La pata coja colgando como una inútil piltrafa pasó el perro por mi lado. Un perro de pobre casta. Uno de esos callejeros pobres de sangre y de estampa. Nacen en cualquier rincón, de perras tristes y flacas, destinados a comer basuras de plaza en plaza.
Si pequeños, por el qué fino y ágil de la infancia, -baloncitos de peluche, tibios borlones de lana- los miman, los acurrucan, los sacan al sol, les cantan. De mayores, por el qué con que se les fue la gracia, los dejan a su ventura, mendigos de casa en casa, sus hambres por los rincones y su sed sobre las charcas. Y qué tristres ojos tienen, qué recóndita mirada como si en ella pusieran su dolor amedia asta. Y se mueren de tristeza a la sombra de una tapia, si es que un lazo no les da una muerte anticipada.
Yo lo llamo: psi, psi, psi.
Todo orejas asustadas, todo hociquito curioso, toda sed, hambre y nostalgia, el perro escucha mi voz, olfateo mis palabras como esperando o temiendo pan, caricias... o pedradas. No en vano lleva marcado un mal recuerdo en su pata.
Lo vuelvo a llamar: psi, psi. Dócil a medias avanza moviendo el rabo con miedo, y las orejitas, gachas.
Chasco los dedos; le digo: ven aquí, no te hago nada; vamos, vamos... ven aquí.
Y adiós la desconfianza. Que ya se tiende a mis pies a tiernos aullidos habla, ladra para hablar más fuerte, salta, gira, gira, salta, lloran ríen, ríen, lloran lengua, orejas, ojos, patas, y el rabo es un incansable abanico de palabras.
Es su alegría tan grande que más que hablarme, me canta.
- ¿Qué piedra te dejó cojo?... - Sí, sí, malhaya, malhaya.
El perro no entiende; sabe que maldigo la pedrada, aquella pedrada dura que le destrozó la pata, y él, con el rabo, me está agradeciendo la lástima.
-Pero tú no te preocupes; ya no ha de faltarte nada.
Yo también soy callejero, aunque de distintas plazas, y a patita coja y triste voy de jornada en jornada. Las piedras que me tiraron me dejaron coja el alma. Entre basura de tierra tengo mi pan y mi almohada. Vamos, pues, perrito mío, vamos, anda que te anda, con nuestra cojera a cuestas, con nuestra tristeza en andas, yo, por mis calles oscuras, tú, por tus calles calladas, tú, la pedrada en el cuerpo, yo, la pedrada en el alma. Y cuando mueras, amigo, yo te enterraré en mi casa bajo un letrero: aquí yace un amigo de mi infancia.
Y en el cielo de los perros -pan tierno y carne mechada- te regalará San Roque una muleta de plata.
Compañeros si los hay, amigos donde los haya, mi perro y yo por la vida: pan pobre; rica compaña.
Era joven y era viejo; por más que yo lo cuidaba, el tiempo malo pasado lo dejó medio sin alma. Fueron muchas hambres, mucho peso para sus tres patas.
Y una mañana en el huerto, debajo de mi ventana, lo encontré tendido, frío como una piedra mojada. Como un duro musgo el pelo con el rocío brillaba. Ya estaba mi pobre perro muerto de las cuatro patas.
Hacia el cielo de los perros se fue, anda que te anda, las orejas de relente y el hociquito de escarcha. Portero y dueño del cielo San Roque en la puerta estaba: ortopédico de mimos, cirujano de palabras, bien surtido de recambios con que curar viejas taras.
-Para ti... un rabo de oro, para ti... un ojo de ámbar; tú, tus orejas de nieve; tú, tus colmillos de escarcha.
Tú...
y mi perro le reía...
tú... tu muleta de plata.
Ahora ya sé por qué está la noche agujereada Estrellas... luceros?... No. Es mi perro, que cuando anda, con la muleta va haciendo agujeritos de plata. Manuel Benítez Carrasco.