuando recibía
alguna encíclica, la leía él mismo y exigía que se permaneciera en pie durante la lectura, cualquiera que fuese su
extensión. No sólo creía en la infalibilidad del Papa cuando habla “ex
cathedra”, sino que deseaba que los Hermanos creyesen en ella y la enseñasen a
los alumnos. En una palabra, el Padre Champagnat era Romano de corazón y sentía
un marcado horror por lo que en aquel tiempo se denominaba “galicanismo”.
Cuántas veces le oí decir que la Iglesia
o el Papa, cuando se trata de decidir sobre algunas cuestiones relativas al
dogma o a la moral, son una misma cosa y jamás se equivocan, y que, en el
fondo, no hay Iglesia sin Papa ni hay Papa sin Iglesia.
En cuanto a la Inmaculada Concepción, no sólo creía
en ella como si fuese un artículo de fe, sino que su fe en esta verdad le
llevaba a honrar especialmente a María bajo este título. La fiesta del 8 de
diciembre era de guardar en el Instituto y celebrada con la mayor solemnidad
posible. La invocación: “¡Oh María, sin pecado concebida...!” era una de sus
jaculatorias más frecuentes, sobre todo en las tentaciones contra la pureza.
PÁRRAFO 8
Su devoción al Superior
General
Si la sumisión, el respeto y la adhesión del padre
Champagnat al Sumo Pontífice eran tan señalados, no lo era menos el respeto a
sus superiores, que su fe viva le hacía considerar como representantes de Dios
y depositarios de su autoridad. En su biografía cité varios rasgos que lo
confirman. Ahora me contentaré con decir que cuando el Padre Colin, considerado
entonces como el Superior General de los Padres y de los Hermanos, venía al
Hermitage a visitar al Padre Champagnat, éste lo recibía con la mayor
distinción. Todos debían presentarse vestidos como en las fiestas solemnes. El,
por su parte, se revestía de la más hermosa y rica casulla para la celebración
del Santo Sacrificio; se tocaba el órgano como en las fiestas de Primera Clase.
Era un día de alegría para toda la comunidad. El Padre Champagnat estaba
radiante de dicha. Se veía claramente que reverenciaba a su visitante no como a
un simple colega, sino como a Jesucristo a quien representaba.
PÁRRAFO 9
Su devoción al Santísimo Sacramento
¿Qué decir de la fe del Venerado Padre en el Augusto
Sacramento de nuestros altares? El segundo volumen de su vida habla de ello de
un modo tan edificante y con tanta veracidad, que me contentaré con añadir unas
palabras a modo de confirmación. He tenido la dicha de ayudarle a misa en
distintas ocasiones, y debo decir que, atolondrado y ligero, me encontraba
sobrecogido y como estupefacto a causa de su seriedad en la realización de las
ceremonias, de su cuidado en seguir las menores rúbricas y más aún, a causa del
tono convencido con que recitaba las plegarias de la liturgia sagrada. El
“Domine non sum dignus”, del que ya se habló en su vida, me hacía experimentar
sentimientos de tan profunda humildad y contrición, que bajaba los ojos a pesar
mío, lo que en mí no era, en absoluto, una costumbre. Qué impresión de piedad
religiosa se experimentaba cuando en las procesiones del Santísimo Sacramento,
en las que desplegaba toda la fastuosidad que permitía la pobreza de la casa,
se le veía llevar la custodia con tal respeto que se le hubiese podido comparar
a la Santísima Virgen yendo a visitar a su prima santa Isabel, custodia viva
que llevaba en su casto seno al mismo Dios contenido en el Pan Sagrado.
De tal modo procuraba que los cantos fuesen bien ejecutados
que, además de la clase que con este fin se daba todos los días, exigía que los
que debían entonar, cantar el gradual o algún motete, se ejercitasen en
particular a fin de no perturbar el coro.
En cuanto a las ceremonias, quería que se hiciesen
con la mayor perfección posible; para ello había fijado una reunión especial el
domingo, para que todos, jóvenes y mayores, aprendiesen a realizarlas con
gusto, soltura y edificación. Después de los oficios no dejaba de reprender a
los que se habían equivocado o de dirigir unas palabras de elogio a quien lo
habían hecho bien.
PÁRRAFO 10
Respeto al lugar santo
y a las cosas santas.
El Padre Champagnat era severo, sobre todo con las
faltas cometidas en el lugar santo. Un día, durante el mes de María, cuando
acababa de levantarse para la lectura del segundo punto, un Hermano joven muy
ligero y no por cierto modelo de piedad, que se llamaba Hermano de los Angeles,
se permitió distraer a su vecino con chiquilladas poco convenientes e incluso
irreverentes. El Venerado Padre, recordando sin duda las palabras de los libros
santos: “el celo de tu casa me consume” y alentado probablemente por el ejemplo
de Jesucristo expulsando a los vendedores del templo, se acercó súbitamente a
nuestro disipado joven y le propina un soberano bofetón que aterró a toda la
comunidad e hizo temblar a nuestros atrevidos jóvenes. Hecho esto, continuó la
lectura con la misma piedad y el mismo fervor, sin que se notara alteración
alguna. Ni que decir tiene que esta acción tan contraria a su carácter, y fruto
de su celo, corrigió al culpable y a todos los que, en adelante, hubiesen
estado tentados de imitarlo.
Quería que se tratasen con el mayor respeto los
objetos destinados al culto. Un día, habiéndome puesto al cuello una estola
para darme aire de cura, sin creer, sin embargo, que esto fuese una falta, un
Hermano mayor que me vio, se puso a gritarme: “¡Ah, si le viese el padre
Champagnat!” ante este reclamo de “Padre Champagnat”, me apresuro a colocar el
ornamento en su sitio. Felizmente la cosa no pasó del susto; pero con toda
seguridad habría sufrido un terrible castigo si el Venerado Padre lo hubiese
sabido. No sucedió lo mismo en otra circunstancia en que el hecho revestía
carácter de profanación sacrílega. El pequeño sacristán se permitió, un día,
más por ligereza que por malicia, y quizá más aún por glotonería, hacer en la
sacristía el papel de sacerdote. Bebió en el cáliz una copiosa ablución,
omitiendo, como mandan las rúbricas, echarle agua. Sorprendido en flagrante
delito, el Padre Champagnat lo hizo encerrar solo durante tres días en una
habitación y a continuación lo despidió. Este pecado que podía no ser más que
material, causó tal pena al Padre Champagnat, que casi perdió el apetito.
Imagínense el horror que le producirían las malas comuniones y, en general,
toda clase de profanación. No solamente recogía los trozos de hábito religioso,
las estampas, las hojitas de los libros de piedad, etc., expuestos a ser
pisados, sino que también preservaba, recortándolos, los santos nombres de
Jesús y de María que las circunstancias hubieran podido exponer a ser
manchados, hasta tal punto le movía el espíritu de fe en los más
insignificantes detalles.
PÁRRAFO 11
Otras
Virtudes
Debería hablar también de las otras virtudes del
Venerado Padre, en particular de su profunda humildad, bajo la cual escondía
ricos tesoros de gracias y méritos, y también de su devoción tan sobresaliente
a la Santísima Virgen, devoción que ha igualado al menos en confianza a la de
los más grandes santos; su vida, la Regla, el libro “Avisos y Sentencias”,
etc., hablan de ello tan elocuentemente que yo no haría otra cosa que
empequeñecer lo que en ellos se dice.
Por lo demás, contaré en otra parte algún rasgo más
que será fácil asignar a tal o cual virtud que practicó. Para terminar, me
permito citar una expresión relativa a su devoción a la Santísima Virgen, que
me repetía a menudo en el Santo Tribunal: “Mi querido amigo, me decía
apretándome fuertemente el brazo, amemos, sí, amemos ardientemente a María, sí,
amémosla ardientemente”. No eran palabras, sino más bien llamas que se
desprendían de su corazón inflamado, que despertaban en el alma los más
afectuosos y suaves sentimientos para con Aquella que él llamaba habitualmente
su “Recurso Ordinario” y que, como él decía, jamás le había fallado.
C A P I T U L O II
(Para variar,
ponemos este capítulo un poco en forma de discurso, sin indicación de
párrafos.) (*)
Algunas de las razones que nos hacen suponer que la proyectada
introducción de la causa del PADRE CHAMPAGNAT en la Curia de ROMA tendrá un
feliz resultado
Además de la finalidad de dar la enseñanza
cristiana y de propagar la devoción a la
Santísima Virgen que se propuso el padre Champagnat al fundar el Instituto,
quiso también que sus discípulos practicasen una virtud particular, que los
habría de distinguir de otras instituciones
religiosas, pues hay que señalar que todas ellas, además de las virtudes
que les son comunes y que constituyen la esencia de este género de vida, se
distinguen especialmente por una virtud, que es como su sello y su carácter
distintivo. Así, para unas es la caridad; para otras la obediencia, la
contemplación, etc., de tal modo que estas virtudes particulares, practicadas
con perfección, representan en la Iglesia
esa vestidura deslumbrante de la que habla el Rey-Profeta, adornada con
flores de muy diversas clases, refulgente de oro y enriquecida con piedras
preciosas. Pues bien, la virtud que el padre Champagnat eligió y que sería como
el sello de su Congregación, fue la humildad, con sus compañeras inseparables,
la sencillez y la modestia; y el modelo propuesto a sus Hermanos en la
imitación de esta virtud es la vida humilde, sencilla y modesta de la Santísima
virgen en la oscura casita de Nazaret. Y siendo esto así, Dios ha debido de
adornar al padre Champagnat, que debía ser como el prototipo de sus discípulos,
con la virtud de humildad en tal grado, que ocultara, como bajo un velo, no
sólo todas sus otras virtudes, sino también
los dones exteriores que caracterizan a la mayor parte de los santos que
la Iglesia propone a nuestra veneración, y cuya santidad manifiesta Dios
generalmente mediante acciones maravillosas y milagros incontestables. No se
dice en el Santo Evangelio que la Virgen de Nazaret, cuyas virtudes, sobre todo
su humildad, han sido incomparables, haya hecho, durante su vida, cosas
extraordinarias y, sin embargo, los santos padres nos aseguran que con una sola
vuelta de su rueca ha merecido más que todos los ángeles y santos juntos.
Claramente dice que el Señor hizo en ella grandes cosas, pero no fuera de ella,
durante su vida, y solamente después de su muerte todas las naciones la
proclamarán bienaventurada. Así puede decirse, guardando toda proporción, algo
parecido del padre Champagnat,. Su vida fue una vida escondida, oscura,
ordinaria, lo que no impidió que fuera colmado de gracias insignes, ni que
practicara, bajo el velo de la humildad, virtudes heroicas. Pero Dios, que se
complace en exaltar a algunos de sus santos solamente después de la muerte, ha
permitido en estos tiempos que circunstancias completamente providenciales,
desvelando su santidad, hiciesen nacer en el R. H. Superior General la buena y
excelente idea de pedir la introducción de su causa en la Curia Romana, en
vista de que hay actualmente motivos que abogan poderosamente a favor de esta
causa tan importante y, al mismo tiempo, tan gloriosa para los Hermanitos de
María, causa que, llevada a feliz término, les dará más tarde a ellos y a sus
alumnos un poderoso protector en el cielo, al que podrán rendir culto público e
invocar con seguridad.
Sobre este punto, he aquí algunas razones que me han
conmovido y que, a mi entender, merecen especial atención:
1ª. La fundación de la
Congregación que se ha establecido, ha crecido y se ha desarrollado a pesar de
los obstáculos casi insuperables que ha encontrado y que, normalmente, deberían
haberla aniquilado.
2ª. El bien que hace en la
Iglesia a favor de la juventud tan expuesta a perderse, sobre todo hoy que la
enseñanza religiosa es desterrada de las escuelas nacionales, tristemente
llamadas “escuelas sin Dios”.
3ª. La vida del Venerado
Fundador escrita por uno de sus discípulos, muy digna de crédito, vida que
presenta en su conjunto alto tan edificante que, después de haberla leído, hace
espontáneamente exclamar: “El Padre Champagnat es un santo, verdaderamente sus
virtudes son heroicas”.
4ª. Los documentos que
actualmente se producen en gran número, conteniendo unos y otros testimonios
incontestables de su santidad.
5ª. Las gracias insignes,
incluso milagrosas, que un gran número de Hermanos o personas ajenas al
Instituto han obtenido por su intercesión.
Dejando a una
pluma más elocuente, menos oxidada, menos gastada y
menos tiempo
ociosa que la mía, el cuidado de desarrollar estas
razones, me contentaré con unas palabras sobre los tres primeros puntos, por no
tener datos suficientes para hablar de los otros dos, ya que probablemente sólo
el R. H. Superior General conoce los documentos auténticos que los podrían
confirmar.
(1º.) Lo mismo que la Iglesia, la Congregación del Padre Champagnat tuvo
los primeros discípulos, tal como se lee en su vida, a cinco o seis jóvenes
pobres, ignorantes, que ni siquiera conocían los elementos de la vida
religiosa. Pero he aquí que, muy pronto, formados por el padre Champagnat, o,
mejor, por el Espíritu Santo, del que fue siempre dócil instrumento, se hacen
capaces de catequizar a los niños del campo e incluso a las personas mayores.
Es hermoso ver a estos primeros
Hermanitos de María, humildes, sencillos y modestos, ir de aldea en aldea,
escalar penosamente, pero con alegría, los estrechos senderos que allí los
conducían, reunir en algunas granjas espaciosas a la juventud del lugar y
partirles el pan espiritual de las creencias religiosas del que sus almas
estaban muy necesitadas y, además, enseñarles los conocimientos adecuados a su
condición. Pero pronto el padre Champagnat ve su obra amenazada de extinción
por falta de aspirantes. ¿Qué hace entonces? Recurre a la oración y, sobre
todo, a María que él llamaba su “Refugio Ordinario”. Y he aquí que, casi
milagrosamente, ve llegar ocho jóvenes, aunque por desgracia, casi tan
desprovistos de recursos y de conocimientos como los primeros. No importa;
pronto su celo, su entrega, su sabiduría
y piedad hacen de ellos nuevos apóstoles que continúan su obra con felices
resultados. Luego vienen otros, de modo que en poco tiempo la casa de La Valla
es demasiado pequeña para contenerlos. Hay que pensar, pues, en establecer la
Congregación naciente, a mayor escala. El Hermitage será su segunda cuna, como
La Valla fue la primera. Pero, ¡oh decepción!; precisamente en este comienzo
brillante y de prosperidad, del que el padre Champagnat era el alma y el apoyo,
la muerte viene a arrebatarlo a su querida Congregación. Muchos, ante este
golpe mortal, piensan que pronto se habrá acabado esta obra que experimentaba
tan rápido crecimiento y que, tras haber
vegetado algún tiempo, se desvanecería por completo. Pero sucede todo lo
contrario. A partir de esta época rompe las ligaduras que parecían envolverla.
Por todas partes, en el Centro, el Mediodía y el Norte de Francia, surgen como
por ensalmo numerosos establecimientos que presagian otros más numerosos aún.
El Venerado padre había dicho en vida y solemnemente en su lecho de muerte: “La
Congregación es obra de Dios y no mía; no me cabe la menor duda de que después
de mi muerte hará mayores progresos que durante mi vida”. Verdaderamente
profetizaba. Bajo su sucesor inmediato, que llamaba a la casa del Hermitage el
gran relicario del padre Champagnat, las vocaciones se multiplican; se hacen
numerosas fundaciones, de modo que este gran relicario donde reposan los restos
venerados del piadoso Fundador, el Hermitage, en una palabra, no es ya una casa
adecuada para seguir siendo el centro de la administración del Instituto. Es
necesario buscar otra más amplia, próxima a una gran ciudad, para aprovisionar
fácilmente a la comunidad y facilitar las numerosas e importantes relaciones,
que aumentan cada día, con las autoridades civiles y eclesiásticas.
Saint-Genis-Laval, cantón situado
a algunos kilómetros de Lyon, es el lugar elegido para ser la Casa-Madre, es
decir, la casa principal de la Congregación. Desde allí continúa
desarrollándose, extendiéndose, afianzándose sobre sólidas bases que parece
habrán de asegurarle una duración permanente.
Añadiremos que las Reglas que
había esbozado el Padre Champagnat son revisadas y sancionadas por el primer
Capítulo General celebrado en el Hermitage, bajo la mirada del piadoso
Fundador. Poco después de su muerte, el reconocimiento legal del Instituto, por
el que había consumido sus últimas fuerzas, se realiza en las mejores
condiciones posibles. Muy pronto le sigue la aprobación por la Santa Sede como
Congregación, con la facultad de elegir canónicamente un Superior General.
Desde entonces, el Instituto adquiere nuevo auge: grupos de los noviciados de
Francia e Inglaterra van a llevar la buena nueva a las lejanas islas de
Oceanía, adonde ya el mismo Padre Champagnat había enviado algunos hermanos
como coadjutores, para acompañar a los
Padre Maristas, a quienes la Santa Sede había confiado esta misión. Más tarde,
las tierras de Africa verán llegar, bajo su clima tórrido, a los discípulos del
Padre Champagnat y, últimamente, el Canadá y las islas Seychelles los han visto
establecerse en su territorio. Hoy, las peticiones de Hermanitos de María
llegan de todas partes. América también los reclama. ¿No es evidente que Dios
continúa gobernándola a través de sus vicarios, los sucesores del Venerado
padre, que se muestran tan dignos de él manteniendo su espíritu, su fin y sus Reglas con celo y
entrega infatigables.
Pero se dirá que la fundación y la
prosperidad de esta Congregación es, quizá, el resultado de los poderosos
medios puestos en juego para sostenerla y acrecentarla tan rápidamente, por lo
que no habría nada en ello que no fuese natural; a lo más, probaría que el
Padre Champagnat era un hombre de talento, capacitado e inteligente (cualidades
que por cierto no son de desdeñar). Por otra parte, vemos a diario industriales
dotados de estas cualidades, realizar grandes empresas, favorecidos por las
circunstancias, de las que su capacidad sabe sacar provecho para extender el
negocio. Cierto, pero nada de esto hay en la obra del Padre Champagnat, y ahí
está precisamente lo maravilloso. Léase atentamente su vida y respondo que se
exclamará con alguien que, no solamente la había leído, sino meditado
profundamente: “Da pena ver los pocos recursos con que contó este santo
sacerdote para fundar su Congregación y las continuas persecuciones suscitadas
por todas partes para impedirle consolidarla definitivamente. Este hombre era
verdaderamente un santo”. Esta persona decía verdad. En primer lugar, como el
Venerable cura de Ars, no tenía más que medianos talentos de erudición, como se
lee en su vida. Por otra parte, como él mismo decía, su caja fuerte y su tesoro
era la Providencia. ¿Cuáles han sido, pues, los medios para conseguir el éxito?
La oración, la mortificación y el recurso a María; y añadid: las cruces,
contradicciones, vejaciones, injurias, burlas, etc. Y ¿de parte de quien? De
sus enemigos, sin duda, pero más aún, nos atrevemos a decirlo (es Dios quien ha
permitido esta prueba), de parte de sus más queridos amigos y ¡quién lo iba a
creer!, de parte de aquellos que por derecho o por obligación debían prestarle
su ayuda. Ningún recurso pecuniario para comenzar su obra; solamente su modesta
paga de coadjutor. Tuvo que construir con sus manos, ayudado por sus primeros
discípulos, la humilde casa que serviría de primera cuna a su Congregación,
teniendo que iniciarlos, al mismo tiempo, en los conocimientos elementales que
pronto tendrían que comunicar a los niños. Para ello, tendrá que sustraer
algunos momentos del tiempo destinado al penoso trabajo cuyo producto apenas
alcanza, junto con algunas pobres cuestaciones, para hacer frente a lo
estrictamente necesario.
En el Hermitage, la misma pobreza
en cuanto a recursos pecuniarios. Tendrá que pedir prestado no solamente para
comprar el terreno, sino también para construir la casa, porque, ¿qué dinero
posee? Algunas módicas sumas que ganan con el sudor de su frente cinco o seis
Hermanos que, al no poder ser empleados en las clases, tejen algunas piezas de
tela para la gente de fuera, sin recortar el tiempo debido a los ejercicios
religiosos. Añadid a esto, si os parece, las pequeñas economías de algunos
hermanos Directores de los establecimientos, fruto de duras privaciones, que su
piedad filial les hace soportar animosamente, a fin de acudir en ayuda de su
buen Padre. Pero no importa; el Padre Champagnat no se desanima ante todas
estas pruebas y, cuando se critica su poca prudencia y su temeridad por
continuar un proyecto que está por encima de sus posibilidades, no tiene otra
respuesta que la de los cruzados: “Dios lo quiere y esto me basta; jamás ha
faltado lo necesario a mi comunidad en cuanto al alimento, al vestido o al
alojamiento cuando realmente ha tenido necesidad de ello”.
Cuando el Gobierno, mediante leyes
inesperadas, le suscita dificultades de todo tipo, no se conmueve por nada,
sigue adelante, no se detiene. Mediante la oración, la mortificación, y sobre
todo, el recurso a María (sus armas defensivas), triunfa de todo: las
dificultades se desvanecen, los asuntos se solucionan de la mejor manera, y su
obra, semejante al principio a un pequeño arroyo, se convierte poco a poco en
un gran río que, creciendo siempre de las santas doctrinas, en el vasto campo
de la Iglesia, y esto a pesar de los esfuerzos del infierno por secar su fuente
o detener su curso. ¿No es esto un milagro resplandeciente?...
(2º.) Pero, ¿qué bien hace la Congregación en los lugares donde ha fundado
establecimientos, noviciados o juniorados? En la época en que vivimos, este
bien es incalculable. Millares de niños que frecuentan las escuelas dirigidas
por los discípulos del Padre Champagnat reciben, junto con los conocimientos
humanos que requiere su edad, estado y condición, la enseñanza de las sanas
doctrinas de la fe, garantía contra todo error; además son formados con el mayor
cuidado en las prácticas de la religión católica, y preparados con particular
esmero a este solemne acto de la vida que decide generalmente la dicha o
desgracia eterna: La Primera Comunión, día feliz que siempre se recuerda con
dulce emoción, y que el exiliado de Santa Elena llamaba el día más hermoso de
su vida. Pero no son sólo las ciencias religiosas y humanas lo que la juventud
obtiene tan ventajosamente en las escuelas dirigidas por los Hermanitos de
María. El Venerado Fundador recomienda a sus discípulos, de la manera más
categórica y formal, dar a sus alumnos, por encima de todo, la educación
cristiana y religiosa, es decir, formar su corazón en la virtud, mediante la
palabra y los buenos ejemplos, corrigiendo sus defectos, de modo que hagan de ellos
buenos cristianos y honrados ciudadanos. Para conseguir este fin, deben
sacrificarlo todo, tiempo, salud y la vida misma, pues decía a menudo el buen
padre: “Dios ha creado esta Congregación, ante todo, para hacer santos; por
eso, en el gran día del juicio, cada Hermano pasará al banquillo antes que sus
alumnos y responderá de ellos si se han perdido por su causa; y yo, Hermanos
míos –añadía lleno de emoción-, yo pasaré antes que todos vosotros para dar
cuenta de la pérdida o salvación de todos los miembros de la Congregación”.
¡Cuánto bien hace un Hermano animado por este pensamiento y lleno de ardiente
celo para dar a conocer, hacer amar y servir a Dios, a Jesucristo y a su Santa
Madre! ¡Qué cantidad innumerable de pecados ayuda a evitar; cuántas presas
arranca al infierno, de cuántos predestinados puebla el cielo!
Permítaseme ahora una reflexión.
¿No se diría que Dios, en su infinita misericordia, inspiró al Padre Champagnat
la fundación de la Congregación especialmente para el tiempo en que vivimos? Porque,
¿se ha visto jamás la juventud expuesta a tan grandes peligros en el asunto
capital de la salvación? ¿Qué son, en efecto, esas escuelas sin Dios, sino el
aprendizaje del desenfreno, de la insubordinación y de los crímenes más
enormes? Llevando el hombre, por su mismo origen, la semilla de todos los
vicios, ¿en qué se convertirán estos jóvenes imbuidos de doctrinas perniciosas,
solicitados por ejemplos más perniciosos aún, excitados por las más vergonzosas pasiones? ¿Adónde irán al salir
de estas escuelas ateas, que se multiplican por todas partes, aun suponiendo
que se les enseñe una cierta moral cívica, que en el fondo no es sino una
inmoralidad disfrazada? ¿Quién les sostendrá en los violentos combates que
tendrán que librar contra sí mismos, sin la verdad del Evangelio que los guíe,
sin la gracia para superarlos, sobre todo cuando un mundo perverso les presente
esa copa encantada de los placeres, que encierra los más letales venenos?
¡Ay! Los periódicos nos dan a
conocer ya la vanguardia de esta generación innoble y feroz que nos preparan
estas escuelas públicas de un gobierno que ha desterrado a Dios de su enseñanza
y retirado brutalmente de las miradas de la juventud el signo sagrado que ha
civilizado a las naciones más bárbaras. He aquí contra lo que la Congregación
del Padre Champagnat está llamada a luchar; la tarea es dura, pero sus
discípulos no se desconciertan; continuamente en la brecha, se los ve en todas
partes donde el peligro los reclama, armados, como su Fundador, con la
plegaria, el celo y el recurso a María, combatir como valientes soldados y
preservar de inminentes peligros, a pesar de sus audaces antagonismos equipados
con todas las armas del infierno, a masas de niños que frecuentan sus escuelas.
Es evidente que la obra del padre Champagnat realiza un bien inmenso en la
Santa Iglesia, conservándole lo que tiene de más querido y sagrado, la
infancia, que el buen Maestro amaba con amor de predilección, llamando a sí a
los pequeños con estas tiernas y paternales palabras: “Dejad que los niños
vengan a mí y no se lo impidáis, porque el reino de los cielos es para los que
se les asemejan”.
(3º.) Según lo que acabamos de
decir, es evidente que el Padre Champagnat fue elegido por Dios para fundar la
Congregación de los Hermanitos de María, la cual, semejante a un árbol
vigoroso, ha dado y seguirá dando excelentes y abundantes frutos en la Santa
Iglesia. Admitido esto, se deduce que Dios ha debido de dar a este santo
sacerdote un carácter de santidad particular, como lo hizo a favor de aquellos
que tuvieron misiones semejantes que cumplir, pues necesariamente los buenos
frutos provienen de la bondad del árbol. Pero en el padre Champagnat, ¿cuál es
la savia poderosa que produjo los frutos excelentes de los que acabamos de
hablar y que continúa produciendo, sin no es el conjunto de virtudes que
practicó, de las que el segundo volumen de su vida nos da detalles tan
edificantes?
¿No es su fe firme e
inquebrantable la que le hacía tan obediente a todas las decisiones de la Santa
Iglesia, tan adicto a la Santa Sede y tan lleno de respeto para con nuestro
Santísimo Padre el Papa? ¿No poseía también esa fe práctica y activa que le
hacía ver a Dios presente en todas partes, temer y evitar las menores ofensas?
El diálogo que mantuvo con el Hermano Luis sobre la magnitud del pecado venial,
¿no revela cuán perfecta era la delicadeza de su conciencia y hasta qué punto
valoraba la ofensa que suponía este pecado? ¿No es su gran confianza en Dios la
que le hacía decir: “Nunca he contado más que con la Providencia para fundar la
Congregación?” Y estas otras que nos repetía en toda ocasión: “Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Y también estas otras que le resultaban
familiares: “Es Dios quien lo ha hecho todo entre nosotros, pues nosotros no
somos buenos más que para estropearlo todo”. Y ¿qué es lo que predicaba con más
frecuencia? La confianza en Dios y su gran misericordia, o bien a Jesucristo
recibiendo con los brazos abiertos al hijo pródigo y, sobre todo, la confianza
en María, asegurando que la devoción constante a esta buena Madre es una señal
cierta de predestinación, incluso para los mayores pecadores. ¿No es la caridad
la que, inflamando su corazón en santo temor
de Dios, le dio esa sed ardiente de la salvación de las almas, que es el
fin fundamental de su Congregación? ¿No es esta virtud la que le unía tan
sensiblemente a la persona de nuestro divino Salvador, de suerte que estaba
como absorto cuando meditaba los adorables misterios de su nacimiento, de su
Pasión y sobre todo de la Santa Eucaristía? ¡Qué caridad tenía para con el
prójimo, sobre todo con los pobres a los que trataba con tanto respeto y por
los que hacía tantos sacrificios!
¿No es la prudencia la que le ha hecho velar de tal forma sobre sí mismo que
nunca se le vio faltar a as menores observancias regulares? ¿No ha sido esta
misma virtud la que le hizo trazar reglamentos tan sabios tocante a las
relaciones de los Hermanos con las autoridades eclesiásticas, civiles y la
gente del mundo, reglas todas de las que dio el más perfecto ejemplo?
¿No ha sido la virtud de la justicia causa de que jamás se le haya
podido reprochar la menor injusticia con nadie, ni las menores parcialidades
con sus Hermanos, tratándolos a todos según su mérito real, sin consideración a
sus cualidades sólo exteriores y naturales? Y era tan equitativo que se decía
de él que siempre logró poner de acuerdo incluso a las personas que parecía
imposible reconciliar. Por otra parte, su profunda humildad, perfecta
obediencia y piedad, de las que trata tan ampliamente su vida, dan a entender
suficientemente que cumplía en alto grado todos los deberes de justicia para
con Dios, con el prójimo y consigo mismo. Porque justicia es hacer servir el
cuerpo como instrumento de penitencia y mortificación. Y ¿cuál no fueron las
suyas?
¿No es la virtud de la fortaleza la que le hizo superar los
inauditos obstáculos que encontró para fundar y asentar su Congregación, y
conservar esa paciencia inalterable en las fastidiosas y múltiples pruebas que
la Providencia le envió? ¡Y qué esfuerzo constante para triunfar de su pasión
dominante que, según él, era el
orgullo!, y ¿se ha visto hombre más humilde?
¿No es la virtud de la templanza la que, en los diferentes
asuntos que tuvo que emprender o tratar, le hacía examinar ante todo si de ello
podía resultar alguna ofensa a Dios? ¿No es esta misma virtud por la que logró
tan gran moderación en las cosas, incluso permitidas, y tal ecuanimidad en el
gobierno que era a la vez muy amado y singularmente respetado por sus Hermanos,
jóvenes y mayores? ¿Cuál no era su sobriedad en la comida, la bebida, el
vestido, alojamiento y mobiliario?
En su visa y en los archivos de la
Congregación se encuentran hechos probatorios de que practicó en grado eminente
estas virtudes cardinales y las otras de las que se habla en el segundo volumen
de su vida: pobreza, perfecta pureza de costumbres y extremado horror al vicio
contrario, obediencia, amor al trabajo, celo por la gloria de Dios, enseñanza
del catecismo, educación cristiana de la infancia, formación de los Hermanos y
conservación en su vocación, firmeza en la observancia regular, constancia,
paciencia y, sobre todo, humildad y devoción a la Virgen María a la que
estableció, como se ha dicho, Primera Superiora de la Congregación y que es,
según él, su piedra angular.
Cuando se lee con atención la vida
del Venerado padre, se debe considerar:
1º. Los trabajos y sacrificios que la fundación de la Congregación le
ha costado.
2º. El bien que ésta realiza en
la iglesia, del que no hemos dado sino un pequeño esbozo, porque tendríamos que
haber hablado de tantos jóvenes, juniores y novicios que ella ha retirado del
mundo, atraído y retenido en su seno a causa únicamente del nombre que lleva y
que, probablemente, se habrían perdido.
3º. El conjunto de tantas
virtudes que practicó de manera tan perfecta que no podemos por menos de pensar
que su causa será introducida en la Curia Romana. Téngase en cuenta, además,
que lo que acabamos de decir no es todo; habría que conocer también los documentos
que de todas partes llegan al R.H. Superior General, así como las gracias y
favores particulares obtenidos por su intercesión, cosas todas que ignoramos.
Pero como la Santa Iglesia es tan meticulosa, no sólo para beatificar o
canonizar a un santo, sino en la introducción de su causa, es necesario seguir
pidiendo insistentemente con fervor, que el cielo declare, mediante algún
auténtico milagro, que nuestro piadoso Fundador es digno de este insigne favor.
Terminaré este capítulo con una opinión personal que dejo al juicio del
lector. La Congregación de los Hermanitos de María verá el fin de los siglos y
tendrá que luchar contra el hombre de pecado, el Anticristo. He aquí mis
razones:
El fin del mundo, al decir de muchos, no está muy lejos, pues Dios acaba
de abrir para estos tiempos desdichados las tres grandes puertas que nos ofrece
su misericordia: el Corazón de Jesús, la Virgen Inmaculada y la devoción a su
dignísimo esposo San José. ¿Qué le queda por dar al mundo? Además es un sentir
general que ha reservado estos tres grandes favores para el fin de los siglos.
Así pues, creo que la Sociedad de María que está a mi modesto entender, en su
aurora, es el ejército que Dios ha reservado para combatir con los tres
poderosos ingenios de guerra anteriormente dichos, a aquel al que la Virgen
Inmaculada debe finalmente aplastar la cabeza. He aquí un hecho que corrobora
mi opinión y del que creo ser el único conocedor. Un día, un capellán del
Hermitage, gran devoto de la Santísima Virgen, inflamado por el celo de la
salvación de los infieles, nombrado obispo allá por el tiempo en que los
primeros Hermanos fueron enviados a Oceanía para ayudar a los Padres Maristas,
favor que deseaba ardientemente para sí el Venerado Padre, un día que este
capellán no había bajado al refectorio para la comida, el padre Champagnat
mandó al buen Hermano Estanislao para ver si estaba indispuesto. El Hermano
llama a la puerta de la habitación cuya llave estaba por fuera, pero no hay
respuesta; el Hermano insiste, pero el mismo silencio. Entonces entra y ve al
Padre, de rodillas ante un crucifijo y una estatua de María; tenia encendido y
radiante el rostro y parecía absorto en una profunda meditación. El Hermano lo
contempla en este estado extático. Al darse cuenta de la presencia del Hermano
exclamó: “Mi querido Hermano, oremos... oremos...; es la Sociedad de María,
Padres y Hermanos, la que debe combatir contra el Anticristo”. Y sin decir más,
dándose cuenta de que se había traicionado, baja al refectorio, recomendando al
Hermano el secreto sobre este asunto. Conozco este caso por el mismo Hermano
Estanislao que se sirvió de él en cierta ocasión para animarme a perseverar en
mi vocación.
Ahora bien si verdaderamente la Congregación de los Hermanitos de María
debe subsistir hasta el fin de los tiempos, cómo engrandece esta circunstancia
singular al padre Champagnat, a quien Dios, supuesto verdadero el hecho, habría
escogido para formar anticipadamente el ejército de elite, del que la
Virgen Inmaculada debe servirse para
aplastar definitivamente la cabeza de la antigua serpiente, obteniendo sobre el
Anticristo la victoria que debe aniquilar su imperio por siempre jamás.
C A P I T U L O III
Notas particulares sobre el Venerado padre;
algunos rasgos y algunas costumbres de su tiempo
Confesión
En el Santo Tribunal de la Penitencia, el Padre Champagnat no era ni
demasiado severo ni demasiado indulgente, sino que se mantenía en un justo
medio, de modo que todos sus penitentes estaban encantados con sus decisiones,
sabios avisos y buenos consejos. Los mayores pecadores encontraban en él un
corazón desbordante de la caridad de Cristo; los atraía a la práctica del bien,
hablando más a su corazón que a su espíritu, a menudo poco desarrollado. Se
notaba que tenía una sed ardiente de sus almas; los estrechaba tan fuerte y
afectuosamente cuando los confesaba, que despertaba en ellos sentimientos de
tal arrepentimiento y dolor, que a menudo sus lágrimas se entremezclaban. Con
los tibios se comportaba con más severidad forzándolos, casi a pesar de ellos,
a ser más fervorosos, poniendo ante sus ojos las consecuencias funestas de sus
negligencias, y la cantidad de gracias de las que se privaban, de las que algún
día tendrían que dar cuenta en el tribunal del Supremo Juez. En cuanto a los
fervorosos, se esforzaba en hacerlos avanzar en la perfección, sin permitirles
mantenerse en un funesto reposo; los llevaba continuamente al amor y a la
imitación de Nuestro Señor, les exigía que evitasen las menores faltas y toda
infracción a la Regla, en cuanto fuese posible. De esta manera llevó a varios
de sus Hermanos a una elevada perfección, como se puede comprobar por las
biografías de gran número de ellos. Estimaba de tal modo la confesión semanal
que le he visto varias veces, cuando estaba muy apurado, confesar a los
Hermanos mayores después de la acción de gracias, aun cuando hubiera podido
aplazar su confesión hasta los 15 días, porque como decía, hay una gracia muy
especial vinculada al sacramento de la Penitencia para corregirse nos solamente
de las faltas graves, sino también de ese hormiguero de pequeñas faltas o
imperfecciones que impiden al religioso alcanzar la perfección. Llegaba a
comprometer a algunos hermanos jóvenes o novicios, violentamente tentados o
inclinados a algún hábito pecaminoso, a confesarse dos veces por semana. Las
pruebas de lo que exponemos se hallan en su vida o han sido certificadas por
varios de sus penitentes. El buen padre tenía un don particular para conocer
por la acusación a aquellos que no eran sinceros o que, por ignorancia o por
defecto de expresión, declaraban más bien las circunstancias del pecado que el
propio pecado. ¿Le venia este don de alguna luz sobrenatural? Lo ignoro. Pero
he aquí un hecho que me induce a creerlo y que conozco por un íntimo amigo. Un
joven novicio había tenido la desdicha e conocer el mal a través de uno de sus
condiscípulos, internos uno y otro en una residencia donde la vigilancia estaba
muy descuidada. Ignorando la gravedad de su falta, va a confesarse con el Padre
Champagnat, que no tarda en constatar que había algo poco claro en su
acusación. Viendo en él, sin embargo, una gran franqueza, le hace varias
preguntas para ver claro y tranquilizarse, pero con tanta prudencia y
delicadeza (y se comprende por qué), que las respuestas de su penitente le
satisfacían sólo a medias. Un día, el novicio nota que después de cada
pregunta, el Venerado Padre, oída la respuesta, se paraba, suspiraba y oraba. Y
he aquí que, de repente, el penitente contestó sirviéndose de una expresión en
la que jamás había pensado y que descubría todo el misterio. “Lo comprendo”, le
dijo el buen padre, como al que acaban de quitarle un gran peso de encima. Le
da a conocer entonces en términos enérgicos la gravedad de la falta, le
pregunta cuántas comuniones ha hecho desde entonces y cuántas veces había
faltado; después termina asegurándole que si no se corregía pronto, la
Santísima Virgen no tardaría en vomitarle del seno (de) la comunidad (expresión
de la que se servía algunas veces para infundir horror al vicio del que
hablamos). Pero ante la franqueza de su penitente y al ver que la ignorancia
era, sin duda, la única causa de la omisión en su acusación, le dio la
absolución. Como el joven novicio estimaba mucho su vocación, las palabras del
Venerado padre le hicieron verter torrentes de lágrimas. No soportándolo más,
va algunos instantes después, todavía hecho un mar de lágrimas, a encontrar al
buen Padre que, en ese momento estaba escribiendo. Le mira fijamente, le
pregunta la causa de su tristeza: “Son, Padre, las palabras que me ha dicho
hace un rato”, citándolas textualmente. El Venerado padre, como completamente
ajeno y estupefacto, le dice con voz firme: “Mi querido amigo, ¿qué me dice?,
yo no le he dicho nada”, y continuó escribiendo. El joven novicio, muy
sorprendido, se retira triste, como es de suponer. Poco después reflexiona,
recuerda lo que le han enseñado respecto a la confesión, y comprende sin
dificultad la conducta del buen Padre para con él.
“Jamás –decía contando el hecho- ni en confesión ni en otra parte ha
vuelto el Padre sobre este asunto. Incluso, cuando me presentaba nuevamente al
Santo Tribunal, parecía ignorarlo todo. Pero, ¡qué servicio me ha prestado! En
el fondo yo no estaba muy tranquilo; había siempre en mí, después de
confesarme, cierta turbación de la que no podía darme cuenta; sin embargo, no
recuerdo haber hecho nunca voluntariamente malas comuniones”. Pero como dice el
refrán: No hay mal que por bien no venga.
En efecto, este Hermano, empleado más tarde en un internado, decía en
cierta circunstancia: “Jamás habría comprendido la importancia de la
vigilancia, ni la terrible responsabilidad de un Hermano que la descuida, si no
hubiese tenido la dicha de confesarme con el Padre Champagnat”.
Antes de terminar este párrafo, haré notar que el Venerado Padre
recomendaba mucho la acción de gracias después de la confesión. Si no os es
posible hacerla inmediatamente después de haberos confesado, hacedla en otro
momento; y no olvidéis de cumplir la penitencia, ya que forma parte integrante
del sacramento de la Penitencia; no cumplirla, por negligencia, es una falta
que debe declararse en la siguiente confesión.
PÁRRAFO 2
Comunión
Si el Padre Champagnat demostraba gran tenacidad para conseguir que no
se omitiese voluntariamente la confesión semanal, se preocupaba aún más de que
no se dejasen, sin motivo, las comuniones de Regla del jueves, del domingo y de
los días festivos, y se alzaba enérgicamente contra los que las descuidaban
fácilmente. Un día, a un Hermano que le pedía un permiso que deseaba mucho
obtener. “Oh Hermano mío, le dijo el Venerado Padre con un profundo suspiro que
revelaba su emoción, cómo me gustaría que me pidiese usted otro permiso que me
haría feliz concedérselo”.
En aquel tiempo, como todavía hoy, quienes deseaban acercarse a la
Sagrada Comunión debían pedir permiso. Esto explica las palabras del Venerado
Padre a este hermano que, desde hacía algún tiempo, omitía las comuniones.
Diremos de paso que prohibía públicamente la comunión a quienes conscientemente
habían tomado dinero, objetos del vestuario o algún material de enseñanza
pertenecientes a la casa o destinados al uso de los Hermanos, sin antes ver al
confesor y sin declarar su falta al
Superior o Director. Cuando yo entré en el noviciado, además de las comuniones
de Regla, había Hermanos muy piadosos que comulgaban el martes, como comunión
de devoción. En cuanto a la del sábado, todavía no se hacía por entonces, porque
era el día en que el Padre Champagnat confesaba a los Hermanos. He aquí cómo se
estableció esta comunión, en lo que yo puedo recordar. Un Hermano mayor, de
cierto establecimiento, muy piadoso y devoto de la Santísima Virgen, pidió al
Venerado Padre permiso para hacer una comunión particular el sábado, además de
la del martes, lo que le concedió de buen grado. Otros después le imitaron, de
tal modo que pronto la comunión del sábado se convirtió en una comunión de
devoción como la del martes. Más tarde fue permitida a todos los Hermanos
profesos y, como excepción, a todos los que se preparaban a la profesión y que
manifestaban gran deseo de hacerla. Hay que destacar que para hacer todas las
comuniones de devoción y otras extraordinarias se necesitaba un permiso
especial del Superior.
El Padre Fundador, considerando la preparación a la Sagrada Comunión
como algo muy importante, había dispuesto que entre cada comunión hubiese, en
lo posible, un día de intervalo, y si la coincidencia de algunas fiestas especiales
impedía este día de preparación, las comuniones de devoción e incluso, algunas
veces, las del jueves, eran reemplazadas. Sin embargo, sucedió que en
ocasiones, con motivo de ciertas coincidencias de fiestas, hubo permiso para
hacer dos y hasta tres comuniones consecutivas, pero nunca cuatro, por respeto,
decía, hacia el augusto Sacramento, temiendo que, por esta continuidad y por
otras razones que no recuerdo, faltase la preparación conveniente. Sé que, sin
embargo, había permitido a un Hermano de un establecimiento, comulgar todos los
días, excepto el miércoles. Me inclino a creer que, como el Venerado Padre
tenía gran devoción al Sagrado Corazón de Jesús, en vista del incremento de
esta devoción en nuestros días, habría aprobado como comunión de devoción la
del primer viernes de mes o que, de acuerdo con sus sentimientos, la
reemplazaría por la del sábado.
El piadoso Fundador insistía mucho en que los que no habían tenido la
dicha de hacer las comuniones de Regla, quedasen al menos durante la acción de
gracias porque, según decía, debían desquitarse de esta privación mediante una
ferviente comunión espiritual. En cuanto a las comuniones de devoción, no eran
obligatorias.
Como digresión referiré un hecho que me viene a la mente. El cuarto día
de mi noviciado, martes (yo había entrado un sábado), durante la acción de
gracias, me presenté en clase con los otros novicios y, sabiendo por una parte
que el Hermano Francisco, entonces encargado de nosotros, estaba en la oración,
y por otra (cuán lejos estaba yo de tener la fe del Venerado Padre Champagnat
que siempre tenía a Dios presente), me permití hacer algunas muecas para
divertir a los novicios. Pero he aquí que el Hermano Francisco, interrumpiendo
su acción de gracias, llega de pronto y me obsequia, como regalo e mi primera
penitencia, con un libro grande como la Biblia, para que lo aprenda de memoria.
Después, sin más explicación, se fue
respetuosamente a continuar su acción de gracias. Pueden imaginarse si
me quedarían ganas de volverlo a hacer.
PÁRRAFO 3
Cantos
Aunque al Padre Champagnat le gustaba mucho el canto, prefería que se
siguiesen las oraciones de la Misa con el celebrante; incluso hubo un momento
en que todos los que asistían al Santo Sacrificio respondían al sacerdote con
los monaguillos. No obstante, permitió que se cantasen cantos del tiempo
litúrgico, desde el Introito hasta el Evangelio exclusivamente, y desde las
primeras abluciones hasta el final de la Misa, pero sólo el miércoles y
viernes. Más tarde, a partir de una petición que le fue hecha, permitió estos
dos días continuar el primer canto hasta el prefacio exclusive. También
toleraba que jueves y domingos se cantase algo “ad hoc” durante la Sagrada
Comunión, cuando la mayoría había comulgado. Algunos sábados se cantaba en
honor de la Santísima Virgen, al comienzo de la Misa, pero nunca al final,
sobre todo si había comunión. En cambio, no se cantaban cantos cuando se
trataba de una fiesta importante, porque quería que se siguiese la Misa todo el
tiempo en el misal. En todo esto seguía el espíritu de la Iglesia que deseaba
que durante la celebración de los Santos Misterios, no se dejen oír más que
cantos litúrgicos. Admiramos, una vez más, el respeto del piadoso Padre hacia todo lo relacionado con
el culto sagrado. No sé muy bien lo que habría pensado del armonio que, a
veces, con sus sonidos metálicos y ensordecedores, quita a la melodía su
carácter religioso, sobre todo si supera de tal modo al coro, que no se oyen
las palabras del texto, armonía que evidenciará el mérito del compositor, pero
que va ordinariamente en detrimento de la piedad, cuyo sentimiento embota para
no halagar más que a algunos oídos e irrite a otros. A este propósito, el
Hermano Francisco, que tan bien conservaba el espíritu del Venerado padre, decía.
“El unísono, o bien una armonía suave y sencilla y sin estruendo, es lo más
adecuado para una comunidad; es necesario que el organista se preocupe de
sostener el coro sin querer dominarlo. Por lo que mí respecta, añadía, el
armonio, normalmente, debe ser un cantor, y un cantor que sólo tiene una voz”.
La intención del Venerado Padre era que se cantase siempre un breve cántico al final del mes de María, que se hacía
de la siguiente manera en todas las casas de noviciado:
1º. Letanías de la Santísima Virgen, cantadas.
2º. Inviolata.
3º. Lectura seguida de un ejemplo.
4º. Plegaria al final: Acordaos... Por vuestra santa virginidad, etc.
5º. Cántico. Si había bendición, se daba después de las oraciones
anteriormente citadas y se terminaba también con un cántico.
PÁRRAFO 4
Retiro
mensual
En mi tiempo, el primer domingo de mes era día de retiro para prepararse
a la muerte y renovarse en los buenos sentimientos del retiro anual. Se hacía
no sólo en las casas de noviciado, sino también, el jueves, en los
establecimientos. Ese día, en la Casa-Madre, el recreo que seguía a la Misa
solemne, era reemplazado por media hora de meditación; otras veces se leían
como tema de la misma las máximas de san Ligorio sobre los Novísimos, obra que
el padre Fundador estimaba sobremanera. Cada uno, durante el día, debía estar
más recogido y estaban prohibidos los juegos en el recreo que seguía a la
comida. Durante el día, se destinaba un momento para revisar las resoluciones
del año y, si era necesario, tomar otras nuevas. Se invitaba a todos los
Hermanos a hacer el acto de preparación a la muerte y a rezar las letanías de
los agonizantes. En una palabra, era un día de renovación en la piedad, el
fervor y la observancia regular.
PÁRRAFO 4
Retiro mensual
En mi tiempo, el primer domingo de mes era día de retiro para prepararse
a la muerte y renovarse en los buenos sentimientos del retiro anual. Se hacía
no sólo en las casas de noviciado, sino también, el jueves, en los
establecimientos. Ese día, en la Casa-Madre, el recreo que seguía a la Misa
solemne, era reemplazado por media hora de meditación sobre los Novísimos. Lo
mismo se hacía en el recreo que seguía a
las Vísperas. El Padre Champagnat daba él mismo alguna vez esta meditación;
otras veces se leían como tema de la misma las máximas de san Ligorio sobre los
Novísimos, obra que el Padre Fundador estimaba sobremanera. Cada uno, durante
el día, debía estar más recogido y estaban prohibidos los juegos en el recreo
que seguía a la comida. Durante el día, se destinaba un momento para revisar
las resoluciones del año y, si era necesario, tomar otras nuevas. Se invitaba a
todos los Hermanos a hacer el acto de preparación a la muerte y a rezar las
letanías de los agonizantes. En una palabra, era un día de renovación en la
piedad, el fervor y la observancia regular.
PÁRRAFO 5
Disciplina
Como se ve en la vida del Venerado padre, el orden, el trabajo y la
disciplina le resultaban casi naturales; recomendaba especialmente esta última
a los Hermanos que se dedicaban a la enseñanza, considerándola como la base de
la instrucción y educación. Pero en esto, como en todo lo demás, daba ejemplo
el primero. Según, el, el orden, el silencio y la disciplina dan a las
comunidades ese sello religioso de santidad que edifica a cuantos las visitan.
En efecto, la casa del Hermitage exhalaba algo de ese perfume de piedad y
recogimiento que se siente cuando se visita la Trapa o la Gran Cartuja. Ya
hemos visto en el capítulo primero la importancia que el piadoso Fundador daba
a la observancia de la regla del silencio, que él llamaba el alma de la
disciplina. Pero otra cosa muy distinta era si se trataba de faltas al
“silencio mayor”. Entonces no había indulgencia. He aquí un hecho que me contó
el Hermano Jerónimo. Un Hermano joven, de los más piadosos y observantes del
silencio, pero enfermizo, vio, durante la noche, arder su lecho, a causa de un
ladrillo que le habían puesto al fondo de la cama para calentarle los pies. Y,
cosa increíble, en lugar de pedir auxilio, porque no quería faltar al silencio,
iba retirando poco a poco los pies a medida que el fuego avanzaba, y
probablemente lo hubiese pasado muy mal, si el buen Hermano Jerónimo, que hacía
su recorrido habitual –como se cuenta en la vida del Padre Champagnat-, para
ver si todo estaba seguro, no hubiese llegado a tiempo para socorrerlo. El
relato de este hecho me impresionó de tal modo que, en mi toma de hábito, pedí
me dieran el nombre de este Hermano, favor que el buen Padre me otorgó de buena
gana cuando le dije el motivo que me movía a hacer esta elección.
El orden se mantenía en la casa no menos que el silencio. El Venerado
padre no quería que se corriese de acá para allá en el edificio, ni que se
fuese a un taller diferente de aquel en que se trabajaba, sin un permiso que,
ordinariamente, se daba mediante la entrega de una medalla especial, que debía
devolverse al que la había entregado, de modo que pudiese calcular el tiempo
transcurrido. Todos los jefes de taller llevaban un cuaderno donde anotaban a
todos los que venían sin permiso, así como los que perdían el tiempo o faltaban
al silencio y, cada ocho días, lo entregaban al padre Champagnat que,
generalmente, daba una penitencia pública a los desfavorablemente calificados.
Además, cada ocho o quince días reunía a los encargados de los trabajos y a los
jefes de taller y les preguntaba sobre lo que, a su parecer, dejaba algo que
desear en el conjunto de la casa y lo que podía dar lugar a alguna reforma.
Indicaba a cada uno la forma de comportarse para acertar en su cometido y,
sobre todo, les indicaba las economías que podían hacer en su trabajo.
En cuanto a los no empleados en ningún taller, el encargado de los
trabajos les indicaba la víspera en qué debían ocuparse al día siguiente, de
forma que, al salir de Misa, todos iban en seguida a su trabajo sin perder
tiempo yendo de un lado a otro, cosa que detestaba singularmente el Padre
Champagnat.
Permítaseme aquí, como digresión y agradecimiento, unas palabras sobre
mi jefe de taller, el buen Hermano Juan José, modelo acabado de piedad,
sencillez, rectitud, caridad y sobre todo regularidad. Conocedor de los dogmas
de fe más allá de lo que, debido a su empleo se podía suponer, el Padre
Champagnat se complacía en interrogarle durante las lecturas, sobre todo a
propósito de cuestiones religiosas, y siempre sus respuestas satisfacían
plenamente al buen Padre, por lo que le estimaba mucho. Con su trabajo,
consistente en tejer tela o paño para la casa o para la gente de fuera,
suministraba al Padre Champagnat algunas cantidades muy apreciables. Con un
placer indecible le llevaba cuanto había recaudado y hubiera sentido escrúpulo
en guardar un solo céntimo para su taller, sin haber obtenido el debido
permiso. Compaginaba con su oficio de tejedor el de portero y campanero. Fue él
quien, con encantadora sencillez, dijo al procurador Real, con ocasión de su
visita domiciliaria al Hermitage: “No sé lo que es un marqués, pero el Padre
Superior se lo dirá”.
Era tan exacto en tocar a las horas reglamentarias, que jamás se le
sorprendió en falta, confundiéndose el sonido del reloj y de la campana. Este
piadoso Hermano sufrió un ataque de apoplejía jugando a las brochas y fue, no
me cabe la menor duda, a reunirse con el buen Padre Champagnat al que tan
adicto había sido. Pero volvamos a nuestro tema y digamos una palabra más sobre
el espíritu de orden de nuestro amado Padre. Veía siempre con disgusto que se
fuera a la cocina sin motivo o a la enfermería si no era para visitar a los
enfermos. El mismo Padre Champagnat no dejaba de visitarlos todos los días para
consolarlos y ver si les faltaba algo. Aparte esas visitas de caridad, sólo
veía con disgusto que se dejase la
ocupación, aunque fuese por breves momentos[51], por naderías o para satisfacer la curiosidad y enterarse de algunas
noticias de los que iban o venían o a través de los periódicos, aunque dicho
sea de paso, no recuerdo haber visto un
solo periódico en manos de nadie durante todo mi noviciado.
He aquí un hecho que pone de manifiesto el trato que daba a los curiosos
deseosos de verlo y escucharlo todo,. Viniendo un día los alumnos del colegio
de Saint-Chamond de paseo por las proximidades del Hermitage, se permitieron,
sin previo aviso al Padre Champagnat, llegarse hasta el portal y tocar con sus
instrumentos musicales aires del todo inconvenientes para una casa de silencio
y recogimiento. Al oír unas melodías desacostumbradas, los Hermanos, que
ordinariamente sólo oían el murmullo sordo y monótono de las aguas del Gier,
quieren enterarse de qué se trata; varios Hermanos, en su mayoría jóvenes,
dejan furtivamente el trabajo y se dirigen al portal, miran a través de la
verja, escuchan y, naturalmente, se permiten hablar, no muy fuerte, eso sí,
temiendo alguna sorpresa desagradable. El Padre Champagnat que los observaba
sin ser visto, se contentó con anotar sus nombres. Satisfecha su curiosidad, se
retiran cautelosamente uno tras otro y reemprenden su trabajo. Esto ocurría
algún tiempo después del recreo de mediodía. Pero por la tarde, después del
“benedicite” que precede a la cena, El Venerado padre llama a los culpables,
alrededor de una docena, y los castiga a comer el potaje de rodillas en medio
del refectorio, acompañando esta penitencia de una enérgica corrección sobre su
poca mortificación, censurando especialmente a los mayores que se habían unido
a los jóvenes.
PÁRRAFO 6
Penitencias
Queriendo el padre Champagnat formar a toda costa religiosos humildes,
sencillos y modestos, y dar a su Congregación un sello particular de humildad,
mediante la práctica de actos de esta virtud, consideraba un deber imponer
penitencias públicas no sólo por faltas importantes, sino también por saltas
que en sí mismas parecían ligeras. Más aún, Hermanos jóvenes y mayores hacían
voluntariamente penitencias de cuando en cuando con el único objeto de
humillarse. He visto al Hermano Francisco y al Hermano Luis María, uno y otro
Superiores Generales después de la muerte del Padre Champagnat, pedir perdón,
de rodillas, en el refectorio, por las faltas que hubiesen podido cometer
contra la Regla y el disgusto ocasionado a sus Hermanos.
Había permanentemente en el refectorio una silla, y más tarde una
pequeña mesa redonda, que recibía convidados con bastante frecuencia, y cuyo
asiento era sencillamente las dos rodillas sobre el suelo. Además de esta
penitencia pública por faltas ligeras, había otras que no entro en detallar,
habida cuenta de que están enumeradas en la Regla. Se imponían también otras
penitencias ocasionales, que eran las más frecuentes. Así, por ejemplo, si se
rompía o deterioraba un objeto, había que presentarse en el refectorio con los
fragmentos del objeto roto o estropeado y permanecer allí hasta que el Venerado
padre diera la señal de retirarse. Un día que tuve la mala suerte de romper por
la mitad el instrumento que sirve para retirar la brasa del horno, fue a
confesar mi torpeza al Venerado padre, quien por toda respuesta me dijo
escuetamente: “usted conoce la penitencia acostumbrada”. “Pero, Padre, le dije
ingenuamente, es muy largo para traer los dos trozos al refectorio”. Sin
decirme nada –admiren su bondad-, se puso a sonreír. Sin dificultad comprendí
que estaba dispensado de la ceremonia acostumbrada que, por otra parte, no me
agradaba mucho. No crean que estas penitencias un tanto numerosas irritaban a
los Hermanos que las padecían; nada de eso; se cumplían religiosa y
alegremente. Lo que más se sentía era el haber apenado al buen Padre. Por lo
demás, estas penitencias eran siempre dadas sin enfado y con tanta justicia,
que jamás se habría osado replicar una sola palabra. Por amor a la justicia
querían que todos los encargados la practicasen con sus subordinados, y cuando
faltaban, los censuraba, si no abiertamente, sí a través de procedimientos que
les hacían reconocer su falta de equidad.
He aquí, a este respecto, un hecho que me concierne y que manifiesta
cómo exigía que la penitencia fuese proporcionada a la falta. Cierto día que,
durante la lectura espiritual, me permití hacer ruido en mi mesa al fijar una
estampa en una pequeña capilla que había hecho en ella, para recordar la que yo
había erigido en la casa paterna con mi buena madre y que, por cierto, echaba
mucho de menos, el Maestro de novicios, un poco excitado por algunos
atolondramientos míos anteriores que se me escapaban con bastante frecuencia,
me mandó aprender mil doscientas líneas. ¡Mil doscientas líneas, me dije, eso
está desproporcionado con la falta! Aunque todas las otras penitencias las
cumplía sin decir palabra, dándome cuenta de que las tenía bien merecidas, ésta
me pareció tan injusta que me hizo verter abundantes lágrimas. Conociendo la
bondad y la justicia del Venerado Padre, me aventuré a ir a verlo, con el
corazón oprimido y los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué sucede?, me dice al verme
entrar. Enseguida le conté con el mayor detalle la causa de mi pena. Entonces,
sin responderme, saca una hoja del cajón, hace gotear lacre sobre ella, graba
allí su sello, y escribe una sola línea. ¿Cuál era su contenido? Helo aquí
textualmente: “Pago de las mil doscientas líneas”. Se lo agradecí lo mejor que
supe y llevé en seguida la hoja a mi acreedor. El buen Hermano la recibió con
mucho respeto, al ver de dónde venía, y ahí terminó todo. Y pregunto, ¿era
bueno, era justo nuestro Venerado Fundador?
Añadiré, para alabanza del buen padre, que jamás volvía a recordar la
falta cometida, por grave que fuese, una vez perdonada o satisfecha mediante
una penitencia. De tal modo la olvidaba que no solamente no la echaba en cara
jamás, sino que si se repetía o si otra falta se la traía a la memoria, no
hacía ninguna referencia a ella y obraba como si nada tuviesen que ver la una
con la otra. No resulta fácil comprender hasta qué punto este proceder de un
corazón sin rencor y sin hiel le ganaba el afecto de todos sus Hermanos. De
esta rectitud y equidad resultaba necesariamente un justo equilibrio que le
protegía de toda parcialidad para con los Hermanos. Jamás se le ha achacado
este defecto, causa frecuente del mal espíritu en las comunidades. Su divisa
práctica a este respecto eran las palabras de la Sagrada Escritura: “A cada uno
según sus obras”, o estas otras de nuestro Código: “Todos los Franceses son
iguales ante la ley”. Del mismo modo, todos los religiosos son iguales ante las
mismas Reglas que les conciernen.
PÁRRAFO 7
Emulación
Al leer la vida del padre Champagnat, casi se extraña uno de la
importancia que daba al estudio y preparación del catecismo, y cuán grave era a
sus ojos la culpabilidad de un Hermano que no lo diera en su clase o que lo
hiciera sin preparación y de un modo tan descuidado como poco interesante. Para
estimular a los Hermanos en este punto capital de la Regla, estableció en el
Hermitage que, mientras fuese posible, los alumnos un poco más capacitados
diesen el catecismo, cada uno por turno, no sobre un tema cualquiera, sino
sobre el capítulo del día. Siempre avisaba previamente, a fin de que se pudiese
preparar convenientemente. A tal efecto se habían puesto a disposición de los
que debían hacerlo, diversos catecismos explicados. El amado Padre venía
algunas veces de incógnito para escuchar al que desempeñaba esta función, para
luego corregir o estimular al interesado. Le gustaba, sobre todo, que se diera
mediante sub-preguntas “ad-hoc”, claras, precisas y sólidas. Los Hermanos
“predicadores” –así llamaba a los que daban la clase sin hacer preguntas- no
obtenían su aprobación, por muy capacitados que estuviesen. El tono, aunque
animado, debía ser moderado, los términos sencillos, las comparaciones
ajustadas y naturales, etc. Varias veces me había reprendido por el tono de voz
demasiado elevado y, al ver que no me corregía, entra un día inesperadamente en
la sala donde daba el catecismo y me dio una severa amonestación, pero tan
hábilmente que no hizo sino reforzar mi autoridad en lugar de debilitarla.
Desdichadamente no supe aprovechar su caritativa corrección, y ¡cuántas fatigas
inútiles se siguieron de ello!
Los domingos y días festivos todos debían aprender el Evangelio del día;
quería que se recitase al pie de la letra, en cuanto fuera posible, porque,
decía, habiendo sido dictadas por el Espíritu Santo las palabras que contiene,
mutilarlas es una especie de profanación. Algunas veces venía él mismo para
hacerlo recitar y explicarlo, lo que hacía de un modo tan interesante que no se
podía dejar de escucharle. Constituía para él un verdadero placer que, además
del Evangelio, se recitase también la epístola. Y mayor aún era su satisfacción
cuando el domingo de Ramos se presentaban muchos para recitar la Pasión. Así
pues, se preparaba esta recitación con varios días de antelación. Una bella estampa
era siempre la recompensa de los que la recitaban bien. Algo sé yo sobre el
particular.
Como había notado que, en general, no se contestaba a los “benedicite”
de ciertas fiestas, entonces muy variados, mandaba hacer, de vez en cuando, un
trabajo sobre los mismos, que luego se leía públicamente en el refectorio. Algo
parecido sucedía con la lectura del francés y del latín. Reprendía
continuamente las pronunciaciones defectuosas, la falta de pronunciación de
todas las letras, la mala articulación de las vocales y consonantes, las faltas
de puntuación, en una palabra, todo lo que hace defectuosa la lectura. Le he
visto pasar, a menudo, parte de las comidas corrigiendo a algunos Hermanos, a
quienes la pronunciación defectuosa de su región habría podido poner en
ridículo ante la gente de fuera y hacer contraer a los niños los mismos
defectos. Recuerdo que un Hermano, a causa de su acento procedente del
“patois”, pronunciaba el sonido “an” como “on”; así, decía les “onges” por les
“anges”. No es posible decir cuánto trabajo se tomó el buen Padre para
corregirlo de esta rara pronunciación.
La correcta lectura del latín era también objeto de su solicitud. Decía:
“Los Hermanos, obligados a rezar el Oficio y otras oraciones en una lengua que
no comprenden, están expuestos a cometer muchas faltas; deben, además,
formar a los niños en este tipo de
lectura, para que puedan seguir los oficios de la Iglesia; en fin, algunas
veces pueden encontrarse en el caso de tener que cantar ellos mismos la Misa,
las Vísperas, etc. Por todas estas razones es necesario que sepan leer
perfectamente el latín y no desfigurar una lengua que comprenden los señores
curas, que no dejarían de sentirse molestos.
Además, añadía, por se empleada esta lengua en el culto divino, en el
texto de la Sagrada Escritura y en muchas otras fórmulas de oración, merece que
se la respete hasta en la menor de sus sílabas. De ahí la costumbre de besar el
suelo en medio de la sala, cuando alguien se equivocaba ostensiblemente en la
recitación del Oficio y cuando se distraía al coro.
El Padre Champagnat concedía también gran importancia a la buena
escritura, y la consideraba, con el catecismo y la lectura, como la esencia de
la enseñanza primaria. Sin embargo, no dejaba de estimular a los Hermanos en el
resto de las materias, como ortografía, redacción, aritmética, historia (sobre
todo la Historia Sagrada), geografía, agrimensura, teneduría de libros y dibujo
lineal. Incluso tenía para esta última un maestro de fuera, y recuerdo que
también venía otro, durante las vacaciones, para dar lecciones de teneduría de
libros, parte de la enseñanza que entonces tenía gran importancia. En una
palabra, todas las ramas que integraban la enseñanza primaria se llevaban a la
práctica gracias a su tacto, saber hacer y dedicación, pero jamás esta
animación redundaba en detrimento del catecismo, de los ejercicios de piedad o
de la Regla.
Añadiremos que, además de las conferencias trimestrales y los exámenes
de las vacaciones, de los que se habla en la vida del Venerado Padre, había
establecido en todas las casas de noviciado, con el fin de estimular a los
Hermanos, un ejercicio llamado “dominical”. Consistía en el repaso de las
lecciones de la semana y duraba alrededor de una hora. El que era llamado a
recitar, se adelantaba al medio de la sala, y allí, de pie delante de una
silla, respondía a las preguntas que le hacían. Frecuentemente venía el padre
Champagnat a presidirlo, y no dejaba de aplicar el correctivo más o menos
fuerte a aquellos cuyas respuestas denotaban negligencia o pereza, y de los que
previamente le habían informado que adolecían de estos defectos.
De todo lo dicho sacamos en conclusión que el espíritu de fe dirigía en
todo al Padre Champagnat, aun en los más pequeños detalles. Otras muchas
costumbres han sido abrogadas y de ellas, por tanto, no hablaré, pues no atañen
ni mucho ni poco a mi objetivo. Sin embargo, ¡cuán respetables deben ser, en
una comunidad, después de las Reglas, los usos y costumbres establecidos por el Fundador! Y ¿cómo
comprender que, algunos, sin ninguna autoridad que los legitime, y
considerándolos como cosas caducas, establezcan otros de acuerdo con sus
gustos, en lugar de conservarlos, al menos por respeto, en toda su integridad?
I N
D I C E
Memorias. Vida del Padre Champagnat
Motivos de esta traducción
PRESENTACIÓN
I.
El autor
II.
Los “Cuadernos”
III.
Fidelidad al texto
PRIMERA PARTE
Resumen de la vida del padre Champagnat
Introducción
Prólogo
Capítulo I. Juventud del padre Champagnat
Capítulo II. El seminario mayor
Capítulo III. Renueva la parroquia de La Valla
Capítulo IV. Fundación de la Congregación y primeros establecimientos
Capítulo V. La Congregación amenazada de extinción por falta de vocaciones
Capítulo VI. Contradicciones
Capítulo VII. Nuevas contradicciones a consecuencia de la construcción de la.
casa del Hermitage.
Capítulo
VIII. Contratiempo
que experimenta el padre a causa de un capellán que pretende ser él mismo el verdadero
superior de la congregación.
Capítulo
IX . Primeros votos
Capítulo
X. Otras
contrariedades domésticas ocasionadas por la revuelta de
algunos de sus Hermanos con motivo de
ciertas normas.
Capítulo
XI. Los
acontecimientos de 1830. Serenidad del Padre Champagnat.
Capítulo
XII. Nuevas
gestiones para obtener la autorización del Instituto.
No habiendo
obtenido el resultado deseado, la Providencia se
ocupa de ello
de una forma tan singular como inesperada.
Capítulo
XIII. La Congregación se ve en peligro de perder su nombre y su
existencia.
Capítulo
XIV. Impresión de la Regla.
Capítulo
XV. Trabajos del Padre Champagnat concernientes a la Sociedad
de María.
Capítulo
XVI. Últimas diligencias realizadas para obtener la autorización
de la
Congregación.
Capítulo
XVII. Última enfermedad del Padre Champagnat.
Capítulo
XVIII. Recibe los últimos sacramentos.
Capítulo
XIX. Testamento espiritual. Su muerte
SEGUNDA PARTE
CONCLUSION
Vista panorámica del estado actual de la Congregación
1.
El padre Champagnat fue elegido
por Dios para fundar la Congregación de
los Pequeños Hermanos de María.
2.
Fin de la Congregación
3.
Espíritu de la Congregación de
acuerdo con su nombre, y, por consiguiente, espíritu de su Fundador.
4.
Maravilloso desarrollo de la
Congregación
5.
Bien que la Congregación realiza
en la Santa Iglesia
6.
Mi opinión personal sobre la
duración de la Congregación.
TERCERA PARTE
APÉNDICE
PRÓLOGO
Capítulo 1. Mis relaciones con el Padre Champagnat
1.
Mi entrada en el Hermitage
2.
Comienzo de mi noviciado
3.
Mi toma de hábito
4.
Mi primera salida
5.
Mi vuelta al Hermitage
Capítulo
II. Cosas edificantes: virtudes, rasgos, reflexiones
1.
Recuerdo de la santa presencia de
Dios
2.
Su temor y horror al pecado (no
tenía otro temor)
3.
Su humildad
4.
Oración
5.
Mortificación
6.
Su generosidad
7.
Su fe
8.
Su obediencia a los superiores. Su
respeto y su deferencia para con el alto clero
9.
Su devoción al Santísimo
Sacramento
10.
Su respeto por el lugar santo y
las cosas santas
11.
Su confianza en Dios
12.
Su devoción a la Santísima Virgen
Capítulo III. Notas particulares sobre el padre Champagnat y
algunos rasgos y usos de su tiempo
1.
Confesión
2.
Comunión
3.
Misa y cánticos
4.
Retiro mensual
5.
Disciplina
6.
Pruebas
7.
Penitencias
8.
Recreos
9.
Emulación
10.
Conclusión final
DUODÉCIMO CUADERNO
Pequeño apéndice a la vida del Venerado Padre Champagnat (en dos
volúmenes en
dozavo). Notas, rasgos,
reflexiones. Su espíritu.
PRIMERA PARTE
INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO
1.
Mi apreciación sobre la
autenticidad de la vida del padre Champagnat escrita por uno de sus primeros
discípulos
2.
Lo que yo pienso de su autor
3.
Reflexiones sobre su vida
Capítulo 1. Sus virtudes
1.
Presencia de Dios
2.
Temor al pecado
3.
Vigilancia
4.
Oración
5.
Mortificación
6.
Su liberalidad
7.
Su fe
8.
Su devoción al Superior General
9.
Su devoción al Santísimo
Sacramento
10.
Respeto al lugar santo y las cosas santas
11.
Otras virtudes
Capítulo
II. Algunas de
las razones que nos hacen suponer que la proyectada introducción de la causa
del PADRE CHAMPAGNAT en la Curia de ROMA tendrá un feliz resultado.
Capítulo
III. Notas
particulares sobre el Venerado Padre; algunos rasgos y algunas costumbres de su
tiempo.
1.
Confesión
2.
Comunión
3.
Cantos
4.
Retiro mensual
5.
Disciplina
6.
Penitencias
7.
Emulación
NOTAS
ÍNDICE
[1] No es Claudio Duplay, párroco de Marlhes, quien fue superior del seminario mayor, sino su hermano Juan Luis Duplay, condiscípulo y mentor de Marcelino Champagnat, en el seminario menor de Verrières.
[2] Cuñado
[3] Cuñado
[4] En la fiesta de los Reyes Magos, una tradición quiere que se exclame: El rey bebe, cada vez que bebe el que ha dado el “rey” - pequeña figura de porcelana o sorpresa que se mete en el pastel que se compra ese día -. El Hermano Silvestre parece testigo de la utilización de un sustantivo: “roisbois” que él traduce a su manera y que tiene el sentido de: vino servido en esta ocasión
[5] En realidad, el joven Montagne tenía 17 años. (Ver Boletín del Instituto, nº 204 pág. 370)
[6] El Hermano Silvestre había escrito “serait”, después corrigió y puso “sera”
[7] Por orden de llegada, es mejor, sin duda, referirse al Hermano Lorenzo que estaba presente cuando ni el Hermano Juan Bautista ni el Hermano Silvestre lo estaban. Ahora bien, el Hermano Lorenzo dice: Un joven muy virtuoso (J.M. Granjon). Mi hermano fue el segundo y yo el tercero, Couturier, o Hermano Antonio, el cuarto, el Hermano Bartolomé y el Hermano Francisco.
[8] Devoción a San Luis Gonzaga
[9] En lugar de las tres palabras [en el original] entre paréntesis, el Hermano Silvestre ha escrito “et”.
[11] Alrededor de 10,000 dólares de 1974.
[12] Plural por atracción del atributo.
[13] “Lui défendit formellement de ne plus s’en occuper”: “le prohibió formalmente volver a pensar en ello”: refuerzo abusivo de dos negaciones
[14] “Monseigneur d’Amasie”: Monseñor Gaston des Pins, arzobispo de Amasie, Administrador de la diócesis de Lyon.
[15] “Capítulo General de 1856”; ver la nota de la página 59.
[16] El escrito de puño y letra del Venerado Padre, del que aquí se trata, es probablemente un registro conservado en los archivos de la Casa Generalicia, con el No. 2, que servía al Venerado Padre como libro de cuentas, así como de cuaderno borrador para distintos asuntos: cartas que tenía que escribir a ciertos personajes, listas de toma de hábito en perspectiva con los nombres de religión que les impondría, asuntos que tratar en consejo con los principales Hermanos, etc. Este registro se titula (primera página) “Libro de cuentas de la casa del Hermitage de Nuestra Señora, para los productos e ingresos del año 1826”. Se leen en la página 37, arriba, capítulo 17, los dos textos siguientes, de los que el primero habrá sido citado de memoria al no tenerlo en sus manos el Hermanos Silvestre en el momento de la redacción de su manuscrito:
“1º. Los Hermanos de María harán votos simples de castidad, pobreza, obediencia y estabilidad en la Sociedad.
2º. (No) se admitirá a los votos perpetuos más que a los que hayan alcanzado la edad de veintiún años y hayan hecho ya los votos simples de tres años. Todos los años se renovarán los votos.”
[17] Los paréntesis explicativos son siempre del Hermano Silvestre. Sólo los paréntesis de corrección gramatical son de la edición.
[18] Este párrafo es una llamada expuesta sobre las páginas 147 y 148.
[19] Sobre el señor Séon (Esteban) originario de Tarentaise, ver Origines Maristes IV, 351. Parece realmente el destinatario de una carta que habla de una primera idea de la Sociedad de María por parte de Bernardo Daries, al final del siglo XVIII (Documento 418).
[20] El señor Séon fue encargado del taller de cintas en 1827-1828 (Origines Maristes IV, 351).
[21] Sobre el señor Bourdin, ver Origines Maristes IV, 203. Se ha creído hasta su muerte (1833) que tenía importantes documentos sobre los orígenes y especialmente sobre el padre Champagnat, pero se ha encontrado muy poca cosa.
[22] “1836, 11 de marzo: decreto de la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, aprobado por el Santo padre en el mismo día, que contenía la aprobación de la Sociedad de María”.
29 de abril: breve “Omnium gentium” aprobando la Sociedad de María y autorizando a sus miembros a elegir un Superior General, así como a emitir votos simples.
El autor escribe: “su elección posterior al breve”; el contexto exige “anterior” al breve.
[23] Los tres Hermanos son: Marie-Nizier (J. B. Delorme), oriundo del Rhône. Compañero del padre Chanel. Entró a los 16 años. Muere en Londres en 1874, al regreso de Sydney.
Joseph Xavier (Joseph-Marie Luzy), oriundo del Ain. Entró a los 30 años. Muere en 1873 en Villa María (Nueva Holanda = Nueva Zelanda).
Michel (Antoine Colombon), oriundo del Isère. Entró a los 19 años. Irá a Wallis, pero no perseverará.
[24] En la numeración de los párrafos que van a continuación, los números 3, 4 y faltan; no hay, sin embargo, interrupción alguna en el relato.
[25] El Hermano Silvestre, que se impuso la tarea de leer, con respecto a estas gestiones, las cartas que se conservan del Padre Champagnat, no ve, inevitablemente, más que un problema. El “dossier” que se conserva en los Archivos Nacionales da una visión más compleja de todo el asunto y no permite achacarlo todo a la mala voluntad personal del ministro, aun cuando sea cierto que la petición del padre Champagnat encontró una clara resistencia en las oficinas del Ministerio.
[26] “Tenían su cumplimiento en 1850”. La “Ley Falloux”, favorable a las congregaciones enseñantes, es de 1850, pero nuestra Congregación no fue autorizada oficialmente hasta el 20 de junio de 1851.
[27] El Hermano es el Hermano Marie-Jubin.
[28] Luis J. M. De Bonald, nacido en 1787; en 1839 sucedió al cardenal Fesch como arzobispo de Lyon; nombrado cardenal en 1841, falleció en Lyon en 1870.
[29] “Hoy ha sido realizada por los Hermanos de “Noumea”. Esta frase está entre paréntesis en los Cuadernos, pero la reproducimos porque permite datar las notas del Hermano Silvestre. En efecto, la circular del 25 de enero de 1887 (que todavía pudo leer) habla extensamente de la apertura de un internado agrícola en Nueva Caledonia (ver circulares, vol. VII, pág. 322...). Recordemos que el Hermano Silvestre murió poco después, el 16 de diciembre de 1887.
[30] Falta popular “se retourner” por: “s’en retourner”.
[31] El Hermano Silvestre se embrolla fácilmente cuando una frase tiene un giro negativo. Hay que entender sin duda: “sale del círculo primario y se ocupa de las ciencias que corresponden a la instrucción secundaria, como sería el dar los cursos de latín”.
[32] No hay que extrañarse del tono de la diatriba. No se está más que a cinco años de distancia de las leyes de laicización, y el Hermano Silvestre sigue siendo un impulsivo bastante inclinado a la exaltación.
[33] El Hermano Silvestre no se da cuenta de que no ha terminado la frase. Pone una coma después de María y continúa. Hemos puesto... para intentar traducir la falta de terminación de la frase.
[34] Sobre el señor Séon (Esteban) originario de Tarentaise, ver Origines Maristes IV, 351. Parece realmente el destinatario de una carta que habla de una primera idea de la Sociedad de María por parte de Bernardo Daries, al final del siglo XVIII (Documento 418).
[35] El señor Séon fue encargado del taller de cintas en 1827-1828 (Origines Maristes IV, 351).
[36] Sobre el señor Bourdin, ver Origines Maristes IV, 203. Se ha creído hasta su muerte (1833) que tenía importantes documentos sobre los orígenes y especialmente sobre el padre Champagnat, pero se ha encontrado muy poca cosa.
[37] “1836, 11 de marzo: decreto de la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, aprobado por el Santo padre en el mismo día, que contenía la aprobación de la Sociedad de María”.
29 de abril: breve “Omnium gentium” aprobando la Sociedad de María y autorizando a sus miembros a elegir un Superior General, así como a emitir votos simples.
El autor escribe: “su elección posterior al breve”; el contexto exige “anterior” al breve.
[38] Los tres Hermanos son: Marie-Nizier (J. B. Delorme), oriundo del Rhône. Compañero del padre Chanel. Entró a los 16 años. Muere en Londres en 1874, al regreso de Sydney.
Joseph Xavier (Joseph-Marie Luzy), oriundo del Ain. Entró a los 30 años. Muere en 1873 en Villa María (Nueva Holanda = Nueva Zelanda).
Michel (Antoine Colombon), oriundo del Isère. Entró a los 19 años. Irá a Wallis, pero no perseverará.
[39] En la numeración de los párrafos que van a continuación, los números 3, 4 y faltan; no hay, sin embargo, interrupción alguna en el relato.
[40] El Hermano Silvestre, que se impuso la tarea de leer, con respecto a estas gestiones, las cartas que se conservan del Padre Champagnat, no ve, inevitablemente, más que un problema. El “dossier” que se conserva en los Archivos Nacionales da una visión más compleja de todo el asunto y no permite achacarlo todo a la mala voluntad personal del ministro, aun cuando sea cierto que la petición del padre Champagnat encontró una clara resistencia en las oficinas del Ministerio.
[41] “Tenían su cumplimiento en 1850”. La “Ley Falloux”, favorable a las congregaciones enseñantes, es de 1850, pero nuestra Congregación no fue autorizada oficialmente hasta el 20 de junio de 1851.
[42] El Hermano es el Hermano Marie-Jubin.
[43] Luis J. M. De Bonald, nacido en 1787; en 1839 sucedió al cardenal Fesch como arzobispo de Lyon; nombrado cardenal en 1841, falleció en Lyon en 1870.
[44] “Hoy ha sido realizada por los Hermanos de “Noumea”. Esta frase está entre paréntesis en los Cuadernos, pero la reproducimos porque permite datar las notas del Hermano Silvestre. En efecto, la circular del 25 de enero de 1887 (que todavía pudo leer) habla extensamente de la apertura de un internado agrícola en Nueva Caledonia (ver circulares, vol. VII, pág. 322...). Recordemos que el Hermano Silvestre murió poco después, el 16 de diciembre de 1887.
[45] Falta popular “se retourner” por: “s’en retourner”.
[46] Ver la reproducción textual de esta carta del Venerado padre en la colección: “Los escritos del fundador, tomo I, pp. 217-218”. Hay palabras que faltan en la decimotercera línea; actualmente, este pasaje se ha vuelto ilegible; se le reencuentra en las Notas del Hermano Silvestre. Hay también algunas inexactitudes en esta reproducción. En el original se lee “sont très contents” (y no: “son très contents”); en el original: “Valpareso”, y no Valparaíso... Ver también otra reproducción textual en el Bulletin de I’Institut, vol. XXII, pág. 527, con un pequeño comentario.
El mismo Hermano Silvestre ha modificado ligeramente el texto de la carta.
En la primera línea, él escribe: “mi querido amigo”, en lugar de “mi buen amigo”.
Después: “le daremos conocimiento de ella”, en lugar de “le daremos la copia de ella”.
El
escribe: “el alma de los Franceses es también el precio....”, en lugar de
además el...
En lugar de: “Diga al muy querido Hermano”, él pone “al querido”.
Pero sobre todo, en lugar de: “Sa position ne sera pas bénédiction”, él escribe: “ne sera pas sans bénédiction”. Por otra parte, completa al final: “En los Sagrados Corazones de Jesús...” “y María”.
[47] La S. Ha sido añadida a lápiz (¿por el Hermano Silvestre?).
[48] La concordancia del verbo con varios sujetos es un reflejo irregular en el Hermano Silvestre
[49] La segunda parte no existe.
[50] Siempre la dificultad de las construcciones negativas. Quiere decir: omitiendo... todo lo que no le ha parecido.
[51] Sin lugar a dudas, atribuye a esta palabra (instantanément) el sentido de: durante un momento muy breve.